26: Mareas de hueso

26

Mareas de hueso

Al oeste de la Llanura Dorada,

en el 110.º año de Mar el Sin Rostro

(-1.162, según el cálculo imperial)

El espíritu gimió como un alma condenada, atormentado por el sigilo de unión y la fuerza de la voluntad de Arkhan. Tembló como una luminosa hebra de humo por encima del cuerpo que había habitado en vida, el de un joven y apuesto rasetrano vestido con una armadura de hierro trabajada con elegancia. Sangre seca cubría el mentón cuadrado del príncipe y se extendía por la parte delantera del peto como una capa de herrumbre. Una flecha le sobresalía de un lado del cuello.

Con un furioso movimiento de la mano, el liche disipó el ritual de invocación y devolvió el espíritu del príncipe a los reinos de los muertos. Escupió otra retahíla de sílabas arcanas y el cuerpo manchado de sangre se sacudió, como si lo hubiera asustado. Un quejido escapó de los pulmones del príncipe, expulsando un chorro de espesa sangre coagulada de la boca flácida del cadáver. Una luz sepulcral titiló en las profundidades de los ojos nublados del hombre. El muerto se puso en pie con rigidez; el liche gruñó una orden y envió al cadáver a unirse a las filas del ejército del Rey Imperecedero.

Habían pasado horas desde la batalla con los nehekharanos y el grueso del ejército no muerto permanecía cerca del campo de batalla sembrado de cadáveres. Arkhan se había visto obligado a esperar hasta que anocheciera para interrogar a los espíritus de los enemigos muertos. Después de su súbita partida de Lahmia hacía varias semanas, W’soran se negaba a perderlo de vista. Incluso ahora, permanecía sentado sobre su ridículo palanquín a unos cuantos metros de distancia, burlándose entre dientes mientras Arkhan trabajaba.

Nada le habría gustado más a Arkhan que arrancarle la cabeza al nigromante de su huesudo cuello y darles de comer sus viejos huesos a los chacales, si es que los querían. La batalla con los nehekharanos había confirmado sus sospechas de que W’soran no sabía nada acerca de la guerra. El nigromante simplemente había arrojado a sus tropas contra los mortales hasta que el ejército mucho más pequeño no tuvo más remedio que retirarse… y había sufrido bajas considerables en el proceso. Por desgracia, si mataba a W’soran ahora, no podía estar seguro de cómo reaccionaría la progenie del inmortal, y Arkhan no podía comandar con eficacia el enorme ejército sin ellos. Si la batalla con Rasetra y Lybaras servía de indicativo, necesitaría a todos los guerreros a su disposición para conquistar las grandes ciudades.

El enemigo estaba mucho mejor preparado de lo que debería y ahora sabía por qué.

W’soran despertó de su ensimismamiento cuando el príncipe rasetrano muerto pasó arrastrando los pies.

—Ese es el octavo —soltó—. ¿A cuántos más piensas interrogar? Estamos perdiendo un tiempo valioso. —Hizo un gesto con la esquelética mano hacia el sur—. Cada hora que pasamos aquí les permite a los lybaranos acercarse otro kilómetro a su ciudad.

—Esa es la menor de nuestras preocupaciones —gruñó Arkhan—. Toda Nehekhara se ha levantado en armas. ¡De algún modo, se enteraron de que veníamos mientras nuestros barcos todavía estaban navegando por el estrecho! —Señaló el cadáver andante del príncipe—. Se han estado preparando para nuestra llegada desde que cayó Lahmia, hace casi cuarenta años. ¿Cómo es eso posible?

—No lo es —aseguró W’soran rotundamente—. La sola idea es absurda. Alcadizzar es muchas cosas, pero no un oráculo. —Soltó un resoplido de burla—. El espíritu debe haberte mentido.

Arkhan apretó los puños furioso.

—El ritual lo obligaba a decir la verdad.

—Pues entonces se equivocó —espetó W’soran—. ¿Qué importa? Debemos conquistar Nehekhara y llevar a Alcadizzar a Nagashizzar encadenado. El Rey Imperecedero lo ha ordenado y debemos obedecer.

«Importa mucho si nos dirigimos a una trampa, imbécil», pensó Arkhan.

—Los nehekharanos saben que venimos —insistió Arkhan—. Lo que es mas cuentan con armas y magia que no temamos ni idea de que poseían. —Cruzó los brazos—. Hemos perdido el factor sorpresa y la batalla de hoy demuestra que no podemos depender sólo de la ventaja numérica para derrotara al enemigo.

