19: Cayado y cetro

19

Cayado y cetro

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 107.º año de Ptra el Glorioso

(-1.200, según el cálculo imperial)

Menos de una semana después de la emboscada de Alcadizzar, un grupo de los mejores jinetes de Faisr espolearon a sus monturas y se dirigieron al sur, portando noticias nefastas para el rey de Rasetra. Los miembros de la tribu no sólo llevaban la cabeza del vil ser al que habían matado fuera de Lahmia, sino también varios estuches de pergaminos que habían encontrado entre las posesiones de la criatura. Las cartas que guardaban en su interior desvelaban un peligro mucho más terrible y de mayor alcance que la camarilla de bebedores de sangre que se ocultaba en Lahmia. Nagash el Usurpador, el Tirano de Khemri, todavía hollaba la tierra, unos quinientos años después de su derrota en la batalla de Mahrak. Al parecer, la corte oculta de Neferata se había enterado de algún modo de la existencia del nigromante y buscaba una alianza con él contra las otras grandes ciudades. Junto con la horripilante prueba, Alcadizzar incluía una carta suya, con el objetivo de que se copiara y distribuyera por toda la nación, exhortando a las casas reales a reunir a sus ejércitos y limpiar el lugar del mal de Lahmia de una vez por todas.

El hermano menor de Alcadizzar, Asar, que ahora era un anciano y poderoso rey por derecho propio, envió emisarios con copias de las cartas a todos los rincones de la región. Rasetra apeló a un extenso y complejo marco de tratados secretos, algunos de los cuales habían requerido para elaborarlos, obligando a los reyes de Nehekhara a marchar al este y congregarse en la Llanura Dorada sin demora. Cuando se dio a conocer la noticia acerca de Lahmia, ni un solo gobernante se atrevió a incumplir sus obligaciones. Hacerlo supondría correr la misma suerte que los lahmianos, lo que habría sido buscarse la destrucción inevitable a manos de las otras grandes ciudades.

Seis meses después de que las cartas robadas salieran de manos de Alcadizzar, los ejércitos empezaron a ponerse en marcha. Las condiciones de los tratados de Rasetra no sólo indicaban cuándo debía emprender la marcha cada hueste, sino también qué caminos y cuántos suministros se requeriría que llevaran con ellos. Cada movimiento formaba parte de un extenso y complejo programa ideado por Alcadizzar, Asar y los veteranos señores de la guerra de Rasetra y diseñado para que cada elemento de la coalición llegara a la llanura más o menos al mismo tiempo. Ante la posibilidad de enfrentarse a sanciones comerciales si no cumplían con su horario de marcha, las grandes ciudades no perdieron ni un minuto a la hora de preparar a sus ejércitos para la guerra. Los rasetranos, al parecer, habían aprendido mucho de la guerra financiera de los lahmianos, unos cuatro siglos antes.

Antes de que terminara el año, los ejércitos comenzaron a reunirse en la gran llanura. La primera fue la hueste de Rasetra, a las órdenes del heredero de Asar, el príncipe Heru. Diez mil hombres de la infantería pesada de la que tanto se jactaba la ciudad, además de dos mil veloces carros de guerra de los que tiraban flacos lagartos de la jungla. Luego llegaron los guerreros eruditos de Lybaras, cuyas terribles máquinas de asedio se enfrentarían a las murallas de Lahmia; su caravana de pertrechos incluía una docena de enormes catapultas, ocho balistas y cuatro lanzallamas blindados, de los que tiraban yuntas de hoscos bueyes que gemían.

En el centro de la llanura los recibió un espectáculo sorprendente: los guerreros reunidos de todas las tribus del desierto, unos ocho mil hombres de la mejor caballería ligera de la región, ataviados con armadura bruñida y ondeantes túnicas de seda. Los hijos de las lejanas arenas le dieron la bienvenida al príncipe Heru y al rey lybarano, Ahmenefret, con obsequios de oro, aceites perfumados y vino y dirigieron a los guerreros cansados a los campamentos que se habían preparado para ellos a lo largo del polvoriento camino comercial.

