2: Destinos manifiestos

2

Destinos manifiestos

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 97.º año de Djaf el Terrible

(-1320, según el cálculo imperial)

El viejo Jabari sonrió y cogió la copa de madera con una mano nudosa. Le dio una buena sacudida, haciendo sonar el dado de marfil que había dentro. Alcadizzar había aprendido a odiar aquel sonido.

El rasetrano cubierto de cicatrices se inclinó hacia delante y contempló las profundidades de la copa entrecerrando los ojos.

—Umm —dijo alegremente—. Interesante.

Alcadizzar se cruzó de brazos, observando con gesto furioso el despliegue de su ejército. Cuatro compañías de lanceros estaban dispuestas en una línea ligeramente curva delante del oasis, las ruinas de un antiguo puesto de caravanas anclaba su flanco izquierdo y sus carros de guerra, situados en una duna baja al sureste, cubrían el derecho. Sus arqueros todavía controlaban el puesto de caravanas, a pesar de los repetidos ataques de comandos enemigos. Los supervivientes del último ataque se habían retirado hasta el borde de una duna al noroeste, donde parecía que se los podría hacer volver a formar para otro ataque. En el centro, la infantería enemiga estaba poniendo en apuros a sus compañías y la cuarta estaba a punto de ceder. Sus reservas —una única compañía de lanceros— aguardaban a la sombra de las palmeras que rodeaban el oasis. Alcadizzar no se decidía a involucrarlas todavía, pues la caballería enemiga aún no había hecho acto de aparición.

Jabari dejó la copa a un lado y sacó una figura de madera de la bandeja que tenía al lado.

—¡Se oye un estruendo de cascos a vuestra izquierda! —anunció el tutor—. ¡El bronce destella bajo el sol de mediodía! ¡Llegan gritos y exclamaciones de confusión de las ruinas!

El rasetrano se inclinó sobre la ancha mesa de arena y colocó la figura elegantemente tallada de un jinete a caballo en el flanco de Alcadizzar… detrás de las ruinas del puesto de caravanas.

El príncipe abrió mucho los ojos.

—En el nombre de todos los dioses, ¿de dónde han salido?

Jabari encogió sus anchos hombros en un fingido gesto de desconcierto, pero sus ojos hundidos brillaron con picardía. De joven, había sido el Jefe de Caballería de Rasetra y había participado en más de una docena de campañas contra los enemigos de la ciudad. Señaló con un dedo con cicatrices la grieta irregular y parecida a un cuchillo abierta en la arena a la izquierda de las ruinas.

—A juzgar por los gritos de sorpresa que llegan de las ruinas, me atrevería a aventurar que han salido galopando del wadi.

—¿Qué? ¡No, eso es imposible! —farfulló Alcadizzar—. Mirad… ¡mis arqueros tienen a la vista el otro extremo del wadi! ¡Los habríamos visto llegar!

Jabari asintió con la cabeza con actitud sabia.

—Eso parece, eso parece —contestó amigablemente—. Por supuesto, también podría haber un estrecho ramal que lo conecte a ese wadi más grande más al norte —señaló indicando una grieta mucho más ancha que se curvaba detrás de las dunas hacia el norte—. No hay forma de saberlo desde aquí, naturalmente. Quizás si vuestros exploradores hubieran reconocido el área más concienzudamente el día anterior podríais haberlo averiguado a ciencia cierta.

Alcadizzar suspiró.

—Muy bien —rezongó—. ¿Cuántos?

Jabari sonrió y cogió de nuevo la copa. El dado repiqueteó.

—Vuestro asesores dicen que miles. ¡Muchos miles!

El príncipe entrecerró los ojos con recelo. Jabari siempre representaba a sus asesores como bobos crédulos. No parecía muy realista. Estudió la mesa de arena un momento. La figura de caoba tallada que los representaba a él y a su séquito estaba situada en una duna baja justo detrás del oasis, peligrosamente cerca de la veloz caballería enemiga.

—Está bien. ¿Cuántos puedo ver?

Jabari sacudió la copa del dado.

—No lo sabéis. Demasiado polvo.

Por supuesto, pensó Alcadizzar con amargura. Estudió el campo de batalla un momento más, luego asintió con la cabeza.

—Moved la compañía de reserva a la izquierda, a paso ligero, y ordenadles que ataquen a los jinetes enemigos.

—Muy bien…

—Y envío dos mensajeros en lugar de uno, para asegurarme de que la orden llegue —agregó Alcadizzar. No iba a volver a cometer ese error. La sonrisa de Jabari se ensanchó.

—Escucho y obedezco, alteza —contestó.

El tutor sacudió el dado en la copa unas cuantas veces más, consideró los resultados, y luego empezó a mover las posiciones de las tropas sobre la mesa.

El príncipe cogió la copa de vino aguado que descansaba al borde de la mesa y dio un sorbito con aire pensativo mientras su mirada vagaba hacia las altas ventanas que bordeaban la pared occidental de la cámara. Había pocas nubes en el cielo, a pesar de estar en verano; el sol de las últimas horas de la tarde recortaba el perfil de las oscuras colinas que se extendían más allá de las murallas de Lahmia y proyectaba rayos de suave luz dorada a través de los altos cristales. Un buen día para cabalgar, pensó con añoranza, mientras observaba una caravana que salía por la puerta oeste de la ciudad. Los comerciantes abandonaban la ciudad muy tarde; probablemente se habían producido retrasos cargando sus mercancías o tal vez habían tenido dificultades para obtener los permisos apropiados de los magistrados de la ciudad. Sea como fuere, tendrían suerte si conseguían subir por los serpenteantes caminos de las colinas y llegar al borde de la Llanura Dorada antes de que cayera la noche. Desde allí, tardarían una semana en cruzar la llanura —siempre que no se encontrasen con problemas debido a las bandas de bandidos que deambulaban por la zona— y luego seguirían hacia Lybaras o Rasetra o incluso más al oeste, más allá de la desolada Mahrak y a través del Valle de los Reyes hasta las grandes ciudades del oeste. Se dio cuenta de que puede que incluso se dirigieran a Khemri, y sintió una aguda punzada de envidia.

Algún día, se dijo Alcadizzar. Algún día estaría preparado. Pero ¿cuándo?

* * *

Todos los caminos de Nehekhara conducían a Lahmia, la opulenta Ciudad del Alba. Las riquezas de la gran ciudad y el sabio liderazgo de sus gobernantes habían sacado a los nehekharanos de la era sombría que había causado Nagash el Usurpador; de hecho, la línea de sangre de su dinastía reinante era venerada como el último vestigio de divinidad en una tierra que había sido despojada de sus dioses.

