21: Fuego en la noche

21

Fuego en la noche

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 107.º de Ptra el Glorioso

(-1.200, según el cálculo imperial)

Se oyeron gritos y ruido de pies corriendo en las estrechas calles que rodeaban el palacio real. Lahmia había guardado un horrorizado silencio cuando el sol naciente dejó al descubierto el enorme ejército acampado fuera de sus murallas y ahora, con la llegada de la noche, la ciudad estaba intentando hacerse pedazos una vez más. La Guardia de la Ciudad patrullaba las calles en cuadrillas, armadas no con garrotes sino con espadas desenvainadas, con órdenes de matar a cualquier ciudadano que deambulara por las calles después de que anocheciera.

Las sumas sacerdotisas de Neferata entraron en fila en silencio en su dormitorio mientras los últimos rayos de sol se hundían bajo las montañas al oeste. Sólo dio unos sorbos de la copa que le ofrecieron; justo lo suficiente para revivir sus extremidades y avivar su hambre al máximo. Silenciosas y sombrías, las siervas enmascaradas la sacaron con suavidad de la cama. Esta era una tarea que no habían realizado durante muchos años, desde la huida del príncipe rasetrano, y llevaron a cabo su labor con una atención lenta y casi ritual.

Unos dedos hábiles tiraron de la ropa manchada de Neferata, arrancándola. Trajeron cuencos de oro; bañaron su piel pálida y luego la masajearon con aceites aromáticos que en otro tiempo las sacerdotisas de Asaph habían considerado sagrados. Neferata no dijo nada, su expresión se mantuvo distante mientras miraba por las altas ventanas del dormitorio hacia el mar agitado. Las velas a rayas de las embarcaciones mercantes se extendían formando un amplio arco desde la entrada del puerto, huyendo hacia el este con la marea baja.

Las siervas la envolvieron en una túnica de seda azul oscuro y la ataron con un sencillo cinturón de cuero tejido. Le colocaron unas sandalias de lancero de cuero flexible en los pies y las aseguraron en su lugar mediante correas atadas que le llegaban hasta las rodillas.

Cuando estuvo vestida, las sacerdotisas la guiaron a una silla y empezaron a trabajar en su cabello. Los dedos peinaron y tiraron de la masa de nudos y enredos.

Fuera, la oscuridad se extendió por la superficie del mar. La reina sabía que sus guerreros ya estarían congregándose en la puerta sur de la ciudad y W’soran habría comenzado los preparativos para el gran ritual. Los granos se escurrían por el reloj de arena.

Neferata les hizo un gesto con la mano a las siervas.

—Estamos perdiendo el tiempo. Si no se afloja, cortadlo. No me importa.

Las siervas se detuvieron. Se oyó un suave murmullo de voces y las manos se apartaron. Neferata se preparó para el frío roce del cuchillo… pero, en su lugar, sintió que otro par de manos continuaba donde las siervas lo habían dejado. Los hábiles dedos deshicieron un enredo tras otro, haciéndolo bajar por los hombros y la espalda. La sensación trajo de nuevo recuerdos que Neferata había enterrado hacía mucho tiempo.

Volvió la cabeza ligeramente hacia un lado.

—¿Escuchándome otra vez mientras duermo?

Los dedos se detuvieron un momento.

—No —contestó Naaima en voz baja—. Hace mucho tiempo que no.

—Entonces, ¿qué? —quiso saber Neferata—. Si has venido a regodearte, di lo que tengas que decir y vete.

—No —dijo Naaima de nuevo. Reanudó su trabajo, tirando de un nudo tenaz en la base del cuello de Neferata—. Lo hecho, hecho está. No me alegra ver que Lahmia haya acabado así.

—¿Por qué no? —repuso Neferata con amargura—. No es tu hogar.

Para sorpresa de la reina, Naaima respondió con una suave risita.

—Por supuesto que sí —aseguró—. Lahmia ha sido mi hogar desde el día que me liberasteis, hace tantos años.

Neferata volvió a apartar la mirada, dirigiéndola afuera hacia la oscuridad.

—Si él me hubiera escuchado —dijo con voz apagada—. ¡Qué diferente sería ahora Nehekhara!

—No era su destino —respondió Naaima—. Ese tipo de cosas no se pueden cambiar, por mucho que lo deseemos.

Neferata guardó silencio. Unos gritos de temor flotaron en la brisa marina.

—¿Todavía estás enfadada conmigo?

—No —dijo Naaima—. Ya no. ¿Os consuela?

—Ya no conozco el significado de esa palabra. —La reina suspiró—. ¿Por qué nunca pediste marcharte? ¿Pensabas que me habría negado?

Naaima deshizo el último nudo y cogió un cepillo de plata del tocador que había cerca.

—¿Es tan difícil de entender? —preguntó con tristeza—. Porque os amo.

—En ese caso, has cometido un grave error.

—Como dije antes, no podemos cambiar nuestro destino —respondió Naaima—. Hace mucho tiempo, me entregasteis el mundo. Desde entonces, he esperado para devolvéroslo.

Dejó el cepillo y dio la vuelta para arrodillarse al lado de la reina.

—Venid conmigo al este —pidió tomando las frías manos de Neferata en las suyas—. Hay un barco esperándonos en el puerto. Podemos establecernos durante un tiempo en una de las ciudades comerciales o dejarlas atrás y viajar al propio imperio. Pensadlo…

Neferata frunció el entrecejo.

—¿Piensas que abandonaría Lahmia? —dijo. La reina apartó las manos—. Mi familia ha gobernado esta ciudad durante milenios.

—Todo termina —contestó Naaima—. Venid conmigo. Por favor. Cuando el sol salga mañana, Lahmia ya no existirá.

La reina miró fijamente a Naaima, escudriñando las profundidades de los ojos suplicantes de la inmortal. Poco a poco, su expresión se endureció formando una máscara fría y desafiante.

—No mientras yo todavía huelle la tierra —aseguró Neferata.

La reina se levantó de la silla y se apartó de Naaima. Las sacerdotisas aguardaban en silencio, con las manos unidas a la altura de la cintura y las expresiones ocultas tras sus máscaras de oro.

La reina se acercó a ellas, alzando los brazos como en señal de bienvenida. Junto a ellas, dispuesta sobre la cama de seda, esperaba su armadura de hierro pulido.

* * *

La vista desde la torre de entrada occidental mostraba al ejército invasor desplegado en un amplio arco de norte a sur, con sus campamentos instalados en los campos de cereales en barbecho a solo una docena de metros fuera de tiro de flecha de las murallas de la ciudad. La oscuridad hacía difícil estimar el tamaño de la hueste, pero a juzgar sólo por el número de tiendas y los fuegos para cocinar, W’soran calculó que su: número era enorme… probablemente cincuenta mil hombres o más. «Por una vez, Neferata había demostrado un atisbo de sentido común», pensó el nigromante. Aquel pésimo ejército suyo no habría tenido ninguna oportunidad contra semejante fuerza.

W’soran pasó los dedos por las páginas amarillentas de la gran mamotreto que sostenía en la mano izquierda y sonrió de modo posesivo. El sabor de la vindicación era dulce. Incluso atrapado en la agobiante oscuridad de su prisión, había sabido que este día llegaría. Ahora los libros prohibidos eran suyos. Los últimos secretos del arte de la nigromancia estaban a su alcance.

