20
Una tormenta llega del oeste
Lahmia, la Ciudad del Alba,
en el 107.º año de Ptra el Glorioso
(-1.200, según el cálculo imperial)
Los incendios se podían ver desde los barrios occidentales de la ciudad; una cambiante cortina de pálida luz naranja danzando a lo largo de las cimas de las montañas que bordeaban el extremo oriental de la Llanura Dorada. Las familias se aventuraron a salir furtivamente a sus tejados o, demostrando una gran osadía, se reunieron en las plazas llenas de basura de los mercados preguntándose qué significaría aquella imagen. La mayoría opinaba que el monte bajo que se extendía al otro lado de las montañas se había incendiado; el verano anterior había sido inusitadamente seco para esa época y el bosque era poco más que yesca. Otros, sin embargo —en su mayor parte vagabundos con los ojos como platos, pero también un buen número de sacerdotes—, vieron un significado mítico en la luz siniestra. Advirtieron a la multitud que la maldad que se ocultaba en el corazón de la ciudad se había vuelto tan grande que los dioses habían decidido regresar y juzgar a Lahmia. El fuego se alzaría como una gran ola detrás de las montañas, hasta que al final las sobrepasase y se estrellara contra la ciudad, abrasándola hasta que desapareciese de la faz de la tierra. Hombres de rostro adusto de la Guardia de la Ciudad hicieron todo lo posible por silenciar a los alarmistas, pero lo máximo que pudieron hacer fue frenar la propagación de la histeria. Antes de la medianoche, había una muchedumbre reuniéndose en el distrito de los templos y los disturbios se propagaban por el Barrio de los Viajeros.
Esta vez, la histeria estaba justificada. Los locos estaban más cerca de la verdad de lo que nadie —salvo Ushoran y otros pocos, mortales e inmortales— sospechaba.
El Señor de las Máscaras limpió el último utensilio y los deslizó con torpeza en las lazadas de la ancha cartera de cuero. Detrás de él, su entretenimiento vespertino sufrió un último espasmo contra las ataduras y luego expiró mientras su estertor de muerte resonaba en los fríos límites del sótano. Ushoran mostró los dientes al oír el sonido, su enfado por tener que desperdiciar una carne tan excepcional eclipsó por un momento el pánico que le provocaba un nudo en las tripas.
Ahora sabía por qué no había tenido noticias de sus agentes en el oeste durante casi un año. Era posible que las grandes ciudades se hubieran cansado por fin de pagarle su tributo anual a Lahmia; Ushoran había sabido desde el primer momento que, tarde o temprano, el levantamiento era inevitable. Era el momento escogido lo que le inquietaba. ¿Qué podía haber obligado a las grandes ciudades a dejar de lado sus diferencias ahora, después de cientos de años de rivalidad? Sólo se le ocurría una cosa.
Ushoran no había tenido noticias de Zurhas desde que el inmortal partiera de la ciudad, hacía un año. Algo había salido mal, muy mal.
Unas pisadas golpeaban apresuradamente los suelos de la casa mientras sus siervos reunían sus efectos personales. Hacía varios años que tenía un plan para escapar de la ciudad, para el día en que la paciencia de Neferata se agotara al fin. Tenía cartas de tránsito falsificadas arriba en una bolsa que le permitirían subir a un barco en el puerto o atravesar las puertas de la ciudad; todavía no había decidido qué rumbo escogería. Escapar hacia el este lo alejaría por completo de las garras de Neferata, pero su futuro en una de las ciudades comerciales costeras de las Tierras de la Seda era incierto, como mucho. Por el contrario, prosperaría con mayor facilidad en una de las otras ciudades nehekharanas, pero sólo si podía pasar sin que lo vieran los ejércitos que en este mismo momento se encontraban a sólo unas cuantas horas de las murallas de la ciudad. Podía lograrlo solo, de eso estaba seguro, pero eso significaría dejar atrás a su siervos y casi todas sus otras pertenencias.
Ushoran enrolló con cuidado la cartera formando un cilindro apretado y lo amarró con un cordón trenzado de cabello humano. El Señor de las Máscaras acarició de manera protectora el cuero manchado. Podría empezar de nuevo en algún otro lugar. Podría ser quienquiera que quisiese. Lo único que necesitaba eran sus herramientas. Del resto podía prescindir.
