24
La última luz del día
Khemri, la Ciudad Viviente,
en el 110.º año de Djaf el Terrible
(-1.163, según el cálculo imperial)
Las cabezas se volvieron mientras Inofre, Gran Visir del rey Alcadizzar, conducía a la pequeña procesión de nobles a lo largo de la Corte Settra. Aunque estaban a últimas horas de la tarde, el resplandeciente salón del trono todavía estaba abarrotado de peticionarios y embajadas procedentes de todos los rincones del imperio de Alcadizzar, desde los señores de los caballos de Numas a los príncipes mercaderes de la lejana Bel Aliad. Llevaban horas esperando para hablar con el gran rey; con la noche acercándose, a la mayoría los harían volver el día siguiente. Por el momento, sin embargo, todas las miradas estaban puestas en el alto y apuesto señor que seguía a Inofre y los tres extraños baúles envueltos en hierro que transportaban los nobles que seguían al señor.
Alcadizzar se enderezó ligeramente en el antiguo trono de Settra mientras la procesión se acercaba al estrado, apartando de su mente las preocupaciones sobre las negociaciones comerciales que estaban previstas para más tarde esa noche. Acababa de regresar de Numas aquella misma mañana, de examinar el nuevo plan de riego que esperaban que restaurase los resecos campos de cereales de la ciudad. Estaba completamente exhausto y su cuerpo era una masa de dolores (en particular las costillas que Neferata le había roto, hacía unos treinta y siete años). Nunca habían sanado bien del todo, a pesar de los esfuerzos de los cirujanos.
Treinta y siete años, pensó, reprimiendo una mueca. ¿Dónde haba ido el tiempo?
El rey lanzó una mirada culpable a su derecha. Khalida estaba sentada en su trono, serena como siempre, con la mano izquierda apoyada sobre la derecha de Alcadizzar. Habían instituido la tradición tras casarse, desplazando el trono de la reina de su lugar tradicional —situado más a la derecha y dos peldaños por debajo del trono del rey— y colocándolos uno lado del otro. Su mano sobre la de él pretendía expresar que gobernaban Khemri conjuntamente, que su opinión contaba tanto como la del él.
El roce de los dedos de su mujer era ligero y frío, como si Khalida se resistiera a apoyar todo el peso de su mano sobre la de él. Ya hacía tiempo que las cosas estaban tensas entre ellos, desde la última guerra con Zandri, hacía unos cinco años. La expansión al norte hacia las tierras bárbaras a lo largo de las dos últimas décadas había proporcionado rutas más lucrativas para el comercio de esclavos que en otro tiempo había hecho tan rica a la ciudad costera. Cuando Alcadizzar conquistó al fin la belicosa ciudad después de una larga y difícil campaña, descubrió que sus arcas estaban completamente vacías y los ciudadanos, al borde de la inanición. El rey Rakh-an-atum había embarcado con muchos de los nobles de Zandri y había huido con paradero desconocido, dejando a Alcadizzar en posesión de una ciudad al borde de la anarquía. Desde entonces, había pasado mucho tiempo allí, ayudando a restablecer el orden y mejorar la vida de sus ciudadanos, dejando que Khalida regresara a Khemri y manejara sola los asuntos de la ciudad.
Mantener unido el imperio le exigía cada vez más cada año. Al principio, los horrores de lo que sus compañeros soberanos habían visto en Lahmia y la amenaza que representaba Nagash habían sido una potente fuerza para la unidad, lo que le permitió forjar poderosas alianzas basadas en defensa mutua y libre comercio. Libres al fin de las agobiantes políticas económicas de Lahmia, las grandes ciudades florecieron. Alcadizzar invirtió la riqueza de su ciudad lo más sabiamente que pudo y le devolvió a Khemri su antigua gloría. Se dedicaron enormes cantidades de dinero a mejorar los caminos por todo el territorio y conectar este y oeste por medio del comercio a lo largo del río Vitae. Se restauraron los grandes colegios de Lybaras y también se fundaron otros centros de aprendizaje similares en Khemri. Se puso a trabajar a los ingenieros-eruditos creando métodos de riego que extrajeran agua del Vitae y recuperasen las tierras de cultivo que los desiertos habían reclamado siglos atrás.
A medida que la fortuna de Khemri crecía, Alcadizzar se aseguró de que el resto de las fortunas de Nehekhara también aumentaran. La paz y la prosperidad trajeron estabilidad e incrementaron su influencia sobre toda la región. Lo que comenzó como una alianza creció hasta convertirse en una confederación de ciudades, después una fugaz mancomunidad y luego, tras una combinación de habilidad política y maniobras militares, en un imperio. No obstante, durante todo ello, tuvo presente por encima de todo la advertencia de Ophiria. Todo lo que hizo, en última instancia, estuvo encaminado a preparar la nación para cuando al fin regresara Nagash.
