18: Augurios de muerte

18

Augurios de muerte

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 107.º año de Ptra el Glorioso

(-1.200, según el cálculo imperial)

Abajo en el barrio de los templos, los grandes faroles de oración se habían encendido por primera vez en cientos de años. Desde su posición elevada sobre el tejado cuadrado de la residencia de un noble cerca del palacio real, Ushoran podía oír los débiles cánticos de los sacerdotes y las exclamaciones asustadas y casi suplicantes de la multitud que llenaba la gran plaza fuera de los templos deteriorados. En otras partes, la gran ciudad estaba a oscuras y en calma, incluso aunque era temprano para lo que acostumbraban los lahmianos. Podía recordar un tiempo en el que las plazas de los mercados y los distritos de placer estaban llenos de ruido y movimiento mucho después de la medianoche y palanquines lujosamente decorados iban y venían a todas horas entre las casas situadas en la gran colina de la ciudad y los garitos de juego cerca de los muelles. Ahora las casas tenían los postigos cerrados y las casas de placer habían cerrado sus puertas. Incluso abajo en el puerto, las tripulaciones de las embarcaciones mercantes bajaron y atrancaron las escotillas que llevaban a las cubiertas superiores. Aquellos ciudadanos que no estaban rogando salvación abajo en el barrio de los templos estaban acurrucados en la oscuridad, asustados por el terrible presagio que manchaba el cielo oriental.

Nadie podía decir a ciencia cierta de qué se trataba. Desde luego, nadie con vida en Nehekhara había visto algo semejante. Se extendía como una cinta de humo resplandeciente por el cielo, un pendón de dos colas de un cambiante color opalino que trazaba un arco muy por encima del rumbo de Neru y la vengativa Sakhmet. La cabeza del pendón era más redonda y brillante que el resto y relucía casi con la misma intensidad que la misma Neru. A Ushoran le recordaba a una ardiente piedra de catapulta, como las esferas de hueso que cayeron del cielo en Mahrak, hacía tantos siglos. Recordó el terror que sintió, viéndolas colgar suspendidas en el aire por encima del campo de batalla y preguntándose dónde caerían.

Una palpable sensación de fatalidad se cernía sobre la ciudad. Los ciudadanos de Lahmia se estaban desesperando; habían tenido miedo durante demasiado tiempo, atrapados en el interior de las murallas de la ciudad y viendo cómo desaparecían amigos y vecinos, noche tras noche. Los agentes de Ushoran le advirtieron de murmullos furiosos en las plazas de los mercados y las tabernas. La gente había perdido la fe en el rey y la divinidad de la línea de sangre real. Las ofrendas recibidas en el Templo de la Sangre habían ido disminuyendo durante años y luego cesaron por completo cuando apareció el augurio celestial. La gente de Lahmia ya no esperaba que sus gobernantes los socorrieran, lo que era muy mala señal.

Sólo sería cuestión de tiempo antes de que Neferata se percatara de la ausencia de ofrendas en el templo. Se emitirían edictos a través del palacio, exigiendo la veneración del pueblo. Correría la sangre, pero sería en las alcantarillas de la ciudad en lugar de en los cuencos de ofrendas del templo.

Por el momento, sin embargo, ese era el menor de los problemas de Ushoran.

El Señor de las Máscaras se puso en cuclillas en el borde del alto tejado del edificio y se lanzó al aire. La empinada colina caía debajo de él y, durante un mareante instante, dio la impresión de que quedaba suspendido en el cálido aire nocturno. Ushoran echó los labios hacia atrás en una mueca espantosa mientras descendía bruscamente hacia el este y notó el sabor de la brisa salada mientras caía hacia los apiñados tejados de las casas, dieciocho metros más abajo. Aterrizó con facilidad, con los anchos pies separados sobre los ladrillos de barro cocido, se impulsó hacia delante a cuatro patas como si fuera un simio de la jungla trotando y saltó hacia el cielo una vez más.

Fue de tejado en tejado, de un barrio al siguiente, bajado por la larga ladera y en dirección este, hacia los muelles. Cuanto más avanzaba, más evidente se hacía la decadencia de la ciudad. Los barrios de los nobles todavía estaban relativamente limpios y había pequeños grupos de vigilantes pagados en las esquinas de las calles para mantener la ilusión de orden. Los distritos vecinos, donde vivían los mercaderes y armadores más ricos de la ciudad, estaban llenos de casas tapiadas que habían sido transformadas en pequeñas fortalezas a los largo de los años y ahora mostraban indicios de creciente deterioro. Más de una vez, los sentidos sobrenaturales de Ushoran detectaron grupos de vigilantes nocturnos merodeando por los patios de las casas más adineradas o atisbando hacia la oscuridad desde los tejados en sombras. Ninguno advirtió su rápido y silencioso paso… o, si lo hicieron, se acurrucaron aterrorizados y no se atrevieron a dar la alarma, por miedo a llamar la atención sobre ellos mismos.