El poder y la influencia de Lahmia eran tan preeminentes que se había convertido en una costumbre que las familias reinantes de las otras grandes ciudades enviasen a sus jóvenes herederos para que fueran educados en la Ciudad del Alba. Los traían a la gran ciudad, en medio de mucha pompa y ceremonia, en cuanto eran lo bastante mayores para viajar… todos salvo Alcadizzar, claro. Su madre, Hathor, reina de Rasetra, había viajado a Lahmia mientras aún lo llevaba en el vientre. El embarazo había estado plagado de problemas y las parteras reales dudaban que la reina pudiera dar a luz a su hijo. Desesperada, la reina recurrió a la única fuente de ayuda que le quedaba, el Templo de la Sangre. Allí, guardó vigilia en presencia de la diosa, orando por la vida del príncipe.

Antes del amanecer —o eso contaba la historia— la suma sacerdotisa del templo se presentó ante Hathor y le comunicó que sus ruegos habían obtenido respuesta. La diosa había hablado y su hijo sobreviviría. Cada semana después de aquello, traían a la reina al templo, donde le daban a beber un elixir que había sido bendecido por la propia diosa. Dos meses después, casi a la misma hora que la suma sacerdotisa había hablado con ella por primera vez, Hathor dio a luz a Alcadizzar. La reina se había quedado con él en el templo todo un año; luego lo había dejado al cuidado de la casa real lahmiana y había regresado a Rasetra. Alcadizzar nunca había conocido a su padre, el rey Aten-heru, ni tenía ningún recuerdo de su madre, que había muerto de parto dos años después de regresar a casa.

El insistente repiqueteo del dado interrumpió el ensimismamiento del príncipe. Alcadizzar se volvió de nuevo hacia la mesa y frunció el entrecejo. Jabari sonrió y sacudió la copa.

—¿Qué ordenáis, alteza? —preguntó.

En el campo de batalla, la compañía de reserva de Alcadizzar había obedecido sus órdenes con sorprendente velocidad, modificando su formación a la izquierda y cargando sobre el espacio abierto situado detrás del oasis para hacer contacto con los jinetes enemigos que se aproximaban. Ahora ambas unidades estaban enzarzadas en una refriega. Los lanceros habían sufrido la peor parte, pues habían soportado lo más fuerte de la carga de caballería, pero ahora la velocidad de los jinetes se había agotado. Si les daban tiempo, la infantería se impondría.

Por desgracia, el tiempo no era un lujo con el que contara el ejército ficticio de Alcadizzar. A la vez que comenzaba el ataque de caballería, el resto de la fuerza enemiga renovó sus ataques a lo largo de toda la línea de batalla. Los comandos habían vuelto a formar y una vez más atacaron el puesto de caravanas, embarcando a sus arqueros en un brutal combate cuerpo a cuerpo. En el centro, las compañías de lanceros enemigos estaban empujando hacia delante, a pesar de las terribles bajas, y la cuarta compañía de Alcadizzar había cedido al final. Los supervivientes se estaban replegando hacia el oasis y la triunfante compañía enemiga estaba girando a la derecha, preparándose para atacar a su tercera compañía en el flanco.

El príncipe asimiló la situación con una mirada. Su ejército pendía de un hilo. Si no reforzaba el centro, estaba acabado.

—Ordenad a los carros que abandonen la colina —le dijo Alcadizzar—. Que oculten sus movimientos detrás del oasis, luego den la vuelta y ataquen a la compañía de lanceros enemigos de nuestro flanco. También envío a uno de mis nobles de mayor rango a reunir la compañía de lanceros que cedió y mantenerlos en reserva dentro del oasis.

Jabari asintió con la cabeza con expresión sabia y sacudió el dado. Escrutó dentro de la copa.

—Hay un problema —repuso.

Alcadizzar apretó los dientes. Siempre había problemas.

—¿Y ahora qué?

Jabari señaló su compañía de reserva.

—Han matado al comandante de la unidad, así como a su campeón. La compañía se tambalea.

El príncipe se apoyó contra el borde de la mesa, irguiéndose sobre las dos figuras de madera de aspecto inofensivo. Si la compañía de reserva rompía filas, la caballería se vería libre para atacar a sus carros, impidiéndoles salvar el centro. Tenía que hacer que la compañía de reserva volviera a formar de algún modo o detener a los jinetes. Preferiblemente ambas cosas. Por desgracia, no le quedaba nadie más a quien enviar a la batalla.

Alcadizzar hizo una pausa. Eso no era del todo cierto. Extendió el brazo sobre el mapa y cogió una pequeña y sencilla pieza de madera tallada con forma de esfinge, con la temible cabeza rematada con el tocado de un rey.

—Mi escolta y yo atacaremos a los jinetes enemigos en el flanco —anunció el príncipe.

Recolocó la esfinge junto a su asediada unidad de reserva. Jabari se frotó el curtido mentón.

—Arriesgado —comentó—. Muy arriesgado. Podrían clavaros una espada en las tripas. Y no hay nadie para darle órdenes al resto del ejército mientras jugáis a los soldados.

—El resto del ejército está luchando. —Se encogió de hombros—. Es hora de que haga mi parte.

El anciano Jefe de Caballería sacudió la cabeza.

—Queda muy bien decir eso atando habláis de piezas de madera —rezongó, pero por un momento apareció un destello de admiración en los ojos de Jabari—. Muy bien, alteza. Vos sabréis lo que hacéis.

El dado repiqueteó. El tutor de Alcadizzar contempló los resultados, como si fuera un oráculo largo tiempo perdido. Primero alejó los carros del príncipe de la colina y los colocó contra las filas de retaguardia de la compañía de lanceros enemigos que intentaban flanquearlos. A continuación, se inclinó sobre el mapa y sacó a los arqueros de Alcadizzar del puesto de caravanas.

—Los comandos del enemigo han tomado el puesto de caravanas —le comunicó al príncipe—. No hay forma de saber cuántos quedan, pues ninguno de los vuestros salió con vida. —Antes de que Alcadizzar pudiera protestar, Jabari centró su atención en los carros—. Vuestros aurigas han cogido a la compañía de lanceros enemigos por sorpresa y la carga inicial ha provocado una carnicería terrible en sus filas de retaguardia. No obstante, hasta el momento, el enemigo continúa sin ceder terreno.

Entonces el viejo tutor se volvió hacia la batalla contra los jinetes enemigos.

—Aquí vuestra carga ha sorprendido igualmente al enemigo. Vuestros guardaespaldas y vos habéis penetrado en la formación, pero vuestros enemigos están oponiendo una férrea lucha. Os rodean con rapidez.

Alcadizzar miró a Jabari entrecerrando los ojos.

—¿Y qué pasa con los lanceros?

Jabari asintió con la cabeza.

—Vuestra aparición los ha hecho volver a formar. Están empujando con fuerza contra los jinetes enemigos. ¿Os retiraréis en este momento?

El príncipe frunció en entrecejo.

—¡Por supuesto que no!

Jabari se encogió de hombros. Levantó la copa. El dado hizo ruido. Pensó un momento y luego suspiró.

—La mayor parte de vuestros guardaespaldas han caído, abatidos por espadas y hachas enemigas —dijo—. A vos os han herido, pero permanecéis en la silla. Vuestros lanceros están luchando para llegar a vos, pero parecen estar muy lejos.

