22
La última batalla
Lahmia, la Ciudad del Alba,
en el 107.º año de Ptra el Glorioso
(-1.200, según el cálculo imperial)
La batalla había cambiado. Desde su posición estratégica en la torre de entrada, W’soran pudo ver que la repentina aparición de la caballería enemiga había desarticulado el ataque de Ankhat a la izquierda. La mayor parte de las tropas lahmianas había dado media vuelta y huido, sólo para que los atropellasen sin piedad mucho antes de llegar a la seguridad de las puertas de la ciudad. El resto, al que la guardia real de la ciudad afianzaba en el otro extremo de la línea, había girado hacia el sureste y ahora se estaba retirando despacio hacia el norte, presionados tanto por las compañías de lanceros enemigos como un número cada vez mayor de caballería. Por suerte para Ankhat y sus hombres, el camino hacia la puerta occidental estaba despejado en su mayor parte, gracias al caos que habían causado Neferata y sus doncellas. En el centro, la reina y sus compañeras habían puesto en fuga al debilitado enemigo y empujaban de manera inexorable hacia el corazón del campamento de los invasores.
A la derecha, la oportuna llegada de tropas más frescas desde el centro del enemigo había llevado a las fuerzas del nigromante a un agotador punto muerto. Esto seguía siendo una buena noticia para Neferata, pues mientras los no muertos mantuvieran inmovilizado al grueso de la infantería enemiga, Lahmia todavía tenía una oportunidad de lograr la victoria, pero W’soran se sentía estafado de todas formas. ¡Fue su magia lo que había hecho posible el ataque en primer lugar! La victoria debería ser suya también.
W’soran hojeó las páginas de los libros de Nagash, buscando un hechizo o ritual que pudiera inclinar la balanza de la lucha a su favor. Si hubiera alguna manera de aumentar la velocidad o la fuerza de sus tropas, tal vez.
Un extraño sonido procedente del oeste hizo que el nigromante se detuviera. Era un silbido fino y agudo, débil pero que iba aumentando de volumen por momentos. Frunció el entrecejo, intentando localizar el ruido, cuando pasó justo por encima de la torre y pareció zambullirse en la ciudad que se extendía más allá. Un segundo después se oyó un enorme golpazo apagado y un estruendo de ladrillos derrumbándose que retumbó por las piedras bajo sus pies.
El nigromante abrió los ojos de par en par. Cerró el libro con un grito y se lanzó hacia el resto de los mamotretos de Nagash, que descansaban en el suelo junto al círculo ritual a menos de un metro de distancia, justo mientras un coro de silbidos similares se elevaba en el cielo al oeste.
La siguiente piedra de catapulta se quedó corta, golpeó el suelo con un ruido sordo y luego se estrelló contra la puerta occidental. W’soran oyó el sonido de la madera astillándose debajo mientras tomaba los antiguos libros en sus brazos. Se volvió y corrió hacia la puerta más próxima a la vez que otras cuatro piedras de catapulta, cada una del tamaño de un carro de guerra pequeño, atravesaban la pared de la torre.
* * *
Ankhat se volvió al oír el sonido de la piedra chirriante y observó horrorizado cómo la parte superior de la torre de entrada occidental se derrumbaba en medio de un torrente de polvo y roca partida. Otra piedra de catapulta silbó por el aire y, por pura mala suerte, llegó en un ángulo bajo y se estrelló contra la cara de la puerta occidental. El inmortal pudo oír el sonido de la madera astillándose desde donde se encontraba, a unos doscientos metros de distancia.
Los guardias reales y las compañías de lanceros que aún sobrevivían estaban pagando cada paso que daban con sangre. Las flechas caían entre sus filas formando una lluvia constante y la caballería enemiga les pellizcaba constantemente los flancos. Había perdido la cuenta del número de cargas que habían sufrido desde que comenzara la retirada, pero el campo que se extendía ante ellos estaba cubierto de cuerpos de caballos y hombres.
Sólo les quedaban dos compañías de lanceros a su izquierda. La guardia real había sufrido muchísimo, pues había perdido a más de dos tercios de sus miembros, pero su determinación nunca flaqueó.
Lo único que los había mantenido unidos hasta ahora era comprender que la propia Neferata había salido al campo de batalla y había hecho huir a todo el centro enemigo. Desde su posición en la retaguardia de los guardias que se batían en retirada, Ankhat examinó la oscuridad allá hacia el noroeste buscando algún indicio de la reina, pero era difícil distinguir a nadie en medio del remolino de tropas presas del pánico. La cantidad de muerte y destrucción que la reina había dejado a su paso resultaba formidable y aterradora al mismo tiempo.
Justo entonces, mientras los últimos ecos del derrumbe de la torre de entrada se iban apagando, Ankhat vio cómo la muchedumbre que se arremolinaba allá a la derecha simplemente se desvanecía, como niebla matutina. Los hombres se dispersaron en todas direcciones, dejando al descubierto las pálidas formas de Neferata y dos de sus doncellas, dirigiéndose con paso firme e inexorable hacia el oeste a través de la carnicería que habían provocado.
