25: Conteniendo la oscuridad

25

Conteniendo la oscuridad

Khemri, la Ciudad Viviente,

en el 110.º año de Djaf el Terrible

(-1.163, según el cálculo imperial)

Nagash ya viene.

La advertencia se extendió veloz a todos los rincones de Nehekhara, enviada desde el colegio de hechicería de Khemri a cada una de las grandes ciudades, y desde allí a oídos de los vasallos del imperio. En cuestión de horas, los cuernos sonaban en los palacios, llamando a sus combatientes a la guerra.

Se había concebido una estrategia décadas antes anticipándose al regreso del Usurpador, cuyos detalles se pulían cada año mediante un consejo de guerra convocado por Alcadizzar en Khemri. El ejército de cada ciudad tenía un papel específico que debía desempeñar en la magnífica estrategia, además de un estricto calendario en el que completar las tareas asignadas. Se parecía en algunos aspectos al complicado desplazamiento de ejércitos que se produjo durante la campaña lahmiana casi cuarenta años antes, pero mucho más complejo y difícil de lograr.

Durante los primeros meses después de la llegada de Ophiria a Khemri, un flujo constante de mensajes fue del palacio al colegio y viceversa. Alcadizzar trabajó día y noche desde el relativo aislamiento de su biblioteca personal, comunicándose con sus reyes vasallos y dirigiendo la movilización del imperio. Aproximadamente cuatro semanas después de recibir la advertencia de Ophiria, los ejércitos de Rasetra y Ka-Sabar se habían reunido y se habían puesto en marcha, ambos dirigiéndose presurosos al norte para llegar a las posiciones asignadas por delante de las fuerzas del Usurpador. Mientras tanto, en los muelles fluviales a las afueras de Khemri, todas las barcazas que poseían los mercaderes de la ciudad habían sido requisadas, mientras el ejército de la ciudad se congregaba en los campos al sur.

Había que tomar cientos de decisiones, grandes y pequeñas, todos y cada uno de los días. Alcadizzar descubrió rápido que poder comunicarse con sus aliados a través de distancias tan enormes era un arma de doble filo. Lo abrumaron con preguntas, peticiones, aclaraciones e informes a cada paso, hasta que se convirtió en un desafío simplemente cribar la avalancha y decidir qué mensajes necesitan su atención y cuáles no.

Irónicamente, cuanto más sabía Alcadizzar, más le preocupan las cosas que no sabía. ¿Dónde estaban las fuerzas de Nagash? ¿Qué tamaño tenían? ¿A qué velocidad se movían?

Repasó sus planes de batalla una y otra vez, buscando defectos ocultos que el enemigo pudiera aprovechar.

El rey se encontraba de pie ante una gran mesa de madera situada en el centro de la biblioteca, estudiando un mapa detallado del imperio, cuando oyó que la puerta de la biblioteca se abría sin hacer ruido. Suspiró para sus adentros mientras se frotaba los ojos.

—¿Sí? —preguntó, esperando otro puñado más de mensajes procedentes del colegio.

—Inofre dice que no has salido de esta habitación desde hace días. ¿Algo va mal?

Alcadizzar se volvió sorprendido al oír la voz de Khalida. Su mujer permanecía cerca de la puerta de la biblioteca, contemplando los escritorios y mesas de lectura abarrotados con una mezcla de interés académico y leve aprehensión. Iba vestida con sencillez, como tenía por costumbre cuando no asistía a la corte, con una túnica de algodón oscuro y zapatillas de seda. Un pañuelo del desierto le envolvía sin apretar el cabello trenzado. Éste realzaba las líneas de preocupación que le arrugaban la frente y le marcaban las comisuras de los ojos.

Demasiado cansado y sorprendido para pensar correctamente, Alcadizzar sacudió la cabeza y respondió:

—Ni mejor ni peor que el día anterior.

—Entonces, ¿por qué sigues despierto? Es más de medianoche.

Alcadizzar frunció el entrecejo. No tenía ni idea de que fuera tan tarde.