Se apartó de las estrechas ventanas de la torre de entrada, convencido de que le proporcionarían la posición estratégica que necesitaba. La gran cámara dominaba la planta superior de la torre y normalmente, servía de barracón y sala común para los guardias que vigilaban la muralla occidental. Por orden de Neferata, habían vaciado la amplia habitación rectangular de catres, mesas y sillas y se le había prohibido entrar a los guardias so pena de muerte. Tres siervos —posesiones de Neferata, lo que irritaba enormemente a W’soran, pero no había tiempo para crear más suyos— esperaban en el otro extremo de la habitación, listos para servir todas sus órdenes. Los cadáveres sin sangre de dos hombres jóvenes estaban apilados en un montón cerca de una de las dos puertas de la cámara, con los rostros contraídos en máscaras de terror y dolor.

El círculo ritual se había inscrito en el suelo con sangre, copiado exactamente según las notas y diagramas del libro de Nagash. W’soran estudió el complejo conjuro con una sonrisa de expectación. Llevaba siglos esperando este momento.

—¿Todo está preparado?

El nigromante levantó la cabeza sorprendido. No había oído acercarse a Neferata. La reina había entrado por la puerta de su izquierda, atendida por sus doncellas. Las antiguas sacerdotisas suponían una imagen aterradora, vestidas con túnicas oscuras y armadura de cuero reforzada con finas tiras de hierro. Sangre fresca les oscurecía los labios oscuros y les goteaba de los mentones. La propia reina resultaba aún más imponente: llevaba el torso revestido con un peto flexible de escamas de hierro pulido y una pesada falda de cuero con bandas de hierro la cubría desde las caderas hasta las rodillas. Brazales de hierro con bisagras le recubrían los antebrazos, lo suficientemente pesados para bloquear espadas y destrozar huesos. Le habían limpiado el rostro y las manos de suciedad y ahora brillaban como mármol a la luz de las antorchas. Estaba radiante, incomparablemente hermosa, pero sus ojos sólo reflejaban muerte. Era la primera vez que la veía desde aquella noche en el santuario, más de veinte años atrás. W’soran había estado deseando que el encuentro se produjera, ansioso por descargar contra ella todo el resentimiento y el odio que lo habían sustentado en su prisión, pero verla ahora le dio que pensar al nigromante.

—El círculo está preparado —respondió de manera cortante—. Pero los efectos serán limitados. Las tumbas de la nobleza están defendidas con potentes hechizos de protección, que requieren más tiempo para sortearlos.

Un destello de irritación cruzó el rostro de la reina, pero ésta asintió con la cabeza.

—Muy bien —aceptó Neferata—. Hemos matado a los piquetes del enemigo. Ushoran espera en la necrópolis y Ankhat está guiando al ejército por la puerta sur en este mismo momento.

Neferata se dirigió dando grandes zancadas a las ventanas de la torre de entrada y contempló el campo de batalla.

—¿Y los guiarás desde aquí?

—Servirá —aseguró W’soran.

—Pues empieza.

El nigromante le dirigió a la reina una sonrisa sepulcral.

—Como ordenéis —dijo y esbozó una reverencia rápida y ligeramente burlona.

Neferata no le prestó atención, pues tenía la mirada clavada en el lejano enemigo.

Sin duda buscando a su príncipe perdido, pensó W’soran con una mueca de desdén mientras centraba su atención en el círculo nigromántico. Con suerte, él encontraría a Alcadizzar primero. ¡Qué dulce sería presentarle a la reina su corazón aún palpitante!

W’soran ocupó su lugar ante del círculo. Su mirada se posó en el conjuro escrito en la página que tenía delante. Mostrando los dientes en la sonrisa de una calavera, comenzó el ritual de invocación.

* * *

Los fuegos para cocinar del campamento enemigo titilaban en la oscuridad, a poco mas de kilometro y medio desde donde él se encontraba en la llanura rocosa fuera de la puerta meridional de Lahmia, Ankhat sólo podía ver aproximadamente un tercio de la fuerza enemiga, pero incluso eso parecía mucho más grande que la pequeña fuerza a sus órdenes.

La última compañía de lanceros estaba bajando por el camino costero, desplazándose para ocupar su lugar en el otro extremo de la línea de batalla. Los guerreros estaban bien armados, cada uno llevaba una lanza de casi dos metros y medio y una espada corta, y vestía una camisa de escamas de hierro sobre una gruesa túnica de cuero. Además, cada lancero portaba un escudo rectangular de madera con un tachón redondo de hierro en el centro; en la batalla, cada hombre permanecería hombro con hombro con sus compañeros y formaría un sólido muro de madera y metal para proteger la formación de ataques enemigos. Cabezas con yelmos se volvieron hacia él mientras la compañía pasaba; los rostros que Ankhat vio eran jóvenes y asustados. Ninguno de ellos había visto nunca una batalla. ¿Recordarían su adiestramiento cuando se enfrentaran con el enemigo y la sangre empezara a manar? Ankhat tenía sus dudas. La mayoría había respondido al llamamiento porque tenían familias en la ciudad y sabían que sus seres queridos serían castigados si no obedecían.

La excepción eran los soldados de la guardia real. Eran mil hombres en total, vestían armadura más pesada y blandían temibles alabardas con hoja en forma de hoz en lugar de lanzas. La mayoría provenía de familias cuyos hijos habían protegido el palacio real durante generaciones y recibía pagas y privilegios muy superiores a los de los lanceros típicos. Su coraje y destreza eran incuestionables, así como su lealtad a la familia real. Ankhat los había colocado en el centro de la línea de batalla, con la esperanza de que su ejemplo inspirara al resto.

Contaba con veinticinco mil hombres en total, incluyendo los carros de guerra de la nobleza de la ciudad. Si dispusiera de unos cientos de veteranos entre ellos, habrían constituido una fuerza formidable; tal y como estaban las cosas, el inmortal temía que rompieran filas si los presionaban demasiado. Ankhat sabía que tenía que aprovechar al máximo el elemento sorpresa y mantener a la línea de batalla avanzando, adentrándose más en el campamento enemigo. Si detenían a las compañías de lanceros, y sus bajas comenzaban a aumentar, el ataque fracasaría rápidamente.

A su izquierda, la última compañía de lanceros salió del camino y se colocó en posición. Momentos después, los carros salieron por la puerta: sur y bajaron rebotando y traqueteando por el camino en una línea de dos en fondo. Recorrieron al galope la línea de batalla, con la luz de la luna destellando en las temibles hojas de hoz fijadas al cubo de las ruedas bordeadas de hierro. Cada máquina de la guerra llevaba un conductor, dos arqueros y al señor del carro, que portaba un escudo y un hacha o una espada. Muchos alzaron sus armas en señal de saludo al pasar; aquí y allá, un lancero perdió el control y vitoreó en respuesta, sólo para que lo silenciara un coscorrón en la cabeza y una maldición de su sargento.

Los carros salieron del camino más allá de la línea de batalla y se alejaron retumbando hasta una posición a unos doce metros detrás y a la izquierda de la compañía más alejada. Cuando las compañías de lanceros por fin entablasen combate con el enemigo, los carros intentarían rodearlos y sorprender a sus enemigos por el flanco, obligándolos a retirarse o sufrir ataques desde dos lados. No era mucho, en lo que a tácticas de batalla se trataba, pero serviría. Siempre y cuando las compañías se enfrentasen al enemigo e hicieran todo lo posible por matarlos, eso era lo único que realmente importaba.