Durante un momento, Ankhat se animó… y entonces vio el sólido muro de jinetes enemigos acercándose a Neferata desde el centro del campamento.
* * *
Los jinetes del desierto cabalgaban rodilla con rodilla, en una formación inusitadamente apretada para los asaltantes de veloces movimientos, pero que garantizaba que nada pasara y se introdujera en medio del desguarnecido campamento interno. Alcadizzar y Faisr iban uno al lado del otro en el centro de la formación, examinando el remolino de tropas presas del pánico que se extendía frente a ellos en busca de alguna señal de los no muertos. Los guerreros de Mahrak y Khemri se dispersaron a derecha e izquierda cuando los jinetes se acercaron. La expresión de confusión y miedo de sus rostros era una imagen inquietante, pero los jinetes aferraron con fuerza sus potentes arcos y siguieron adelante a través del agolpamiento de cuerpos.
Las piedras de catapulta silbaban en lo alto mientras caían sobre la lejana torre de entrada. Los jinetes vitorearon cuando demolieron la torre; momentos después, otro coro de gritos y ovaciones lejos a su izquierda le confirmó a Alcadizzar que su intuición había sido correcta. Habían interrumpido el ritual del nigromante y los muertos de Lahmia estaban regresando a su estado original.
No obstante, hubo poco tiempo para sentir alivio. Por delante de los jinetes, la masa de tropas aterrorizadas se dispersó de pronto, dejando ver el ancho camino comercial y los campos rocosos que conducían a la puerta de la ciudad. Había cientos de cuerpos por todas partes, muchos enzarzados en un combate mortal. Los guerreros de Mahrak y Khemri prácticamente se habían destruido unos a otros, después de que el atractivo seductor de Neferata retorciera sus mentes.
Alcadizzar la vio de inmediato. Ella y otros dos monstruos de piel pálida se dirigían hacia ellos a través de los campos llenos de cadáveres, a menos de cien metros de distancia. Incluso desde tan lejos, el rey pudo sentir el peso de sus miradas depredadoras contra la piel. Hasta los caballos lo notaron. Pusieron los ojos en blanco y sacudieron la cabeza asustados, haciendo que los jinetes intercambiaran miradas de preocupación y murmullos de inquietud, pues los caballos de las tribus del desierto eran famosos por su coraje e ímpetu.
El rey levantó la mano y Faisr les ordenó a los jinetes que se detuvieran.
—¡Que no se acerquen lo bastante para mirarlos a los ojos! —advirtió.
Mientras lo decía, las doncellas de Neferata soltaron un gemido desgarrador y echaron a correr, desplazándose por el terreno accidentado como felinos del desierto. Su elegancia y velocidad resultaban fascinantes. En un abrir y cerrar de ojos, había recorrido la mitad de la distancia que las separaba de los jinetes.
Faisr se despertó de su ensimismamiento momentáneo con una aterradora maldición.
—¡Disparad! —les bramó a sus hombres.
La orden espoleó a los hombres de la tribu. Cuatrocientos arcos se tensaron a la vez y, un momento después, el aire se llenó de silbantes flechas de plumas negras. Todos los jinetes eran expertos tiradores, cuidadosamente seleccionados entre las tribus. Las aullantes doncellas recibieron docenas de impactos; ambas cayeron, con el corazón perforado, y sus cuerpos se desplomaron sin fuerzas en el suelo.
Se hizo un incómodo silencio. Neferata se detuvo fuera del alcance de los arcos, con las manos a los costados. Alcadizzar se enderezó en la silla.
—Esperad aquí —dijo con tono grave.
Faisr le dirigió al rey una mirada de asombro.
—¿Estás loco? —exclamó—. Se merece lo mismo que recibieron las dos, ni más ni menos.
Pero el rey negó con la cabeza.
—No. Esto lo tengo que hacer yo mismo.
Alcadizzar espoleó a su caballo hacia delante. Allá a lo lejos, pudo ver más tropas reuniéndose en la escena: guerreros de Ka-Sabar y Rasetra a la izquierda y una fuerza irregular de infantería lahmiana a la derecha. Ningún bando estaba lo bastante cerca como para interferir.
El rey tiró de las riendas, a unos treinta metros de la reina que aguardaba, y se deslizó de la silla. Alcadizzar desenvainó la espada y fue a enfrentarse a ella.
Ella se quedó allí, silenciosa e inmóvil, y lo vio aproximarse. Cuanto más se acercaba Alcadizzar, más empezaba a dudar que fuera una decisión acertada. ¿Podría resistirse al poder de Neferata? Los dones del elixir ya habían desaparecido hacía mucho tiempo. Sólo contaba con su fuerza de voluntad y su valor para sostenerlo… igual que todos y cada uno de los cientos de muertos desparramados por el campo a su alrededor. Llegó a menos de diez metros de ella y se detuvo, sin atreverse a acercarse más. Una débil sonrisa tiró de las comisuras de la boca de Neferata. Alcadizzar sintió que se le secaba la boca. Era aún más hermosa de lo que recordaba. ¿Cómo era posible? Incluso las gotas de sangre que le brillaban en la mejilla parecían realzar sus rasgos, como un rocío de refulgentes rubíes.