La biblioteca no tenía ventanas, ya que estaba situada en el centro de las estancias reales, por lo que no era fácil marcar el paso del tiempo. Se pasó una mano por la cara, intentando eliminar el cansancio.

—Estoy repasando informes —respondió con voz apagada—. Asegurándome de no haber pasado nada por alto.

Khalida se reunió con él juntó a la mesa de mapas y le observó detenidamente el rostro.

—Pareces diez años más viejo —murmuró. Le rozó con suavidad las sienes con las puntas de los dedos—. Tienes canas en el pelo que no estaban ahí hace un mes.

El rey esbozó una sonrisa forzada.

—Eso es lo que te pasa por casarse con un hombre tan viejo —bromeó.

Khalida puso mala cara.

—No te rías —repuso—. Estás agotado. Puedo verlo en tus ojos.

La sonrisa desapareció del rostro de Alcadizzar. Bajó la mirada hacia el mapa, recorriendo con los ojos los símbolos y anotaciones que había grabado en su memoria durante las últimas semanas. Sacudió la cabeza.

—Me agobia —dijo el rey—. Cada momento de cada día. Cuando intento dormir, en lo único que puedo pensar es en este maldito mapa.

—Lo sé —contestó Khalida—. Siempre te preocupas así antes de una campaña.

—Así no —repuso él negando con la cabeza—. Esto no tiene que ver con impuestos, comercio ni ampliar las fronteras del imperio. Tiene que ver con la vida y la muerte… o algo muchísimo peor que la muerte. —Alcadizzar suspiró—. El imperio depende de mí. Si fracaso, todo ser vivo desde Lybaras a Zandri sufrirá.

A Alcadizzar le sorprendió sentir que los brazos de Khalida le rodeaban la cintura y lo acercaban a ella. Le hizo pensar en la primera vez que lo abrazó, en el camino a Khemri con las tribus. En aquel entonces había pensado que las mujeres del desierto eran tranquilas y maleables, a pesar de Ophiria. Khalida le había demostrado cuán totalmente equivocados estaban sus impresiones.

—No fracasarás —le aseguró con un tono que no admitía discrepancia—. Éste es el momento para el que te has estado preparando. Es toda la razón por la que existe el imperio. —Apoyó la cabeza en su hombro y su voz se suavizó—. En toda mi vida, nunca he conocido un hombre más dedicado a nada.

Aquellas palabras lo hirieron profundamente, lo hubiera pretendido Khalida o no. La rodeó con los brazos.

—Lo siento.

—¿Por qué?

—Por permitir que todo esto se interponga entre nosotros —respondió Alcadizzar—. No he sido un buen marido estos últimos años.

—Pero un gran rey —dijo Khalida. Levantó la mano y se secó la mejilla. Señaló el mapa—. Mira todo lo que has logrado.

—Renunciaría a todo ello en un instante si me lo pidieras.

—No lo harías —contestó Khalida, con una risita débil—. No seas tonto.

El rey se rio con ella.

—No lo soy —protestó—. En cuanto esto termine, las cosas serán diferentes. No más viajes. No más campañas. No más andar de un lado para otro de la habitación a todas horas de la noche. Por fin haremos todas esas cosas con las que soñábamos.

—¿Me llevarás a las Tierras de la Seda en una barcaza hecha de oro?

Alcadizzar sonrió.

—Si así lo deseas.

—¿Y harás que el Emperador Celestial se incline ante mí?

—No hará falta que lo animen mucho, una vez que te vea.

Khalida soltó una risita y lo abrazó fuerte.

—¿Me lo prometes?

El rey sonrió.

—Con todo mi corazón.

—Te tomo la palabra —le dijo—. Bueno. ¿Cuándo nos vamos?

—¿Nos?

Khalida se soltó y le dirigió a Alcadizzar una mirada severa.

—¿Esperas que me quede aquí? He cabalgado contigo en todas las campañas desde que nos casamos y no pienso parar ahora.

La sola idea llenó a Alcadizzar de temor, pero sabía que no tenía sentido discutir. Incluso la autoridad de los reyes tenía sus límites.