Donde terminaba el dinero, la decadencia de la ciudad se hacía tremendamente patente. Después del barrio de los mercaderes estaban los modestos hogares de una sola planta de los montadores de barcos y trabajadores portuarios de Lahmia, que Ushoran había llegado a conocer bien. En otro tiempo, durante el auge del comercio con las Tierras de la Seda, el distrito estaba concurrido y bien cuidado, si bien le faltaba algo de pulimento. Ahora era un lugar oscuro y miserable. Montones de basura se pudrían en los callejones y detrás de las tiendas de postigos cerrados, y las paredes de adobe de las casas estaban agujereadas y desmoronándose a causa del abandono Muchas familias tenían perros en los patios y las casas para mantener a raya a los ladrones (y los grupos de ratas hambrientas). Uno empezó a ladrar como loco cuando Ushoran aterrizó sobre el tejado de su dueño, provocando que otros se incorporasen también al aullido. Para cuando llegó al otro extremo del distrito, el aire estaba lleno de sus ladridos discordantes.

Más al este, las condiciones seguían empeorando. Los barrios pobres, donde en otro tiempo jornaleros no cualificados habían podido vivir y ganarse una precaria existencia, se habían convertido en suburbios plagados de desesperación. Casas vacías y semiderruidas presidían las calles llenas de charcos de excrementos líquidos que se habían filtrado hasta la superficie desde tuberías de alcantarillado bloqueadas o rotas. No era raro encontrarse cadáveres que habían rodado hasta las mugrientas alcantarillas, donde serían presa de las ratas o jaurías de perros hambrientos. Las propias personas que vivían en los deteriorados edificios eran poco mejores que animales. Durante un tiempo, le habían ofrecido a Ushoran un poco de deporte interesante, pero se había cansado rápido de sus ojos muertos y sus cuerpos escuálidos y maltratados.

Más allá de los suburbios, se encontraban los crecientes distritos mercantiles, mercados y garitos de placer que se alimentaban del comercio marítimo y atendían a ricos y pobres por igual. Éste era el verdadero corazón de la antigua ciudad, donde la gente de Lahmia hacía y perdía sus fortunas, celebraba victorias o ahogaba sus penas con vino, loto o los placeres de la carne. Durante los días de gloria del reinado de Lamashizzar, cuando la ciudad era la más rica del mundo civilizado, las tiendas nunca cerraban y una multitud de personas procedentes de toda Nehekhara iba y venía por, las calles formando una marea humana. Ya no; ahora la mayoría de los mercaderes y taberneros atrancaban sus puertas al caer la tarde y los antros de vicio sólo los frecuentaban los desdichados y los desesperados.

Ushoran se posó sobre el tejado de una taberna cerrada y se agazapó allí, escuchando con atención. El murmullo de la multitud en el distrito de los templos y el coro de perros ladrando a su espalda se mezclaron formando un estruendo de ruido lejano parecido al oleaje. El inmortal cerró los ojos, respirando hondo y catando el aire en busca de un olor muy concreto. Giró la cabeza despacio a derecha e izquierda, buscando sonidos reveladores entre las calles y callejones que se extendían entre su posición y los muelles.

Se quedó allí agachado durante horas, rodeándose las rodillas con los brazos, escuchando y probando los aromas del mundo furtivo que lo rodeaba. Oyó los pasos de los mendigos que avanzaban arrastrando los pies, los murmullos flemáticos de los borrachos y las invitaciones trémulas de las prostitutas de las esquina.

En una ocasión, ladeó la cabeza al oír los sonidos de una pelea en un callejón cercano. Unos puños golpearon carne y un hombre gruñó de dolor. Cuando Ushoran oyó dos voces discutiendo sobre las escasas pertenencias del hombre, volvió a acomodarse con el ceño fruncido y prosiguió su vigilia.

