23: El usurpador

23

El usurpador

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 107.º año de Pira el Glorioso

(-1.200, según el cálculo imperial)

Durante siete días y siete noches, los hombres de Alcadizzar registraron la ciudad en busca de Neferata y sus seguidores y el escondite de los infames libros de Nagash. Peinaron el palacio y las ruinas humeantes del templo de arriba a abajo y, aunque descubrieron numerosos pasadizos y cámaras ocultas, no se encontró ningún indicio de los gobernantes secretos de la ciudad. Incluso los títeres de Neferata, el rey Sothis y la reina Ammanura, habían desaparecido, aunque varios testigos afirmaron que habían huido hacía el jardín del templo después de que las puertas de la ciudad hubieran caído y habían tomado veneno para evitar ser capturados por los invasores.

Después de una semana, Alcadizzar se dio por vencido en su fuero interno. Trajeron tinajas de aceite y barriles de brea de los muelles y le prendieron fuego al gran palacio. Las rugientes llamas ardieron hasta bien entrada la noche, elevándose como una pira sobre la alta colina mientras los invasores salían por la destrozada puerta occidental. Dejaron atrás un yermo de calles vacías, tiendas saqueadas y hogares calcinados, por los que deambulaban buitres y manadas de chacales de vientres gordos.

Cargados de botín y filas de cansados esclavos de ojos hundidos, los ejércitos aliados avanzaron lentamente por la Llanura Dorada. La gente de Faisr se adelantó, todos ellos llevando un mensaje que las tribus habían estado esperando oír desde hacía siglos. Para cuando los soldados llegaron al centro de la llanura, una enorme ciudad de tiendas los aguardaba; las mujeres salieron corriendo del campamento en veloces caballos para darles la bienvenida a sus maridos, llenando el aire con cantos de dicha. El largó exilio en el este por fin había terminado.

Al llegar a la ciudad de tiendas, Alcadizzar les ofreció a sus compañeros soberanos la hospitalidad de su tienda y les pidió que se quedaran como sus invitados un tiempo, para celebrar la victoria y hablar del futuro de Nehekhara. Puesto que el asunto del vasto tesoro de Lahmia aún no se había resuelto, los aliados de Alcadizzar no pudieron negarse.

Durante una semana entera, a medida que las últimas tribus del desierto iban llegando poco a poco de los confines de la llanura, Alcadizzar agasajó a sus invitados con carreras de caballos y competiciones marciales por el día y espléndidos banquetes por la noche. Durante los banquetes, muchachas en edad de casarse procedentes de las tribus se unieron a los invitados reales y ofrecieron entretenimiento, como era su costumbre, en forma de conversación, danza y canto. Fue durante estos banquetes que Alcadizzar se fijó en una joven en particular: Khalida, una doncella de treinta años, a la que le habían puesto ese nombre por la legendaria reina guerrera de Lybaras. Era alta, de cabello oscuro y delgada, como la mayoría de las mujeres de las tribus, pero sus ojos eran de un extraño color verde intenso, como esmeraldas pulidas. Tenía una voz profunda y sonora y reía a menudo, pero lo que más captó el interés de Alcadizzar fue su agudo ingenio. Era asombrosamente culta, podía conversar con reyes y campeones sobre temas que comprendían desde equitación a historia. Una noche se había encontrado en un animado debate con ella acerca de las primeras campañas de Settra contra las tribus que había durado hasta casi medianoche, hasta que sus hermanos se habían visto obligados a separarlos con educación por una cuestión de decoro. El rey había estado deseando verla desde entonces.

A lo largo del transcurso de la semana, las maniobras políticas se intensificaron. Numas y Zandri presionaron descaradamente para quedarse con la mayor parte del oro de Lahmia y prometieron estrechos lazos de comercio y amistad a cambio. Mahrak y Lybaras apelaron a la naturaleza erudita de Alcadizzar, suplicando oro para restaurar sus bibliotecas y templos. Ka-Sabar prometió un suministro constante de buen hierro, extraído de las profundidades de las Cumbres Quebradizas, a cambio de acuerdos comerciales que mantendrían sus forjas trabajando durante generaciones venideras.