La sonrisa de Neferata se ensanchó y clavó sus garras en el corazón del rey. Su voz era oscura e intensa, como miel primaveral.
—No deberías haberte marchado nunca —dijo—. Todos esos años perdidos, y ¿ves cómo termina todo? —Extendió los brazos—. Aquí estamos, de vuelta donde empezamos.
Alcadizzar sintió una breve chispa de rabia ante el tono de Neferata. Se aferró a ella desesperadamente, como un hombre perdido en un páramo frío y vacío.
—¿Pretendes tentarme ahora? ¿Aquí? ¿En medio de toda esta muerte y horror? Tienes mucho de lo que responder, Neferata.
—Yo no respondo ante nadie —contestó Neferata con altivez—. Es el privilegio de una reina. —Hizo un gesto hacia la carnicería que la rodeaba—. ¿Y esto? Esto significa tanto o tan poco como queramos.
Alcadizzar negó con la cabeza.
—Todos los soberanos de Nehekhara nos observan —repuso con la voz llena de desprecio—. Si aceptara lo que me ofreces, nos matarían a ambos.
—No lo harían —aseguró Neferata—. Arrodíllate ante mí. Acepta mi obsequio y ellos también lo pedirán a gritos. Conviértete en mi consorte y comprueba lo rápido que envainan sus espadas y me suplican perdón. —Le tendió la mano—. No es demasiado tarde, Alcadizzar. Toma mi mano y el mundo será nuestro.
Durante un brevísimo instante, todo tuvo perfecto sentido. Alcadizzar observó los ojos oscuros de Neferata y vio el deseo que ardía allí. Alargó la mano hacia él. La mirada del rey se posó en la mano manchada de sangre… y aquella imagen le recordó todos los hombres que habían vitoreado su nombre tan sólo una semana antes, pero que ahora yacían muertos en el campo de batalla a su alrededor. Su ira regresó, arrancando el encanto de la reina de su mente.
Alcadizzar levantó la espada.
—Llévate tus obsequios contigo a la tumba —dijo—. Yo no quiero tener nada que ver con ellos.
Neferata se quedó repentina y extrañamente inmóvil. La sonrisa se desvaneció de su rostro. Mientras Alcadizzar observaba, el deseo que brillaba en sus ojos se transformó en algo cortante y cruel.
De repente, estaba justo delante de él, chillando de furia e intentando arañarle la cara con las garras. Un dolor ardiente le brotó en la mejilla izquierda. El rey salió despedido hacia atrás y chocó contra el terreno rocoso lo bastante fuerte para quedar sin resuello.
A Alcadizzar le daba vueltas la cabeza. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que había probado el elixir de Neferata. No era ni por asomo tan rápido como lo había sido en otro tiempo. Neferata, por el contrario, era más veloz y fuerte de lo que había imaginado posible. Un momento después de que hubiera golpeado contra el suelo, la reina se erguía de nuevo imponente sobre él. Un golpe duro como el hierro con la mano abierta le apartó la espada de los dedos entumecidos; otro le cruzó la cara y lo dejó casi sin sentido.
«¡Arriba, muchacho! ¡Levantaos!». La voz de Haptshur, su antiguo tutor del campo de batalla, le resonó en la cabeza. Incapaz de respirar, sin poder ver apenas, rodó en la dirección de los golpes y arremetió con la pierna derecha tan fuerte como pudo. La patada alcanzó la pierna de Neferata y derribó a la reina. Mientras todavía estaba en movimiento, Alcadizzar se puso con dificultad a cuatro patas y gateó tras su espada perdida.
Casi lo logró. La espada estaba a sólo unos cuantos centímetros, tendida sobre un puñado de cadáveres ensangrentados. Alcadizzar se lanzó hacia ella, a la misma vez que una mano le rodeaba dolorosamente el tobillo. Neferata lo hizo retroceder de un tirón como si fuera un perro con una correa, arrastrándole pecho, brazos y cara por el terreno rugoso.
Gruñendo, el rey asesto una patada con la pierna libre, pero falló. Sus manos que se agitaban se cerraron alrededor del mango de madera de una jabalina abandonada. Alcadizzar la agarró con las manos ensangrentadas, se giró de espaldas y se la arrojó a Neferata con todas sus fuerzas. Ella la vio venir en el último momento e intentó apartarla con la mano izquierda; en lugar de golpearla en el pecho, la punta de bronce se le clavó en el hombro, abriéndose paso entre las escamas de hierro y hundiéndose en la carne de abajo.