Dos días después, justo mientras el sol se ponía y el frío de la tarde invernal se asentaba sobre el creciente campamento, se oyó el toque de rebato de unas trompetas y el repique de unas campanas de plata. Salmodiando y cantándole a Neru, diosa de la luna, aparecieron de la oscuridad unos cinco mil guerreros sacerdotes de la otrora gran ciudad de Mahrak. Los hurusanni —o los Devotos, como se los llamaba— basaban sus armas y su adiestramiento en los legendarios Ushabti de la antigüedad. Esta era la primera vez que la orden había partido a la guerra desde su fundación, unos doscientos años antes, y saludaron al campamento con gritos de júbilo, ansioso por enfrentarse a los seres malignos que acechaban en la cercana Lahmia. Los jóvenes de cabeza rapada ocuparon su lugar junto al camino y pasaron el resto de la tarde meditando y orando.

Horas más tarde, mientras Neru brillaba en lo alto por encima del campamento, los guerreros de los tres ejércitos se despertaron al oír el estruendo de pies marchando que se aproximaba a ellos desde la oscuridad al oeste. Los hombres se pusieron la armadura y cogieron sus armas y los miembros de las tribus del desierto salieron al galope del campamento hacia la noche, con expresiones tensas. Veteranos y novatos por igual intercambiaron miradas de inquietud a medida que el ruido de los pies blindados se hizo más fuerte. Los guerreros-sacerdotes de Mahrak empezaron a entonar oraciones de repudio, destinadas a mantener a raya a los espíritus del páramo. Entonces los vieron: unas figuras blancas que bajaban en silencio por el camino, con su armadura lacada resplandeciendo a la luz de la luna. Sus y yelmos habían sido creados con forma de cabeza de chacal, el semblante sagrado de Djaf, el dios de los muertos. Se trataba de la legendaria Guardia de las Tumbas de Quatar: cinco mil hombres de infantería pesada, guiados por su rey, Nebunefre, el Señor de las Tumbas.

Después de la llegada de los guerreros de Quatar, los ejércitos se acomodaron para vigilar el camino comercial y esperar a que llegara el resto de los ejércitos occidentales. A lo largo de los siguientes días, divisaron un par de caravanas pequeñas, cargadas de bienes destinados a los mercados de Lybaras y Mahrak. Los mercaderes lahmianos y sus mercancías fueron capturados de inmediato y todos los artículos útiles se distribuyeron entre los tres ejércitos.

Al final de la semana, avistaron largas franjas de polvo lejos al oeste. Dos días después, columnas de orgullosa caballería numasi, diez mil hombres, entraron trotando en el campamento, con su reina, Omorose, a la cabeza. Los guerreros del desierto avanzaron junto a la caballería a ambos lados del camino, haciendo que sus monturas más pequeñas y ágiles hicieran cabriolas y dieran vueltas y gritándoles afables desafíos a los adustos soldados a caballo. Detrás de ellos, marchando al estruendo de pesados timbales, llegaron los guerreros de la Legión de Hierro de Ka-Sabar; quince mil lanceros fuertemente blindados y cuatro mil arqueros, con los rostros sudorosos cubiertos de una capa del polvo ocre endurecido que levantaban las columnas de caballería numasi. Su rey, Aten-sefu, marchaba en la primera fila con el resto de sus guerreros manchados por el viaje; resultaba prácticamente imposible distinguir su armadura de la de sus hombres.

Al día siguiente —una semana entera antes de lo previsto— llegó la hueste de Zandri. Dos mil arqueros, cuatro mil lanceros y otros cinco mil mercenarios norteños de tez pálida; los habían traído en barcaza por el río Vitae hasta el borde noroeste de la Llanura Dorada y luego los habían hecho marchar por tierra a través del accidentado terreno hasta el punto de reunión de los ejércitos. Su rey, Rakh-an-atum, trajo con él suntuosos obsequios de oro y plata para los reyes congregados y un collar de magníficas perlas para la reina Omorose… una demostración no muy sutil de la floreciente riqueza e influencia potencial de la ciudad.

En menos de siete días, se había reunido una fuerza de más de sesenta mil hombres procedentes de seis ciudades muy distantes entre sí: una proeza de planificación y coordinación sin parangón en la historia nehekharana. Sólo faltaba contabilizar a Khemri, pero varios de los reyes —Rakh-an-atum en particular— dudaban que su contribución ascendiera a mucho, si es que existía. La otrora gran ciudad seguía sin ser poco más que una colonia rasetrana, administrada por generaciones de visires a lo largo de los últimos cuatrocientos años. El proceso de reconstrucción ha sido largo y difícil y todavía no se había completado ni mucho menos, gracias en gran medida a las intromisiones por parte de las propias Zandri y Numas.