W’soran lo observó con recelo.

—¿Qué sugieres?

—Todavía disponemos de una ventaja que los mortales no pueden igualar: nuestras tropas son infatigables y pueden marchar más tiempo y más rápido que nadie interpusieron a los rasetranos y los lybaranos en nuestro camino para frenamos, mientras las ciudades del oeste reunían a sus tropas. Si nos movemos rápido, todavía podemos cogerlos desprevenidos y derrotarlos ciudad a ciudad.

—¿Cómo?

—Dividiremos el ejército. Tú coges un tercio de la hueste y mantienes a Lybaras y Rasetra a raya, mientras yo voy al oeste de inmediato y me dirijo a Khemri. Si puedo tomar Quatar y las Puertas del Alba por asalto, puedo estar en la Ciudad Viviente en menos de tres semanas. En cuanto Alcadizzar sea derrotado, el resto de las ciudades deberían caer con facilidad.

El nigromante negó con la cabeza.

—Oh, no. ¿Te crees que voy a perder el tiempo a este lado de las Cumbres Quebradizas mientras tú invades Khemri y reclamas toda la gloria?

Arkhan fulminó al inmortal con la mirada.

—No podemos dejar a Rasetra y Lybaras a su antojo mientras marchamos hacía el Valle de los Reyes —dijo con voz chirriante—. Si entran en el valle detrás de nosotros, quedaríamos atrapados entre dos fuerzas, con poco espacio para maniobrar.

Incluso W’soran podía ver el peligro que entrañaba esa situación.

—Enviaré a cuatro de mis siervos para que mantengan a Rasetra y Lybaras ocupadas —decidió—. Eso es casi un tercio del ejército. Más que suficiente para contener a los nehekharanos.

—Muy bien —aceptó Arkhan a regañadientes.

No quería a W’soran a menos de cien leguas de él, pero por el momento necesitaba la cooperación de aquel idiota o toda la invasión correría peligro.

—Salimos de inmediato.

El liche dio media vuelta y se dirigió hacia su caballo con pensamientos de asesinato danzándole en la cabeza. Si W’soran quería estar en el centro de los combates, estaría encantado de complacerlo. El campo de batalla podía ser un lugar peligroso para los incautos.

Los habitantes de Khemri acudieron en una inmensa y alegre multitud para despedir a sus reyes que partían a la guerra. Abajo en los muelles habían embarcado a las últimas compañías del ejército de Khemri en las barcazas, junto con los jinetes de Numas y las tribus del desierto. Las barcazas procedentes de Zandri habían llegado el día anterior y ahora el río estaba abarrotado de una flota de embarcaciones pintadas de vivos colores que se extendía hacia el oeste hasta donde alcanzaba la vista.

Fuera del palacio, la guardia real había formado en sus carros de guerra, esperando la orden de ponerse en marcha. Los esclavos de la casa real esperaban en la escalinata del palacio; a cada uno se le había entregado una moneda de oro para que la lanzara al suelo a los pies del rey, como ofrenda a Ptra, el Gran Padre, dios del sol.

A la hora señalada, los cuernos de bronce hicieron temblar el aire y fuera del recinto del palacio la gente de Khemri rugió en respuesta. Momentos después, la comitiva real apareció bajo la brillante luz del sol. Primero salió Inofre, el Gran Visir, ataviado con sus mejores galas, a la cabeza del resto de los visires del rey, seguido del rey y la reina.

Alcadizzar llevaba la armadura de oro que le habían regalado los señores de las montañas y resplandecía con toda la furia del sol. Había dejado: el cayado y el cetro sobre el trono de Settra; en su lugar, sostenía su espada de guerra de oro. A su lado, Khalida era la oscuridad frente a la luz del rey, vestida con un peto de hierro grabado con oro y una pesada falda de escamas de hierro sobre los pliegues de su túnica de algodón. Un pañuelo del desierto le caía suelto alrededor del rostro y llevaba un arco de jinete y un carcaj colgados al hombro.

Detrás del rey y la reina iba el príncipe Ubaid, su hijo menor. El príncipe mantuvo la cabeza agachada mientras salía con ellos a la escalinata del palacio y su apuesto rostro se arrugó en un ceño feroz cuando sus padres se volvieron hacia él.

—¿Por qué me tengo que quedar? —se quejó como si no le hubieran explicado ya el asunto una docena de veces.

—Porque eres demasiado joven —le recordó Alcadizzar—. Tu hermano mayor, Asar, tiene dieciséis años y tampoco va a luchar.