Neferata soltó un silbido de rabia mientras buscaba a tientas el mango de la jabalina con la mano opuesta para arrancarla. Alcadizzar se retorció en sus garras, torciéndose el tobillo dolorosamente mientras buscaba con las manos otra arma entre los cadáveres. Vio otro mango de madera que sobresalía de debajo de un cuerpo cercano y lo agarró. Lo soltó de un tirón y se encontró sosteniendo un hacha de mano salpicada de sangre. Con un grito, la dirigió contra la mano de Neferata, haciéndole un profundo corte en la muñeca y casi amputándose su propio pie en el proceso. La reina soltó un chillido de rabia y sus dedos laxos se aflojaron alrededor del tobillo de Alcadizzar.
El rey se puso en pie de un salto con un rugido y se abalanzó contra Neferata, asestándole feroces hachazos. La hoja de bronce raspó y resonó contra la armadura de hierro de la reina, arrancando escamas y haciendo cortes en el grueso cuero de debajo. Le llovieron más golpes sobre brazos, hombros y cuello, pero su armadura desvió la peor parte de los impactos. Aún así, Alcadizzar no transigió y siguió haciendo retroceder a la reina de manera inexorable mientras buscaba una brecha para asestar un golpe mortal. La golpeó dos veces más, desgarrándole la armadura, y Neferata se tambaleó cuando se le enganchó el pie en un cuerpo que había tendido en su camino. Antes de que pudiera recuperarse, el rey se lanzó hacia delante y le propinó un golpe en un lado de la cabeza. La hoja del hacha se hundió profundamente, partiendo el hueso desde la sien a la mandíbula y haciéndole volver la cabeza debido a la fuerza del golpe.
La herida habría bastado para matar en el acto a un hombre normal. Neferata se tambaleó, con la armadura destrozada agitándose suelta alrededor de su torso. Alcadizzar corrió hacia delante, dirigiendo un rápido golpe de revés al cuello de la reina para ponerle fin al combate.
Pero el golpe nunca impactó. Una mano le rodeó la muñeca… la mano derecha de Neferata, la que casi le había cercenado un momento antes. Los huesos rotos y los músculos cortados ya se habían vuelto a unir.
La cabeza de Neferata se volvió de nuevo hacia él. Una sangre oscura y espesa manaba de la espantosa herida que le había infligido Alcadizzar.
Sin embargo, incluso mientras él miraba, el hueso partido empezó a cerrarse de nuevo. Neferata le dirigió una burlona sonrisa torcida, luego agarró el mango del hacha con la mano izquierda y le arrancó el arma de la mano como si fuera un niño.
El puño de la reina se le hundió en el costado, fracturándole costillas a pesar de la armadura y levantándolo del suelo. Otro golpe se estrelló contra un lado de la cabeza de Alcadizzar, cegándolo de dolor. Lo atacó una y otra vez, aporreándole los hombros y el torso mientras le agarraba el brazo con fuerza con la mano derecha. Se quedó sin fuerzas en las piernas y se desplomó como un muñeco de trapo, cayendo de manera violenta contra el suelo.
No sintió cuando Neferata se le echó encima, sentándose a horcajadas sobre su cintura. Le agarró con las manos el cuello de la armadura de escamas de bronce y atravesó el grueso refuerzo de cuero como si fuera pergamino, dejando al descubierto el cuello del rey. Se inclinó, con su propia camisa de escamas de hierro colgando suelta de los hombros, hasta que Alcadizzar notó su frío aliento sepulcral contra la cara.
—Lo retiro —susurró—. Todo. Cada don que te entregué alguna vez.
Le cogió la barbilla y le obligó a mover la cabeza a un lado, dejando ver la palpitante arteria del cuello. Alcadizzar intentó hablar, pero sólo logró un gruñido estrangulado. Sus manos buscaron débilmente en su cintura.
—¿Qué sabes tú de la tumba? —murmuró Neferata—. Yo he estado ante el umbral de la muerte y he vislumbrado lo que hay al otro lado. ¿Sabes lo que espera allí? Oscuridad. Nada más. —Se agachó aún más, hasta que sus labios le rozaron suavemente el cuello—. Piensa en ello, mientras la luz se apaga de tus ojos.
Alcadizzar apenas sintió cómo la punta de sus colmillos se le hundían en la piel. Su concentración se centraba en una sola cosa; agarrar la empuñadura de la daga enjoyada que se había metido en el cinto. Con las fuerzas que le quedaban, sacó el arma y la hundió en el costado de Neferata, atravesándole el corazón.
—¡No! —gritó Ankhat. Observó desde lejos cómo el cuerpo de Neferata se ponía rígido y luego caía de lado. La luz de la luna titiló de modo siniestro en la empuñadura con incrustaciones de rubíes del cuchillo que le sobresalía de las costillas.
En el mismo momento, el enemigo lanzó un rugido —parte ovación, parte grito horrorizado— y los jinetes espolearon a sus monturas, lanzándose hacia los combatientes caídos. Cuando se movieron, la infantería enemiga situada a su izquierda también se desplazó, abriéndose paso con dificultad y a trompicones sobre los cuerpos de los caídos en un intento por llegar al lugar donde Alcadizzar y Neferata yacían enredados.
—¡La reina! —rugió Ankhat—. ¡Hacia la reina!