Por fin, bien pasada la medianoche, llegaron los sonidos que había estado esperando. Allá al sureste, a unas cuatro o cinco calles de distancia, el grito ahogado de un hombre, seguido por los chillidos desesperados e histéricos de una mujer joven. Luego, momentos después, Ushoran captó el olor cobrizo y acre de la sangre fresca.

El inmortal se puso en movimiento de pronto, saltando a través de callejones y tejados en dirección a los gritos. Para cuando los chillidos de la mujer de detuvieron bruscamente, Ushoran estaba a sólo dos calles de distancia. El olor de la sangre derramada le ardió en las fosas nasales y le provocó un hormigueo en la carne fría. Lo condujo de modo certero, como el hierro a una piedra imán.

En el último momento, mientras cruzaba el tejado de una casa de dados que se elevaba por encima de la fuente del tentador olor, el inmortal consideró su aspecto. Cubrió a toda prisa sus verdaderos rasgos con la fachada anodina y noble que le presentaba a Neferata y al resto de la Corte de la Sangre y luego bajó suavemente de un salto al callejón que se abría ante de él.

Cayó en medio de montones de basura, asustando a un grupo de ratas enormes que se habían ido reuniendo junto al cuerpo sin vida de una mujer escuálida cerca de la entrada del callejón. Su cuerpo yacía tirado en el barro maloliente, con la túnica raída desabrochada y un lado de la cabeza aplastado como una jarra de vino rota. El rostro de la prostituta se había paralizado en un boquiabierto rictus de terror y tenía las mejillas salpicadas de gotas de sangre fresca.

—No paraba de gritar.

Ushoran se volvió al oír el sonido de la voz aguda y nasal. A su derecha, a menos de cuatro metros de distancia, había un hombre corpulento despatarrado sobre un montón de basura, con las extremidades crispadas por la muerte. El cadáver tenía la cabeza echada hacia atrás y el grueso cuello desgarrado, dejando al descubierto trozos brillantes de cartílago roto. La sangre había empapado la parte delantera de la túnica marrón del cadáver y había salpicado la pila de basura en un amplio arco a ambos lados del cuerpo.

Una figura delgada con ropa oscura y sucia estaba agachada sobre el cadáver destrozado del hombre y le goteaba sangre oscura de la barbilla. Zurhas había cambiado mucho desde la última vez que Ushoran lo había visto. Su carne estaba blanca como la de un cadáver y brillaba con un lustre translúcido bajo la tenue luz de la luna. Unas venas oscuras le subían por el estrecho cuello y le cruzaban el cráneo calvo y protuberante, palpitando con vida robada. La piel se había tensado alrededor de la cara de Zurhas, haciendo resaltar sus pómulos afilados, el mentón hundido y la nariz prominente y angulosa. Tenía los ojos oscuros, pequeños y brillantes, con pupilas diminutas que reflejaban la luz como monedas pulidas. Más que a cualquier otra cosa, a Ushoran le recordó a una rata pálida y sin pelo. Incluso se apretaba las extrañas manos de dedos inusitadamente largos contra el pecho de una manera curiosamente parecida a la de un roedor.

—No la quería a ella —continuó el inmortal—. Le dije que se callara, que se fuera, pero no quiso escuchar. Gritaba y gritaba, así que tuve que hacerla callar.

Zurhas descruzó las manos e hizo un gesto hacia la mujer muerta. Gotas de sangre enfriándose le chorreaban de las garras oscuras y curvas.

—Puedes quedártela, si quieres.

Ushoran se quedó mirando a Zurhas. El brillo de locura que se reflejaba en los ojos de roedor del inmortal era inconfundible. No por primera vez, consideró la sensatez de su plan. Pero se estaba acabando el tiempo. La paciencia de Neferata casi había llegado a su fin. Había que hacer algo, y rápido, antes de que fuera demasiado tarde.

—Ya he comido —respondió el Señor de las Máscaras. Esbozó una insulsa sonrisa forzada—. Pero agradezco la oferta.

Zurhas se encogió de hombros y volvió a centrar su atención en el muerto que tenía a sus pies.

—Éste es al que yo quería —explicó—. Hizo trampas con los dados. No una vez, sino muchas. —Se llevó una garra a una oreja larga y puntiaguda—. He aprendido que los dados limados hacen un sonido muy característico. Lástima que no pudiera oírlo cuando era más joven. Qué diferente podría haber sido mi vida.

Se inclinó sobre el cadáver e introdujo dos dedos en la herida abierta Zurhas los sacó de nuevo y empezó a lamer las puntas hasta dejarlas limpia con delicadas pasadas de su lengua azulada.