Sin embargo, en la madrugada del día de la llegada prevista de Khemri, una fanfarria de cuernos de bronce despertó a los guerreros de su sueño, seguida del sonido parecido al oleaje de ovaciones que resoban por el camino comercial occidental. Los aturdidos soldados salieron tambaleándose al aire frío de la mañana y contemplaron una alegre y colorida procesión de doscientos carros que se iban adentrando en el campamento, cada uno de ellos dirigido por el señor de una de las casas nobles de Khemri. Los señores nobles y sus criados no llevan armas ni armaduras para la guerra, sino que iban vestidos con sus mejores galas de fiesta. Mientras pasaban, les arrojaron puñados de monedas a los atónitos soldados, riendo y entonando «¡Alcadizzar! ¡Alcadizzar!» a pleno pulmón.

Detrás de los carros venían columnas de infantería ligera portando jabalinas, vestidos con impolutas túnicas blancas y armaduras de cuero pulido, seguidas de filas y filas de lanceros. Seis mil soldados de infantería en total, más otras dos mil tropas auxiliares de esclavos armados con hondas y espadas cortas. Un despliegue escaso desde el punto de vista militar, pero los guerreros de Khemri marchaban con las cabezas bien altas, aclamando el nombre de Alcadizzar. Los seguía un desfile de carromatos más grande que cualquier caravana de un mercader, cada uno pintado con colores brillantes y festivos y cargado de vino y regalos. En este gran día, la gente de la Ciudad Viviente estaba decidida a no quedar mal delante de las otras ciudades. No habían reparado en gastos, no se habían guardado nada, pues éste era el momento que habían estado esperando desde el nacimiento del hijo mayor del rey Aten-heru, ciento cincuenta años atrás.

Khemri tendría un rey una vez más.

* * *

Desde que era niño, Alcadizzar había soñado con el día en el que se convertiría en rey. Se había imaginado soleadas calles flanqueadas de una multitud que lanzaba vítores y salpicadas de brillantes monedas y ofrendas de aceites aromáticos, y una solemne ceremonia en el antiguo palacio construido por el mismísimo Settra, rodeado de amigos y aliados nobles. Los banquetes y festejos se prolongarían una semana; la gente de la ciudad acudiría a presentar sus respetos cada día, depositando obsequios a sus pies y alabando su nombre. Princesas de lejanas ciudades vendrían a conocerlo cada tarde, asediándolo con sus encantos y rivalizando para convertirse en su reina.

—No os mováis, alteza —dijo el sacerdote agarrándole la barbilla con firmeza y sacando a Alcadizzar de su ensueño. La punta de un dedo, cubierta de espeso kohl negro, se acerca lentamente a su ojo izquierdo—. Quizás prefiráis mirar hacia arriba un momento.

Alcadizzar tragó saliva rápido y levantó la vista justo a tiempo. El kohl era caliente y arenoso y olía a carbón. Era como si el sacerdote estuviera incrustándoselo despacio y sin piedad en el párpado inferior. Apretó los dientes y se obligó a permanecer inmóvil, con los brazos extendidos con rigidez a los lados, mientras otros dos sacerdotes toqueteaban el almidonado faldellín hasta la rodilla que le habían ceñido alrededor de las caderas. No había dado ni un solo paso desde que se lo había puesto y ya estaba empezando a arrugarse.

El aire en el interior de la tienda resultaba casi sofocante y estaba cargado de olor a estiércol de caballo, grasa para cocinar y miles de cuerpos sin lavar. Un pequeño grupo de esclavos iba de acá para allá, con la mirada baja y el cuero cabelludo reluciente de sudor, empaquetando arcones, enrollando alfombras y llevándose sillas vacías para cargarlas con el resto del equipaje del ejército. Faisr y el príncipe Heru se veían obligados a permanecer en un rincón de la tienda mientras estudiaban detenidamente un mapa desplegado sobre la última mesa que quedaba. Fuera, el aire se estremecía con las órdenes dadas a gritos, el crujido de los ejes y los bramidos de protesta de los bueyes mientras el gran ejército continuaba con el proceso de levantar el campamento. No se cambiaría el calendario para la marcha a Lahmia, sin tener en cuenta las nimias necesidades de los que aspiraban a convertirse en reyes.