—¿Y los carros?

—No lo sabéis —respondió el instructor—. Ahora mismo son la menor de vuestras preocupaciones.

—Pero… seguramente puedo verlos, ¿no? —balbuceó Alcadizzar.

—Lo único que podéis ver ahora mismo es polvo y caballos encabritados —repuso Jabari—. Los hombres gritan. Golpes aporrean vuestro escudo y espada. Apenas podéis manteneros sobre la silla.

—Mis guardaespaldas…

—Han muerto —dijo Jabari—. Todos.

Antes de que Alcadizzar pudiera responder, Jabari agitó de nuevo el dado.

—Recibís un golpe terrible en el costado. Os caéis de la silla. Los cascos remueven el suelo a vuestro alrededor, sin rozaros por centímetros.

Alcadizzar abrió mucho los ojos.

—Aguardad. Eso no es lo que yo…

—Unos hombres se yerguen sobre vos, gritando y maldiciendo desde sus sillas. Uno levanta la espada. Y entonces…

Al príncipe se le cayó el alma a los pies.

—Se oye un potente grito a vuestra derecha. Vuestros lanceros se abalanzan sobre el enemigo, desesperados por salvaros de sus garras. La ferocidad del ataque aturde a los jinetes enemigos y, mientras docenas mueren, su coraje se desmorona. Rompen filas y huyen de regreso al wadi.

Jabari se inclinó sobre el mapa y movió la figura de la caballería enemiga de nuevo hacia el serpenteante cauce. Alcadizzar tenía la boca seca. Con retraso, recordó la copa de vino que sostenía en la mano y dio un rápido trago.

El antiguo soldado de caballería continuó trabajando.

—Vuestros hombres os encuentran un caballo que pertenecía a unos de vuestros guardaespaldas y os suben encima. —Jabari concentró su atención en el centro—. Cuando vuestros mensajeros consiguen alcanzaros, os enteráis de que vuestros carros han hecho romper filas a la compañía de lanceros enemigos.

Cogió la figura de madera de la unidad y la colocó al pie de una duda muy por detrás del resto del ejército enemigo.

—Ahora vuestros carros están listos para atacar a la siguiente compañía enemiga del flanco.

El príncipe sintió un ramalazo de triunfo.

—¡Dad la orden de atacar! —exclamó—. Mientras tanto, conduciré a la compañía de reserva de regreso al oasis e intentaré reunir allí también a la compañía de lanceros deshecha.

En ese momento, la batalla había cambiado de rumbo. Alcadizzar podía ver que sus tropas eran más fuertes y tenían el impulso de su lado. Los carros ahuyentaron a una segunda compañía enemiga antes de tener que retirarse ellos también, pero para entonces Alcadizzar ya había reunido a los supervivientes de la cuarta compañía de lanceros y la había enviado junto con la compañía de lanceros de reserva de nuevo a la lucha. Su llegada inclinó la balanza, obligando al resto del ejército enemigo a retirarse. Jabari, terco como siempre, libró una enconada retirada contra los guerreros de Alcadizzar. El sol casi se había puesto para cuando el viejo tutor declaró que la batalla había concluido por fin.

—Una victoria por los pelos —anunció Jabari mientras examinaba el campo de batalla al terminar—. Tuvisteis mucha suerte. ¿Sabéis qué habéis hecho mal?

—No exploré ese maldito wadi antes de la batalla —contestó el príncipe con arrepentimiento.

Jabari asintió con la cabeza.

—Eso es. Nunca deberíais haber permitido que esos jinetes se situaran detrás de vos de ese modo. Conoced siempre el emplazamiento de la batalla mejor que vuestro enemigo.

Alcadizzar observó cómo Jabari recogía las figuras de madera de la mesa y las colocaba en un estante que se extendía a lo largo de la pared al otro extremo de la habitación.

—¿Fue un error atacar a los jinetes enemigos? —quiso saber. El viejo tutor hizo una pausa.

—¿Vos qué creéis?

—Parecía la mejor oportunidad de ganar la batalla.

—Os podrían haber matado.

El joven príncipe se encogió de hombros.

—¿No es el deber de un rey proteger a su gente hasta la muerte?

Para sorpresa de Alcadizzar, Jabari echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—La mayoría de los reyes prefiere que sea al revés.

—Bueno, yo no tengo miedo de morir —aseguró Alcadizzar con altanería.

—Eso es porque ahora mismo no tenéis nada que perder —repuso Jabari—. Esperad hasta que tengáis una esposa y una familia. Esperad hasta que tengáis gente de verdad que dependa de vos, no bloques de madera.

Alcadizzar cruzó los brazos con actitud obstinada, herido por el tono displicente que se reflejó en la voz de Jabari.

—No supondría ninguna diferencia. Cuando reine Khemri, defenderé la ciudad con mi vida.

—En ese caso, sin duda la historia os recordará como un gran rey —respondió Jabari—. Pero me temo que vuestro reinado será breve. —Le hizo una reverencia al príncipe—. Felicidades por otra victoria, Alcadizzar. Para mañana, espero que estéis preparados para continuar la persecución del ejército en retirada… Y tomar medidas para ocuparos de la revuelta de campesinos que ha estallado en vuestra capital.

Alcadizzar le devolvió la reverencia, permitiéndose una fugaz sonrisa ante el poco frecuente elogio de Jabari.

—Gracias, Jabari. Me… —El príncipe se irguió de pronto, frunciendo el entrecejo—. ¿Revuelta de campesinos? ¿Qué revuelta de campesinos?

Miró a su alrededor, buscando a Jabari, pero el anciano jefe de caballería ya había salido en silencio de la habitación.

Alcadizzar dejó la copa de vino vacía sobre el borde la mesa con un suspiro.

—Nunca termina —murmuró sacudiendo la cabeza—. Nunca.

—Todo termina, señor —dijo una voz suave detrás de Alcadizzar—. O eso prometen los sacerdotes.

El príncipe se volvió al oír la voz. Un hombre demacrado y de cabeza rapada se encontraba justo a la derecha de la entrada situada en el extremo oriental de la habitación, con la cabeza inclinada y las manos apretadas a la altura de la cintura. Tenía la piel de un extraño tono caoba pálido y las líneas imprecisas de antiguos tatuajes se le enroscaban sinuosamente por el cuello y los lados del cráneo.

—Ubaid —dijo Alcadizzar, dirigiéndose al hombre—. Perdóname. No me había dado cuenta de que estabas ahí.

—No quise interrumpir vuestros estudios —contestó Ubaid.

Se trataba de un hombre de actitud contenida y edad indeterminada, que había sido el sirviente personal del príncipe desde que era un bebé. En todo ese tiempo, Alcadizzar nunca lo había visto sonreír, ni fruncir el ceño ni hacer una mueca; su expresión era sombría y sus movimientos lentos y vacilantes. Ubaid poseía el aura de un hombre que cargara con el peso del mundo. Si aquel hombre tenía una familia —o una vida siquiera al otro lado de las paredes del palacio— nunca le había hablado de ello a Alcadizzar.