—¿Sabes jugar a los dados, Lord Ushoran?

La frente lisa de Ushoran mostró un leve indicio de consternación.

—No me gusta mucho el juego.

Zurhas apoyó las manos en las rodillas y levantó la mirada hacia el Señor de las Máscaras.

—Y, sin embargo, aquí estás —repuso—. ¿Por qué si no tomarse la molestia de encontrarme?

Ushoran sintió que se enfurecía, meramente por una cuestión de orgullo.

—¿Molestia? Nada podría haber sido más sencillo…

Para su sorpresa, Zurhas dejó escapar un resoplido sibilante.

—Has estado buscando semanas —dijo el inmortal—. Te he visto que arrastrándote por los tejados, llevando un disfraz u otro.

Por un momento, Ushoran se quedó demasiado atónito para hablar. Le daba vueltas la cabeza. Si Zurhas no se había dejado engañar por sus disfraces, ¿qué pasaba con Ankhat o Neferata?

—No… no tenía ni idea de que fueras tan perspicaz —logró decir.

—No veo por qué deberías —contestó Zurhas—. Ninguno de vosotros me ha prestado nunca la más mínima atención. —Mostró los dientes en una espantosa sonrisa irregular—. Apuesto a que ni siquiera podrías decirme cuándo fue la última vez que asistí a la corte de la reina.

Una vez más, el Señor de las Máscaras se irritó.

—Como dije, no me gusta mucho el juego —respondió con frialdad. Zurhas encogió de sus hombros estrechos.

—Sinceramente, a mí tampoco me gustaba —dijo—. Pero no era lo bastante listo para el sacerdocios ni lo bastante valiente para ser soldado, así que ¿qué otra cosa podía hacer? —El inmortal soltó una risita forzada—. Por lo menos, cuando tenía monedas para apostar y un par de dados en la mano, la gente me prestaba atención.

—Cabalgaste con la escolta del rey en la batalla de Mahrak —señaló Ushoran—. Lo recuerdo con toda claridad.

—Oh, sí, Sí, así es —asintió el inmortal. Una pequeña sonrisa amarga le tiró de los labios ensangrentados—. Mi padre le pagó a Lamashizzar un generoso soborno para que pudiera unirme al séquito del rey. Calculó que sería más barato que pagar otro año de deudas de juego… y si moría en el campo de batalla y les evitaba futuras humillaciones, tanto mejor.

Zurhas suspiró.

—Naturalmente, no había ninguna posibilidad de que eso ocurriera. Los bastones de dragón se encargaron de ello. Observé la batalla desde detrás de un muro de infantería revestida de hierro y vi cómo los campeones del Usurpador volaban en pedazos a cincuenta metros de distancia. Lo más que sufrí fueron llagas por la silla de montar y ojos rojos por las nubes de polvo de dragón. —Sacudió la cabeza—. Después, cuando la batalla terminó y todo el mundo estaba saqueando el campamento de asedio del enemigo, tuve mi propio momento de gloria. Encontré un cofre lleno de monedas de oro escondido en una de las tiendas que pertenecían a los inmortales de Nagash. Todos los demás lo habían pasado por alto, pero yo lo descubrí enseguida. No puedes ocultarle oro a un jugador. Mi padre conocía bien esa lección.

El inmortal extendió las manos manchadas.

—Vi mucho al rey después de aquello. Pasaba casi todas las tardes en su tienda, bebiendo vino y derrochando mi recién encontrada riqueza. —Zurhas dejó escapar un silbido bajo—. Era el peor tramposo que he visto, pero claro, él podía permitírselo. Era el rey.

La mirada de Zurhas se posó en el cuerpo retorcido del jugador. Lo estudió en silencio, como si lo viera por primera vez.

—Para cuando llegamos a la Ciudad Viviente no me quedaba ni una moneda, pero seguía siendo uno de los invitados personales de Lamashizzar. —Suspiró de nuevo—. Me enorgullecía de que él yo nos habíamos hecho amigos. Una noche, me pidió ayuda. Me lo pidió, como si él y yo fuéramos iguales. Naturalmente, acepté. Y luego, cuando me di cuenta, estábamos siguiendo a Arkhan el Negro al corazón de la pirámide de Nagash. Para entonces, claro, ya no había vuelta atrás. —Zurhas miró a Ushoran, con una extraña mirada de angustia en sus ojos hundidos—. Llevamos el cuerpo de Arkhan y los libros de Nagash de vuelta al campamento de madrugada. Todo el camino, me pregunté cuándo volvería Lamashizzar su bastón de dragón contra mí. Pero nunca lo hizo.