—Siempre y cuando siga haciendo buen tiempo —y no hay razones para sospechar que no lo haga—, la vanguardia del ejército debería llegar a los fuertes de vigilancia lahmianos del extremo oriental de la llanura en poco más de tres semanas —dijo el príncipe Heru—. ¿Cuánto podemos acercarnos antes de arriesgarnos a encontrarnos con patrullas a caballo cubriendo el camino comercial?

Faisr se rio entre dientes.

—Hemos pasado el último año desalentando a los lahmianos de salir siquiera de los fuertes Si recorréis las últimas treinta millas de noche, nunca os verán llegar.

Heru miró a Faisr.

—¿Estáis seguro? Porque toda la campaña depende de tomar el paso oriental —insistió el rasetrano—. Si los lahmianos reciben aviso de que estamos de camino, podrían introducir rápidamente unos cuantos miles de hombres en la brecha y defenderla contra un grupo diez veces más numeroso.

—Confía en Faisr —terció Alcadizzar. Trató de hacerle con gesto tranquilizador con la cabeza al cacique del desierto, pero el sacerdote todavía le agarraba la barbilla con fuerza—. Las tribus conocen la Llanura Dorada mejor que nadie y se han asegurado de que Lahmia no tenga ni idea de que vamos. Han interceptado todos los mensajes que han enviado los agentes de Neferata desde que los ejércitos emprendieron la marcha y les han tendido emboscadas a todas las patrullas que los lahmianos han intentado enviar por el camino comercial. Tenemos una gran deuda con ellos por todo lo que han hecho hasta ahora.

Faisr aceptó los elogios con un gesto grave de la cabeza. Los últimos diez meses habían sido un período tumultuoso para el cacique y las tribus del desierto en general. Las revelaciones de Alcadizzar tras la emboscada en las afueras de Lahmia habían desatado el caos en las tribus. El mismo Faisr se había enfurecido por los largos años de engaño de Alcadizzar y, cuando la verdad se extendió más, varios caciques ambiciosos intentaron pintar a Faisr como cómplice en el engaño del príncipe. Pero Ophiria intervino, desvelando el juramento que había hecho con Alcadizzar y declarando que el príncipe representaba el cumplimiento de la profecía de Settra.

Después de aquello, las maniobras políticas comenzaron en serio. Los caciques habían oído las noticias acerca de Neferata y el descubrimiento sobre Nagash y sabían que los vientos de la guerra pronto empezarían a soplar. Las tribus tenían que unirse bajo un solo líder, como no lo habían hecho desde la muerte de Shahid ben Alcazzar, el último príncipe de Bhagar. Se convocó una reunión, arriba en las montañas que recorrían el borde septentrional de la llanura, y los caciques se congregaron en la tienda de Ophiria para presentar su reivindicación al título. La competencia fue feroz, pero el resultado nunca estuvo realmente en duda. Siete días después, la Hija de las Arenas apareció y les anunció a las tribus que Faisr al-Hashim había sido proclamado príncipe Faisal, el primero entre los caciques de los bani-al-Khsar. Faisr había aceptado el título con una humildad y elegancia inusitadas, ganándose rápidamente a todos salvo a sus rivales más implacables, y había trabajado de manera incansable desde entonces para preparar a su gente para lo que estaba por llegar.

Con el tiempo, Faisr había perdonado a Alcadizzar sus engaños, pero esto había creado un distanciamiento entre ellos que nunca había sanado del todo. Ante la insistencia de Alcadizzar, el cacique se contaba entre sus asesores más cercanos, pero aparte de eso se veían poco. De entre todos los sacrificios que se le había pedido que hiciera a lo largo de su vida, perder la amistad y el respeto de Faisr era lo que más le había dolido al príncipe.

—La noche anterior a que la vanguardia llegue, mis guerreros tomarán los fuertes —continuó Faisr—. Conservaremos los dos que cubren el paso y quemaremos el resto. Entonces, vuestras tropas podrán continuar a través del paso y asegurar el otro lado.

Heru le dirigió al cacique una mirada evaluadora y, a continuación, se encogió de hombros.

—En ese caso, si todo lo demás sigue igual, estaremos fuera de las murallas de Lahmia en veintitrés días. ¿Qué sabemos acerca del estado del ejército lahmiano a estas alturas?