—Habéis luchado bien —comentó el sirviente—. ¿No os complace vuestra victoria?

Alcadizzar pasó un dedo por el borde de metal de la copa, con su apuesto rostro meditabundo.

—Toda victoria simplemente conduce a otra serie de problemas —se quejó—. Ya no veo qué sentido tiene.

—El sentido es aprender —respondió Ubaid con paciencia—. Sois un privilegiado al contar con los mejores tutores de la región, señor. Su sabiduría vale su peso en oro.

—¿De verdad? Ya no parece sabiduría, Ubaid. Más bien mofa. —Alcadizzar fulminó con la mirada el campo de batalla en miniatura—. Jabari nunca se da por vencido. Ninguno de ellos lo hace. ¿Qué estoy haciendo mal?

—¿Mal? —Por primera vez que Alcadizzar recordase, Ubaid parecía ligeramente asombrado—. ¿Cómo podéis decir algo así, señor? Sangre divina corre por vuestras venas. Sois más fuerte, rápido y perspicaz que ninguno de vuestros semejantes, y bien lo sabéis.

—Entonces, ¿por qué sigo aquí? —Alcadizzar se volvió hacia Ubaid, con los ojos oscuros encendidos—. ¡Tengo treinta años! Ninguno de los otros herederos se queda después de su decimoctavo cumpleaños. Si soy tantísimo mejor que cualquiera, ¿por qué estoy todavía aquí?

Ubaid suspiró.

—¿No es evidente? Porque estáis destinado a cosas más grandes, Alcadizzar. Sólo vos ascenderéis un día al trono de Khemri, la mayor de las ciudades del oeste. A pesar de todo el trabajo que vuestro padre ha llevado a cabo para repoblar y reconstruir Khemri, os corresponderá a vos devolverle su antigua gloria. —El sirviente se enderezó despacio y cruzó los delgados brazos sobre el pecho—. La gran reina os observa, señor. Ella… espera grandes cosas de vos.

A Alcadizzar le costó creer que la estirada y somnolienta reina de Lahmia le prestara la más mínima atención. La mayor parte del tiempo, los herederos reales vivían en su propio mundo, separados de los asuntos de la corte y atendidos por un selecto cuadro de sirvientes y tutores. En todos sus años en el palacio, Alcadizzar sólo había estado en presencia de la reina en un puñado de ocasiones y ésta apenas le había hablado siquiera.

—Sé muy bien lo que se espera de mí —contestó el príncipe—. Créeme, lo sé. Es lo único que he conocido. —Extendió la mano sobre el ficticio campo de batalla—. Tácticas. Estrategia. Habilidad política. Historia, ley y comercio. Filosofía, teología y alquimia. En el interior de estos muros he librado campañas, forjado alianzas, creado acuerdos comerciales y diseñado grandes edificios. He aprendido a luchar con la espada y la lanza, he aprendido a montar a caballo, a hablar, cantar y otro centenar de cosas que no se me ocurre para qué vayan a servirme nunca. —Se apoyó contra la mesa y suspiró—. Estoy preparado, Ubaid. Sé que lo estoy. Khemri me aguarda. ¿Cuándo me dejará ir la reina?

El sirviente se reunió con Alcadizzar en la mesa. Se inclinó ligeramente hacia delante, estudiando el rostro atribulado del príncipe.

—Hoy ha llegado una delegación de Rasetra, encabezada por vuestro tío Khenti. Ha estado toda la tarde en audiencia con la reina.

Alcadizzar frunció el entrecejo. Nunca había conocido a Khenti, pero sabía por Jabari que su tío era uno de los nobles más poderosos de Rasetra y una fuerza a la que tener en cuenta.

—¿Qué quiere?

—Vaya, a vos, por supuesto —respondió Ubaid. Una expresión extraña cruzó como una sombra por el rostro del sirviente—. Debe ser un hombre muy persuasivo. Me han ordenado que os prepare para una segunda audiencia más tarde esta noche.

Alcadizzar se enderezó mientras se le aceleraba el pulso.

—¿Una audiencia? ¿En la corte real?

Algo así era un acontecimiento realmente poco frecuente y portentoso. Ubaid negó con la cabeza.

—No, señor. En el Templo de la Sangre. —Un amago de sonrisa le tiró de las comisuras de la boca—. Vos y vuestro tío habéis sido convocados por la suma sacerdotisa en persona.

* * *

—Para vos, santidad —dijo la sacerdotisa, cuya voz quedaba amortiguada por la exquisita máscara dorada que llevaba. Inclinó la cabeza mientras alzaba la copa de oro hacia Neferata con ambas manos—. Una ofrenda de amor y vida eterna.

Neferata honró a la sacerdotisa ofreciéndole una leve sonrisa. Estiró unos dedos largos y fríos y cogió la copa de las manos de la suplicante. El fino metal estaba deliciosamente cálido al tacto. Como siempre, la sed la atravesó como un cuchillo. Por muchas noches que transcurrieran, nunca perdía su cortante filo.

Con cuidado, con una elegancia perfecta y antinatural, se llevó la copa a los labios. Caliente y cobrizo, pero indescriptiblemente dulce, invadió todo su cuerpo en cuestión de momentos, llenándolo de calor y fuerza. Bebió a ritmo lento pero constante, saboreando las sensaciones de la vida mortal. Cuando terminó, lamió una gotita roja suelta del borde de la copa con la punta de la lengua y luego devolvió el recipiente vacío. Ya podía sentir el rubor del vigor, apagándose, como el calor que escapa poco a poco de los lados de un hervidor al enfriarse. En sólo unas horas la sed regresaría, tan intensa y cruel como siempre.

—Esto no es prudente —dijo Lord Ankhat mientras contemplaba las profundidades de su copa con el ceño fruncido.

En vida, había sido un apuesto y carismático noble, con una sonrisa encantadora y unos ojos oscuros y penetrantes. Era ligeramente más bajo que la mayoría de los nehekharanos, pero delgado y en forma incluso en la madurez, y actuaba con la autoridad despreocupada de un hombre nacido con riqueza y poder.

—Los rasetranos se están impacientando. Entregadles al maldito chico y acabad con esto de una vez.

La sonora y autoritaria voz del noble resonó en la cripta iluminada con una luz tenue del santuario interior del templo. Por encima de ellos, iluminada por rayos de luz de luna que se filtraban por estrechas rendijas en el techo de la cámara, se alzaba la estatua de alabastro de Asaph, diosa del amor y la magia y la antigua patrona de la propia ciudad. Las bendiciones de los dioses habían permitido que los nehekharanos prosperasen entre las arenas del desierto durante miles de años y, durante todo ese tiempo, el pacto sagrado entre hombre y deidad se había hecho carne en las hijas mayores de la línea de sangre real lahmiana. Aunque el pacto se había roto cientos de años antes durante la guerra contra el Usurpador, el poder de la sangre permanecía, y era esto lo que el templo pretendía venerar.