Estos preparativos se volvían un poco más difíciles a cada año que transcurría. Los recuerdos de Lahmia se habían desvanecido con el paso del tiempo. Ahora había hombres poderosos en el imperio a los que habían empezado a irritar las minuciosas —y costosas— obligaciones militares que se veían obligados a mantener. Incluso se rumoreaba que tal vez los intereses de Nagash se habían dirigido a otra parte y ya no representaba una amenaza para Nehekhara. Algunos hasta llegaron a sugerir que Nagash nunca había sido una amenaza, sino simplemente un convincente invento que Alcadizzar había utilizado para hacerse con el control de las grandes ciudades. Alcadizzar se encontró viajando más, visitando ciudades y hablando directamente con los nobles que vivían allí, recordándoles su deber común de defender el territorio. Por el momento, la táctica estaba funcionando, pero ¿a qué precio?
Alcadizzar se estiró y tocó la mano de Khalida, rozando la piel suave con los dedos. Sonrió. Su mujer lo miró, despertando de algún ensimismamiento propio, y logró esbozar una sonrisa tensa antes de volver a apartar la mirada.
El rey frunció el entrecejo, intentando pensar en algo que decir, pero lo interrumpió la voz de Inofre.
—Alteza —entonó el Gran Visir—, vuestro leal súbdito, Rahotep, Señor del Delta y Buscador de Misterios, ha regresado conforme a vuestras órdenes y deseos para describir sus logros en las tierras de los bárbaros.
Alcadizzar apartó sus temores a un lado y se las arregló para dirigirle una cálida sonrisa al noble que se encontraba al pie del estrado.
—Por supuesto —respondió—. Bienvenido, Lord Rahotep. Esta es una agradable sorpresa; si no me equivoco, no se esperaba que vuestra expedición regresara hasta dentro de otras dos semanas.
Rahotep le hizo una reverencia al rey y le devolvió la sonrisa. Los dos hombres compartían el mismo interés en aprender y explorar, y habían sido amigos durante muchos años. El joven señor era un famoso aventurero, conocido en toda Nehekhara por sus viajes a todos los rincones del mundo. Gracias a sus esfuerzos, la frontera septentrional de Nehekhara ahora se extendía cientos de leguas más allá de Numas y había abierto valiosas rutas comerciales con las tribus bárbaras que moraban más allá de las montañas del Fin del Mundo.
—El último invierno fue suave —explicó Rahotep—, y los puertos de montaña se abrieron antes de lo esperado. —Se volvió y se les hizo señas a sus criados para que se acercaran—. También ayudó que estuviera a medio camino a través de las montañas cuando la nieve comenzó a derretirse.
Alcadizzar se inclinó hacia delante, abriendo mucho los ojos. Ahora Rahotep tenía todo su interés.
—¿Os encontrasteis con los annu-horesh?
El legendario explorador extendió las manos e hizo una dramática reverencia.
—Disfruté de su hospitalidad todo el invierno —anunció con orgullo—. Me han mostrado maravillas incomparables, y nos garantizaron amistad y comercio.
Se extendieron murmullos de entusiasmo por la corte. Rahotep había descubierto a los annu-horesh —literalmente, los señores de las montañas— hacía más de una década, pero los nehekharanos habían tardado en ganarse la simpatía de la robusta gente barbuda. Los bárbaros que vivían al pie de las montañas les tenían un respeto reverencial y hablaban de su incomparable habilidad como guerreros y artesanos.
—Su rey, Morgrim Barbanegra, os envía estos obsequios, como gesto de respeto —dijo Rahotep.
Abrió el primer baúl con una floritura y sacó la espada más magnífica que Alcadizzar había visto nunca. Se trataba de un enorme khopesh a dos manos, pero Rahotep sostenía el arma como si no pesara más que un junco del río. Su borde parecía lo bastante afilado para cortar piedra; el metal poseía un brillo parecido a oro fundido. El arma captó la luz de los braseros y brilló como el sol de la mañana. Exclamaciones de asombro resonaron por todo el salón.
Alcadizzar se quedó mirando la espada maravillado.
—¿De qué está hecha?