El príncipe Heru le dijo a Alcadizzar que podía quedarse con la parte del oro de Rasetra, siempre y cuando pudiera llevarse a Khalida a casa con él. El rey de Khemri se negó, para gran regocijo de Heru.

Alcadizzar jugó al juego de la diplomacia con gran habilidad, forjando lucrativas alianzas con Ka-Sabar, Quatar y Lybaras, mientras guardaba las distancias con Mahrak y llegaba a un acuerdo con Zandri y Numas sus vecinos más cercanos y ambiciosos. Al final, el oro saqueado de Lahmia se dividió en siete partes, y porciones iguales fueron a parar a cada una de las ciudades. Las tribus de Faisr recibieron una tajada del oro un poco más grande que el resto, pero renunciaron a su parte de esclavos, ya que sus leyes lo prohibían. Los invitados de Alcadizzar se despidieron al día siguiente y se dirigieron a casa cargados de riquezas y unidos a Khemri por medio de nuevos lazos políticos. Ya se hubieran dado cuenta o no los pares de Alcadizzar, una nueva era había comenzado.

Los ejércitos comenzaron a moverse al alba, empezando con Zandri y Numas; antes de que se pusiera el sol, la última compañía lybarana había partido, conduciendo sus lento carromatos hacia el oeste. Sólo quedaba la gente de Khemri, que esperaba para escoltar a su rey a su nuevo hogar. Después de días de celebración, una sensación de relativa calma se apoderó de la ciudad de tiendas, mientras las tribus preparaban la comida y consideraban levantar el campamento al día siguiente.

Alcadizzar estaba sentado en el interior de su tienda, envuelto en una pesada túnica y bebiendo té en una magnífica taza de porcelana mientras repasaba los detalles de los acuerdos comerciales que había firmado con Ka-Sabar y Numas la noche anterior. Las costillas rotas le dolían y tenía el resto del cuerpo entumecido y dolorido, desde las cejas hasta los dedos de los pies. Sus deberes como anfitrión lo habían dejado más agotado que la batalla en las afueras de Lahmia, o eso parecía.

Oyó que alguien rascaba la portezuela de la tienda. Por costumbre, Alcadizzar empezó a levantarse de la silla para encargarse de ello, pero Huni, uno de sus nuevos criados reales, se levantó con soltura de su puesto cerca de la entrada y fue a ver quién estaba fuera. Se produjo un breve murmullo de conversación, luego el criado regresó con una expresión de consternación en el rostro.

Huni se postró ante el rey.

—Hay alguien que desea hablar con vos, alteza —anunció—. Le dije que os habíais retirado a descansar, pero es una mujer muy insistente.

Alcadizzar levantó la mirada de los documentos.

—¿Quién es?

Pensó en Khalida y se le aceleró el pulso.

El criado frunció el entrecejo.

—No lo sé —respondió—. Lo único que quiso decir es que es la Hija de las Arenas…

—Por todos los dioses —maldijo Alcadizzar mientras se enderezaba en la silla—. ¡Hazla entrar de inmediato!

Huni se puso en pie de un salto y echó a correr hacia la portezuela de la tienda. La apartó con una reverencia y Ophiria entró seguida de su sirviente encapuchado, el elegido de Khsar. La vidente miró al rey enarcando una ceja.

—Discúlpame —dijo Alcadizzar tímidamente—. Esto es… inesperado. Eh… ¿puedo ofrecerte té?

Los labios de la vidente se curvaron en una leve sonrisa.

—Sí.

Huni se dirigió apresuradamente al hervidor de latón, sólo para que el rey lo apartara con un gesto. Alcadizzar sirvió la taza él mismo y se la llevó mientras las ideas se le agolpaban en la cabeza.