En realidad, el templo actuaba como el núcleo secreto del imperio de facto lahmiano, y proporcionaba tanto un refugio como una fortaleza para sus señores inmortales. Cuando Nagash fue derrotado tras la caída de Mahrak, más de cuatrocientos años atrás, los reyes rebeldes del este habían perseguido al ejército derrotado del Usurpador hasta Khemri. Los soberanos de Rasetra y Lybaras pretendían ponerle fin al reinado de terror de Nagash para siempre, pero su otrora aliado, el joven rey Lamashizzar de Lahmia, tenía otros planes. Con la ayuda del traidor Arkhan el Negro, Lamashizzar encontró los blasfemos Libros de Nagash y los sacó clandestinamente de la ciudad en ruinas. El rey de Lahmia buscaba los secretos de la vida eterna, pero al final su joven reina, que había logrado dominar las artes de Nagash con mayor prontitud que él, desbarató sus planes. Aunque Lamashizzar había atacado primero, envenenando a Neferata con el veneno de la esfinge largo tiempo perdida, la reina había renacido por medio de una combinación de magia negra y sangre.

Con un gesto de Neferata, la sacerdotisa que portaba la copa se retiró. La reina se volvió hacia una segunda sacerdotisa que aguardaba con la mirada baja y sostenía una curva máscara de oro batido en las manos. Las rasgos de la máscara eran un frío reflejo de los de Neferata, elaborados por maestros artesanos en su juventud para ocultar su belleza divina de los ojos indignos. Neferata se había visto obligada a llevarla en público, todos los días de su vida y, al igual que sus antepasadas, se suponía que debía llevarla en la tumba. Cerró los ojos mientras le apretaban el frío metal contra el rostro y se acordó, como hacía siempre, de su propia muerte, siglos atrás.

—Alcadizzar no está preparado. Todavía no —contestó.

Su tono fue suave y melódico, tan reconfortante como agua fría en el desierto. No era la clase de tono al que un hombre cuerdo pudiera resistirse, sintiera lo que sintiese en su corazón, pero Ankhat se mantuvo impasible.

—En ese caso, estáis flirteando con la guerra —le advirtió el noble con tono sombrío—. Khenti prácticamente escupió a los pies de la reina. Exigió que le entregásemos a Alcadizzar de inmediato. ¿Comprendéis lo que digo?

Neferata se enderezó rápidamente y fulminó a Ankhat con la mirada. Sus labios carnosos se separaron bajo de la máscara que los ocultaba, dejando al descubierto dos curvos colmillos leoninos. Aunque el noble no podía ver su expresión, la fuerza de su mirada hizo que el inmortal se pusiera tenso.

—Olvidas quién manda aquí, Ankhat. —Su voz descendió hasta convertirse en un suave gruñido—. Khenti puede decirle todo lo que guste a la reina. Si quiere a Alcadizzar, tendrá que tratar conmigo.

Una figura se apartó de las sombras cerca de la entrada del santuario. Lord Ushoran se adelantó, sosteniendo su copa vacía en la mano relajada. Aunque era un pariente lejano de la familia real y en vida había sido un noble poderoso, Ushoran no se parecía en nada al dinámico y encantador Ankhat. Era de estatura media, con rasgos anodinos y corrientes que no conseguían dejar una impresión duradera en la memoria. El Señor de las Máscaras era un hombre al que le encantaban sus intrigas y, a lo largo de los siglos, su red de espías se había extendido por toda Nehekhara.

—No es sólo Khenti con quién debéis lidiar —terció Ushoran—. Mis agentes de Rasetra me han informado de que Aten-heru les ha advertido a sus nobles que podrían llamarlos a las armas en cualquier momento. Lo que es más, el rey les ha enviado varias cartas a los soberanos de Lybaras y Ka-Sabar… incluso a la lejana Zandri. —Se encogió de hombros—. Es posible que Aten-heru espere que os neguéis a complacerlo una vez más. Eso le proporcionaría algo para reunir a las otras ciudades y provocar un enfrentamiento entre nosotros y una coalición de la mayoría de las otras grandes ciudades.

—Si eso ocurre, estaríamos acabados —afirmó Ankhat—. En este momento no tenemos forma de hacer valer nuestros acuerdos comerciales y obligaciones crediticias, además las otras ciudades sienten cada vez más resentimiento por el oro que nos pagan cada año. Zandri lleva años poniendo a prueba nuestra resolución; si Aten-heru anuncia que ya no cumplirá con sus obligaciones hacia nosotros, no cabe duda de que las otras ciudades seguirán su ejemplo.

—¿Y el ejército? —quiso saber Neferata—. Han pasado cinco años. ¿Están listos para luchar o no?

Ankhat suspiró.

—El proceso de reconstrucción es lento. Hemos restaurado el ejército al tamaño que tenía, pero las tropas carecen de experiencia. Suponen una amenaza creíble para una ciudad débil como Lybaras o Mahrak, pero los rasetranos son otro asunto completamente diferente.

Neferata hizo un gesto con la mano, otro grupo de sacerdotisas salió apresuradamente de las sombras y colocó una silla de caoba tallada a los pies de la gran estatua. En ningún momento había más de trescientas sacerdotisas y acólitas en el templo y las de mayor rango de las órdenes le servían a Neferata de doncellas personales. Eran sus criaturas por completo, ligadas a su encanto seductor y su implacable voluntad. Se acomodó con suavidad en la silla y permitió que las sacerdotisas rondaran a su alrededor arreglándole las vestiduras doradas y tirándole de las mangas de la túnica de seda blanca.

—Alcadizzar debe quedarse, lo quiera Khenti o no —les dijo a los dos lores—. Y a los rasetranos no les quedará más remedio que aceptarlo. Ya lo veréis. —Apartó a las sacerdotisas con un gesto de la mano—. Ahora, marchaos. Khenti y sus criados se acercan.

Ushoran se retiró hacia las sombras sin una palabra. Ankhat se quedó un momento más, con un brillo furioso en los ojos.

—Vuestra obsesión con este hombre va a destruirnos a todos —insistió—. Os lo advierto, Neferata. Un día, Lahmia arderá, y Alcadizzar será la causa.

Neferata se enderezó, veloz como una víbora, pero antes de poder gruñir una respuesta Ankhat ya se había ido. Momentos después, las grandes puertas del santuario exterior se abrieron en silencio para dejar entrar a Lord Khenti y su séquito.

Klhenti era un hombre de mediana edad, pero como casi todos los nobles rasetranos aún estaba en forma para luchar. Era alto y de hombros anchos, con las muñecas gruesas y los antebrazos nervudos de un espadachín y un rostro franco y belicoso que recordaba al del Rakh-amn-hotep, el legendario rey-guerrero de la ciudad.