Ankhat desenvainó su espada de hierro y esperó la llamada de las trompetas. Había bebido poco desde que había despertado, anticipando el derramamiento de sangre que tenían por delante. Esta noche, el destino de Lahmia se decidiría, no gracias a los vivos, sino a los muertos.

* * *

Ushoran estaba agazapado a la sombra de una antigua cripta de piedra, forzando sus sentidos para detectar los primeros reveladores indicios de magia. El borde septentrional del campamento enemigo se encontraba a casi cinco kilómetros de distancia, oculto tras el terreno ondulado que rodeaba la necrópolis. Si las mascotas de Neferata habían conseguido matar a los centinelas de los invasores, entonces dispondrían de poco aviso del ataque que se avecinaba.

No por primera vez, el Señor de las Máscaras se preguntó si podían confiar en W’soran. Éste sólo había aceptado ayudar a Neferata si le entregaban los libros prohibidos de Nagash y la reina no tuvo más alternativa que aceptar. Ahora que tenía lo que había estado buscando desde el principio, ¿qué le impediría huir de la ciudad en cuanto surgiera la oportunidad?

Naturalmente, podría hacerse a sí mismo la misma pregunta. Estaba intentando eso mismo cuando Ankhat y Neferata lo habían atrapado. Y ahora aquí estaba, solo y fuera de la ciudad por fin. Podría llegar a las montañas sin que lo vieran y haber cruzado ya la mitad de la Llanura Dorada antes de que amaneciera, si así lo decidía.

Mientras estaba allí sentado entre las criptas, el viento cambió, llevándole los aromas y sonidos del desprevenido campamento. Miles y miles de hombres; casi podía oír la sangre cantando en sus venas. La idea de abrirse paso en medio de ellos, rajándolos con las garras, mordiéndolos con los dientes, de desgarrar carne y partir huesos, hizo que estremecimientos de anticipación recorrieran su cuerpo deforme. Sospechaba que W’soran —de hecho, todos los inmortales— también lo sentían. Habían existido en secreto demasiado tiempo, robando furtivamente sobras de las calles de la ciudad o bebiendo discretamente de copas de oro. Aquí, por fin, podrían dejar de lado sus máscaras y recorrer la tierra como dioses.

Ushoran se puso tenso al percibir un leve temblor en el aire. Las vibraciones se hicieron más fuertes y parecían llegar de todas partes a la vez. Lo sentía contra las mejillas y las almohadillas de las patas con garras. El inmortal se agachó más, colocando la palma contra el suelo, y sintió: cómo los temblores se aceleraban hasta transformarse en un estruendo rechinante parecido al oleaje.

Lo reconoció de inmediato. Era el sonido de piedra raspando contra piedra, de manos apartando cientos de losas funerarias o abriendo a la fuerza puertas que habían permanecido largo tiempo cerradas. Un instante después, el ruido resonaba entre las tumbas mientras los muertos resucitados salían de pronto de sus lugares de descanso y se adentraban tambaleándose en la noche.

Pies de esqueleto rasparon y repiquetearon por el suelo rocoso. Ushoran empezó a ver figuras moviéndose con rigidez entre las tumbas; formas óseas vestidas con harapos y trozos de moho de la tumba, con puntitos de luz verdosa reluciendo en las profundidades de las cuencas de sus ojos. Se trataba de los cadáveres de los pobres de la ciudad, a los que habían dado sepultura en rudimentarios mausoleos de piedra desprovistos del ajuar funerario con el que se enterraba a los ciudadanos acaudalados de Lahmia. A pesar de que no sostenían armas ni llevaban armadura, había miles de ellos, que pasaron junto a Ushoran formando una marea tambaleante y vacilante en dirección al desprevenido campamento enemigo.

El Señor de las Máscaras soltó un gruñido bajo y hambriento y dejó que la marea lo arrastrara. Tras él, los escalofriantes aullidos de los chacales llenaron el aire, atraídos por el olor a carne podrida. Trotaban tras el ejército de esqueletos, con las fauces muy abiertas, como si presintieran el festín de carroña que les aguardaba.

* * *

Se oyó el sonido de los cuernos, resonando con furia desde el norte. Alcadizzar se enderezó, olvidando su cena, con la copa de vino a medio camino de la boca.

El príncipe Heru se irguió de repente del estrecho catre donde había estado echando una cabezada. Los faroles de aceite llenaban la tienda del rey con una luz cálida y constante y habían encendido tres braseros para evitar el frío de la noche. El rasetrano miró bruscamente a su alrededor, orientándose.

—Esos son nuestros cuernos —dijo con creciente alarma.

Alcadizzar asintió con la cabeza. Estaba sentado en una de las dos mesas grandes coladas a un lado de la tienda, donde habían desplegado un gran mapa que representaba Lahmia y los alrededores y habían marcado en él las disposiciones del ejército. El rey había estado seguro de que se avecinaba un ataque nocturno. Neferata no ganaba nada defendiendo las murallas y dejando que semanas de combates diezmaran su pequeña fuerza menos numerosa. Un ataque nocturno, por otro lado, ofrecía ventajas. Aparte de la sorpresa potencial, sus tropas no tendrían que preocuparse tanto de los arqueros de Alcadizzar y ella y sus aliados monstruosos podrían intervenir directamente en la lucha.

También existía el peligro de un ataque simultáneo desde la necrópolis de la ciudad. Tenía que suponer que si Neferata podía desafiar a la muerte, como lo había hecho Nagash, entonces también podría controlar a los muertos. Para protegerse de esa posibilidad, les había encomendado a los rasetranos, que estaban avezados en la lucha, la tarea de asegurar el flanco izquierdo del ejército. En el centro, frente a la puerta occidental de la ciudad —y la ruta de ataque más probable por parte de los lahmianos—, había situado a la Legión de Hierro de Ka-Sabar. A la derecha, lo bastante cerca para ofrecer apoyo pero por lo demás fuera de en medio, Alcadizzar había colocado a los problemáticos soldados de infantería y mercenarios de Zandri. A la caballería numasi y los jinetes del desierto los mantenía en reserva, así como a la Guardia de las Tumbas y los contingentes de tropas mucho más pequeños de Khemri y Mahrak.

Heru se puso de pie de un salto y se ciñó rápidamente la espada. En el exterior, órdenes a voz en cuello y gritos de alarma llenaban el aire.

—En el nombre de los dioses, ¿qué les ha pasado a nuestros piquetes?

—Muertos, probablemente —respondió Alcadizzar—. La noche les pertenece a Neferata y los de su calaña. O eso creen ellos.

Estudió el mapa una última vez, memorizando la colocación de las unidades, luego se levantó y cogió su espada del gancho del que colgaba en el poste más cercano.

—No perdamos tiempo con lo que ha salido mal —continuó el rey—. Ya sospechábamos que algo como esto iba a ocurrir. Recuerda el plan de batalla.

Se abrochó la espada y se dirigió a toda prisa a la portezuela de la tienda.

—¡Mensajero! —gritó.

Momentos después, apareció un muchacho de Khemri, con los ojos muy abiertos de entusiasmo.

—¿Sí, alteza?

—Ve con los lybaranos y diles que pongan sus catapultas a trabajar en el flanco izquierdo. ¡Vamos!

El muchacho hizo una rápida reverencia y salió disparado de la tienda, evitando por poco a Faisr, que corría a buscar al rey. El rostro del gran cacique era adusto.