Le estaban colocando brazaletes de oro a Alcadizzar en las muñecas y un cinto de pesados eslabones de oro alrededor de las caderas. El sacerdote le había metido un poco de kohl en el ojo y estaba empezando a arderle.

—Los superamos en número, eso es seguro —dijo con los dientes apretados—. Y la calidad de sus tropas es deficiente, como mínimo. Quizás se pueda contar con ellos para que defiendan las murallas de la ciudad un tiempo, pero en cuanto los lybaranos hayan abierto una brecha, no podrán contenemos.

El sacerdote terminó por fin con el kohl y Alcadizzar apartó la cabeza con un suspiro.

—¿Y qué pasa con el polvo de dragón? —inquirió Heru.

—Los lahmianos no han reclutado ninguna compañía de Hombres Dragón desde la última guerra —contestó Alcadizzar—. Eso me indica que no les queda polvo de dragón. —Le dirigió a Faisr una mirada de complicidad—. Es de Neferata y los de su calaña de quién tenemos que preocuparnos.

Heru hizo una mueca. Había visto, en persona la cabeza cortada del monstruo.

—¿Y cuántas de esas criaturas hay?

Alcadizzar se dio cuenta tardíamente de que los sacerdotes se habían apartado y estaban inspeccionando su trabajo. Bajó los brazos con el entrecejo fruncido.

—Sinceramente, no lo sé —le dijo a Heru—. No muchos, de lo contrario no podrían haber permanecido en secreto tanto tiempo. Si tenemos suerte, no habrá más que un puñado. Aún así, no sabemos cuánto daño podrían causarnos si no tenemos cuidado.

La portezuela de la tienda se apartó una vez más. Un sacerdote de aspecto nervioso entró.

—Ya casi es la hora —anunció.

—El príncipe Alcadizzar está listo —respondió el sacerdote de mayor rango.

Alcadizzar se miró el pecho y los brazos desnudos.

—Me siento desnudo —masculló.

Heru se echó a reír.

—Es la vestimenta tradicional —contestó—. Y probablemente resulte más cómoda en Khemri, que está en el borde del Gran Desierto.

Faisr dejó escapar un resoplido.

—A ningún habitante del desierto con una pizca de sentido común lo sorprenderían en público vestido así. Parece un bebé demasiado grande.

Todos compartieron una risita al oír eso. Los sacerdotes se removieron con nerviosismo. Heru se fijó en la inquietud de estos y le hizo un gesto a Alcadizzar hacia la portezuela de la tienda.

—Adelante, tío —dijo—. Cuanto antes se lleve a cabo la ceremonia, antes podréis volver a poneros vuestra ropa.

Un sacerdote se adelantó corriendo para apartar la portezuela, dejando entrar una breve ráfaga de aire polvoriento. Alcadizzar salió al confuso remolino de un ejército preparándose para marchar. Los hombres se movían con rapidez y determinación en todas direcciones. Algunos transportaban arcones o jarras de barro, con las frentes brillantes de sudor; otros marchaban en grupos compactos, ataviados de manera elegante con armadura completa y aferrando sus armas con fuerza. Otros más bajaban a trompicones con expresión perpleja por el camino comercial, con el equipamiento de guerra a medio poner y apretando el resto contra el pecho, buscando en vano a sus unidades matriz. Las voces reían y maldecían, bramaban órdenes o gritaban confusas. Una nube de polvo, que levantaban miles de pies arrastrándose, flotaba sobre todo. Nadie les prestó la más mínima atención a Alcadizzar y su séquito. El príncipe miró a su alrededor desconcertado, reprimiendo el repentino impulso de estornudar.

—Por aquí, alteza.

El sacerdote de mayor rango se situó apresuradamente al lado de Alcadizzar y señaló un estrecho sendero que se extendía en dirección sur entre las hileras de tiendas. Sintiéndose un poco como el preciado buey de un granjero, dejó que los hombres santos lo guiaran. Heru y Faisr se incorporaron a la marcha a ambos lados de él.

El joven príncipe miró de reojo a su tío y sonrió con arrepentimiento.

—No es exactamente lo que esperabais —comentó.

Alcadizzar hizo una mueca.