Los últimos supervivientes de la guardia real —menos de sesenta hombres, todos ellos heridos en una medida u otra y completamente extenuados— dejaron escapar un grito de desafío y atacaron, fieles a sus juramentos hasta el final. Los supervivientes de las compañías de lanceros restantes se sumaron al grito y, en cuestión de momentos, también estaban atravesando el campo de batalla a la carrera.
La caballería enemiga llegó a donde estaba la pareja momentos antes que los demás. Los jinetes con túnicas saltaron de sus sillas y acudieron de inmediato al lado de Alcadizzar, tras lo cual lo cogieron por los brazos y lo arrastraron a un lugar seguro. Otra media docena desenvainó sables y se dirigió hacia Neferata con la clara intención de asegurarse de que nunca más volviera a levantarse.
Ankhat saltó en medio de los espadachines entre los destellos de su espada de hierro. Dos hombres cayeron de inmediato, con las gargantas abiertas, mientras que los otros intentaron rodearlo y atacarlo desde diferentes ángulos. Una flecha se le clavó en el hombro; el inmortal gruñó como un animal acorralado y le amputó el brazo a un espadachín a la altura del codo.
La guardia real lo alcanzó segundos después y arremetió contra los guerreros a caballo apuntándolos con las alabardas. Los caballos se encabritaron y gritaron; las flechas volaron y los hombres cayeron moribundos en ambos bandos. Ankhat despachó a otro espadachín con un corte en la cabeza e hizo retroceder al resto, apartándolos de la reina inerte. Los lanceros lahmianos llegaron corriendo, blandiendo sus lanzas e intentando llegar hasta Alcadizzar, sólo para ser recibidos por la infantería enemiga que se acercaba. Los hombres apuñalaron y maldijeron, atacándose unos a otros como animales hambrientos peleándose por un hueso. Toda sensación de orden se desvaneció en una feroz pelea a cuatro bandos.
Ankhat le cortó las piernas a un hombre y se abrió paso a empujones hasta llegar al lado de Neferata. Dos soldados enemigos la agarraron por los tobillos y la arrastraron bruscamente hacia ellos; el inmortal arremetió hacia delante con un grito, cortándole las manos a uno de los hombres y haciendo retroceder al otro. Más flechas pasaron silbando. Todas ellas encontraron un blanco en el remolino de gente, pero Ankhat no pudo decir si alcanzaron a amigo o enemigo.
La infantería enemiga hizo retroceder a los lahmianos, creando un muro de carne y metal entre ellos y Alcadizzar. A Ankhat no le interesaba el rey caído. En lo único que podía pensar era en mantener a Neferata lejos de las manos del enemigo. Se irguió sobre ella, cortando y apuñalando a todo aquel que se acercaba demasiado.
A cada momento llegaban más tropas enemigas, acercándose desde derecha e izquierda. Dentro de poco, estarían rodeados y entonces ninguno de ellos escaparía.
El enemigo presionó a su alrededor. Su espada nunca dejó de moverse, tratando de contener la marea. Unos cuernos sonaron lejos por detrás de Ankhat y a su izquierda. Se aproximaba más caballería enemiga. El final estaba casi al alcance de la mano.
Ankhat apartó los ojos del enemigo sólo un momento y bajó la mirada hacia el cuerpo de Neferata. Sabía que querrían su cabeza a modo de trofeo. Tal vez, por lo menos, podría negarles eso.
Levantó la espada para atacar… y entonces, sin previo aviso, se produjo un estallido de gritos y chillidos procedente de detrás de la infantería enemiga justo a su izquierda.
Era como si una tormenta se estuviera abriendo camino entre los apretujados soldados enemigos. Ankhat vio pedazos de hombres volar por los aires: extremidades amputadas, cabezas con yelmo, manos que aún aferraban las empuñaduras de sus armas… todo ello dejando un rastro de sangre. La matanza fue rápida e implacable y se iba acercando paso a paso hacia donde yacía Neferata.
De repente, los jinetes enemigos que acompañaban al rey tiraron de las riendas y se alejaron al galope, gritando desconcertados ante el inesperado ataque. La infantería enemiga lo vio y se dejó llevar por el pánico, dispersándose en todas direcciones para escapar de la suerte que habían sufrido sus compañeros. Los lahmianos que aún quedan con vida —apenas un puñado de miembros de la guardia y unos cuantos más— se replegaron formando un apretado círculo alrededor de Ankhat, mirando con temor en dirección a la masacre y preguntándose si serían los siguientes.
Los últimos soldados enemigos se apartaron como una cortina, dejando ver a un hombre alto y de hombros anchos con la piel pálida y el pelo negro cortado muy corto. Se protegía únicamente con un sucio faldellín de cuero hasta la rodilla y un jubón sin mangas, del tipo que preferían aquellos que vivían y cazaban en la jungla meridional. El hombre blandía dos enorme khopeshes chorreantes en las manos llenas de cicatrices; cada centímetro de su cuerpo estaba manchado y salpicado de sangre. Tenía un rostro apuesto pero adusto, con un mentón cuadrado y una boca de labios finos contraída en una permanente expresión de enfado. El recién llegado se acercó con paso firme y sin temor a los lahmianos, haciendo caso omiso de los miles de guerreros enemigos que lo rodeaban.