—Están atacando el flanco izquierdo —informó—. ¡La necrópolis de Lahmia ha liberado a sus muertos y estos se nos echan encima en gran número!

Alcadizzar nunca había oído sonar preocupado a Faisr en toda su vida. Darse cuenta de ello le provocó un escalofrío al rey en la espalda, pero intentó recordar las enseñanzas del viejo Jabari y apartar el miedo.

—Coge a tus jinetes y flanquea a los cadáveres —indicó, con un tono lo más firme que fue capaz—. Encuentra al hechicero que los está controlando. ¡Adelante!

El gran cacique asintió bruscamente con la cabeza y volvió a adentrarse presuroso en la noche. Alcadizzar se volvió hacia Heru.

—¡Vámonos!

—¿Nosotros? Oh, no —protestó Heru mientras colocaba una mano en el brazo de su tío—. Yo voy a guiar a mi pueblo. Vuestro lugar está aquí. —Sin darle a Alcadizzar la oportunidad de responder, pasó rozándolo y apartó la portezuela de la tienda de un empujón—. Enviaré un informe de la situación en cuanto pueda. Vos simplemente haced que esos lybaranos se pongan en marcha, ¿eh?

—Lo haré —aseguró el rey, pero antes de que pudiera añadir nada más, Heru ya se había ido.

Alcadizzar apretó los puños. Lejos al norte, podía oír el débil rugido de la batalla. Aquel sonido lo llamaba, haciéndole arder la sangre. Con un suspiro de frustración, regresó a la mesa de mapas y estudió las posiciones de sus tropas.

Justo entonces se oyó otra oleada de toques de trompeta… en esta ocasión, sin embargo, desde el sur. Alcadizzar abrió mucho los ojos.

—¡Mensajero! —volvió a llamar.

Su plan cuidadosamente preparado amenazaba con desmoronarse.

* * *

Justo delante de Ushoran, tres esqueletos derribaron a un hombre. El guerrero cayó con un grito mientras blandía desenfrenadamente su espada y le cortaba varias costillas al cadáver que tenía más cerca. El esqueleto no le prestó atención y hundió los huesos de los dedos en la garganta del guerrero. Un chorro de sangre arterial voló por el aire. El segundo cadáver le quitó la espada de la mano al moribundo y el trío continuó adelante, buscando otra víctima.

La horda no muerta inundó el campamento enemigo como una silenciosa y desgarbada marea de hueso, destrozando a todos y todo lo que se interpuso en su camino. El enemigo huyó al verlos, gritando y maldiciendo de miedo. Aquellos que se mantuvieron firmes e intentaron luchar fueron arrollados rápidamente. Aquí y allá, había tiendas en llamas, bañando el campo de batalla con una estridente luz carmesí. A la derecha de Ushoran se produjo un destello de chispas cuando un esqueleto atravesó un fuego para cocinar abandonado y siguió adelante, con la ropa podrida ardiéndole de forma grasienta alrededor de las piernas y la cintura.

Ushoran echó la cabeza atrás y aulló como uno de los hambrientos espíritus del yermo. Ansiaba el sabor de la sangre caliente y amarga.

Había otra línea de tiendas más adelante. Varios esqueletos ya habían llegado allí y estaban arañando los laterales. Más allá de ellos, Ushoran oyó un ronco rugido de desafío; los rasetranos por fin habían decidido volverse y oponer resistencia. Sonriendo de forma malvada, el inmortal apretó el paso; adelantó a la carrera a los esqueletos más lentos, zigzagueó entre las tiendas y se adentró en el terreno abierto del otro lado.

El Señor de las Máscaras dejó escapar un gruñido de sorpresa. Unos veinte metros después de las tiendas más cercanas había una línea larga y un tanto irregular de barricadas, compuesta de altas cestas de mimbre llenas de tierra compacta y rocas. Los rasetranos habían formado detrás de las barricadas, miles de ellos. La luz del fuego parpadeaba de manera siniestra reflejada en un bosque de puntas de lanza que se extendía hasta donde alcanzaba la vista de Ushoran.

Aquella imagen le habría dado que pensar al corazón más valiente. Pero no a los muertos; los esqueletos miraron la línea enemiga y se mantuvieron impasibles. La horda siguió adelante, llenando el terreno abierto delante de las barricadas y lanzándose contra la línea enemiga. Las lanzas pincharon y empujaron, pero no pudieron encontrar asidero. Sin miedo, sin raciocinio, los no muertos arañaron los cestos llenos de tierra, se subieron encima y estiraron los brazos hacia los guerreros del otro lado. Los hombres gritaron juramentos y golpearon a los cadáveres con los extremos de las lanzas o los bordes recubiertos de metal de los escudos. Arrojaron extremidades destrozadas y cráneos rotos de nuevo sobre la marea que se aproximaba, pero el avance nunca vaciló.

Por el momento, la línea enemiga estaba resistiendo, despedazando a los cadáveres a medida que trepan por la barricada. Ushoran echó a correr gruñendo con avidez. Recurriendo al poder que le corría por las venas, se preparó y saltó como un gato, salvando la masa de esqueletos que forcejeaban y aterrizando al otro lado de la barricada. Dos hombres cayeron gritando debajo del inmortal; una lanza se le hundió en la cadera y el mango de madera se partió en dos. Ushoran no sentía nada salvo una dicha salvaje y sanguinaria. Con un amplio movimiento de la mano, le arrancó las tripas a un hombre y arrojó por los aires su cuerpo sacudido por los gritos. Otro golpe abolió el yelmo de un guerrero e hizo puré el cráneo de debajo.

Gritos, chillidos y maldiciones bramaban en los oídos de Ushoran. El enemigo lo atacó desde todos lados, pinchándolo con sus lanzas. Riendo de modo siniestro, el inmortal apartó las armas como si fueran ramitas y arañó la carne suave que había detrás. El cuero y la armadura se desgarraron como tela bajo sus garras. El aroma de la sangre le llenó las fosas nasales.

Rugiendo como un león hambriento, el inmortal se hundió aún más en la masa de guerreros que gritaban, sembrando terror y muerte a su paso.

* * *

El bárbaro se echó encima de Ankhat con un furioso bramido, los ojos desorbitados y la boca barbuda muy abierta. Era un gigante, como todos los hombres del lejano norte, de espalda ancha y extremidades gruesas, iba vestido con una pesada túnica de cuero y se protegía con un escudo de madera del tamaño de la rueda de un carro. El norteño blandía una temible hacha de batalla de una sola hoja en el puño nudoso, que había echado atrás para golpear la cabeza del inmortal.

En lo que respectaba a Ankhat, podría haber estado atravesando penosamente arena mojada. El inmortal se lanzó hacia delante justo mientras el hacha caía y la hoja trazaba un arco amplio y lánguido. Su espada ascendió con un destello, cortando la gruesa muñeca del bárbaro, y luego volvió a bajar en un golpe de revés que se estrelló contra la cadera del norteño. El guerrero se desplomó mientras su audaz aullido se transformaba en un grito de agonía mortal.

Los bárbaros se lanzaron contra la línea de batalla que avanzaba sin preocuparse por el orden ni la disciplina. Salieron a la carga de la oscuridad del campamento en turbas irregulares, chocando en masa contra el muro de escudos y asestando golpes a las cabezas y hombros de sus enemigos. Muchas veces los atravesaron lanzas en el momento del impacto, pero el dolor de sus heridas sólo se les hizo pelear más duro. Los hombres cayeron gritando, aferrándose los cráneos partidos o las caras destrozadas, o luchando por contener la sangre que les brotaba de las gargantas abiertas. Otros presionaron hacia delante, llenando las brechas en la línea, y las compañías continuaron avanzando.