Al oeste era, entonces. Si se movía con rapidez, él sus siervos podrían atravesar sigilosamente la puerta occidental de la ciudad y luego girar hacia el norte al igual que había hecho Zurhas. A partir de allí, podrían refugiarse en la necrópolis de la ciudad, mientras buscaban una senda segura a través de las patrullas enemigas que los llevaría a las montañas boscosas al noroeste. Él conocía estrechos senderos de caza que lo llevarían a la Llanura Dorada, muy al norte del camino comercial. Si se encontraba con algún problema por el camino, podría abandonar a los siervos a su suerte y escapar.
Arriba, las pisadas se habían quedado en silencio. Todo estaba listo. El Señor de las Máscaras apretó sus utensilios contra el pecho y subió a toda prisa la escalera de adobe que llevaba a la planta baja de la casa. Cuanto antes se encontrara al otro lado de las murallas de la ciudad, mejor.
Cuando compró la casa, hacía décadas, se podía acceder a la escalera del sótano a través de un arco situado en la parte posterior del edificio. Desde entonces, había hecho ocultar la entrada detrás de una puerta oculta de astuto diseño. Ushoran apretó el pestillo de la puerta con la punta de la garra y la abrió de un empujón. Al otro lado había una despensa grande, abarrotada de una colección de cajas de madera y tarros de arcilla vacíos… colocados allí para contribuir a la ilusión de que había gente real viviendo en el edificio. Un arco situado enfrente daba a un pasillo corto que conducía al cuarto de estar de la casa. Ushoran se apresuró a reunirse con sus siervos mientras los miles de detalles del plan de huida le daban vueltas en la cabeza.
Al principio, no notó el hedor de la sangre derramada. Tenía la nariz insensibilizada al olor después de los entretenimientos de la tarde. Sólo cuando entró en el cuarto de estar y pisó un ancho y pegajoso charco de sangre, Ushoran se dio cuenta de que la casa había sido transformada, en el espacio de unos pocos latidos, en un matadero.
Los cadáveres de sus siervos estaban esparcidos por la habitación. Parecía un campo de batalla: cabezas partidas, extremidades amputadas, torsos rajados y entrañas desparramadas por el suelo. La sangre había cubierto las paredes blancas con rayas serpenteantes y salpicaduras explosivas y manchado las ordenadas hileras de fardos de cuero y alforjas que habían dejado junto a la puerta.
Ushoran se quedó inmóvil, aturdido momentáneamente por el repentino y feroz ataque. Un ligero movimiento a su izquierda llamó la atención del inmortal.
Ankhat estaba sentado a la rudimentaria mesa de madera del cuarto de estar, trazando formas despreocupadamente con un dedo por las manchas de sangre que se acumulaban por la superficie rugosa. Había una espada de hierro manchada de sangre sobre la mesa a su lado, al alcance de la mano.
El inmortal clavó en Ushoran una mirada firme e implacable.
—Tienes que dar algunas explicaciones, mi señor.
Ushoran enseñó los dientes en un gruñido silencioso, como un animal acorralado. Intentó recobrar la compostura, mientras todo le daba vueltas, sólo para darse cuenta con gélido asombro de que no iba envuelto en su disfraz habitual. Ankhat podía verlo cómo realmente era y no mostraba la más mínima sorpresa.
—¿Qué significa esto? —exclamó el Señor de las Máscaras entre dientes.
Ankhat se inclinó hacia delante en la silla.
—Vaya —dijo—, esa es una pregunta muy interesante, teniendo en cuenta las circunstancias.
Ushoran se quedó muy inmóvil. Cerró lentamente los puños. ¿Cuánto sabía Ankhat? El noble era rápido y mortífero con una espada, pero Ushoran sabía que él era mucho más fuerte. ¿Podría matar a Ankhat? Posiblemente.
—¿Cómo me has encontrado? —quiso saber Ushoran.
Dio un minúsculo paso hacia la mesa.
Ankhat no respondió. En su lugar, la gélida voz de Neferata llegó de la oscuridad que se extendía más allá de la puerta.