Ankhat se quedó miró al hombre asombrado.
—¿Abhorash?
El antiguo campeón de Lamashizzar y capitán de la guardia real se dirigió hacia Ankhat y comprendió la situación con una sola mirada.
—Saca a la reina de aquí —dijo simplemente, como si no hubiera estado fuera de la ciudad ni un día, menos aún los últimos ciento setenta años—. Yo os cubriré la retirada.
Abhorash habló con una voz que no admitía desacuerdo. Los cuatro miembros supervivientes de la guardia real corrieron a obedecer, levantando el cuerpo de Neferata y protegiéndolo con los suyos. Si alguno de ellos se dio cuenta de que no era la reina a la que conocían y servían, no mostraron ningún indicio en absoluto. Los lanceros ya se estaban replegando hacia la puerta occidental en ruinas formando una muchedumbre irregular. Al otro lado del campo de batalla, los arqueros a caballo vieron escapar a su presa y gritaron furiosos. Las cuerdas de los arcos zumbaron y las flechas cayeron hacia los guardias que sostenían a la reina.
Las espadas gemelas de Abhorash destellaron, tejiendo una red de bronce parpadeante, e hicieron a un lado todas y cada una de las flechas.
Los jinetes se quedaron boquiabiertos de asombro. Nadie intentó detener a los lahmianos después de aquello.
* * *
Cada movimiento era una agonía. Gimiendo con los dientes apretados, Ushoran se arrastró otro angustioso centímetro y llegó a la cima de la colina boscosa situada justo al este de la necrópolis de la ciudad.
Los sonidos de la batalla se habían apagado hacía algún tiempo. Podrían haber sido minutos o podrían haber sido horas, ya no lo sabía con certeza. El dolor hacía a un lado detalles tan triviales. Pero no había duda de quién había ganado. De eso sí estaba seguro. Razón por la cual estaba intentado alejarse todo lo posible de la ciudad.
El fuego lo había devorado de la cabeza hasta las pantorrillas, consumiéndole el pelo y gran parte de la piel y cociendo la carne de debajo. Cuando las antorchas lo habían alcanzado, no pudo pensar en nada más que en correr, como si el fuego fuera algo de lo que pudiera escapar. Eso sólo había avivado más las llamas. Les había dado golpes hasta que las manos le quedaron chamuscadas y en carne viva, pero nada las apagaba. Al final, después de correr durante lo que le pareció una eternidad, le fallaron las piernas. Se desplomó en el suelo, aullando de dolor, y esperó a que las llamas acabaran con él.
Pero no murió. Con el tiempo, el fuego se extinguió, pero la muerte final no llegó. Al final, a través de la cegadora bruma de dolor, se dio cuenta de que podía mover las piernas un poco. Su cuerpo, a pesar del daño, iba sanando poco a poco. Ushoran no sabía si reír o llorar.
Cuando recobró el conocimiento, comprendió que ya no estaba solo.
Una manada de chacales rodeaba la hondonada situada en el terreno rocoso, estudiándolo con ojos apagados y amarillos. Al parecer, no podían decidir si era o no carroña. Él tampoco estaba del todo seguro. Pero sabía que, tarde o temprano, amanecería. Si el sol del mediodía no terminaba lo que había empezado el fuego, sólo sería cuestión de tiempo antes de que alguna patrulla enemiga diera con él y le cortara la cabeza. Así que se había arrastrado, centímetro a centímetro, fuera de la depresión y hacia las colinas al oeste, en busca de un lugar donde esconderse.
Ahora, después de haber llegado a la cima de la colina, el inmortal rodó débilmente sobre el costado y volvió la mirada por donde había venido. Ushoran pudo ver un vasto campo de huesos que se extendía desde el borde de la necrópolis hasta casi el centro del campamento enemigo. En algún momento, el ritual de W’soran había fallado y su ejército se había deshecho, literalmente, en el sitio. Desde el ángulo en el que yacía, apenas podía ver la puerta occidental; cuando divisó la destrucción que se había producido allí, sospechó lo que había ocurrido. Se preguntó si el nigromante habría logrado escapar a la masacre.
No había ni rastro de Neferata ni Ankhat, pero el terreno entre el campamento y la puerta occidental estaba lleno de cadáveres amontonados. Era evidente que ambos bandos habían sufrido bajas terribles, pero al final los invasores se habían impuesto. Incluso ahora, columnas de tropas bajaban por el camino comercial y atravesaban los escombros de la puerta occidental. Se alzaron columnas de humo de los distritos occidentales de Lahmia a medida que empezaba el saqueo de la ciudad.
La asfixiante oscuridad se desvaneció de pronto. Neferata abrió los ojos con una exclamación ahogada que casi aumenta hasta convertirse en un grito. Volvió a caer contra un frío suelo de mármol mientras todo su cuerpo temblaba por la impresión de lo que había soportado.