Ushoran intentó sonar comprensivo.

—Aparte de lo demás, seguía siendo tu primo.

Y algunas tareas de ínfima importancia eran demasiado delicadas para confiárselas a esclavos, pensó el Señor de las Máscaras.

—Debería haberme negado —continuó Zurhas—. Cuando regresamos a Lahmia, debería haberle dicho al rey que no quería tener nada que ver con sus planes. —Frunció el entrecejo—. Pero ¿qué habría ganado con eso? Un cuchillo en la espalda o veneno en mi copa, probablemente. Mientras siguiera con el juego, existía la posibilidad de que mi suerte cambiara. El rey me necesitaría para alguna tarea importante y me convertiría en alguien valioso… como tú o Lord Ankhat.

—¿Eso es lo que quieres, Zurhas? —preguntó Ushoran—. ¿Ser alguien importante? ¿Una persona de poder e influencia?

—Ahora ya no es posible —respondió Zurhas—. Neferata se encargó de ello.

El Señor de las Máscaras esbozó una sonrisa forzada.

—¿Y si te dijera que la suerte de la reina había cambiado por fin?

Zurhas miró a Ushoran de reojo.

—¿Qué quieres decir?

—¿No es evidente? —Ushoran extendió las manos—. Las señales están por todas partes. Mira cómo ha sufrido la ciudad, desde que se obsesionó con ese idiota de Alcadizzar. Ahora ya no piensa en nadie más que en sí misma y ha empujado a Lahmia al borde de la sublevación. Es el momento propicio para un cambio.

El inmortal se quedó mirando a Ushoran, con los ojillos redondos brillantes de miedo.

—No puedes desafiarla —dijo—. Ninguno de nosotros puede. Es demasiado poderosa.

Ushoran sonrió.

—Tal vez. Pero ¿y si tuviéramos ayuda?

Zurhas frunció el entrecejo.

—No lo entiendo. ¿Qué clase de ayuda?

—Una alianza —contestó Ushoran—. Con el único ser en la tierra lo bastante poderoso para inclinar la balanza en contra de Neferata: el Rey Imperecedero.

—¿Nagash? —Zurhas se apartó de Ushoran, abriendo mucho los ojos por el miedo—. ¡No sabes lo que estás diciendo!

—¡Está vivo, Zurhas! Cómo, no lo sé, pero desde la batalla de Mahrak ha estado aguardando el momento oportuno en los páramos, haciendo acopio de fuerzas. —Ushoran señaló hacia el norte—. Tú sentiste su presencia durante la noche de la Bruja Verde, igual que el resto de nosotros. ¿Lo niegas?

Zurhas hizo un gesto negativo con la cabeza a su pesar.

—No —respondió.

—Durante diez años, he tenido agentes registrando las inmensidades desiertas en busca de la fortaleza de Nagash —dijo Ushoran—. El costo fue enorme, pero al final la encontré. —Dio un paso hacia Zurhas, bajando la voz hasta casi un susurro—. Está muy cerca, Zurhas. A sólo unas pocas semanas a caballo en dirección norte por la costa. Y se está preparando para su regreso a Nehekhara. Mis agentes han visto el humo que sale de sus forjas. Pronto, muy pronto, sus ejércitos marcharán una vez más.

—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —protestó Zurhas—. Lahmia fue neutral durante la guerra.

—Hasta el momento en el que traicionamos a Nagash, quieres decir —contraatacó Ushoran—. ¿Piensas que lo ha olvidado? No, Lahmia será la primera ciudad en sufrir la ira de Nagash… a menos que lleguemos a un acuerdo con él primero.

—¿Qué clase de acuerdo?

Ushoran sonrió.

—Simplemente esto. Si nos ayuda a derrocar a Neferata y tomar el control de la ciudad, Lahmia se aliará con él en su campaña contra el resto de Nehekhara.

Zurhas frunció el entrecejo mientras apretaba las manos contra el pecho. Entrecerró los ojos con actitud pensativa.

—¿Y qué pasa con Ankhat? Él es leal a la reina.