—No sabía que hubieras llegado al campamento —dijo intentando entender qué estaba pasando.

—Llevo aquí desde antes de que tú llegaras —contestó Ophiria estudiándolo con sus ojos dorados por encima del borde de la taza de té—. Estabas demasiado ocupado con tus invitados para darte cuenta. —Recorrió la tienda con la mirada—. ¿Nos sentamos o ahora tienes por costumbre tomar té de pie?

—Sí… quiero decir, no. —Alcadizzar suspiró irritado. Ophiria lo ponía más nervioso que todos los reyes de Nehekhara juntos—. Por favor. Siéntate.

La vidente se sentó con elegancia sobre las alfombras apiladas mientras sostenía la taza de té entre las manos. Alcadizzar la había visto muchas veces a lo largo de los años, en las reuniones tribales, pero en realidad no había hablado con ella desde la noche de los ritos funerarios de Suleima, hacía unos cuarenta años. Aparte de unos cuantos mechones grises en el pelo y algunas arrugas en las comisuras de los ojos, Ophiria no había cambiado mucho desde entonces.

Alcadizzar se sentó frente a ella. Su mirada pasó de Ophiria a su sirviente y volvió a ella. No estaba seguro de cómo proceder. La esposa de Khsar, por lo general, no visitaba las tiendas de otros hombres.

—¿A qué debo el honor de esta visita? —preguntó.

Ophiria le dirigió una mirada parecida a la de una esfinge.

—Tenemos asuntos que discutir —contestó.

—Ya… veo —dijo Alcadizzar.

La vidente tomó un sorbo de té y no dijo nada. Al final, el rey se volvió hacia sus criados.

—Dejadnos —ordenó.

Huni y el resto hicieron una reverencia y salieron en silencio de la tienda. Ophiria esperó hasta que el último se hubo marchado antes de hablar.

—Enhorabuena por tu victoria sobre los lahmianos —empezó.

Alcadizzar se encogió de hombros con rigidez.

—Fue un triunfo vacío, como mucho —repuso el rey—. Neferata escapó.

—Su destino está en otra parte —dijo la vidente de modo enigmático—. Su poder está roto por ahora y mi gente es libre de regresar a casa. Eso es suficiente victoria para mí. —Tomó otro sorbo de té mientras le echaba un vistazo a los papeles apilados sobre la mesa—. Espero que los últimos días hayan sido fructíferos.

—Es un buen comienzo —reconoció el rey—. Habrá más cosas que hacer en cuanto llegue a Khemri, por supuesto.

—¿Y qué, planes tienes, ahora que Lahmia ya no existe?

Alcadizzar respiró hondo.

—Bueno. Terminar de reconstruir la ciudad, para empezar. Con suerte, encontrar una esposa y tener hijos. Tratar de vivir como una persona normal, por primera vez en mi vida.

Ophiria soltó un resoplido.

—No hay nada normal en ti, Alcadizzar —repuso. Se terminó el té—. ¿Qué piensas de Khalida? ¿Te interesa?

El rey abrió los ojos de par en par.

—¿Lo sabes?

La vidente puso los ojos en blanco.

—Yo fui la que sugirió que asistiera a los banquetes en primer lugar —dijo Ophiria.

—Da la casualidad de que es mi sobrina. Y le vendría bien un marido que haya leído tantos libros como ella. —Le dirigió una mirada maliciosa—. Suponiendo que hablaras en serio cuando le dijiste a Faisr que querías casarte con una mujer de las tribus.

Alcadizzar se irritó ligeramente.

—Después de todo este tiempo y todo lo que he hecho, ¿todavía dudas de mi sinceridad?

Ophiria dejó su copa y suspiró.

—No. No dudo. —Su expresión se tomó sombría—. Has sido un hombre de palabra en todos los sentidos, Alcadizzar. No te ofrecería a mi sobrina si no lo fueras.

—Bueno, ¿y de qué va todo esto, entonces? —preguntó el rey. Los ojos dorados de la vidente se encontraron con los suyos.