Otra bestia se abalanzó sobre Ankhat, con los ojos inyectados en sangre y lanzándole una mirada de odio por encima del borde del escudo. El inmortal clavó en el bárbaro con una mirada altiva y le enseñó los colmillos; el norteño se detuvo en seco, gritando aterrorizado. Ankhat le arrancó la parte superior de la cabeza de un único y rápido golpe. Más mercenarios se estrellaron contra la línea de miembros de la guardia a la derecha del inmortal; los hombres soltaron gruñidos y maldiciones mientras despedazaban a los gigantes con sus alabardas.

—Adelante —gritó Ankhat, sumando su propia voz al estruendo.

Las trompetas sonaron a lo largo de toda la línea de batalla, instando a los hombres a avanzar. El inmortal le cortó las piernas a un bárbaro que se acercaba a la carga, luego apuñaló en el cuello a otro que estaba enzarzado en combate con el miembro de la guardia que tenía a su izquierda. Había perdido la cuenta del número de enemigos a los que había matado desde que comenzara el avance. ¿Veinte? ¿Treinta? Todos se entremezclaban formando una magnífica masa de gritos y sangre derramada. Una parte de él deseaba dejar atrás a las lentas compañías y satisfacer su hambre de verdad. ¡Qué masacre podría haber causado entonces!

Pero ahora, de pronto, la marea había cambiado. Los bárbaros se estaban retirando, regresaba corriendo al campamento siguiendo el estruendoso sonido de cuernos guturales. Los lahmianos, exaltados por el éxito, les lanzaron insultos y burlas a los mercenarios que se retiraban. Ankhat, cuyos ojos eran mucho más agudos en la oscuridad, vio por qué: el enemigo por fin había logrado restablecer cierto orden en el campamento y había reunido al resto de los norteños formando algo parecido a una línea de batalla propiamente dicha, a unos veinte metros de distancia Cuando los lahmianos se acercaron, soltaron un rugido de desafío, golpeando las armas contra los escudos y creando un atronador golpeteo de metal y madera.

Ankhat sonrió con avidez y apuntó al enemigo con su espada.

—¡A por ellos! —ordenó, y los hombres de la guardia gritaron en respuesta. Se volvió hacia el trompeta que se encontraba a su lado—. ¡Toca la señal para que los carros avancen y giren a la derecha!

Éste era el momento en el que harían que los norteños rompieran lilas. Ankhat lo sentía en los huesos, como un león estudiando a su presa. Ya debían haber desperdiciado casi a la mitad de su fuerza; lo que quedaba no podría aguantar una vez los carros los atracaran por el flanco. Los bárbaros romperían filas y echarían a correr, dejando el centro del ejército enemigo peligrosamente expuesto.

Ankhat gruñó anticipando la matanza que vendría después.

* * *

El joven mensajero estaba pálido y tembloroso. Un polvo ocre y manchas de la sangre de otra persona le cubrían los antebrazos y pantorrillas desnudos. Había estado fuera en el campo de batalla menos de treinta minutos.

—Rasetra está-está cediendo terreno —dijo el muchacho con voz entrecortada mientras respiraba con dificultad—. Las-las barricadas de la d-derecha han sido invadidas. Los-los muertos están caminando, y-y cosas peores…

Alcadizzar contuvo su impaciencia. El muchacho sólo tenía doce años más o menos, se recordó. Había horrores caminando por el campo de batalla a los que pocos hombres adultos podrían enfrentarse, menos aún un simple niño. Le apretó el brazo al muchacho para tranquilizarlo.

—Deja eso de lado, chico —contestó, con un tono lo más persuasivo que pudo lograr—. Ahora eres un soldado en el ejército. Necesito que cumplas con tu deber. ¿Entiendes?

El mensajero respiró hondo y se calmó visiblemente.

—S-sí, alteza. Lo entiendo.

—Bien. Entonces, muéstrame en este mapa dónde están las tropas del príncipe Heru.

El muchacho asintió con la cabeza.

—Están aquí, más o menos —explicó trazando un arco que se extendía aproximadamente en paralelo a la línea de barricadas, pero que estaba en cualquier punto desde setenta y cinco a cien metros por detrás.

Alcadizzar apretó los dientes. Otros cien metros y los atacantes llegarían al borde del campamento interior.

—¿El príncipe Heru puede contenerlos?

El mensajero hizo una pausa, consultando su memoria.

—Dijo que los superan en número y que están combatiendo en retirada y necesitan refuerzos con urgencia. También me dijo que os preguntara dónde estaban las malditas catapultas. Me indicó que os lo dijera con esas palabras.

—Me lo creo —contestó Alcadizzar.

Ya había enviado dos mensajeros más para hacer que las armas de los lybaranos entraran en acción. ¿Qué sentido tenía arrastrarlas por media Nehekhara oriental si no las empleaban?

—Bien hecho —dijo distraído mientras estudiaba minuciosamente el mapa de batalla con la mirada—. Que los sirvientes te den una copa de vino y recupera el aliento.

Mientras el mensajero se retiraba, el rey evaluó la situación. Zandri había enviado mensajes urgentes diciendo que estaban recibiendo un fuerte ataque desde el sureste, pero Alcadizzar no sabía cuánto crédito darle a los informes. Mientras tanto, en el flanco izquierdo, Rasetra estaba en grave peligro. Ka-Sabar, sin embargo, informaba que el centro, situado frente a la puerta más cercana a la ciudad, permanecía en silencio.

¿Qué estaba tramando Neferata? ¿Dónde estaba la principal amenaza? ¿Era el ataque de la izquierda o el de la derecha, o había algo completamente diferente que había pasado por alto? Deseó coger un caballo e ir a examinar el campo de batalla por sí mismo, pero sabía que eso no haría sino complicar aún más las cosas. Era como uno de los desesperantes ejercicios de Jabari… sólo que, esta vez, sus órdenes hacían que mataran a hombres de verdad.

Alcadizzar suspiró. Necesitaba cambiar la orientación de sus tropas para hacerle frente a las amenazas de los flancos. Podría hacer que la infantería pesada de Ka-Sabar cambiara de frente para apoyar a Rasetra, pero eso dejaría el centro completamente abierto. ¿Se atrevería a correr el riesgo? No veía otra opción. La amenaza al centro era pura especulación, mientras que las de los flancos eran muy reales.

Alcadizzar les hizo señas a tres de los mensajeros que aguardaban en silencio justo en el interior de la tienda. Señaló al primero.

—Llévale este mensaje a la reina Omorose. Dile que los numasi deben contraatacar a la derecha. Que den un giro amplio y ataquen al enemigo en el flanco. ¡Vete!

Mientras el muchacho se adentraba corriendo en la noche, se volvió hacia el segundo mensajero.

—Ve con las reservas. Las fuerzas de Khemri y Mahrak tienen que avanzar y defender el centro. Muévete con ellos; cuando estén en posición, informa al rey Aten-sefu que la Legión de Hierro debe retirarse y ofrecerle apoyo al príncipe Heru a la izquierda.