—Ankhat es leal a quien quiera que ostente la corona —respondió Ushoran—. Si Neferata cae, cambiará de bando rápidamente… o, de lo contrario, sufrirá la misma suerte. Con el apoyo de Nagash, no tendrá ninguna posibilidad. ¡Piensa en eso! No habría más necesidad de secretos, no más andar merodeando en las sombras. ¡Gobernaríamos la ciudad abiertamente y la gente nos veneraría como a dioses!

Zurhas se quedó mirando a Ushoran un momento, con expresión cada vez más suspicaz.

—¿Por qué me cuentas nada de esto? —preguntó.

—Porque no puedo hacer esto solo —contestó Ushoran—. Alguien tiene que ir a ver al Rey Imperecedero y negociar la alianza. Yo no puedo ir, porque Neferata requiere mi presencia en el templo todas las noches. Tú, por otra parte, podrías abandonar la ciudad durante varias semanas seguidas y no levantar las sospechas de nadie.

Sin pensarlo, extendió la mano y agarró el brazo del inmortal. La carne que había bajo la túnica mugrienta era dura y fría como el mármol.

—¿No te das cuenta? Éste es el momento que has estado esperando, Zurhas. Tu suerte por fin ha cambiado. Ahora el futuro de toda la ciudad descansa en tus manos.

La mirada de Zurhas se posó en sus palmas manchadas de sangre. Después de un momento, esbozó una leve sonrisa.

—¿Compartiríamos el trono? —inquirió.

El Señor de las Máscaras sonrió.

—Discutiríamos los asuntos de estado y tomaríamos las decisiones importantes de forma conjunta, pero la corona sería sólo tuya. A mí no me interesa esa clase de atención.

Zurhas asintió con la cabeza. Luego, su sonrisa se volvió perversa.

—Estás corriendo un gran riesgo —comentó—. ¿Qué me impide cerrar mi propio trato con Nagash y quedarme con todo?

«Que no posees la inteligencia ni las agallas», pensó Ushoran. «¿Por qué crees que te elegí en primer lugar?». Fingió una sonrisa nerviosa y trató tic disimularla con un encogimiento de hombros.

—La ventaja es tuya. Pero soy mucho mejor amigo que enemigo —respondió Ushoran.

Zurhas se rio —un sonido horrible y ronco, como el aullido de un chacal— y le dio una palmada a Ushoran en el hombro.

—Tienes razón, por supuesto —dijo, pero el brillo perverso nunca abandonó sus ojillos redondos y brillantes—. Sólo quería asegurarme de que nos entendíamos.

—Naturalmente —contestó Ushoran.

Ya había empezado a hacer planes para el fallecimiento de Zurhas, en cuanto se hubiera ultimado el acuerdo con Nagash.

—¿Cuándo me voy? —preguntó Zurhas.

—Tan pronto como sea posible —respondió Ushoran.

Se estaban quedando sin tiempo. Podía sentir que la paciencia de Neferata casi se había agotado. Si no sucedía algo pronto, sería él el que colgara del potro de tortura en la cámara de audiencias de la reina.

—Tengo que redactar documentos para que se los presentes a Nagash, detallando las condiciones de la alianza. Te proporcionaré varios agentes de confianza para que te sirvan de criados, junto con cartas de tránsito falsificadas que te permitirán salir de la ciudad.

—Si la fortaleza de Nagash se encuentra al norte, ¿por qué no viajo en barco por el estrecho?

Ushoran negó con la cabeza.

—Demasiado llamativo. Lord Ankhat cuenta con sus propios agentes, y estos vigilan los muelles de cerca. Es mejor viajar por tierra, con un grupo lo más pequeño posible. Tus criados han sido bien adiestrados; te encontrarán un refugio adecuado antes de que amanezca y te protegerán durante el calor del día. —Hizo un gesto hacia la ropa harapienta de Zurhas—. También tendremos que encontrarte prendas apropiadas para un enviado real.

—Por supuesto —dijo Zurhas. Su sonrisa se ensanchó, dejando ver una boca llena de dientes irregulares y amarillentos—. No queremos dar mala impresión.

El inmortal echó la cabeza atrás y se rio socarronamente hacia el cielo. Ushoran sonrió, ocultando su desprecio. Tenía que trabajar con las herramientas de las que disponía, se recordó a sí mismo. En cuanto se hubiera sellado la alianza y se hubieran encargado de Neferata, habría tiempo de sobra para deshacerse de Zurhas.

Los dados habían estado cargados desde el principio, y el muy idiota no había sospechado nada.