—Ya hace bastante tiempo que nos enteramos de tus secretos —dijo mientras se deslizaba como un pálido espectro en la habitación salpicada de sangre.
Su séquito de doncellas avanzaba tras ella, abriendo las bocas con colmillos con avidez ante el aroma de tanta matanza. Neferata se acercó a Ushoran de modo amenazador, su túnica harapienta se balanceaba de manera hipnótica con cada lánguido paso. Sus ojos eran pozos de oscuridad, libres de todo sentimiento humano.
—Mientras tus agentes observaban a los reyes de las grandes ciudades, los agentes de Ankhat te vigilaban a ti —continuó Neferata—. En realidad, tus apetitos no significaban nada para mí, siempre y cuando me fueras útil.
Nunca vio el golpe. Un instante, Neferata se encontraba a más de un metro de distancia… al siguiente, Ushoran se vio arrojado contra la pared del fondo con un golpe ensordecedor. Fragmentos de barro encalado salieron volando por la habitación.
El puño de Neferata se apretó como un torno alrededor de la garganta de Ushoran. Su rostro carecía de expresión mientras lo empujaba con más fuerza contra la pared. Fragmentos de ladrillo se le incrustaron en la espalda.
—Pero ahora los fuertes a lo largo de la llanura están ardiendo y un ejército ha tomado del paso oriental. Un soldado de uno de los fuertes escapó y vivió lo suficiente para traernos la noticia. —Su puño se apretado aún más—. Creo que me has decepcionado por última vez, mi señor.
Ushoran agarró la delgada muñeca de Neferata y luchó con todas sus fuerzas intentando tomar suficiente aire para hablar.
—¡No… lo… sabía! —exclamó con voz entrecortada—. Mis… agentes… muertos…
Neferata entrecerró los ojos, furiosa.
—¿Esperas que me crea que esta extensa red de agentes de la que has alardeado tantos años fue desmantelada tan rápida y concienzudamente que no recibiste advertencia alguna?
Rápida como una víbora, echó el brazo hacia atrás y volvió a estrellar a Ushoran contra la pared, haciendo que más fragmentos de arcilla se dispersaran por la habitación.
—Ahora insultas mi inteligencia.
El Señor de las Máscaras intentó coger desesperadamente la muñeca de Neferata.
—Tenéis… razón —dijo entre dientes mientras las ideas se le agolpaban en la cabeza—. Los… agentes… no. Los… mensajes… interceptados. —Abrió mucho los ojos—. Bandidos… en la… llanura. Las… tribus… del desierto…
—¿Y por qué una banda de ladrones pulgosos se interesaría de pronto por tus mensajeros? —gruñó Neferata.
A Ushoran sólo se le ocurría una respuesta.
—Alcadizzar —respondió con voz ronca.
Durante un momento, dio la impresión de que la gélida máscara de Neferata se desmoronaría. Sus ojos brillaron de rabia, pero liberó bruscamente al Señor de las Máscaras, dejando que su cuerpo deforme a deslizarse pesadamente al suelo.
—Explícate —ordenó.
Ushoran respiró hondo. Cuanto más consideraba la idea, más cosas empezaban a tener sentido.
—A las tribus… no les importaría —comenzó diciendo—. A menos que alguien les diera una razón para ello.
Neferata lo miró con el entrecejo fruncido.
—¿AIcadizzar? ¿Un príncipe entre ladrones? ¿Esa es tu explicación?
La madera crujió cuando Ankhat se reclinó contra la silla toscamente tallada.
—Por mucho que deteste admitirlo, la idea no es tan descabellada como parece —terció—. Las tribus del desierto tienen antiguos vínculos con Khemri, que se remontan al mismo Settra.
—Deben haber estado protegiéndolo desde el principio —dijo Ushoran—. Lo teníamos delante de las narices, escondido justo fuera de la ciudad. Las tribus siempre han sido reservadas y hostiles con los forasteros. Todos los intentos de infiltrarse en ellas quedaron en nada. Aunque, si Alcadizzar logró convencerlos de su linaje, bien podría haberse ganado su lealtad.
—Y ahora el principito ha conseguido poner a las otras grandes ciudades en nuestra contra —añadió Ankhat, lanzándole una mirada acusadora a Neferata.