—Las fuerzas de Zandri ya han partido y están viajando río arriba —dijo moviendo el dedo a lo largo del curso del río Vitae—. Los numasis también se han puesto en marcha y deberían estar aquí en dos semanas. Otros dos o tres días para cargar su ejército y el nuestro en las barcazas y entonces estaremos listos para partir.

Khalida asintió con la cabeza.

—¿Y el resto?

—La Legión de Hierro salió de Ka-Sabar hace dos semanas y se dirige al norte hacia Quatar. Las fuerzas de Rasetra salieron más o menos al mismo tiempo y Heru informa que llegarán a Lybaras en otra semana a así. —Se cruzó de brazos—. Hace semanas que no tenemos noticias de Mahrak. Me temo que el Consejo Hierático está reconsiderando su papel en el plan.

La reina asintió con la cabeza. A pesar de que ella no había participado directamente en la elaboración del plan de batalla, lo había ido reconstruyendo a lo largo de los años y lo conocía tan bien como cualquiera de los otros soberanos.

—Es comprensible. Los has colocado en una posición difícil.

—No fue por elección propia, pero ellos no parecen creerlo —repuso Alcadizzar—. Han desconfiado de mis motivos desde que fundé el colegio de hechiceros. Pero abandonar la ciudad es la única opción realista. Si no quieren unirse a Rasetra y Lybaras, por lo menos podrían retirarse a las Puertas del Anochecer, donde podrían defender el extremo oriental del Valle de los Reyes durante muchas semanas… sin duda el tiempo suficiente para su gente llegue al otro extremo del valle y se refugie en Quatar.

—No es una decisión tan fácil para ellos. Están intentando preservar su fe —señaló Khalida.

—No, si consiguen que los maten en el proceso —contestó Alcadizzar—. Será una amarga ironía si la propia desconfianza y paranoia del Consejo Hierático resultan ser su ruina.

—Si ese es su destino, entonces no hay nada que nosotros podamos hacer —opinó Khalida—. Pero puede que aún nos sorprendan. Todavía queda algo de tiempo antes de que el ejército de Nagash cruce la Llanura Dorada.

Alcadizzar asintió con la cabeza, pero su expresión era de duda.

—Esperemos —dijo—. En este momento, es lo único que podemos hacer.

* * *

Impulsada por las oscuras aguas por los amplios movimientos de remos de hueso, la flota de no muertos tardó dos largas semanas en cruzar el angosto estrecho y alcanzar al puerto en ruinas de Lahmia. Llegaron a altas horas de la noche, ocultos por una creciente mancha de nubes cenicientas que se tragaba la luz de la luna. En los años transcurridos desde la caída de la ciudad, ésta se había convertido en el hogar de colonos ilegales y pandillas de bandidos procedentes de todo el este de Nehekhara: hombres y mujeres desesperados que se reían de las leyendas del pasado de la Ciudad Maldita. W’soran se situó en la cubierta de su nave de transporte y escuchó sus gritos a medida que la hueste no muerta se extendía en silencio por las estrechas calles de Lahmia.

Hora tras hora, los barcos con su pesada carga entraron y salieron de los grandes muelles de piedra, derramando un torrente constante de tropas espectrales en la ciudad. Ya hacía rato que había amanecido cuando le tocó el turno a W’soran de desembarcar, montado en un palanquín de hueso que se movía como una araña sobre ocho largas patas segmentadas. Avanzó sobre la máquina no muerta a través de la penumbra sobrenatural, subiendo por la colina hacia los restos del palacio real. Allí permaneció los siguientes días, mientras el ejército se reunía despacio en las llanuras al sur de la ciudad.

El nigromante se entretuvo hurgando en las cenizas del antiguo templo, tanto por curiosidad como por la sencilla razón de que sabía que Arkhan no se acercaría a un kilómetro de su antigua prisión a menos que fuera necesario. Compartir el control del ejército —y la gloria de la victoria— con el maldito liche irritaba enormemente a W’soran. Durante años había intentado pensar en un modo de tramar la desaparición de Arkhan (seguro de que el liche planeaba el mismo destino para él). En Nagashizzar, bajo la atenta mirada de Nagash, no se le ocurrió una manera de destruir al liche sin un riesgo considerable para sí mismo, así que W’soran había aguardado el momento oportuno, esperando a que comenzara la invasión. Aunque las habilidades nigrománticas de Arkhan podrían ser un poquito mejores que las suyas en este momento, ahora W’soran contaba con la ventaja numérica de su lado. Los siete miembros de su progenie juntos representaban el control de casi la mitad del ejército. Lo único que W’soran tenía que hacer era observar y esperar la oportunidad adecuada para empujar al maldito liche en manos del enemigo.