El príncipe heredero había partido de Ka-Sabar poco después de que sonara la llamada a las armas y había regresado con su tío a Bel Aliad, donde permanecería hasta que la guerra terminara.

—Pero Ophiria sí va —protestó Ubaid—. Y ella es vieja.

Alcadizzar suspiró.

—Si pudiera ordenarle a Ophiria para se quedase, lo haría. Pero la Hija de las Arenas va adonde quiere.

El príncipe se cruzó de brazos.

—Pues entonces me gustaría ser el Hijo de las Arenas.

Khalida le colocó una mano a su hijo en el hombro.

—Alguien tiene que quedarse para tranquilizar a la gente mientras el ejército está lejos —dijo con aire de gravedad—. Tú e Inofre gobernaréis el imperio hasta nuestro regreso. ¿Estás preparado para una tarea tan importante?

Ubaid levantó la cabeza con orgullo.

—Por supuesto —respondió con toda la solemnidad de la que era capaz un niño de nueve años—. ¿Eso significa que me puedo quedar levantado toda la noche como hace padre… y comer en la biblioteca?

Khalida miró a Alcadizzar de reojo.

—Supongo que ese es el privilegio de ser un gobernante —aceptó. La reina se inclinó y lo besó con suavidad en la frente, haciendo que el joven príncipe se retorciera—. Volveremos lo antes posible, cariño —le aseguró.

—Ya lo sé.

Alcadizzar se arrodilló junto a su hijo y lo abrazó.

—Sé valiente y gobierna con sabiduría —dijo—. Y no vacíes las arcas mientras estoy fuera.

—Muy bien.

El rey sonrió y le dio un beso de despedida a su hijo, y luego cogió a Khalida de la mano. Descendieron juntos los escalones de piedra. El oro brilló y repicó a sus pies. Los reyes les dirigieron amplias sonrisas a los miembros de la familia real y los guardias que aguardaban.

—Me enteré de que anoche llegó un mensajero —dijo Khalida entre dientes.

Alcadizzar asintió con la cabeza.

—Noticias de Heru. Se encontraron con la vanguardia de Nagash hace cuatro días. La primera batalla tuvo lugar ayer.

El rey respiró hondo.

—Aguantaron una hora —contestó con los dientes apretados—. Entre ellos y los lybaranos, contaban con casi cien mil hombres, y Heru dijo que los quintuplicaban en número, como mínimo.

—Por todos los dioses —maldijo Khalida. Su sonrisa nunca vaciló—. ¿Dónde están ahora?

—Retirándose en dirección sur, hacia Lybaras.

—Se suponía que debían retrasar a Nagash semanas —dijo la reina entre dientes—. ¿Y ahora qué?

La pareja llegó al pie de la escalinata y se volvió para decirle adiós con la mano por última vez al príncipe Ubaid. El niño sonrió de oreja a oreja y les devolvió el gesto.

—Nos ceñimos al plan —respondió Alcadizzar—. Y recemos para que Quatar pueda defender las Puertas del Alba. De lo contrario, no habrá nada que le impida a Nagash apoderarse del oeste.

* * *

Tal y como había dicho Arkhan, la hueste de no muertos se movió como una plaga de langostas por el camino comercial occidental, oscureciendo el cielo a su paso. Mientras cuatro de los inmortales de W’soran perseguían a los ejércitos orientales hacia el sur, el liche se lanzó hacia el Valle de los Reyes con toda la velocidad de la que fue capaz su fuerza de lentos movimientos.

Primero, sin embargo, estaba Mahrak, sede del Consejo Hierático y en otro tiempo conocida como la Ciudad de los Dioses, donde habían derrotado a Nagash durante la primera guerra.

Lo poco que Arkhan sabía del destino de la ciudad databa del reinado de Lamashizzar, siglos atrás. En aquellos días, la ciudad estaba en ruinas en su mayor, tras el fin del pacto sagrado y la aniquilación del consejo dirigente. W’soran afirmaba que Neferata había apoyado la restauración de la ciudad durante su reinado, pero que Mahrak todavía no era más que una sombra de su antigua gloria. En este momento, sin embargo, Arkhan no se fiaba de nada que le dijera el nigromante, así que se acercó a Mahrak esperando encontrar una profusión de fortificaciones y un decidido ejército preparado para presentar batalla.