—Se trata de Nagash —dijo simplemente.

Alcadizzar se la quedó mirando.

—¿Qué has visto?

Ophiria guardó silencio un momento, con expresión pensativa, como si no estuviera segura de cuánto debería contar.

—El Usurpador ya viene —respondió al fin—. En este mismo momento, prepara a sus ejércitos para la guerra.

Al rey se le cayó el alma a los pies.

—¿Cuándo?

—En años, puede que incluso décadas —dijo Ophiria—. Nagash no mide el tiempo como nosotros los mortales. No ha olvidado su derrota en la última guerra y esta vez no actuará hasta que no esté seguro de la victoria.

—Entonces, ¿no se le puede derrotar?

Otra leve sonrisa cruzó el rostro de la vidente.

—Eso depende de lo que hagas con el tiempo que se te ha concedido. A partir de este momento, cada día es un regalo. Úsalos con sabiduría. Alcadizzar suspiró cansado.

—Muy bien. ¿Qué se supone que debo hacer?

Ophiria se encogió de hombros.

—Yo no soy una estratega —contestó—. ¿Cómo lo derrotaron la última vez?

—Los otros reyes-sacerdotes aunaron sus fuerzas contra él.

—Bueno, quizás deberías empezar por ahí.

El rey puso mala cara.

—Eres vidente. ¿Eso es lo mejor que puedes hacer?

—No seas impertinente. No funciona así —espetó Ophiria. Se puso en pie—. Te he dicho todo lo que puedo, Alcadizzar. Gobierna bien con el tiempo que se te ha dado. Prepara a Nehekhara para la llegada de Nagash. El mundo entero depende de ello.

Cuando se volvió para marcharse, el rey la llamó.

—¡Espera!

La vidente se detuvo junto a la portezuela de la tienda y lo miró con el entrecejo fruncido.

—No hay nada más que decir, Alcadizzar. No puedo compartir lo que no he visto.

El rey negó con la cabeza.

—Eso no importa. ¿Qué pasa con Khalida?

—¿Qué pasa con ella?

Alcadizzar hizo una mueca.

—¿Ahora quién está siendo impertinente?

Ophiria sonrió.

—Vive en la tienda de su padre, Tariq al-Nasrim. Pasa a visitarla si quieres. Le encanta leer. Prométele todos los libros que desee y te irá bien.

* * *

Por la noche se arrastraba por el yermo como una araña, apretando su valiosa carga contra el pecho y robándole la vida a cualquier ser vivo que se acercaba demasiado. Fue hacia el noroeste; al final de cada noche, justo antes de que llegara la palidez del amanecer, se escabullía en una cueva poco profunda o una grieta en una ladera y abría sus sentidos al éter, como un capitán de barco orientándose por las estrellas en lo alto. El crepitar de energías nigrománticas palpitaba invisible a lo lejos, al parecer siempre justo detrás del siguiente grupo de colinas.

Tres semanas después de escapar por los pelos de la torre de entrada de la ciudad, W’soran coronó una cordillera irregular y avistó por primera vez la gran fortaleza. La antigua montaña era tan grande como la misma Lahmia y estaba rodeada de siete altos muros de basalto negro y cientos de delgadas torres parecidas a hojas de espada. Dominaba el horizonte al este, agazapada como un dragón bajo un inmenso manto de nubes cenicientas, a lo largo del borde de un mar oscuro y envuelto en niebla. A pesar de que todavía se encontraba a muchas leguas de distancia, ver su destino llenó al nigromante de una dicha terrible y odiosa.