Como esperaba, Arkhan se dedicó a sus cosas, rondando alguna otra parte de la ciudad hasta que el ejército estuviera listo para avanzar. Uno a uno sus sirvientes inmortales se fueron reuniendo en el palacio a medida que sus contingentes desembarcaban en el puerto. El antiguo trono de la ciudad había desaparecido hacía tiempo, probablemente consumido en el incendio del templo años atrás, y no encontraron por ninguna parte la copia que Neferata había hecho, así que W’soran hizo que sus guerreros registraran el palacio en busca de una silla apropiada para colocarla sobre el estrado real y esperar allí a que Arkhan viniera a verlo y discutieran la estrategia.

Transcurrió un día y una noche. Luego otro. La ira de W’soran aumentó. Al final, al tercer día, envió a uno de sus inmortales a buscar a Arkhan solo para descubrir que el liche se había llevado a los guerreros directamente bajo su control y se había dirigido al oeste dos días antes.

Furioso, W’soran puso en movimiento al resto del ejército y salió tras él, decidido a no permitir que Arkhan llegara a Khemri primero y privara al nigromante del honor de capturar a Alcadizzar. El enorme ejército subió tambaleándose pesadamente por el estrecho paso y se adentró en la Llanura Dorada, derramándose como una mancha oscura por los campos yermos. El nigromante empujó a sus tropas hacia delante sin piedad, marchando día y noche; la magia de W’soran hizo que el polvo y las cenizas que levantaban sus pies marchando se elevaran para perpetuar el inmenso mar de nubes que los protegía del ardiente sol.

Tardaron más de tres semanas en alcanzar por fin a Arkhan, justo al otro lado de la yerma llanura. La caballería de W’soran avistó a las fuerzas del liche formando en orden de batalla a unas diez leguas al oeste a lo largo del camino comercial, cerca de donde se bifurcaba al suroeste en dirección a Lybaras. A una legua de distancia, de espaldas al camino de Lybaras, aguardaba un ejército nehekharano.

La infantería del nigromante alcanzó a las tropas de Arkhan unas cuatro horas después. W’soran les ordenó que se detuvieran a una corta distancia por detrás de las fuerzas del liche y luego dirigió a su palanquín hacia delante en busca de aquel cabrón de dientes rotos.

* * *

Arkhan estaba sentado a horcajadas sobre un enorme caballo de esqueleto rodeado de un grupo de tumularios a caballo cerca del centro de su línea de batalla. A diferencia de W’soran, que había conservado su túnica marcada con sigilos, el liche había cambiado su ropa mugrienta por una armadura de bronce y cuero. Un yelmo de bronce deslustrado le cubría el cráneo, cuya falda de cuero y anillos de bronce le rodeaba la cara y el cuello como si fuera la parte inferior de una capucha. La cara del liche se volvió con un gruñido hacia el nigromante, con los ojos verdes ardiendo en las cuencas de hueso. Levantó la mano con un crujido de cuero y señaló al lejano ejército con un dedo huesudo.

—Explica esto —dijo Arkhan con voz chirriante.

W’soran hizo que el palanquín se detuviera bruscamente.

—¿No es evidente? —soltó—. Algunos de esa malnacida chusma de Lahmia deben haber escapado y advertido a Lybaras. No pensarías que se iban a quedar sentados esperando a que apareciéramos fuera de sus murallas, ¿verdad?

Un silbido gutural escapó entre los dientes podridos del liches.

—A Lybaras y Rasetra también —afirmo Arkhan—. Habrían hecho falta semanas para reunirlos, más aún para traerlos hasta aquí para plantarnos cara. ¿Cómo es eso posible?