* * *

El ulular de un búho resonó en el bosque al suroeste del campamento de bandidos. Alcadizzar se despertó de inmediata, apartó a un lado la pesada capa y se puso en pie en silencio. A su alrededor, la docena de miembros de la tribu que se habían ocupado de la guardia diurna seguían durmiendo, con las cabezas apoyadas en las sillas de montar y aferrando con las manos las empuñaduras de sus espadas.

El campamento se encontraba diez metros dentro del enmarañado bosque que se extendía a lo largo del pie de las montañas al norte de la apretada necrópolis de Lahmia. Faisr y el resto de la guardia nocturna estaban agazapados bajo las sombras justo dentro de la línea de árboles, escudriñando con cautela el terreno escabroso que se extendía en forma de media luna algo más de medio kilómetro hacia el suroeste en dirección al camino comercial oriental de la ciudad. El mar de Cristal era una línea azul cobalto que se extendía a lo largo del horizonte hacia el este. La colina de central de Lahmia, que estaba rodeada de blancas casas solariegas y las torres del palacio real, se elevaba justo por encima de la línea de crestas irregulares al sur. Un grupo a caballo que se dirigiera al norte desde la ciudad quedaría oculto mientras pasaba por estas estribaciones. Faisr y el resto de los bani al-Hashim estuvieron de acuerdo en que era el lugar ideal para una emboscada.

El cometa de dos colas brillaba en el cielo por encima de la lejana ciudad, bañando la cordillera y el suelo rocoso con una pálida luz azul. Sus tutores lybaranos habían hablado de avistamientos similares y habían expresado numerosas teorías acerca de su propósito en el cosmos. Algunos creían que eran fragmentos de estrellas rotas, escorándose por el cielo. Otros insistían en que eran augurios de conocimientos ocultos; acertijos arcanos planteados por Tahoth, el dios del conocimiento. Fuera cual fuera la verdad sobre sus orígenes, todos los filósofos celestiales estaban de acuerdo en que vaticinaban conflictos. El fuego y el tumulto los seguían.

Éste era el pendón sobre el que le había advertido Ophiria, hacía tantos años. Lo había sabido desde la primera noche que Faisr se lo había señalado, semanas antes. Alcadizzar le había pedido al cacique doce miembros de la tribu y había partido antes del alba, dirigiéndose hacia el este lo más rápido que su caballo pudo llevarlo. Dos semanas más tarde, Faisr se había unido a él con otra docena de guerreros, y habían estado esperando desde entonces… a qué, Alcadizzar no sabía decirlo.

Ni una sola alma humana había pasado por las estribaciones desde la llegada de Alcadizzar. El área tenía un aspecto desolado y amenazante y era el hogar de manadas de chacales que entraban sigilosamente en la necrópolis de la ciudad cada noche en busca de sobras. Los miembros de la tribu habían encontrado indicios de senderos de caza por el bosque cuando llegaron, pero los caminos estaban llenos de maleza y no se habían utilizado en muchos años.

El grito del búho nocturno resonó de nuevo en el bosque, bajo e insistente. Faisr escuchó con atención mientras Alcadizzar se colocaba cuclillas cerca.

—Jinetes acercándose, se mueven rápido —dijo el cacique de pelo blanco. Le dirigió a Alcadizzar una mirada evaluadora—. ¿Esto es lo que has estado esperando?

—Sí —respondió Alcadizzar—. Tiene que serlo. —Se inclinó y le dio golpecito en el hombro a uno de los miembros de la tribu—. Yusuf, ve a despertar a los otros.

El guerrero asintió con la cabeza en silencio y desapareció entre los árboles. El resto de la guardia nocturna se puso a trabajar encordando sus potentes arcos de cuerno. Faisr se aflojó la espada en la vaina y le hizo unos ajustes rápidos a su túnica de asaltante, pero sus ojos no se apartaron nunca de Alcadizzar.

—Ubaid, ya sabes que confío en ti más que en todos los demás —dijo—. Cuando pediste una docena de mis mejores hombres, te los proporcioné sin preguntar. Cuando dijiste que los ibas a traer aquí, precisamente aquí, ni pestañeé. Pero ¿quizás ahora podrías explicarme qué carajo está pasando?

A Alcadizzar le dio un vuelco el estómago. Sabía que esto iba a suceder, tarde o temprano. ¿Cómo podría explicar más de ochenta años de engaño? ¿Qué haría Faisr cuando se diera cuenta de que le había estado mintiendo todo el tiempo?

Suspiró.