Neferata observó con cierta diversión que Khenti había elegido asistir a la audiencia con traje de campaña completo: un pesado chaleco de escamas de hierro, sin duda obtenido a un gran coste de las nuevas fundiciones de Ka-Sabar, sobre una gruesa camiseta y un faldellín hasta las pantorrillas de piel de lagarto de trueno. Su mano izquierda descansaba sobre la empuñadura desgastada de un pesado khopesh que llevaba envainado a la cadera y sus ojos oscuros recorrían las sombras del santuario, como si esperase algún tipo de emboscada. Neferata estudió la beligerante expresión del noble y sonrió con amargura mientras se pasaba la lengua por las afiladas puntas de los colmillos.

—Entrad y sed bienvenidos —saludó a los rasetranos.

Su sonora voz resonó por el santuario, aumentada levemente por el poder que le corría por las venas. Los guardaespaldas de Khenti redujeron su veloz paso casi de inmediato, sus hombros se relajaron y sus manos resbalaron de las empuñaduras de sus armas. Su señor, sin embargo, por lo visto era más duro; en todo caso, el ceño de desconfianza, de Khenti sólo se acentuó, aunque ya no tenía ojos para nada más que para Neferata.

—Estad en paz, y sabed que el poder de lo divino permanece en la sangre de los elegidos —continuó concentrando un poco más de atención en Khenti. Tan cerca, podía oír el susurro de la sangre en las venas del noble y medir el martilleo de su corazón—. Nos honráis con vuestra presencia, Lord Khenti. ¿Tenéis una ofrenda para propiciar el recuerdo de los dioses?

El noble soltó un gruñido.

—Le hice mis ofrendas a Ptra al mediodía —contestó con desdén—, y en un templo apropiado, abajo en la ciudad.

Neferata asintió ligeramente con la cabeza. Aunque el sagrado pacto se había roto y la ciudad sagrada de Mahrak había sido saqueada durante la guerra con el Usurpador, los templos dedicados a los dioses aún seguían existiendo en la mayor parte de las grandes ciudades. Los intentos de extender el culto de Lahmia por Nehekhara no habían tenido mucho éxito por el momento.

—Respetar las viejas costumbres es una muestra de virtud —respondió ella con tono neutro.

Khenti se puso más recto y levantó el mentón con actitud desafiante.

—¡Ojalá vuestra reina también lo hiciera! —declaró Khenti—. Ya es bastante malo que Lahmia retenga a los herederos reales de las otras ciudades como rehenes por su codicia. ¡Ahora le niega a Khemri su legítimo rey!

Neferata cruzó las manos en el regazo.

—¿Codicia, mi señor? —repitió. Su sonrisa se ensanchó—. ¿Me equivoco o Khemri no se reconstruyó con oro lahmiano?

Khenti cruzó los musculosos brazos.

—No me vengáis con jueguecitos de retórica, sacerdotisa —gruñó—. O la reina de Lahmia entrega a Alcadizzar o admite que lo mantiene prisionero y acepta las consecuencias de su error.

Neferata se rio entre dientes. Aten-heru había sido un tonto al enviar a Khenti, pensó. Esto iba a ser más sencillo de lo que había imaginado.

—Directo, pero bien dicho —le respondió al rasetrano—. No esperaría menos de un hombre como vos.

Rodó las palabras con otra ligera caricia de poder y observó cómo Khenti se relajaba levemente. Ahora el noble pensaba que dominaba la situación. Con las palabras apropiadas, podría hacerle creer lo que ella quisiera.

—Se hace tarde, sacerdotisa —dijo Khenti—. ¿Por qué queríais verme?

Neferata estudió pensativa al rasetrano.

—Vinisteis aquí buscando la liberación del príncipe Alcadizzar —dijo con cuidado—. Pero ha habido un malentendido, mi señor. La reina no habló de ello, porque no le correspondía hacerlo.

Khenti frunció en entrecejo.

—¿No le correspondía?

Neferata se enfrentó al enfado del hombre con serenidad.

—El príncipe Alcadizzar no es un invitado de la casa real. Durante los últimos doce años, ha permanecido en Lahmia a instancias del templo.

Durante un momento, el rasetrano se quedó demasiado atónito para hablar.

—¿Del templo? En nombre todos los dioses, ¿cómo…?

—Todo se explicará a su debido tiempo —dijo Neferata anticipándose a la indignación de Khenti con una mano alzada—. Sólo aguardamos la llegada del príncipe. Y mirad… está llegando en este preciso momento.

Neferata podía oír acercarse a Alcadizzar a través de la antecámara del templo; con pasos rápidos y seguros, ligeros y precisos como los de un bailarín. Podía interpretar muchas cosas en aquellos movimientos; después de treinta años, lo conocía más estrechamente que ninguna amante. El príncipe estaba muy animado y se dirigía presuroso a la audiencia con entusiasmo y vivo interés. Neferata se enderezó ligeramente mientras escuchaba los largos y fuertes latidos del corazón de Alcadizzar y sintió cómo su propio pulso se aceleraba en respuesta.

El príncipe entró majestuosamente en el santuario exterior como una tormenta de verano. El aire en calma se tensó de pronto con la energía acumulada; las cabezas se volvieron de inmediato, buscando el origen. Un revuelo recorrió a los rasetranos. Los guardaespaldas de Khenti cayeron de rodillas de repente y varios guerreros dejaron escapar exclamaciones de asombro al ver al príncipe. Khenti se quedó mirando boquiabierto a Alcadizzar un momento, con los ojos muy abiertos sin poder dar crédito. Entonces, con un grito de alegría, se acercó a grandes zancadas y agarró los antebrazos del príncipe a modo de saludo.

Alcadizzar les concedió a Khenti y los guardaespaldas una de sus deslumbrantes sonrisas. Era incluso más alto que Khenti y de complexión fuerte, y su presencia llenaba la sombría cámara de calidez, vitalidad y fuerza. Tal era su encanto que, en cuestión de momentos, los rasetranos estaban sonriendo y riendo como si se encontraran en presencia de un amigo al que no veían hacía mucho tiempo.

—¡Miraos! —exclamó Khenti maravillado con la mirada clavada en el rostro de su sobrino. Agarró los musculosos antebrazos de Alcadizzar más fuerte, como si temiera que el príncipe pudiera ser un espejismo—. ¡Grande como un maldito lagarto de trueno! —Le giró los brazos y le estudió las manos—. Veo que habéis estado entrenando duro. Bien. —El noble frunció el entrecejo en actitud inquisitiva—. ¿Y vuestros estudios? ¿Ese viejo caballo de Jabari os ha estado manteniendo ocupado?

Alcadizzar soltó una risita.

—Me saca de quicio todos los santos días, tío.

—¡Bien, bien! —Respondió Khenti con una carcajada—. No hay mejor combatiente en toda Neferata. Si podéis véroslas con alguien como él, no hay ejército en la tierra al que no podáis derrotar.

—Puedo creerlo —asintió el príncipe.