El segundo muchacho asintió con la cabeza a toda prisa y salió corriendo. El rey estudió el mapa y asintió con la cabeza para sí. Era un riesgo, pero calculado. Todavía contaba con la Guardia de las Tumbas de reserva, por si acaso.

Alcadizzar extendió la mano y le agarró el brazo a tercer mensajero.

—Ve con los lybaranos. Diles que pongan en marchas sus puñeteras máquinas o iré allí yo mismo y empezaré a lanzarlos a ellos contra los lahmianos.

* * *

Más al oeste, en la parte posterior del campamento enemigo, se produjo un repentino destello de luz azulada. Momentos más tarde, media docena de esferas de fuego volaron hacia el cielo, trazando un arco sobre las tiendas de los invasores antes de caer en picado lejos al noreste Las bolas de brea explotaron con el impacto, cubriendo la zona de voraces llama azules. Montones de cadáveres lentos y tambaleantes se vieron sorprendido por las explosiones; la carne podrida crepitó y los huesos crujieron debido al intenso calor.

W’soran observó cómo se desarrollaba la batalla desde la seguridad de la torre de entrada y soltó un silbido de satisfacción. El ritual había funcionado a la perfección; podía sentir la enorme horda avanzando abajo por la llanura, como si su mente estuviera unida a todos y cada uno mediante una invisible tela de araña. Había miles de ellos, muchos más que el lastimoso despliegue que los defensores mortales de la ciudad podían conseguir, e iban adentrándose a mordiscos en el flanco del enemigo. Las explosiones de fuego sólo servían para iluminar mejor lo desesperada que era la posición del enemigo. Pudo ver que sus esclavos no muertos habían invadido una larga hilera de barricadas y habían hecha retroceder a los mortales casi hasta el núcleo central del campamento. No le cabía duda de que aquel idiota, Alcadizzar, estaría allí en algún lugar, intentado encontrar desesperadamente una forma de escapar de la soga que se iba apretando alrededor de su cuello.

Aún más esferas de brea cayeron entre la hueste de no muertos. Más esqueletos se desplomaron, consumidos por las llamas, pero no sintieron dolor al desaparecer y W’soran tampoco. Podría perder muchos cientos más apenas sentir la pérdida. Habría más que suficientes para completar la destrucción de los invasores. Mientras las esferas de brea ardiente pasaban por encima del campo de batalla, W’soran se fijó en una conmoción que se extendía por el centro de las posiciones del enemigo. Unas tropas con armadura se estaban retirando y dirigiéndose al norte, sin duda en un vano intento de salvar el flanco, condenado a caer. Lo único que quedaba en el centro eran unas pocas tropas con armadura ligera.

El nigromante esbozó una sonrisa carente de alegría, deleitándose con el poder que acababa de descubrir. Se volvió hacia Neferata, que permanecía con su séquito de doncellas en una ventana a su derecha.

—Se están desesperando —dijo con voz ronca—. Pronto sus tropas se cansarán, mientras que las mías no. Cederán al miedo, mientras que las mías no lo sienten. No pueden esperar ganar.

Neferata estudió el espectáculo panorámico del campo de batalla. Si oyó a W’soran, no dio ninguna señal. Sus ojos eran distantes y su expresión, grave.

—Ha llegado el momento —anunció con tono frío. La reina miró al nigromante—. Lo has hecho bien. Presiona el ataque a la derecha. Yo me encargaré de Alcadizzar.

W’soran hizo una reverencia profunda y un tanto burlona.

—Por supuesto —respondió—. No debería haber esperado menos. ¿Y qué haréis cuando lo encontréis?

No hubo respuesta. Cuando se enderezó, la reina y sus doncellas se habían ido.

* * *

La cabeza del hombre se desprendió con un crujido de cartílago y un torrente de sangre. Ushoran arrojó el trofeo macabro contra línea de batalla enemiga y luego se inclinó para beber profundamente del líquido que aún chorreaba del cuello del cadáver.

Las esferas de fuego silbaron por lo alto y cayeron muy por detrás de Ushoran y en medio de las filas posteriores de los no muertos. El ruido de la batalla le resonaba en los oídos y le retumbaba en los huesos del pecho; un rugido chirriante parecido al oleaje compuesto de chillidos, alaridos y roncos gritos batalla. La línea enemiga estaba cediendo terreno a ritmo lento pero constante, obligada a retroceder continuamente en dirección al centro del campamento. De alguna manera, su disciplina se mantenía en pie a pesar de la implacable presión de la horda de esqueletos. Ya habían lanzado dos contraataques con carros con la esperanza de disolver el avance de los no muertos, pero los muertos vivientes simplemente hicieron caso omiso de las bajas y presionaron hacia delante con una determinación inquebrantable.

Ushoran tenía los musculosos brazos y el torso cubiertos de una capa de sangre coagulada. Le caía sangre y trozos de carne de las fauces abiertas. Nunca, en toda su larga existencia, había imaginado algo tan glorioso como esto. Había matado a cientos de hombres en el espacio de la última hora, aplastando, arañando, mordiendo y desgarrando en una orgía de sangre y masacre. Todas aquellas noches que había pasado en sótanos por toda Lahmia, extrayendo el placer de la agonía entre gritos de una víctima… palidecían comparadas con esto.

El Señor de las Máscaras arrojó el cuerpo sin cabeza a un lado. Su cuerpo estaba a punto de reventar de vigor. Riéndose con crueldad avanzó hacia la línea enemiga una vez más. Los guerreros enemigos situados delante de él gritaron y chillaron, retrocediendo al verlo acercarse muchos de ellos habían tenido sobradas oportunidades para presenciar de lo que era capaz. Varios le arrojaron lanzas, pero las apartó de un golpe de manera despreocupada.

Ushoran echó a correr entre gruñidos. Ya no le interesaban los soldados de a pie; esta vez, tenía la intención de encontrar al hombre al mando de esta chusma y hacerlo pedazos.

Poco antes de la fila de cabeza del enemigo, reunió sus fuerzas y salté por el aire. La línea de batalla era mucho más delgada que cuando había empezado el combate. Salvó las filas restantes con facilidad y aterrizó en el otro lado.

Había heridos por todas partes; soldados que se habían apartado tambaleándose de la línea de batalla e intentaban ocuparse de sus heridas. Ushoran arremetió contra ellos con un regocijo salvaje, saboreando sus gritos mientras los desgarraba con garras y dientes. Mientras lo hacía buscó hombres a caballo, que se mantendrían detrás de la línea de batalla gritando órdenes o ánimo.

¡Allí! A su derecha, a unos cincuenta metros de distancia, un grupo numeroso de jinetes se dirigía hacia él. Algunos llevaban antorchas, tal vez para atraer la mirada de los soldados con más facilidad. En medio de ellos pudo ver un estandarte ondeante; sin duda se trataba del líder enemigo en esta parte del campo de batalla. Atacó a los jinetes que se aproximaban como un león hambriento, dejando escapar un rugido gutural mientras se acercaba.

El sonido tuvo el efecto deseado. Los jinetes se dispersaron delante de él, desplegándose a derecha e izquierda con una velocidad sorprendente. Justo delante, Ushoran pudo ver el estandarte enemigo y un grupo de jinetes con armadura rodeándolo. Los jinetes se mantuvieron firmes, desenvainaron sus espadas y se prepararon con denuedo para recibir el ataque.