—¿Y yo cómo voy a saberlo? —contraatacó W’soran—. Los lybaranos cuentan con toda clase de artefactos extraños, ¿no? Tal vez nos vieron venir desde muy lejos.

—Eres todavía más idiota de lo que recordaba —dijo Arkhan con desdén—. Le juraste a Nagash que las grandes ciudades estaban divididas. Que. no podrían reunir una defensa adecuada contra nosotros.

El nigromante sintió un momento de inquietud cuando al fin cayó en la cuenta de las implicaciones de lo que el liche estaba diciendo. A partir de este momento, si algo salía mal en la campaña, Arkhan intentaría culpar a W’soran de ello.

—¿Llamas a eso una defensa adecuada? —le espetó el nigromante—. Siempre sospeché que eras un cobarde, Arkhan. ¡Eso sólo es una mínima parte del ejército al que casi derroté en Lahmia hace años!

Arkhan se reclinó en la silla y observó a W’soran largo rato, hasta que el nigromante empezó a preguntarse si el liche sería tan tonto como para intentar coger la espada.

—¿En serio? —comentó al final—. En ese caso, a tus legiones no debería costarles mucho derrotara este.

Levantó la mano. De repente, toda su fuerza giró a la derecha y comenzó a marchar hacia el norte, apartándose de la trayectoria entre las fuerzas de W’soran y el enemigo.

W’soran fulminó a Arkhan con la mirada, furioso por haber permitido que el liche lo superara tácticamente con tanta facilidad.

—Muy bien —dijo el nigromante entre dientes—. Retira a tus guerreros al noreste y mantenlos fuera de mi camino. Puedes hacer eso por lo menos, ¿no?

Arkhan no se dignó ofrecerle una respuesta, simplemente hizo que su caballo diera media vuelta y partió en dirección norte. W’soran apretó los puños, muy tentado de derribar al liche de la silla y resolver las cosas de una vez por todas. Se contuvo de mala gana. Ahora no era el momento, no con un ejército enemigo a sólo unos kilómetros de distancia.

Furioso, hizo que su palanquín diera la vuelta y regresó con sus legiones que aguardaban. Con unas cuantas órdenes cortantes y una serie de indicaciones mentales, el ejército comenzó a formar una línea de batalla. Las compañías de arqueros se adelantaron traqueteando para ocupar posiciones delante de las compañías de lanceros, mientras la caballería y los carros ocupaban sus puestos en los flancos.

Mientras se situaban en sus puestos, W’soran estudió la fuerza enemiga. A decir verdad, la fuerza parecía como mínimo tan numerosa como la que Alcadizzar había encabezado contra Lahmia: quizás entre ochenta y cien mil guerreros. Divisó infantería pesada en el centro y en los flancos, protegida por grandes unidades de arqueros delante y carros al sur. Justo detrás de la línea de batalla había aproximadamente dos veintenas de pequeñas catapultas con ruedas, dispuestas en filas alternas para disparar sobre las cabezas de la infantería. Una fuerza formidable, reconoció el nigromante, pero terriblemente inferior en número a las legiones de no muertos congregadas. Con una sonrisa carente de alegría, W’soran les ordenó a sus arqueros y lanceros que avanzaran.

Las apretadas formaciones de lanceros descendieron por el terreno en pendiente hacia las tropas enemigas. Pasaron los minutos mientras las dos fuerzas se acercaban. W’soran pudo oír vagamente trompetas sonando de un lado a otro de la línea de batalla enemiga. Cuando los esqueletos que avanzaban se encontraron a unos mil metros de distancia, el nigromante vio que unos hombres empezaron a accionar los brazos giratorios de las catapultas lybaranas. El nigromante dio otra orden y sus arqueros aceleraron el paso, adelantando al trote a las compañías de lanceros para proporcionar fuego de cobertura durante los últimos cientos de metros antes de hacer contacto. Se detuvieron a doscientos metros, tensaron las cuerdas de sus arcos en un único movimiento y luego desataron una silbante tormenta de flechas contra las filas de la infantería enemiga. Muchas cayeron sobre escudos levantados o rebotaron contra yelmos redondeados, pero otras se deslizaron a través de estrechos huecos y se enterraron en carne y hueso. Se abrieron agujeros en las filas a medida que los hombres caían, heridos o moribundos.