—¿Cómo? —preguntó Neferata—. Las hemos mantenido enfrentadas durante siglos.
—¿Importa acaso? —agregó Ushoran—. El enemigo está casi a nuestras puertas. La pregunta es, ¿podemos derrotarlos?
Durante varios angustiosos segundos, ni Ankhat ni Neferata hablaron y Ushoran empezó a temer haberse excedido. Pero entonces Ankhat suspiró con fuerza, rompiendo la tensión.
—No se puede confiar en el ejército —admitió a regañadientes—. Podemos contar con la guardia real, por supuesto, y la mayoría de las compañías nobles, pero eso es todo.
—El pueblo de Lahmia defenderá su ciudad —gruñó Neferata—. Llamad a las levas de ciudadanos. Todo aquel que no responda al llamamiento será ejecutado de inmediato.
—En cuanto empecemos a ejecutar gente, ya total podríamos abrir las puertas e invitar a Alcadizzar a entrar —apuntó Ankhat rotundamente—. La ciudad se hará pedazos.
Neferata miró a Ankhat con ira, pero el inmortal no vaciló. Al final, la reina gruñó:
—¿Cuántos, entonces?
—Veinte mil —respondió Ankhat—. Dos mil soldados de caballería, mil arqueros y el resto infantería. —Se encogió de hombros—. Son inexpertos, pero no hace falta mucha habilidad para colocarse en una muralla y clavarles una lanza a otros hombres.
—¿Será suficiente?
Ankhat volvió a encogerse de hombros.
—No tengo ni idea. En realidad, todavía no sabemos qué tenemos entre manos.
—Podemos suponerlo —intervino Ushoran—. No han llegado informes del oeste desde hace muchos meses. Si Alcadizzar ha movilizado a Zandri, Numas, Quatar y Ka-Sabar, podríamos enfrentarnos hasta a cincuenta mil hombres. Si también se ha ganado el apoyo de Rasetra y Lybaras —y no hay motivos para pensar que no sea así—, entonces el número podría ser mucho mayor. Lo único que tendrían que hacer es abrir una brecha en las murallas y toda acabaría.
Neferata le lanzó una mirada a Ankhat, esperando que el inmortal pusiera en duda la nefasta valoración de Ushoran. Cuando no lo hizo, su expresión se ensombreció.
—Debe haber una forma de detenerlos —insistió—. Tiene que haberla. Sufriré la verdadera muerte antes de renunciar a esta ciudad… ¡y me encargaré de que el resto de vosotros muráis conmigo!
Ankhat se puso tenso, entrecerrando los ojos furioso. Empezó a levantarse de la silla mientras deslizaba la mano hacia la empuñadura de la espada.
Ushoran abrió mucho los ojos. Si Ankhat apuntaba a Neferata con la espada, todo estaría perdido. Con sus doncellas a la espalda, los destruiría a ambos.
—¡Puede que haya una forma! —exclamó—. Pero habrá un precio, alteza.
Ankhat hizo una pausa. Neferata se volvió hacia Ushoran, sus ojos brillaban como ónice pulido.
—Cuéntame —dijo.
* * *
La vanguardia del ejército bajó ordenadamente por las montañas boscosas y llegó a las murallas de Lahmia antes de la medianoche; las compañías de cabeza del grueso del ejército, con Alcadizzar y Heru entre ellos, se reunieron con ellos justo antes del amanecer. Para cuando llegaron, los hombres de Faisr ya habían puesto en marcha los preparativos para el creciente campamento del ejército, marcando posiciones para tiendas, recintos y corrales a la luz de las antorchas. Alcadizzar se echó hacia atrás en la silla con una mueca, intentando estirar la parte baja de la espalda. Llevaban cabalgando desde poco después del amanecer del día anterior y le dolía todo desde los hombros hasta los dedos de los pies. Los carros y lanceros, de Khemri pasaron en filas cansadas en dirección a su lugar asignado en el centro del campamento.
Heru se situó al lado del rey, igual de relajado y alerta que si estuviera en un paseo matutino. El cuero crujió cuando se inclinó hacia delante en la silla y contempló la lejana ciudad.