—He de admitir que faltan algunas cosas. Una ciudad, por ejemplo. Una multitud vitoreando. Una desfile de carros de guerra. —Frunció el entrecejo en dirección a los sacerdotes—. Cualquiera pensaría que podríamos haber conseguido los carros, por lo menos.

—Los necesitamos más en la vanguardia. —Heru se rio entre dientes—. Supongo que podríamos reunir algunas compañías de lanceros y ordenarles que os vitoreen, si eso os haría sentir mejor.

—¿Y qué tal una compañía de bailarinas? ¿Tenemos alguna en el ejército?

Heru arqueó las cejas fingiendo desdén.

—¿Quién os creéis que somos, un puñado de lahmianos decadentes? —El rasetrano se encogió de hombros—. Mirad, podría ser peor. Conseguí convencer a los sacerdotes de que prescindieran de la ceremonia formal, por lo menos. De lo contrario, todavía estaríamos con esto al ponerse el sol.

Para sorpresa de Alcadizzar, Faisr fulminó a los sacerdotes con la mirada y soltó un gruñido indicando que estaba de acuerdo.

—Puede que no sea la mejor forma de que uno empiece su reinado, pero sí necesaria —dijo—. El ejército debe tener un líder claro y los otros reyes no aceptarán la autoridad de un simple príncipe, sea quien sea.

—Fijaos en todos los problemas que ya he tenido con Zandri y Numas —añadió Heru—. Se han quejado de todo, desde su lugar en el orden de la marcha al número de carromatos asignados para su equipaje. Imaginaos cómo serán cuando estemos acampados fuera de Lahmia.

Alcadizzar levantó las manos en señal de rendición.

—Lo sé, lo sé —respondió.

Había esperado que Rakh-an-atum y Omorose intentaran imponer su autoridad a cada paso. Lo último que querían era ver cómo Khemri recuperaba su antiguo poder, por lo que intentarían desautorizarlo de cualquier forma que pudieran. No bastaba con centrarse en los problemas inmediatos de la campaña; si quería tener éxito, tenía que empezar a anticiparse a los desafíos que surgirían en los meses y años venideros. No por primera vez, Alcadizzar le ofreció una silenciosa oración de gracias al espíritu de su tutor, Jabari, que había muerto hacía tanto tiempo.

Los sacerdotes lo condujeron al otro extremo del sendero. Más allá del último grupo de tiendas se extendía un amplio campo de tierra pisoteada, lleno de agujeros de cascos de caballos y surcos de rodadas de carros. El sol caía casi de pleno, haciendo que las cambiantes cortinas de polvo titilasen mientras se deslizaban por el terreno abierto.

Más allá, temblando como un espejismo del desierto, se podía ver un resplandeciente pabellón blanco, rodeado de una multitud silenciosa y atenta de unas cien personas.

El sacerdote de mayor rango hizo una seña para que la procesión se detuviera y calculó la posición del sol con ojo experto.

—Ahora un poco más despacio, alteza —dijo sonriendo con satisfacción.

Dio una palmada y el resto de la comitiva sacerdotal formó filas rápidamente a derecha e izquierda de Faisr y Heru. Cuando estuvieron en posición, el hombre santo levantó las manos hacia el sol y al otro lado del campo se oyó una ovación discordante, salpicada del sonido de címbalos y campanas de plata. El sacerdote de mayor rango asintió con la cabeza con aire de gravedad y se encaminó hacia el pabellón que los aguardaba a un ritmo constante y acompasado.

La mente de Alcadizzar era una profusión de pensamientos y emociones contradictorios. Debería estar feliz, pensó. El momento para el que se había estado preparando toda la vida se estaba desarrollando ante sus Ojos. Pero en lo único que podía pensar eran las mil y una tareas de las que hacía falta ocuparse entre aquí y Lahmia. Por mucho que se esforzó por saborear el momento, le resultó casi imposible concentrarse.

Habían cruzado casi la mitad del campo en tenso silencio, entrecerrando los ojos a causa del polvo en constante movimiento, cuando Heru habló de repente.

—Bueno, ¿ya habéis pensado en una esposa?

Alcadizzar parpadeó, despertando de su ensimismamiento.

—¿Primero esto y ahora intentas casarme también?

Heru se rio entre dientes.

—Sólo intento entablar conversación —repuso—. Por tradición, os casaríais con una hija de Lahmia, ¿sabéis?