Ankhat estaba arrodillado a su lado, con expresión grave. Una daga con empuñadura de rubíes le colgaba de una mano. El inmortal la arrojó a un lado con el entrecejo fruncido.
—Estáis a salvo —le dijo—. Por ahora, al menos. Pensamos que sería mejor esperar hasta llegar aquí antes de hacer algo con el cuchillo. Neferata miró a su alrededor con los ojos desorbitados. Se encontraba en una sombría cámara abovedada, lejos del campo de batalla.
—¿Dónde estamos? —consiguió decir.
—En el palacio. Abhorash insistió en que os trajéramos aquí.
Neferata frunció el entrecejo, sin estar segura de si había oído correctamente a Ankhat.
—¿Abhorash?
—Sí. Ha regresado —respondió Ankhat—. Sin él, todos nosotros habríamos estado perdidos.
La reina obligó a su cuerpo a sentarse derecho con una mueca. Estaba tendida en el centro del gran salón, con el estrado real a su espalda. En el otro extremo de la cámara, las grandes puertas dobles estaban abiertas, dejando ver el vestíbulo poco iluminado del otro lado. Más allá del vestíbulo, la entrada del palacio permanecía abierta. El cielo fuera estaba teñido de rojo por las llamas.
Abhorash se encontraba a poca distancia, rodeado de cuatro hombres con la armadura de la guardia real. Los guardias le estaban quitando la túnica manchada de sangre y colocándole el peto y los guardabrazos de hierro de un capitán de la guardia. Reconoció al adusto campeón de inmediato, a pesar del paso de los años. La reina le dirigió una inclinación de cabeza.
—Tenemos una gran deuda contigo, capitán —dijo con toda la dignidad que le quedaba.
Abhorash la fulminó con la mirada.
—No he venido aquí por vos —le espetó—. La ciudad estaba siendo atacada y juré defenderla. Al menos aquí puedo encontrar la muerte con algo de mi honor intacto.
Neferata lo miró con el entrecejo fruncido.
—Igual de arrogante y moralista que siempre —gruñó. La reina se volvió hacia a Ankhat—. ¿Qué pasó con Alcadizzar?
El inmortal se encogió de hombros.
—Su gente se lo llevó. No tengo ni idea de si estaba vivo o no. —Le agarró el brazo—. Olvidaos de él. La ciudad está perdida. El enemigo podría estar aquí en cualquier momento.
La reina soltó el brazo de un tirón.
—Entonces aquí es donde me encontrarán. Si Lahmia tiene que morir, yo moriré con ella.
—Bien —declaró Abhorash—. Ya es hora de que esta pesadilla llegue a su fin.
Ankhat retrocedió un paso, fulminándolos con la mirada.
—Morid, entonces —soltó—. ¡Dejad que los malditos mortales os corten las cabezas y las pasean por las calles! Yo no pienso darles esa satisfacción.
La vehemencia de Ankhat sorprendió Neferata.
—¿Adónde podríamos ir?
—¡A cualquier parte menos aquí! —exclamó el inmortal—. Hay más sitios en el mundo aparte de Lahmia… o incluso Nehekhara ya que estamos. ¿Quién sabe? Puede que vaya al norte. Los bárbaros de allí me adorarían como a un dios. —Suspiró, sacudiendo la cabeza—. Deberíamos habernos desperdigado hace mucho tiempo. Quizás Lahmia hubiera sobrevivido si lo hubiéramos hecho. Ahora…
—Ahora, ¿qué? —preguntó Neferata—. Lo hemos perdido todo, Ankhat. ¿Qué nos queda?
—La eternidad —contestó el inmortal—. Lo único que tenemos es tiempo, Neferata. Tiempo suficiente para hacer lo que queráis.
Neferata se volvió y estudió el cielo iluminado de rojo que se extendía más allá del vestíbulo. Su expresión se endureció.
—Tiempo suficiente para la venganza —dijo.
—Si queréis —respondió Ankhat—. Haced lo que os plazca. Pero yo me marcho de este maldito lugar y espero no regresar jamás.
La reina volvió a mirar al inmortal. Se había transformado. Su rostro era una máscara fría y despiadada.
—Hay un barco esperando en el puerto —dijo—. Lo tomaré y permaneceré un tiempo en el este. Tengo mucho en lo que pensar.
Ankhat asintió con la cabeza.
—Un nuevo comienzo, entonces.
—No —repuso la reina—. Un final. A partir de este momento, no habrá nada más que finales entre este mundo y yo.
Fuera, sonó un cuerno. Abhorash les hizo una señal con la cabeza con aire de gravedad a los guardias, que hicieron una reverencia y le ofrecieron sus espadas. El inmortal de rostro sombrío se volvió hacia Neferata.
—El enemigo está aquí —anunció—. Estos buenos hombres han jurado luchar a mi lado hasta el final. Juntos, opondremos resistencia aquí, como corresponde a la guardia real. Si los dioses son generosos, tal vez me libre al fin de vuestra espantosa maldición.