Descubrió que la verdad estaba en algún punto intermedio. Dos semanas después de la batalla con Rasetra y Lybaras, la hueste de no muertos llegó a Mahrak justo después de que se pusiera el sol y encontró una ciudad cuya gloria había disminuido mucho, pero con sus murallas y puertas totalmente intactas. Había miles de guerreros con túnicas blancas sobre las almenas, dispuestos a defender la ciudad hasta la muerte.

Arkhan hizo todo lo posible por complacerlos.

* * *

A lo largo de la noche, sus guerreros rodearon la ciudad, cortando todas las vías de escape y obligando a tos defensores de Mahrak a extenderse a lo largo de su perímetro. Arrastraron las catapultas hasta sus puestos y montaron máquinas de guerra más pequeñas en puntos estratégicos alrededor de la ciudad. En cuestión de horas, lanzaron los primeros ataques de reconocimiento contra las murallas de la ciudad, poniendo a prueba la fuerza de la organización y determinación de los defensores. Arkhan los prolongó a lo largo de todo el día siguiente, manteniendo a los mortales con los nervios de punta y sin darles oportunidad para descansar.

Esa noche, justo después de que se pusiera el sol, el ataque comenzó en serio.

Las catapultas lanzaron aullantes proyectiles por lo alto, apuntando a la parte superior de las murallas y las torres de entrada de la ciudad. Máquinas de guerra con muchas patas corrieron hacia las murallas, seguidas de una multitud de compañías de esqueletos equipados con escaleras rudimentarias. Cayeron lluvias de flecha en medio de las filas de los muertos, derribando guerreros por docenas, y esporádicos disparos de catapulta procedentes del interior de la ciudad tallaron franjas de destrucción a través de las compañías que se acercaban. Pero los supervivientes siguieron avanzado, sin prestarle atención a las bajas ni dejarse desalentar por las altísimas murallas que se alzaban ante ellos. Las máquinas de guerra subieron correteando por la pared de piedra como arañas, acuchillaron a los hombres con sus patas delanteras y arrojaron sus cuerpos que aún gritaban de las murallas. Las escaleras de hueso golpetearon contra las murallas bajo el fuego de cobertura de las flechas y los esqueletos treparon hacia las almenas aferrando dagas o hachas pequeñas entre sus dientes podridos. Los defensores de la ciudad les lanzaron rocas a los atacantes o esperaron a lo largo de las murallas con garrotes o hachas para rechazarlos. Los no muertos estiraron hacia ellos sus manos de hueso, agarraron a los hombres por los brazos y el cuello y arrastraron a los defensores con ellos mientras caían de la muralla.

Una vez comenzó el asalto, nunca aflojó. Arkhan no les ofreció a los defensores ni un momento de respiro. Las energías nigrománticas crepitaron en el aire nocturno, azotando las almenas con abrasadoras saetas de poder o animando los cuerpos de los caídos y volviéndolos contra sus compañeros.

Arkhan esperaba hacerse con las murallas en sólo unas horas y una de las puertas poco después, pero los defensores de la en otro tiempo ciudad santa eran más duros de lo que imaginaba. Protegieron cada centímetro de las murallas con su sangre, si los no muertos no vacilaron ellos tampoco lo hicieron. Pasaron dos horas, luego cuatro, después seis, y las puertas aún seguían en manos de los defensores.

No obstante, sin prisa pero sin pausa, el simple peso de la ventaja numérica se empezó notar. Antes del amanecer del día siguiente, habían despejado la mayor parte de las murallas y los combates se concentraban alrededor de las dos puertas de la ciudad. Al mediodía, la puerta oriental cayó, sólo para que un feroz contraataque la retomara minutos después. Los enfrentamientos se desarrollaron en una y otra dirección y ambas torres de entrada cambiaron de manos hasta en doce ocasiones a lo largo de la sangrienta tarde. Sin embargo, al anochecer, la puerta oriental cayó de nuevo, y esta vez no quedaba ningún mortal con vida para recuperarla.

Las tropas de Arkhan irrumpieron en la ciudad y, durante los tres días y noches siguientes, masacraron a todo ser vivo en el interior de las murallas de Mahrak. Le prendieron fuego a los templos, resucitaron los cadáveres de los caídos y los incorporaron a las filas del ejército conquistador, restituyendo una parte de los guerreros que Arkhan había perdido.

Cinco días después de que la hueste de no muertos llegara a Mahrak, la Ciudad de los Dioses ya no existía. No quedaba nada salvo pilas de huesos destrozados y escombros chamuscados; un inmenso y sombrío testimonio de la venganza de Nagash.