—De hierro —contestó Rahotep—, pero transformado en algo mucho más ligero y fuerte que nada que puedan forjar nuestros herreros. —Apoyó una mano con suavidad contra la parte plana de la hoja—. La verdadera magia radica en la forma en la que la hoja se bañó en oro. El vínculo irradia calor y luz, y les resulta abominable a los males que moran en la oscuridad. —El explorador señaló los baúles restantes—. También hay una armadura, a la que le han dado forma mediante los mismos procesos. Sin duda un regalo digno del más grande de los reyes nehekharanos.
—Preciosa —estuvo de acuerdo el rey—. Es una verdadera lástima que mis hijos no puedan estar aquí para verla. El príncipe Asar esta cazando con su tío en el desierto y el príncipe Ubaid…
—Asar y mi padre están ahora en Ka-Sabar, como invitados del rey Aten-sefu —terció Khalida con frialdad—. Y los intereses de Ubaid se centran en caballos y halcones estos días.
El tono de la reina hirió a Alcadizzar.
—Por supuesto. Halcones y caballos. Qué despiste.
El rey suspiró para sus adentros y le hizo señas a un grupo de hombres con túnica que permanecían a la derecha del estrado. Llevaban casquetes de metal, como los sacerdotes, y aferraban báculos de cedro o sándalo.
—Suleiman —llamó el rey—. ¿Qué te parece esto?
Un hombre alto y circunspecto de más edad que el resto se adelantó, situándose al lado de Rahotep, y observó el arma detenidamente un momento. Extendió la mano y tocó ligeramente la espada, igual que había hecho el explorador, y enarcó las cejas.
—Una auténtica maravilla —le dijo al rey—. Una forma de magia elemental que no se parece a nada que hayamos visto antes. No utilizan runas para darle forma, es como si hubieran introducido la misma esencia del sol en el metal.
Alcadizzar asintió con la cabeza con actitud sabia, aun cuando sus conocimientos de magia todavía eran muy limitados. Aquellos conocimientos habían llegado a Nehekhara desde el lejano norte, gracias a intrépidos navegantes y exploradores como Lord Rahotep, y se les habían proporcionado a hombres eruditos para que los emularan y dominaran. En la primera década de su reinado, Alcadizzar había fundado un colegio de magia en Khemri, sabiendo perfectamente que las otras ciudades crearían los suyos sin perder ni un momento. Sin los dones que los dioses les habían otorgado en otro tiempo, era imprescindible que los nehekharanos encontraran nuevas fuentes de poder para contrarrestar la vil magia de Nagash. Las forjas de Ka-Sabar fabricaban pequeñas cantidades de armas y armaduras mágicas cada año, que se compraban y almacenaban en arsenales por todo el territorio.
Rahotep le sonrió al rey.
—Los señores de las montañas reservan sus runas para armas realmente poderosas —añadió—. Morgrim me juró que para hacer una espada como esta no se requiere gran habilidad.
—¿En serio? —preguntó el rey—. En ese caso, ¿los señores de las montañas estarían dispuestos a enseñarnos a hacerlas?
El explorador extendió las manos.
—Es posible. El rey Morgrim os ha invitado a su fortaleza, para compartir las historias de nuestros dos pueblos y discutir cómo podríamos trabajar juntos en el futuro.
Alcadizzar se animó. La perspectiva de encontrarse con los señores de las montañas y ver sus creaciones lo entusiasmaba.
—¿Cuánto se tarda en viajar a las montañas del Fin del Mundo?
—Seis semanas, si el tiempo acompaña —respondió Rahotep—. Podríamos ir a principios de otoño y pasar el invierno allí hasta que los pasos se vuelvan a abrir.
Seis semanas, pensó Alcadizzar. Se podría hacer. Si las negociaciones comerciales se finalizaban lo bastante rápido, era posible. Se volvió hacia Khalida, sonriendo esperanzado… sólo para encontrarla observándolo ya, con expresión sombría.
Lenta y deliberadamente, la reina retiró la mano.
—El rey puede hacer lo que le plazca, por supuesto —dijo sin que le preguntara y apartó la mirada.
A Alcadizzar se le cayó el alma a los pies.
—Consideraremos la invitación —contestó volviéndose de nuevo hacia Rahotep con una sonrisa poco entusiasta—. Os agradezco vuestros esfuerzos en nombre del imperio, mi señor. Estoy deseando oír un informe más detallado mañana.
Rahotep hizo una elegante reverencia y se retiró. Aparecieron criados de las sombras para hacerse cargo de los magníficos regalos del rey. Alcadizzar observó cómo el explorador partía a través de la multitud de impacientes peticionarios y sintió el amargo aguijón de la envidia.