Los arqueros de esqueleto se prepararon para una segunda descarga, pero los arqueros enemigos respondieron enviando una lluvia de sus propios proyectiles. Se sumergieron entre los arqueros con armadura ligera, perforando cajas torácicas polvorientas y cráneos decolorados. Donde golpeaban las flechas, se producía un diminuto destello blanco y los esqueletos se desplomaban en el suelo.

Los destellos llamaron la atención de W’soran de inmediato. Fueran lo que fuesen, apagaban la magia que animaba a los cadáveres como si pellizcaran la llama de una vela. El nigromante comprendió con gran inquietud que debía de tratarse de algún tipo de magia.

Abajo en el campo de batalla, los arqueros de esqueleto desataron otra descarga de flechas más irregular. Casi inmediatamente, los nehekharanos devolvieron los disparos, y más cientos de arqueros de W’soran fueron destruidos. Con un gruñido, les ordenó a los supervivientes que se retiraran. Mientras los arqueros daban media vuelta y atravesaban al trote estrechas brechas entre las compañías de lanceros, W’soran les transmitió órdenes cortantes a sus sirvientes. Los inmortales levantaron los brazos y empezaron a entonar, lanzando los primeros conjuros de la batalla.

Las compañías de lanceros presionaron hacia adelante, impertérritas ante el castigo que habían sufrido los arqueros. A quinientos metros, una trompeta sonó en la línea de batalla enemiga y las veinte catapultas entraron en acción. Grupos de piedras lisas y redondeadas del tamaño de melones cayeron entre las compañías de lanceros, aplastando escudos y destrozando huesos. Puñados de lanceros simplemente dejaron de existir, como si los hubieran aplastado los pisotones de un gigante invisible.

Tras cien metros, las catapultas dispararon de nuevo, luego cien metros después. Las compañías de lanceros de cabeza estaban prácticamente destruidas, pero todavía había miles más preparados para ocupar su lugar. A doscientos metros, cayó otra lluvia de piedras, además de una descarga de flechas enemigas que provocó aún más masacre entre las filas. W’soran levantó la mano hacia al cielo con un gruñido y los ocho inmortales desataron sus conjuros al mismo tiempo. El poder nigromántico invadió a los lanceros no muertos, llenando sus largas y flacas extremidades de una momentánea ráfaga de vigor adicional. Los esqueletos se lanzaron hacia delante formando una masa silenciosa, apuntando con las armas y atravesando a la carga los últimos doscientos metros tan rápido que ni los arqueros enemigos ni las catapultas pudieron reaccionar.

Los arqueros enemigos vieron el peligro que se aproximaba y se retiraron de inmediato; arrancaron las flechas que no habían disparado del suelo junto a sus pies y regresaron corriendo a lugar seguro detrás de la infantería pesada. Momentos después, línea de batalla nehekharana lanzó un rugido de desafío mientras los lanceros no muertos se estrellaban contra sus escudos levantados, y la batalla se entabló de verdad.

El ejército rasetrano iba ataviado con pesadas armaduras de cuero y chapas de bronce y blandía hachas de mano con hojas de hierro o pesadas mazas con una habilidad mortífera. Sus escudos estaban marcados con runas de protección y sus armas, con símbolos que destrozaban esqueletos con cada golpe. W’soran y sus sirvientes respondieron con otra serie de conjuros que les proporcionaron más velocidad a los ataques de sus lanceros, hasta que las puntas de bronce de las lanzas se hundieron en el enemigo como si fueran cabezas de víboras. La masacre en ambos bandos fue algo terrible de contemplar, pero los nehekharanos se mantuvieron firmes contra la arremetida.