El sendero que rodeaba la orilla del gran mar era largo y estaba plagado de peligros. Retorcidas criaturas con escamas acechaban en las marismas que bordeaban la orilla occidental del mar, pero lo peor eran las manadas de aullantes monstruos de tez pálida que infestaban las colinas al norte. En cuanto captaron su olor, lo persiguieron sin descanso, siguiéndole la pista a través de los matorrales de las laderas como chacales hambrientos, hasta que al final se vio obligado a volverse y luchar. Mató a montones de ellos con ráfaga de energía nigromántica y aún decenas más con sus garras y colmillos parecidos a agujas, hasta que por fin los supervivientes huyeron aterrorizados. Después de aquello, las criaturas continuaron poniéndolo a prueba, siguiéndolo de cerca e intentando dirigirlo a lugares en los que tenderle emboscadas, pero nunca volvieron a arriesgarse a un enfrentamiento abierto con él.

Al fin, después de muchas semanas, W’soran atravesó el territorio de los devoradores de carne y llegó a la orilla opuesta del ancho mar. Se encontró con las antiguas ruinas de un templo de gran tamaño que en otro tiempo había bloqueado el camino a lo largo de la orilla oriental del mar. Más allá de las ruinas, la costa que se extendía a lo largo de la base de la montaña estaba cubierta de traicioneros montículos de hueso machacado y envuelta en zarcillos de un venenoso vapor amarillo; un páramo sin vida creado por manos humanas, vivas o muertas.

Un ancho camino de piedra negra recorría el yermo como si fuera la trayectoria de un cuchillo, conduciendo a la primera de las imponentes murallas de la montaña. Tan cerca de la montaña, no había día ni noche; sólo una interminable penumbra gris-hierro que ni sol ni luna podían atravesar, lo que le permitió al nigromante viajar sin pausa. El aire vibraba con el sonido del trabajo duro: martillos y fuelles, el gemido de las ruedas y el estruendo de rocas rodando. Aparte de eso, sin embargo, no se oían órdenes a voz en grito, ni maldiciones cansadas ni risas broncas, como harían los trabajadores en las tierras del sur. La fortaleza siseaba, gruñía y retumbaba, pero aún así no surgían sonidos de vida de su interior.

Cuando se acercó a la puerta, un cuerno gimió en una torre cercana y el gran portal negro se abrió con un chirrido. En la oscuridad que se extendía bajo el arco de la puerta esperaban doce figuras de esqueleto, envueltas en niebla gélida y parpadeante luz sepulcral verde. Los tumularios lo miraron de soslayo de un modo siniestro aferrando espadas marcadas con runas de muerte y condenación. Al frente de éstos había un esqueleto podrido con una túnica harapienta; los ojos del liche destellaron de odio al ver a W’soran, como si lo conociera de algún modo. Un silbido malévolo escapó entre sus dientes astillados.

Impertérrito, el nigromante sonrió con frialdad.

—Soy W’soran, de la ciudad de Lahmia al sur, y tu señor me conoce. —Levantó la pesada bolsa de cuero que aferraba contra el pecho huesudo—. Le traigo obsequios y noticias que le interesarán mucho.

Los tumularios no dijeron nada. Después de un momento, se retiraron. El liche levantó a regañadientes una mano de hueso y le hizo señas a W’soran para que lo siguiera.

Tardaron horas en atravesar la enorme fortaleza, primero cruzando estrechos callejones bajo el cielo ceniciento y luego recorriendo serpenteantes pasillos fríos y húmedos tallados en las faldas de la montaña. Subieron cada vez más alto y, cuanto más se acercaba W’soran al objetivo de su búsqueda, más sentía el peso del poder del Rey Imperecedero presionándole contra su piel. Impregnaba la roca y silbaba invisible por el aire, llenándole el cráneo hasta que le resultó casi imposible pensar. Se apoderó de él y empujó hacia adelante, como una marea irresistible.

Por fin, W’soran se encontró en una antecámara abovedada, en lo alto de las laderas de la gran montaña. Ante él, unas imponentes puertas de bronce sin terminar crujieron sobre las bisagras, abriéndose sólo lo suficiente para dejarlo pasar. Una luz verde parpadeaba con avidez en el interior. Los tumularios lo flanquearon a ambos lados, con las cabezas inclinadas hacia las puertas abiertas. No ofrecieron instrucciones, pues no eran necesarias.