Apenas se había marchado Rahotep cuando reapareció Inofre, recorriendo presuroso la procesión hacia el trono. El Gran Visir se apretaba las manos con nerviosismo y tenía sudoroso rostro pálido. Alcadizzar frunció el entrecejo al ver que Inofre estaba solo.
—¿Y bien? —inquirió el rey—. ¿Ahora qué?
Inofre pasó la mirada de Alcadizzar al rostro distante de la reina.
—Una gran hueste de jinetes del desierto ha llegado y está acampando al sur de la ciudad —anunció—. Ophiria va con ellos. Dice que debéis ir a verla de inmediato.
* * *
Un viento caliente, que apestaba a metal quemado y ceniza, aullaba como un espíritu atormentado alrededor de la cima de la alta torre. El lahmiano se quedó inmóvil como una estatua, con los ojos brillantes de miedo, mientras Nagash se situaba delante de él. El Rey Imperecedero extendió la mano y agarró un lado de la cara del nigromante, con la punta del pulgar blindado suspendido justo debajo del ojo de W’soran. Lenta y deliberadamente, Nagash presionó la punta del dedo contra la carne marchita de W’soran y la arrastró hacia abajo, grabado una brillante línea verde en la piel y el hueso.
—Ve a las tierras de los hombres —entonó el Rey Imperecedero—, donde han olvidado el nombre de Nagash.
Grabó la primera parte del sigilo hasta llegar a la parte inferior de la mandíbula de W’soran, luego levantó el pulgar y comenzó la segunda marca, arañando una curva a lo largo de la línea del pómulo del nigromante.
Un leve temblor sacudió el cuerpo esquelético de W’soran mientras Nagash le grababa el sigilo de unión en la cara. El Rey Imperecedero pudo saborear la agonía del nigromante y observó con aprobación cómo W’soran se nutría del sufrimiento, como le había enseñado. Cuando el lahmiano había llegado por primera vez a Nagashizzar, su habilidad para la nigromancia había sido rudimentaria como mucho. Habían hecho falta muchos años de instrucción para moldearlo en un sirviente potente y útil. Arkhan, en cambio, había mejorado mucho más rápido, tal vez porque su estancia en las tierras de los muertos le había proporcionado mayor facilidad con los espíritus. Debido a ello, y porque Nagash conocía sus habilidades como caudillo, Arkhan tendría el mando general de la hueste del Rey Imperecedero. W’soran —y los doce bárbaros a los que les había legado su peculiar tipo de inmortalidad— serían los lugartenientes y campeones de Arkhan y se encargarían de legiones individuales según estimara conveniente el liche. Necesitaría a todos los nigromantes a su disposición para controlar el vasto ejército que Nagash había creado. El esfuerzo pondría a prueba las habilidades de todos al máximo.
—Ve a las grandes ciudades y derríbalas —continuó Nagash tejiendo el conjuro que uniría a W’soran a sus legiones—. Derriba los palacios de los reyes orgullosos Derriba los templos de los dioses caídos. Llena cada pozo de polvo cada camino de ceniza. Deja que los vientos lleven los lamentos de la gente a todos los rincones del mundo.
Nagash apartó la mano. El sigilo de unión palpitaba de manera irregular contra la piel gris de W’soran.
—En nombre de Nagash el Imperecedero, ve, sirviente fiel, y conquista.
El nigromante se tambaleó de modo vacilante sobre sus pies un momento, pero luego inclinó la cabeza.
—Así se hará, alteza —dijo con voz hueca—. Lo juro.
Nagash se apartó. El viento silbó por la superficie irregular de su armadura mientras se dirigía con paso firme al borde de la torre y contemplaba su hueste congregada.
Habían estado saliendo de las profundidades de la fortaleza durante días, y continuarían haciéndolo durante varios más, ocupando sus puestos por la orilla del mar oscuro. Habían retirado los escombros de la larga costa a lo largo de muchas leguas al norte y al sur, donde enormes embarcaciones de hueso aguardaban para llevar al ejército a Nehekhara.
La costa relucía con frialdad bajo la pálida luz de la luna, que se reflejaba en incontables puntas de lanza y yelmos deslustrados. Cientos de compañías de lanceros y arqueros, hordas de caballería esqueleto y carros con hojas de hoz, y enormes y estruendosas máquinas de guerra; era su odio por los vivos que había cobrado forma, tan vasto e implacable como las arenas del desierto.
El Rey Imperecedero alzó un puño humeante hacia el cielo.
—Que el fin del mundo vivo comience.