—Un regreso un poco extraño —le dijo a Alcadizzar—. ¿Cuánto ha pasado?
Alcadizzar suspiró e intentó contar los años. ¿Ochenta, tal vez? ¿Noventa? Estaba demasiado cansado para estar seguro. Después de un momento, se encogió de hombros.
—Más de los que creerías.
—¿Ha cambiado mucho?
El rey se enderezó y movió el brazo en dirección a las apretadas tierras de labranza enclavadas entre Lahmia y las montañas que tenían a su espalda.
—La última vez que estuve aquí, esto era un barrio de casuchas —contestó—. O lo que quedaba de él. Refugiados procedentes de Mahrak y Lybaras se asentaron aquí después de la guerra contra el Usurpador, pero a la mayoría los habían expulsado o habían encontrado un modo de vida en el interior de la ciudad para cuando yo nací. Cuando los bandidos expulsaron a todos los granjeros de la Llanura Dorada, los afortunados lograron reasentarse aquí.
Ahora las granjas estaban oscuras, pues sus habitantes habían huido una vez más hacia la dudosa seguridad de las murallas de Lahmia.
Heru hizo un gesto con la cabeza hacia la ciudad. Columnas de humo, de un negro apagado contra el cielo gris previo al amanecer, se alzaban varios de barrios y envolvían las anchas faldas de la colina central de Lahmia.
—Parece que alguien se nos ha adelantado.
Alcadizzar asintió con la cabeza.
—La gente que Faisr tiene en la ciudad dice que Lahmia está al borde de la revuelta. Después de todo lo que han sufrido sus ciudadanos, a Neferata le costará encontrar tropas para guarnecer las murallas.
—Mucho mejor —contestó Heru—. Los lybaranos ya deberían estar aquí al mediodía. Si trabajan toda la noche, pueden tener sus catapultas listas para disparar para mañana. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que abran una brecha.
Alcadizzar no dijo nada durante un momento, con la mirada clavada en la colina envuelta en humo. Aún no podía ver las paredes del palacio que rodeaban la cima. ¿Estaba Neferata allí, de pie sobre el Templo de la Sangre planificando la destrucción del ejército de Alcadizzar?
—Faisr ya debería tener piquetes trabajando —dijo—. Haz que le digan que quiero que doblen los puestos al noreste. Luego diles a los capitanes que quiero que la mitad de las compañías descansen un poco, mientras las otras montan el campamento. Las cambiaremos al mediodía y luego empezaremos a cavar posiciones defensivas.
Heru frunció el entrecejo.
—¿Creéis que los lahmianos intentará atacar?
El rey miró hacia el noreste, al terreno ondulado que se extendía más allá de la ciudad donde se encontraba la vasta necrópolis de Lahmia.
—Neferata no tiene más alternativa —respondió—. Si todavía no se ha dado cuenta, lo hará pronto.
El rasetrano dejó escapar un resoplido.
—Tenemos casi treinta mil hombres aquí, y llegan más cada hora. Si Neferata intenta llevar a cabo una salida hoy, la haremos pedazos.
Alcadizzar miró a su sobrino, con expresión sombría.
—No es un ataque durante el día lo que me preocupa.
* * *
Un grupo de acólitas tardó horas en arrancar la argamasa que sellaba las losas en el sótano del templo y dejar al descubierto la cavidad que había debajo. El espacio era sólo lo suficientemente grande para contener una tinaja grande para grano hecha de barro, con la ancha abertura tapada y sellada con plomo.
Ankhat había seguido las órdenes de Neferata al pie de la letra, pensó Ushoran mientras observaba cómo las acólitas agarraban las cuatro asas gruesas de la tinaja y la sacaban del agujero. El sótano era uno de los almacenes más pequeños y profundos de la cámara y lo habían llenado de todo, desde barriles de pescado seco a fardos de algodón mohoso. Nadie salvo las ratas se había aventurado a entrar allí en años; incluso si con el tiempo hubieran vaciado el sótano y lo hubieran dedicado a otro uso, nadie habría tenido ninguna razón para sospechar que había algo enterrado debajo. El Señor de las Máscaras miró de soslayo a Ankhat, que se encontraba encima del agujero y supervisaba la excavación con un apretado y furioso ceño en el rostro. Se había opuesto a gritos, casi terminantemente, al plan de Ushoran, pero Neferata no le había hecho caso. Había que salvar la ciudad, fueran cuales fueran los riesgos.