W’soran agarró la bolsa de cuero con fuerza y entró con paso firme en presencia del Rey Imperecedero, seguido de cerca por el silencioso liche de dientes negros.

La gran sala con columnas del otro lado era inmensa, muchísimo más grande que las lastimosas cámaras de los reyes nehekharanos. Las sombras se retorcían a lo largo de las paredes, agitadas por palpitantes vetas de reluciente piedra verde que serpenteaban por la superficie de la roca. Más luz verde brotaba a latidos de una esfera de la misma roca brillante, que descansaba sobre un trípode de bronce corroído al pie de un estrado de piedra. La roca irradiaba poder mágico como si fuera calor de un horno, pero su intensidad palidecía ante la conflagración de poder que era el propio Nagash.

El Rey Imperecedero estaba sentado en un gran trono de madera tallada, revestido con la intrincada armadura negra que W’soran había vislumbrado la noche de Sakhmet, hacía tantos años. Pálidas llamas verdes envolvían el cráneo de expresión ávida del rey y trazaban arcos a lo largo de la superficie rugosa de su corona.

W’soran se dirigió hacia el estrado del rey. Unas gruñentes figuras encorvadas lo acompañaron desde las sombras a ambos lados del salón: bestias desgarradoras de carne, como las que lo habían perseguido por las colinas al norte del gran mar. Claro que servían al Rey Imperecedero, pensó el nigromante. Era probable que toda criatura a la vista de la gran montaña, viva o muerta, doblara la cerviz ante el poderío de Nagash.

W’soran también lo hizo y cayó de rodillas ante el estrado. El cráneo ardiente no se movió ni un centímetro en respuesta a la presencia de la inmortal. No era necesario; la conciencia de Nagash llenaba el resonante espacio, invisible y devoradora. Una parte se posó sobre él, igual que un hombre podría fijarse en el paso de una hormiga bajo sus pies.

El inmortal levantó las manos hacia la figura sentada en el trono.

—Gran Nagash —dijo—. ¡Rey Imperecedero! Soy W’soran, quien fue testigo de vuestro triunfo la noche de Sakhmet, hace veintidós años.

W’soran abrió con torpeza la bolsa de cuero que tenía delante. Introdujo las manos y sacó el primero de los tomos encuadernados en cuero que había dentro.

—He venido con obsequios como prueba de mi devoción… vuestros propios libros nigrománticos, saqueados de la Pirámide Negra hace siglos y conservados por manos inferiores en Lahmia desde entonces.

Esta vez, el cráneo ardiente se movió levemente y bajó la mirada hacia el libro que le ofrecía. La conciencia del Rey Imperecedero se concentró en W’soran, abrasando su mente como un hierro caliente.

—También traigo noticias —añadió W’soran con voz ronca—. La Ciudad del Alba ha caído; la línea de sangre del traicionero Lamashizzar ya no existe.

El cráneo se inclinó más, hasta que W’soran se encontró mirando las esferas de fuego que bullían en las cuencas de sus ojos. La conciencia de Nagash quemó como ácido los huesos del inmortal, amenazando con consumirlos.

—¡Hay más! —exclamó W’soran—. ¡Un… un usurpador ha reclamado vuestro trono, alteza! ¡Un hombre de sangre rasetrana se sienta en el trono de Khemri! ¡Se llama Alcadizzar y afirma ser descendiente del mismísimo, Settra!

Se oyó un chirrido de metal. Nagash se inclinó hacia delante en el trono, cerniéndose sobre W’soran. El antiguo libro salió volando de la mano del inmortal mientras un puño invisible se apoderaba de él y lo hacía caer de espaldas sobre el suelo de piedra. Las venas del nigromante ardieron y unas garras de fuego se le hundieron en el cerebro. Una voz, fría y desalmada como una piedra, retumbó por la sala. W’soran soltó un grito de éxtasis y terror.

—Háblame de este usurpador —dijo el Rey Imperecedero.