De forma distraída, les hizo una señal a los guardaespaldas para que se levantaran del suelo. Los guerreros respondieron de inmediato, con una admiración evidente en los ojos. Neferata observó el intercambio con desconcierto, como siempre hacía cuando Alcadizzar se encontraba en compañía de simples mortales. Aunque había recibido una exhaustiva educación en las artes sociales, el príncipe todavía mostraba una inquietante tendencia a ignorar el decoro y tratar a todo el mundo, incluso a los criados, como a sus iguales. Resultaba degradante observarlo, pero a Alcadizzar no le importaba en lo más mínimo, y la gente corriente lo idolatraba por ello. Neferata no lograba entenderlo; era el único aspecto de la personalidad del joven que seguía siendo un completo misterio para ella.

—¿Cómo está mi padre? —inquirió el príncipe. Alcadizzar le guiñó un ojo a Khenti—. No se habrá olvidado de mí, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —exclamó Khenti—. Siempre piensa en vos y aguarda el día de vuestro regreso a casa.

El noble pareció acordarse de Neferata y se volvió de nuevo hacia el estrado. Su buen humor se evaporó como la lluvia sobre las arenas del desierto.

—Un regreso que lleva doce años de retraso.

—Cierto —coincidió Neferata.

Envolvió la palabra con poder y saboreó su efecto en los hombres congregados. Éstos respondieron de inmediato, olvidando el buen humor y concentrándose en ella una vez más. Todos salvo Alcadizzar. El príncipe le dedicó una expresión de desconcierto y una de sus intensas miradas de curiosidad, como si ella fuera un puzle que exigiera una solución.

La intensidad de aquella mirada la paralizó. El poder del intelecto del príncipe era casi tangible y la atenazaba como unas manos invisibles. Su corazón muerto latió acelerado. ¿Así era como se sentían los mortales cuando ella les hablaba? ¿Sentían esta mezcla de ansiedad y júbilo?

Éste era un hombre que daría que pensar incluso a los inmortales, como uno de los grandes héroes de las leyendas nehekharanas. Pero no era el poder de los dioses lo que corría como relámpagos por las venas de Alcadizzar, sino la propia magia oscura de Neferata. Mientras aún se encontraba en el útero, habían convencido a su madre para que bebiera un elixir de juventud y vigor formulado por la misma Neferata. Había convertido a Alcadizzar en prácticamente un dios entre los hombres, como los míticos Ushabti de la antigüedad. Ahora, por fin, sus habilidades casi habían alcanzado su apogeo. Había llegado el momento de revelar el destino que le aguardaba: un destino que Neferata había forjado con esmero durante los últimos treinta años.

—Bienvenido al Templo de la Sangre, gran príncipe —dijo inclinando la cabeza en señal de saludo—. Me produce gran alegría veros aquí. —Extendió la mano y señaló un punto en el suelo de piedra, cerca de donde se encontraba Alcadizzar—. No hace mucho, vuestra madre, a quien la diosa tenga en su gloria, se arrodilló aquí y le oró a la diosa para que os bendijera con salud y fortuna.

Alcadizzar asintió con la cabeza con aire sombrío.

—Sí. He oído la historia.

—Fue muy valiente —continuó Neferata, fingiendo toda la calidez que pudo en la voz. Tenía que tener cuidado con el príncipe, pues sabía por experiencia que sus percepciones eran mucho más agudas que las de los hombres normales—. Vuestra madre estaba mal de salud, pero afrontó el largo viaje desde Rasetra para orar aquí, en el tempo, con la esperanza de salvaros la vida. —Neferata inclinó la cabeza hacia Khenti—. Lo recordáis, ¿verdad, mi señor?

El belicoso rostro de Khenti se contrajo, como si hubiera mordido un limón.

—Sí, me acuerdo —dijo, sin aprobarlo pero sin querer hablar mal de los muertos.

Neferata sonrió detrás de la máscara.

—La diosa oyó la súplica de vuestra madre y se conmovió. —Señaló hacia Alcadizzar con un amplio movimiento de la mano—. ¡Y mirad el hombre en el que os habéis convertido! No hay otro como vos en toda Nehekhara, príncipe Alcadizzar. Ella se ha ocupado de ello. Ahora os corresponde a vos honrar los grandes dones que se os han concedido.

Khenti frunció el entrecejo. Abrió la boca para protestar, pero Alcadizzar lo interrumpió sin querer.

—Soy sumamente consciente de mis obligaciones para con la gente de Khemri —aseguró el príncipe en el mismo tono sombrío—. Me he pasado toda la vida preparándome para el día en el que me convierta en rey.

—Así es —asintió Neferata y no fue necesario fabricar el orgullo que se reflejó en su voz—. Seréis un gran rey, Alcadizzar. Pero en el templo creemos que estáis predestinados a mucho más.

—¿Predestinado a qué? —preguntó Khenti, tras recobrar la compostura.

Neferata se reclinó en la silla y clavó una mirada fija en Alcadizzar.

—¿Qué sabéis del Templo de la Sangre, mi príncipe?

Alcadizzar respondió inmediatamente.

—El templo se basa en la premisa de que los dioses y sus dones nos han sido arrebatados, pero que las líneas de sangre que han bendecido a lo largo de la historia de Nehekhara permanecen. Ellas son la única conexión que nos queda con lo divino.

—Absurdo —se burló Khenti.

—Y, sin embargo, la prueba se alza ante vos —repuso Neferata—. La madre de Alcadizzar vino aquí después de haber pasado meses orando en vano en los antiguos templos de Rasetra. Aquí fue donde sus plegarias obtuvieron respuesta, ¿no es cierto?

Khenti entrecerró los ojos, pero no intentó contradecirla. Alcadizzar, por el otro lado, se frotó el mentón con aire pensativo y dijo:

—Si los dioses ya no tienen un papel activo en nuestros asuntos, ¿cómo es que la diosa respondió a las plegarias de mi madre?

Neferata asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—Recordad, oh príncipe, que los dioses se han ido, pero las líneas de sangre sagradas permanecen. Antes, hablaba en sentido metafórico. La verdad es que vuestra madre no le habló a la diosa, sino al poder incipiente de la sangre que corre por vuestras venas.

—¿Yo desciendo de una línea de sangre sagrada? —preguntó Alcadizzar, intrigado y dudoso a la vez.

—Una de las más grandes y veneradas de todas —contestó Neferata—. Lo sospechamos cuando nacisteis, pero han hecho falta muchos años para aportar pruebas.

Neferata dio una suave palmada y una sacerdotisa salió de las sombras portando un libro recién encuadernado en las manos. La sacerdotisa dejó el caro mamotreto en las manos del príncipe, hizo una profunda reverencia y luego se retiró.

—Estoy segura de que los dos estaréis bien familiarizados con los sagrados vínculos entre Lahmia y Khemri —comenzó Neferata—. Desde los tiempos de Settra el Magnífico, los reyes de la Ciudad Viviente se han casado con las hijas mayores de la casa real lahmiana, que eran la encarnación viva del pacto con los dioses.

Alcadizzar abrió el libro con actitud reverente y empezó a examinarlas páginas.

—Así que la sangre de los herederos reales de Khemri también se volvió sagrada.