—¿En serio? —respondió Alcadizzar con malicia—. Mis tutores lahmianos nunca lo mencionaron ni una vez.

Heru dejó escapar un resoplido.

—El asunto es que esa es una tradición que probablemente se quede por el camino. A menos que todavía penséis respetar los antiguos vínculos de Khemri con Lahmia después de que la hayáis destrozado piedra a piedra.

—No parece tener mucho sentido, cuando lo dices así —contestó Alcadizzar con sequedad.

—Exactamente —dijo Heru—. Padre quiere que elijáis a alguien de Rasetra, por supuesto. Para fortalecer los vínculos entre el este y el oeste, ese tipo de cosas. O podríais escoger a alguien de Zandri o Numas. Eso sin duda caldearía el ambiente.

—Prefiero casarme por amor antes que por beneficio político.

—Muy gracioso, tío.

Alcadizzar suspiró.

—Si quieres saberlo —dijo mirando de reojo a Faisr—, había planeado casarse con una mujer de las tribus del desierto.

Heru abrió los ojos de par en par.

—Ah —comentó con diplomacia.

En cambio, fue Faisr el que soltó la pregunta obvia.

—¿Por qué harías tal cosa?

La voz de Faisr tenía un tono duro, como si el cacique creyera en parte que se estaba burlando de él.

Alcadizzar miró a su viejo amigo a los ojos.

—Porque son mi gente —contestó—. Estamos unidos por lazos de sangre y honor. Esos son los vínculos que más me importan.

La respuesta sorprendió a Faisr.

—Bueno —empezó, y por un momento no supo qué decir—. Yo… supongo que es posible. Pero tendría que estar realmente desesperada para conformarse con un jinete tan pésimo.

—Seguramente desesperada no —protestó Heru, pero sus ojos brillaron con picardía—. Tal vez sólo… corta de entendederas.

Faisr se rascó el mentón barbudo con aire pensativo.

—Hay una mujer de los bani-al-Shawat a la que un caballo le dio una coz en la cabeza…

* * *

Por delante de los nobles, el sacerdote de mayor rango se detuvo de pronto. Se encontraban a sólo veinte metros más o menos del pabellón, lo suficientemente cerca para que Alcadizzar viera las expresiones de los khemrianos que se habían congregado para presenciar su ascensión. Había desde nobles lujosamente vestidos a soldados comunes y permanecían de pie hombro con hombro para darle la bienvenida a su nuevo rey. Muchos lloraban abiertamente, sonriendo con orgullo mientras le entonaban antiguos cantos de bendición a Ptra, padre de los dioses y patrono de su ciudad.

De entre la multitud que cantaba surgió una figura alta vestida con una túnica hecha de tela blanca y reluciente paño de oro. La luz del sol se reflejaba en el manto dorado que llevaba sobre los hombros y la cabeza del alto báculo que aferraba en la mano derecha. En lo alto del bastón había una gran esfera dorada que se sostenía sobre los hombros de cuatro esfinges rampantes: el sello de Ptra, el mismísimo Gran Padre. Captaba la luz del sol de mediodía y brillaba con tanta intensidad que resultaba casi doloroso mirarla. Shepsu-amun, el Gran Hierofante de Ptra, se apartó de la multitud y fue a reunirse con la procesión que aguardaba. Se inclinó ante el sacerdote de alto rango, que le devolvió el gesto y se hizo a un lado rápidamente. El hierofante ocupó el lugar del sacerdote a la cabeza de la procesión y dirigió una breve sonrisa a Alcadizzar antes de regresar al pabellón.

La multitud que vitoreaba guardó silencio de repente. Detrás de Alcadizzar, el ruido del campamento del ejército se había debilitado hasta convertirse en un rugido sordo. De pronto fue consciente del calor del sol sobre la cabeza y la caricia de la brisa polvorienta en los hombros y la cara.

Tras alguna señal oculta, el gentío que rodeaba el pabellón se separó a derecha e izquierda, dejando al descubierto a un hombre de mediana edad, bajo y fornido, vestido con una túnica de brocado de seda y que llevaba el aro de oro del Gran Visir de la Ciudad Viviente. Se llamaba Inofre y era el último de una larga línea de regentes que habían reconstruido Khemri de la nada mientras Alcadizzar vivía como rehén en Lahmia. Con las manos entrelazadas a la altura de la cintura, exclamó con voz clara y potente:

—¡Escuchad! ¡La gente de la ciudad pide a gritos que la socorran de las abrasadoras arenas y los males de la noche! Se reúne ante el trono para recibir la sabiduría de los dioses, ¡pero está vacío! ¿Dónde está el gran rey?