Neferata le lanzó una mirada dura al campeón mientras éste daba media vuelta y salía del gran salón en dirección al vestíbulo, donde esperaban sus cuatro compañeros. Después de un momento, la reina se volvió para despedirse de Ankhat, pero el inmortal ya se había ido.
La última reina de Lahmia se encontraba sola en el gran salón donde su dinastía había gobernado durante milenios. Se dio la vuelta, posando de nuevo la mirada en el estrado real, y contempló por última vez en el trono vacío.
—Finales —prometió con voz hueca—. Nada más que finales.
Y entonces las sombras se la tragaron y desapareció.
* * *
—Esto es una locura —protestó el príncipe Heru—. Deberíais estar descansando, tío. Los cirujanos dicen que tenéis suerte de estar vivo.
—Estaré bien —le aseguró Alcadizzar apretando los dientes, consciente del dolor en el costado y los puntos en la mejilla.
Iba sentado con rigidez en la silla de su caballo mientras subía por el serpenteante camino hasta el palacio real. Un centenar de guerreros de los bani-al-Hashim cabalgaba tras él, con flechas preparadas, examinando las sombras en busca de peligro.
—Necesito hacer esto.
—¿Igual que necesitabais luchar contra Neferata en solitario? —preguntó Heru—. Ya vimos lo bien que salió aquello.
El rey soltó un gruñido.
—Gané, ¿no?
Heru frunció el entrecejo.
—No lo sé. Cada vez parece más un empate.
Los jinetes doblaron la última curva y se acercaron a la entrada del recinto del palacio. Era por la mañana temprano y los incendios habían bajado por la colina y se habían extendido por la ciudad, donde ahora se alzaba humo de los astilleros. Los soldados deambulaban por las calles, saqueando lo que podían y destrozando lo que no. En casi todas las calles resonaban gritos y chillidos.
Cuando los ejércitos victoriosos terminaran, la ciudad más rica de Nehekhara quedaría convertida en una carcasa vacía y a sus habitantes, que habían sufrido tanto bajo el reinado de terror de Neferata, se los llevarían encadenados para que sirvieran a sus conquistadores como esclavos. Esa era la brutal realidad de la guerra.
Alcadizzar guio a su caballo a través de las puertas del palacio y tiró de las riendas. La escena que tenía ante él resultaba impresionante en su devastación.
Aún salía humo de las estrechas ventanas del Templo de la Sangre. Hasta doscientas acólitas y sacerdotisas yacían en el suelo alrededor de la entrada del templo, con los cuerpos llenos de heridas. Las habían sacado a rastras del templo durante la noche y las habían ejecutado, una tras otra. No había forma de saber si lo había hecho el ejército o si había sido obra de los propios lahmianos.
No podía decirse lo mismo del palacio real. Lo que había ocurrido allí era evidente para cualquiera. Los peldaños que conducían al gran salón estaban cubiertos de cuerpos, en algunos casos en pilas de cuatro o cinco.
—Los lahmianos no rindieron el palacio fácilmente —observó. Heru gruñó.
—Ese cabrón con las espadas —dijo—. Él y algunos miembros de la guardia real defendieron la puerta hasta el amanecer. Sufrió suficientes heridas para matar a un centenar de hombres, pero nunca cedió ni un centímetro.
—¿Qué le pasó?
Heru parecía incómodo.
—No lo sabemos. Al amanecer, los guardias lo volvieron a arrastrar al interior del vestíbulo mientras nos reagrupábamos para otra carga. Para cuando conseguimos entrar, habían desaparecido. Estamos registrando el palacio buscándolos.
—¿Y Neferata?
El rasetrano suspiró.
—No sabemos nada de ella tampoco. La última vez que se la vio, la guardia real la llevaba al interior de la ciudad. Esperábamos encontrarla aquí, pero…
Alcadizzar sacudió la cabeza.
—¿Hay algo que sepamos?
—Bueno, conseguimos hacernos con el tesoro de la ciudad —dijo el príncipe—. Zandri y Numas ya están solicitando su parte, por supuesto.
El rey miró a su sobrino.
—No me importa el oro —repuso—. ¿Has encontrado algún libro?
La expresión de Heru se ensombreció.
—Todavía no. Si están en alguna parte, probablemente estén en el interior del templo y los niveles superiores todavía están ardiendo. Los hombres encontraron unas cámaras grandes en los niveles inferiores que al parecer podrían haber sido criptas, pero no quedaba nada dentro.
Alcadizzar asintió con la cabeza pensativo.
—Seguiremos buscando, sólo para asegurarnos. Neferata no pudo haber aprendido nigromancia de la nada. De algún modo, Lamashizzar debió traer algunos de los libros de Nagash de Khemri después de la guerra. Si están aquí, pienso verlos destruidos.
—¿Y luego?
El rey suspiró, pensando en la lejana Khemri y el trabajo que tenían por delante. Una sonrisa cansada se extendió por su rostro.
—Luego nos vamos a casa.
Los dos hombres guardaron silencio, contemplando las ruinas del palacio. El viento cambió, soplando desde el mar y trayendo el aroma a sal y cenizas.