—Exactamente —contestó Neferata—. Y la casa real lahmiana se ha esforzado mucho por registrar todas y cada una de las líneas familiares que se han producido como resultado. Los documentos se han mantenido aquí en el palacio durante muchos cientos de años.

Neferata contempló el libro que Alcadizzar sostenía en las manos. La información que contenía no se podía probar sin el menor asomo de duda, pero Lord Ushoran estaba seguro de que superaría todo salvo el escrutinio más erudito. A ella lo único que le importaba era que el propio Alcadizzar lo creyera.

—Los orígenes de Rasetra son bien conocidos: la ciudad fue originariamente una colonia de la lejana Khemri fundada durante el reinado del rey Khetep, hace unos cuatro siglos y medio.

En tiempos de mi padre, pensó Neferata. Aún recordaba cómo el rey Lamasheptra se había burlado al pensar en el pequeño asentamiento situado al borde de la mortífera selva meridional. Había sido su constante e implacable lucha por sobrevivir lo que los había transformado en una cultura guerrera respetada y temida a la vez en toda Nehekhara.

—Cuando el rey Khetep se dispuso a regresar a casa, eligió a uno de sus lugartenientes más capaces, un noble llamado Ur-Amnet, para que gobernara el nuevo asentamiento. Su hijo, Muktadir, se convirtió en el primer rey de Rasetra; y cada rey que llegó después desciende de su línea.

Ahora también se despertó el interés de Khenti.

—Pero Ur-Amnet no formaba parte de la casa real de Khemri —apuntó—. Su familia era noble, pero su linaje está poco claro.

—Hasta ahora —contestó Neferata—. Examinamos los registros aquí en Lahmia y enviamos agentes a buscar confirmación en los antiguos templos de Khemri. Ur-Amnet descendía de Hapt-amn-koreb, que fue un gran guerrero y Jefe de Caballería del poderoso rey Nemuret. El linaje de Hapt-amn-koreb es aún más turbio, pero tras muchos años de búsqueda, se estableció el porqué: era descendiente de Amenophis, quinto hijo de Settra el Magnífico.

Alcadizzar cerró los ojos un momento.

—Settra repudió a Amenophis durante el décimo año de su reinado —dijo recordando sus años de estudio.

—Correcto. Se sospechaba que había asesinado a su hermano mayor, Djoser. Aunque nunca se demostró, Settra lo expulsó de todas formas. Pero eso no viene al caso. La línea de sangre sigue siendo cierta. Vos, Alcadizzar, poseéis el antiguo derecho de nacimiento de los dioses.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Khenti, mordiendo el anzuelo.

—Eso depende del príncipe Alcadizzar —respondió Neferata—. Aquí se presenta una oportunidad única para devolverle a Khemri —y, por extensión, a toda Nehekhara— una medida de la gloria que poseyó en otro tiempo. Si el príncipe demostrara ser digno, podríamos ser testigos de los albores de una nueva era dorada de paz y prosperidad, y dejar atrás el sombrío recuerdo de Nagash para siempre.

Alcadizzar levantó la cabeza del libro.

—¿Qué proponéis?

Neferata se inclinó hacia delante.

—Una nueva unión —dijo—. No de carne, sino de espíritu. Lahmia y Khemri pueden unirse una vez más mediante la veneración de la línea de sangre que compartimos.

El ceño de Khenti se hizo más pronunciado.

—No, no creo que… —pero Alcadizzar le colocó una mano en el hombro y el rasetrano de mayor edad guardó silencio.

—¿Qué ganaría Khemri de tal unión?

—Vaya, todo el oeste —contestó Neferata—. Ahora mismo, Lahmia gobierna Nehekhara a todos los efectos. Lo que propongo es dividir la región entre nosotros. El comercio y las obligaciones crediticias de Zandri, Numas y Ka-Sabar quedarían en vuestras manos. Eso garantizaría el crecimiento y la prosperidad de Khemri durante siglos, y le devolvería una considerable medida de su poder político de un solo golpe.

Eso captó incluso la atención de Khenti. Éste miró a Alcadizzar, que se había quedado pensativo una vez más.

—¿Qué querríais de mí a cambio?

—Para que la unión se consumara, debéis comprometeros con el templo —anunció Neferata—. Lahmia tendrá a su suma sacerdotisa y Khemri a su rey sacerdote.

El príncipe suspiró para sus adentros.

—¿Cuánto tiempo duraría esa iniciación?

Neferata sintió una oleada de triunfo. Lo conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo.

—Eso depende de vos, por supuesto —explicó—. Para la mayoría de los iniciados, la senda al rango más alto del templo es larga y difícil. Lo que a ellos podría costarles una vida, vos podríais lograrlo en una década o menos.

—¡Una década! —Khenti se volvió hacia el príncipe—. Khemri os necesita ahora, alteza. Esto… ¡esto es demasiado!

—Puede que Khenti tenga razón —concedió Neferata despacio. Sus ojos no se apartaron de los de Alcadizzar—. Es pedirle mucho a cualquier hombre. Pero las posibilidades son igual de grandes, ¿no?

El príncipe le echó un vistazo al rostro preocupado de Khenti.

—¿Y si me niego?

—En ese caso, vuestro tiempo aquí en Lahmia habrá concluido —contestó.

—¿Soy… libre de irme?

—Por supuesto —aseguró Neferata—. La elección es vuestra, oh príncipe. Haced lo que creáis mejor para vuestra ciudad y vuestro pueblo.

Khenti aferró a Alcadizzar por los hombros y volvió al hombre más joven hacia él.

—No podéis estar considerando esto en serio —le advirtió—. ¡Ha terminado! ¡Sois libre! ¡Venid conmigo y podremos estar de camino a Rasetra antes de que amanezca!

Alcadizzar miró a su tío y Neferata pudo ver la añoranza en su mirada. Durante un momento, sintió lástima por él; ella sabía perfectamente lo que era vivir prisionero, encerrado en una jaula dorada. Pero un día me lo agradecerá, se dijo a sí misma. Esto no es sólo por mí, ni siquiera por él, sino por toda Nehekhara.

—¿Qué clase de rey sería si antepusiera mi egoísmo al futuro de mi ciudad? —respondió Alcadizzar. Su voz estaba cargada de pesar, pero agarró los brazos de su tío con fuerza—. Khemri ha sobrevivido décadas sin mí. Aguantará unos cuantos años más.

El príncipe se volvió hacia Neferata e inclinó la cabeza.

—Acepto vuestra oferta —le comunicó—. Que Khemri y Lahmia se unan una vez más.

Neferata se levantó de la silla y se reunió con Alcadizzar. Bajo la máscara, lágrimas carmesí le humedecieron las mejillas mientras le colocaba una mano en la cara. Sintió la piel del príncipe caliente bajo los dedos. Pudo notar la sangre debajo fluyendo por la carne. La sed la recorrió, clavándosele en el corazón.

—Como deseéis, oh príncipe —dijo con suavidad.