La multitud levantó las manos hacia el cielo, desempeñando su papel en el antiguo rito.

—Gran dios del sol, ¿dónde está nuestro rey?

Shepsu-amun alzó el resplandeciente báculo de Ptra y respondió:

—El joven rey, Thutep, se ha adentrado en el anochecer y vive con los espíritus de sus antepasados, hasta el día en el que los hijos del hombre rompan las ataduras de la muerte.

—¿Quién nos guiará, entonces? —respondió Inofre—. Los enemigos de la ciudad se concentran incluso ahora mismo a nuestro alrededor. ¿El Gran Padre no ha abandonado?

Al oír esto, el hierofante echó los hombros hacia atrás y soltó una carcajada. Fue un sonido vibrante y alegre, un contrapunto luminoso al solemne rito.

—¡No temáis, gente de la ciudad, pues Ptra os escucha! Ha enviado a un hombre de honor y coraje para guiaros a través de los aciagos tiempos que se avecinan.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Inofre.

—¡Alcadizzar! —declaró Shepsu-amun con orgullo—. Un príncipe de sangre real, hijo de Aten-heru, rey de Rasetra.

—¡Alcadizzar! —gritó la multitud—. ¡Alcadizzar!

Inofre hizo una señal.

—¡En ese caso, que se acerque para recibir los instrumentos de gobierno y aceptar los elogios de su pueblo!

El hierofante asintió con la cabeza y se acercó al pabellón blanco a un ritmo lento y majestuoso. Alcadizzar lo siguió, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho. Era como si un gran peso se le estuviera posando sobre los hombros: el manto de la historia, que se remontaba hasta la época del mismísimo Settra. Podía sentir las miradas de la multitud congregada al pasar. Inofre le había advertido que mantuviera los ojos fijos al frente, pero no pudo evitar mirar de un lado a otro, mirando a los ojos a la gente que lo rodeaba. Mi gente, pensó. Aquella idea era surrealista, después de tantos años viviendo solo entre las tribus.

De repente, Shepsu-amun se apartó a la izquierda de Alcadizzar y el príncipe se encontró de pie ante un antiguo trono de oscura madera pulida. El trono de Khemri, una reliquia de la antigüedad que los rasetranos habían recuperado del campamento del Usurpador en la batalla de Mahrak y había regresado a la Ciudad Viviente siglos después. Sobre su superficie descansaban los instrumentos ceremoniales de gobierno: un cayado de pastor en miniatura, elaborado en oro puro, y un reluciente cetro rematado con un disco solar de oro.

Alcadizzar respiró hondo y tomó el cetro. El mango estaba caliente al tacto y le encajaba con facilidad en la palma de la mano. Luego cogió el cayado y cruzó los dos objetos sobre su corazón. A continuación, moviéndose como si estuviera en un sueño, se sentó en el gran trono de Settra. Mientras lo hacía, el hierofante se volvió hacia la multitud.

—¡El rey ha llegado! ¡Gente de Khemri, contemplad al elegido de Ptra y regocijaos!

Estentóreas ovaciones se elevaron en el aire. Sentado en el trono, Alcadizzar podía ver más allá de la pequeña multitud ya lo largo del campo donde el gran ejército estaba levantando el campamento. Aquella imagen lo llamaba de un modo que ningún trono podría hacerlo jamás.

Alcadizzar se puso de pie. El Gran Visir hizo otra reverencia.

—¿Qué ordenáis, alteza? —preguntó.

El rey empujó sin ceremonias el báculo y el cetro en las manos de Inofre. Había muchas horas de dura cabalgata por delante antes de que el ejército acampara para pasar la noche y después muchas horas más repasando los detalles del ataque contra la ciudad con Heru y sus compañeros gobernantes. Si tenía suerte, su banquete de coronación consistiría en un pedazo de pan ácimo y una copa de vino aguado. La idea lo hizo sonreír.

—Traedme mi caballo… y una muda de ropa apropiada —dijo él—. Hay trabajo que hacer.