W’soran azotó a las legiones de no muertos con la fuerza de su voluntad, arrojando a toda la hueste contra el tenaz enemigo. Al sur, la caballería y los carros de los esqueletos cargaron contra la masa de caballería nehekharana, desencadenando una refriega salvaje y confusa. Compañías de arqueros y lanceros avanzaron detrás de la caballería de no muertos, atacando a los rasetranos desde el flanco y desatando descargas de flechas contra los jinetes nehekharanos en apuros. Al norte, otra fuerza de caballería e infantería no muerta estaban girando alrededor del flanco izquierdo del enemigo. Las trompetas tocaron una desesperada llamada pidiendo refuerzos, a la vez que la izquierda del enemigo empezaba a doblarse hacia atrás bajo la presión. Dentro de poco los aurigas no muertos podrían girar dejando atrás a la infantería en problemas y atacar las catapultas lybaranas situadas en la retaguardia del ejército.

Los rasetranos continuaron luchando, negándose tercamente a ceder terreno frente a la embestida. Las catapultas lybaranas siguieron disparando por encima de sus cabezas hacía las filas posteriores de los no muertos, junto con las compañías de arqueros, pero a la larga era un esfuerzo fútil. Los esqueletos no sentían miedo ni dolor. No conocían el significado de la retirada. Luchaban hasta que los destruían, tras lo cual el siguiente guerrero en la línea ocupaba su lugar y la batalla continuaba. Lenta e inexorablemente, la hueste no muerta comenzó a derramarse alrededor de los flancos del asediado ejército, como unas fauces que pronto se cerrarían y se tragarían a todos los guerreros vivos.

Después de casi una hora de combate, los nehekharanos llegaron al límite de sus fuerzas. Sus flancos casi se habían desmoronado y sus compañías de infantería habían sufrido un terrible vapuleo. De repente se oyeron toques de trompeta de un lado a otro de la línea de batalla y comenzó la retirada. Con paso constante y disciplinado, las compañías retrocedieron paso a paso, torciendo ligeramente hacia el suroeste.

Presintiendo la victoria, W’soran instó a sus tropas a redoblar sus esfuerzos. Se lanzaron más conjuros, pero esta vez, para sorpresa del nigromante, contraataques mágicos astutamente dirigidos disiparon sus efectos. W’soran registró furioso el éter buscando indicios de los lanzadores de hechizos enemigos… pero, antes de que pudiera localizarlos, se produjo una repentina ráfaga de energía mágica y el terreno delante de los guerreros que luchaban pareció estallar en medio de una aullante pared de polvo y arena cegadores.

W’soran empujó a sus guerreros hacia delante, hacia la huracanada tormenta de arena; pero, contra toda lógica, los sonidos de combate se redujeron en lugar de intensificarse. El enemigo estaba en plena retirada, protegidos por la tormenta que los ocultaba. El nigromante cambió de táctica y reunió a sus sirvientes para disipar la tormenta. Deshicieron el hechizo en cuestión de minutos, pero girantes de nubes de polvo todavía oscurecían el campo de batalla, lo que dificultaba calcular la posición del enemigo.

Para cuando el polvo se hubo disipado lo bastante para ver, el nigromante maldecía indignado. Los rasetranos se habían retirado con una velocidad sorprendente: incluso las catapultas habían logrado llevar a cabo una rápida retirada, remolcadas por el camino comercial por tiros de caballos. La caballería enemiga había dado media vuelta y los seguía, protegiendo a la agotada infantería de persecuciones.

W’soran les lanzó una mirada furiosa a los nehekharanos que se batían en retirada. El inmortal había conseguido, como mucho, una victoria menor. Mientras el ejército enemigo permaneciera intacto, todavía representaba una amenaza. Ahora se vería obligado a perseguirlos, hasta llegar a Lybaras y más allá si era necesario. Eso les costaría un tiempo muy valioso, mientras las ciudades del oeste reunían a sus fuerzas al otro lado de las Cumbres Quebradizas.

El nigromante les escupió una maldición a los mortales. Al pie de la cuesta, Arkhan llevaba a su caballo de esqueleto al paso entre los montones de enemigos muertos, sin duda en busca de alguna prueba que se pudiera utilizar para condenarlo ante el Rey Imperecedero.

La campaña ya estaba demostrando que sería larga y enconada.