Un potente impacto lo alcanzó en el costado, lo bastante fuerte para hacerlo tambalear. Ushoran bajó la mano y sintió el cabo grueso de una flecha sobresaliéndole de las costillas. Dos proyectiles más lo golpearon en la pierna izquierda, haciendo que se le doblara. Cayó, rodando, y aún más flechas pasaron silbando junto a su cabeza.

Ushoran se puso en pie en un instante. Unos caballos pasaron veloces a derecha e izquierda mientras sus jinetes lo apuntaban con potentes arcos de cuerno. Se dio cuenta asombrado de que no se trataba de caballería propiamente dicha, sino de jinetes del desierto con túnicas. Le dispararon al pasar y casi todos los proyectiles dieron en el blanco. En cuestión de segundos, recibió nada menos que ocho impactos, en pecho, abdomen y brazos.

El inmortal apenas sintió el dolor. Gruñendo, intentó agarrar las saetas, tratando de arrancarlas, pero las puntas tenían lengüetas y no querían soltarse. Peor aún, cada flecha parecía tener un bulbo de barro justo detrás de la punta con lengüeta; cuando chocó contra el blanco, el bulbo se hizo pedazos, cubriendo la zona con una mancha de líquido pegajoso del tamaño de la palma de su mano. El fuerte hedor de la sustancia le llenó las fosas nasales de inmediato. Brea.

El júbilo de Ushoran se transformó en terror en un instante. Dos flechas más lo alcanzaron… una peligrosamente cerca del corazón. Dio media vuelta, buscando una vía de escape.

Pasaron dos jinetes más con gran estruendo. Demasiado tarde, Ushoran vio las antorchas parpadeando en sus manos. El Señor de las Máscaras dispuso del tiempo suficiente para gritar antes de que una chisporroteante columna de llamas envolviera su cuerpo.

—¡Adelante! ¡Adelante, maldita sea!

* * *

Un lancero nehekharano estiró los brazos por encima de la parte superior de la barricada de mimbre y lanzó su arma en dirección a Ankhat. El inmortal apartó la punta con su espada y aplastó el cráneo del hombre con un rápido golpe de revés.

A su alrededor, los guerreros de la guardia real les asestaban golpes a los defensores de la barricada con sus alabardas, pero logrando pocos progresos.

Ankhat estaba furioso. Sólo media hora antes había pensado que tenía la victoria a su alcance, Se habían enfrentado a la línea de batalla de los bárbaros y habían contenido a aquellos idiotas mientras los carros giraban y los atacaban por el flanco. El pánico había arraigado y los mercenarios habían dado media vuelta y echado a correr. Exultante, Ankhat había permitido que los lahmianos persiguieran a sus desorganizados enemigos y éstos habían masacrado a los torpes y pesados norteños mientras huían.

Y luego, sin previo aviso, los lahmianos a la carga se habían encontrado con la barricada. Una nueva línea de tropas: nehekharanos esta vez, no bárbaros con ojos de loco, esperaban con lanzas y arcos y desataron una feroz descarga de saetas a quemarropa contra la cara de los lahmianos que se acercaban en dirección contraria. Por suerte para los hombres de Ankhat, la pura inercia de la carga los llevó contra las fortificaciones enemigas antes de que tuvieran tiempo para que su asombro penetrara. De haber tiempo para pensar, las agotadas tropas podrían haber roto filas bajo la lluvia de disparos de flecha.

Pero ahora el ataque se había empantanado. Los hombres de Ankhat estaban cansados y el enemigo, más fresco, y defendían la barricada con férrea determinación. Había intentado hacerle una señal a los carros para que encontraran el final de las fortificaciones y las rodearan, pero no podía estar seguro de si habían recibido el mensaje o no.

Furioso, el inmortal se preparó para dar otro salto sobre la barricada. Ya lo había intentado tres veces, pero lo habían hecho retroceder. Lanzas enemigas lo habían alcanzado dos veces, pero no habían conseguido perforarle los órganos vitales.

Los hombres de la guardia real estaban atacando al enemigo con gran coraje, pero incluso ellos estaban empezando a flaquear. Había que hacer algo, y rápido, o todo estaría perdido.

Ankhat pensó rápido, envainó su espada y cogió el cesto de mimbre que tenía delante. Era casi tan alto como un hombre y estaba lleno de cientos de kilogramos de tierra y piedra; hundió los dedos en la superficie tejida y reunió todas sus fuerzas. Levantó el cesto en el aire con un grito salvaje y se lo arrojó a los defensores, que se replegaron con gritos de consternación.

La barricada tenía dos cestos de ancho. Ankhat presionó hacia delante de inmediato y también agarró el siguiente. Una lanza lo atacó desde la izquierda, cortándole la mejilla, pero el inmortal le hizo caso omiso.

Cogió el cesto y lo lanzó hacia el cielo igual que el primero, creando una estrecha brecha en las defensas del enemigo.

De repente, lejos a la izquierda, se oyó el sonido de las trompetas. Ankhat sintió que lo invadía un júbilo salvaje. ¡Los carros habían pasado por fin! Pero entonces se dio cuenta de que los sonidos llegaban del lado lahmiano de la barricada, en lugar del opuesto, y que no estaba familiarizado con las señales.

Su sed de sangre le pedía que siguiera presionando, pero sus instintos le decían que algo había salido muy mal. El enemigo empujó hacia delante, intentando cerrar la brecha. Ankhat apretó los dientes y retrocedió mientras desenvainaba su espada una vez más.

Ahora se oían más cuernos a su izquierda. Estas señales sí las conocía y aquel sonido hizo que se le cayera el alma a los pies. ¡Las compañías de lanceros de su flanco estaban tocando a retirada!

Ankhat se dio la vuelta y se abrió paso a empujones entre las filas de sus propios guardias. Tenía que ver qué estaba sucediendo. Arrastrando a su trompeta con él, se dirigió a la retaguardia de la formación y escudriñó la oscuridad.

Lo que vio lo llenó de rabia y consternación. La llanura al sur estaba llena de guerreros que regresaban corriendo en dirección a la ciudad. Unos jinetes se abrían paso entre ellos, matando a los hombres que huían con lanzas o espadas.

Ankhat comprendió lo que había ocurrido en un instante. La caballería enemiga había contraatacado en gran número, dispersando a sus carros y golpeando a sus lanceros en el flanco, como le habían hecho ellos a los bárbaros. Los inexpertos soldados se habían dejado llevar por el pánico y el resultado era una huida en desbandada.

El ataque había fracasado. No había forma de que las compañías que aún le quedaban pudieran presionar hacia delante con la caballería enemiga extendiéndose tras él. Ahora tenía que concentrarse en volver a entrar en la ciudad antes de que lo rodearan por completo.

Ankhat evaluó la situación rápidamente. No había ninguna posibilidad de llegar a la puerta sur: el terreno favorecía a la caballería, lo que les permitía superar tácticamente a la infantería que se batía en retirada y aislarla. Su única esperanza era replegarse y retirarse hacia el noreste con la esperanza de llegar a la puerta occidental de la ciudad.

Habían hecho todo lo posible, pensó Ankhat con amargura. Ahora les tocaba a W’soran y sus guerreros no muertos.

* * *

Alcadizzar levantó la mirada cuando hicieron a un lado la portezuela la tienda.

Faisr entró apresuradamente y les hizo señas a los sirvientes para que le trajeran una copa de vino.