Las acólitas dejaron la tinaja en el suelo del sótano con un fuerte golpe y se apartaron, con los hombros agitados. Ankhat les indicó que se marcharan con un gesto de su mano. Las mortales hicieron una rápida reverencia y se retiraron, ansiosas por regresar a la luz y el calor de los niveles superiores.
Ushoran escuchó cómo sus pasos se iban apagando por el pasillo. En cuestión de momentos, los inmortales estaban solos. El Señor de las Máscaras se cruzó de brazos, esperando que Ankhat volviera a dar rienda suelta a su desagrado, pero el noble no dijo ni una palabra. En cambio, se acercó a la tinaja y la golpeó con el puño.
El grueso lateral curvo se hizo pedazos a causa del golpe, haciendo que fragmentos del tamaño de la palma de una mano saltaran por las losas. Envuelto en un fino velo de polvo de arcilla, Ankhat introdujo la mano en la tinaja y sacó el cuerpo de W’soran.
El esquelético cuerpo del nigromante estaba mugriento, cubierto de polvo y moho, y lo habían doblado en posición fetal para que encajara en los estrechos límites de la tinaja. El extremo irregular del fragmento de madera que Neferata había utilizado para apuñalarlo le sobresalía de la parte posterior de la sucia túnica.
Ankhat hizo una mueca de asco. Miró a Ushoran.
—Ahí está —soltó el inmortal—. Tú eres el que quería liberarlo, así que puedes hacer el resto.
Ushoran le dirigió a Ankhat una mirada de desdén, pero se acercó y se arrodilló junto al cuerpo de W’soran. Agarró con cuidado los brazos de aspecto frágil del nigromante y los enderezó. La tela crujió y brotó polvo de las muñecas, los hombros y los codos. W’soran tenía la piel fina como el pergamino y sus huesos eran poco más que ramitas. Trabajó con cautela, temiendo que pudieran partirse si usaba demasiada fuerza.
En cuanto hubo liberado los brazos, Ushoran enderezó el torso del nigromante, hasta que el cuerpo quedó tendido más o menos recto. La cara de W’soran era poco más que una calavera que gruñía, mostrando los colmillos en una mueca apretada. El Señor de las Máscaras se quedó mirando la cara desecada del nigromante e hizo una pausa. Recordó vívidamente otra noche, en otro sótano, cientos de años atrás, cuando Lamashizzar arrancó la piedra del corazón de Arkhan. Recordó el aullido de locura mientras el inmortal conseguía volver a despertar trabajosamente, después de haber estado paralizado sólo unos cuantos meses.
W’soran había estado atrapado, completamente consciente, en la prisión de su propia mente desde hacía unos veintidós años. ¿Le quedaría algo de cordura?
El Señor de las Máscaras extendió la mano y cogió el trozo de madera que sobresalía de las costillas de W’soran. Lo arrancó con un rápido tirón de la muñeca y lo arrojó al otro lado del sótano.
Un leve temblor recorrió el cuerpo huesudo de W’soran. Ushoran se apoyó en los talones y esperó a que empezaran los aullidos.
Momentos después, los párpados del nigromante se abrieron de golpe, y Ushoran se encontró mirando los ojos oscuros y despiadados el W’soran. No había locura allí que Ushoran pudiera ver; sólo la inteligencia fría y calculadora de una serpiente. Ni un solo sonido escapó de sus labios destrozados: ni un grito de terror, ira o alivio. La falta de reacción lo inquietó mucho más de lo que nunca lo hicieran los aullidos atormentados de Arkhan.
Por primera vez, Ushoran temió haber cometido un terrible error. ¿Se atreverían a dejar los libros prohibidos de Nagash en manos de W’soran?
¿Tenían otra alternativa?, pensó Ushoran. Necesitarían un ejército para defender la ciudad de los invasores. Si los vivos no respondían al llamamiento, entonces los muertos tendrían que marchar en su lugar.