—Enviaste a la Legión de Hierro justo a tiempo —dijo mientras cogía la copa que le ofrecían y la vaciaba por completo—. Unos cuantos minutos más y habríamos estado perdidos.

—¿Y el príncipe Heru? —preguntó el rey.

—Todavía luchando con sus hombres. Los rasetranos son un grupo valiente, hay que reconocérselo. Han pagado un alto precio en sangre esta noche, y la lucha no ha acabado.

Alcadizzar señaló el mapa.

—Acabo de recibir un mensaje de Omorose. Los numasi le han puesto fin al ataque a la derecha. ¿Cómo de mal van las cosas a la izquierda?

—Mal. —Faisr sacudió la cabeza—. Los muertos no dejan de llegar. Matas a uno y tres más ocupan su lugar.

—¿Y el nigromante? ¿No puedes encontrarlo?

El cacique negó con la cabeza.

—No está ahí fuera. Algunos valientes incluso rodearon la horda y registraron la necrópolis. Encontramos a uno de los monstruos que guiaban a la horda y lo herimos de gravedad, puede que incluso lo destruyéramos. No supuso ninguna diferencia.

El rey volvió a centrar su atención en el mapa, frunciendo el entrecejo con actitud pensativa.

—Tiene que estar ahí fuera en alguna parte —reflexionó—. Lo único que Rakh-amn-hotep escribió acerca de los no muertos es que los cadáveres resucitados no pueden pensar por sí mismos. Los tiene que guiar el nigromante que los resucitó. Así que tiene que estar en un lugar desde donde pueda ver lo suficiente del campo de batalla para darles órdenes adecuadas.

En ese momento, un mensajero con los ojos como platos entró a trompicones en la tienda. Se inclinó ante Alcadizzar jadeando. El rey tardó un momento en comprender que el muchacho era de Khemri y, por lo tanto, uno de sus súbditos.

—¡Alteza! ¡Están atacando el centro!

Alcadizzar se enderezó.

—¿Atacando? ¿Cómo? ¿Quién?

—¡Criaturas! —exclamó el muchacho—. Criaturas pálidas con armadura y rostro de mujer.

El rey le dirigió una mirada a Faisr que indicaba que sabía que esto iba a suceder.

—¿Cuántas?

—¡No-no lo sé! Cuatro o cinco, tal vez. ¡Pero están matando a todo el mundo! Matándolos o volviéndolos locos. Los Devotos ya han perdido a muchos hombres.

—¿De dónde han salido?

—Cre-creemos que de la torre de entrada occidental. Algunos dicen que saltaron directamente de la muralla de la ciudad, ¡como si no fuera nada más que un taburete!

Alcadizzar empezó a comprender qué estaba ocurriendo. Neferata había estado observando cómo se desarrollaba la batalla desde la torre de entrada, evaluando su respuesta. Los ataques a derecha e izquierda habían sido amagos pensados para debilitar el centro. Ahora la reina se había incorporado a la lucha… y Alcadizzar sabía adónde se dirigía.

El rey se puso en pie.

—Reúne a tu gente —le dijo a Faisr—. Vamos a acabar con esto.

A continuación, le hizo señas a dos de sus mensajeros.

—Tú, ve a por mí caballo —le ordenó a un muchacho joven—. Y tú, quiero que les lleves un mensaje a los lybaranos lo más rápido que puedas.

* * *

Neferata y sus doncellas caminaban bajo la luz de la luna y el caos y la muerte se desataban a su paso.

Se encontraron con las líneas de batalla enemigas como si fueran esposas dándoles la bienvenida a sus maridos tras la batalla; con los brazos extendidos y el deseo iluminándoles el rostro. Los hombres las miraron a la cara y perdieron todo control. Algunos huyeron gritando, mientras que otros más volvieron sus armas contras sus compañeros en un demente arrebato de celos y pasión. Los pocos hombres con voluntad de hierro que no se dejaron influenciar, que recordaron sus juramentos e intentaron acabar con Neferata y sus doncellas, acabaron despedazados bajo las garras de las inmortales.

Una compañía de lanzadores de jabalinas atacó a Neferata y disparó; sacerdotes con túnicas blancas procedentes de Mahrak saltaron interponiéndose entre ella y los proyectiles que se acercaban, gritando horrorizados incluso mientras la protegían con sus cuerpos. Un momento después, los lanzadores de jabalinas habían desenvainado sus espadas cortas y estaban enzarzados en combate con una compañía de lanceros, guerreros con los que tal vez habían compartido la comida unas pocas horas antes. Sus rostros estaban contraídos en máscaras de agonía e incredulidad. Sabían que lo que estaban haciendo estaba mal, pero no podían hacer nada para detenerlo.

En cuestión de minutos, el desenfrenado tumulto separó a la reina y sus doncellas. Neferata las vislumbraba de vez en cuando, caminando con calma entre la masacre como si fueran el ojo de una rugiente tormenta de verano. Se movían con paso seguro hacia el oeste, en dirección al centro del campo. El lugar en el que, estaba segura, aguardaba Alcadizzar. Por fin, volvería a verlo.

Cuatro carros salieron con gran estruendo de la oscuridad, dirigiéndose directamente hacia ella. La reina miró a los ojos al conductor del carro de cabeza. El hombre abrió mucho los ojos y su expresión se transformó de repente, pasando de la ira a un deseo absoluto y ciego. Les lanzó una mirada celosa por encima del hombro a los otros aurigas y, con un gruñido, tiró de las riendas. El carro viró bruscamente a la derecha, interponiéndose en el camino de los que iban detrás de él y provocando una colisión horrorosa. Los caballos cayeron, chillando de miedo y dolor, y el aire se llenó de trozos de madera rota y hombres destrozados.

Milagrosamente, el conductor del carro de cabeza sobrevivió. Se puso en pie tambaleándose mientras le manaba sangre de la cara y de un corte profundo en el brazo. El hombre corrió hacia Neferata, con las manos extendidas hacia su rostro. Sin aflojar el paso, la reina cogió las muñecas del hombre y lo atrajo hacia sí, para luego arrancarle la garganta de un único y feroz bocado.

Piedras de honda zumbaron por el aire como abejas furiosas. Varias levantaron chispas de las escamas de hierro de Neferata; otra se le incrustó en la frente con un chasquido sordo. Con una mueca de irritación, se arrancó la piedra redonda con el pulgar y el índice y la tiró a un lado.

Lejos a su izquierda, una mujer gritó. Neferata se volvió y vio cómo una de sus doncellas se tambaleaba intentando aferrar una jabalina que se le había hundido en el corazón. Unos hombres corrieron hacia ella mientras caía; varios empezaron a despedazarle el cuerpo con las espadas, mientras que otros lucharon por poseerla. Incluso tras enfrentarse a la muerte —la verdadera muerte—, continuaba causando estragos entre el enemigo.

Minutos después, otra doncella cayó, esta vez machacada bajo el peso de un carro al volcar. A estas alturas, el pánico y la confusión habían arraigado y la mayor parte del enemigo huía aterrorizado, corriendo de regreso hacia el centro del campamento. Cinco mujeres habían destrozado los corazones y mentes de miles de guerreros en cuestión de minutos.

Neferata observó cómo el enemigo se apartaba de ella en una rápida marea, dejando tras de sí un campo lleno de armas, cascos y escudos abandonados. La reina se rio de manera burlona, encantada con la ruina de sus enemigos. Alcadizzar había subestimado su poder y ahora toda Nehekhara pagaría el precio.