—Todo se aclarará, jefe. En cuanto las flechas hayan volado y nos hayamos encargado de los jinetes, te lo explicaré todo. Tienes mi palabra.

Faisr entrecerró los ojos, pero asintió con la cabeza de mala gana.

—Después, entonces.

* * *

El resto del grupo de asalto llegó del campamento y se situó rápidamente en posición. Flechas de plumas negras se clavaron en el suelo arenoso junto a cada arquero agachado. Un caballo relinchó suavemente a unos metros detrás de ellos; Alcadizzar se volvió y vio a media docena de hombres montados y preparados, por si acaso alguno de los jinetes escapaba a la emboscada inicial. Los guerreros del desierto eran todos hombres escogidos, cada uno de ellos un veterano de incontables incursiones. Conocían su oficio igual de bien o mejor que el mismo Alcadizzar. Lo único que éste podía hacer era preparar su espada y esperar mientras el sonido de los cascos resonaba por el terreno accidentado desde el sur. El sonido viajaba de un modo extraño por las estribaciones. El estruendo de los cascos retumbó por el aire nocturno durante muchos minutos antes de que los primeros jinetes aparecieran de repente ante su vista, surgiendo de una zona de terreno estéril cien metros al sureste.

Alcadizzar contó seis hombres, todos vestidos con ropa oscura y pañuelos de cabeza de color pardo, que cabalgaban rápido hacia el noroeste. Viajaban en un grupo apretado, sin prestarle atención al bosque oscuro ni al terreno perfecto para ocultarse que los rodeaba. Habían renunciado a la cautela en favor de la velocidad, sin duda pensando que no había nada que temer tan lejos de la ciudad. Alcadizzar le echó una mirada a Faisr e inclinó la cabeza respetuosamente. El honor de hacer saltar la emboscada le correspondía al cacique.

Faisr aceptó el honor con un gesto de la cabeza y una sonrisa depredadora. Calculó la velocidad a la que se aproximaban los jinetes y levantó la mano. Las cuerdas de los arcos crujieron mientras los arqueros elegían sus objetivos. Los jinetes eran blancos fáciles, la luz de la luna y el cometa recortaban su silueta a medida que se acercaban a la línea de árboles.

Cuarenta metros. Treinta. Veinte. A poco menos de veinte metros, los jinetes empezaron a alejarse de nuevo cuando cambiaron de rumbo para bordear el espeso bosque. Alcadizzar apretó el puño.

—¡Disparad! —exclamó Faisr entre dientes.

Dieciséis cuerdas de arco chasquearon y silbaron. Pesadas flechas de punta ancha titilaron por el aire, casi demasiado rápido para que las siguiera la vista. Desde tan de cerca, todas las saetas dieron en el blanco. Los caballos gritaron y se sacudieron, arrojando a los hombres de las sillas mientras se desplomaban.

Un jinete se puso en pie con dificultad, maldiciendo furiosamente y con el brazo izquierdo colgándole flácido; dos flechas se le clavaron en el pecho, haciéndolo caer de bruces. Un segundo hombre salió arrastrándose de debajo de su caballo muerto y trató de huir en dirección sur hacia la lejana necrópolis. Un único miembro de la tribu se puso de pie, con una flecha tensada pegada a la barbilla. Siguió la trayectoria del hombre que huía un momento y desplazó levemente la afilada punta de flecha hacia el cielo. La cuerda del arco vibró y un segundo después el hombre que corría pareció girar en el aire, intentando agarrar el asta que le había brotado entre los omóplatos. Se tambaleó, profirió un grito ahogado y luego se derrumbó.

Faisr aguardó por espacio de una docena de latidos mientras examinaba el lugar de la emboscada en busca de indicios de movimiento. Satisfecho, les hizo una señal a los miembros de la tribu para que avanzaran. Doce hombres dejaron a un lado sus arcos y salieron corriendo, acero en mano. Empezaron a moverse entre los cuerpos caídos, despachando a los hombres y caballos heridos con golpes rápidos y eficientes.

Alcadizzar dejó escapar un suspiro largo y silencioso. La emboscada había ido mucho mejor de lo que esperaba. Con suerte, sus instintos habían estado en lo cierto y no acababa de matar a media docena de hombres inocentes.

—Tendremos que registrarlos a todos —le dijo a Faisr—. Cualquier, detalle, por pequeño que sea, podría ser importante.

Faisr se cruzó de brazos y frunció el entrecejo.

—¿Importante para quién? ¿Quiénes son estas personas?

El momento había llegado. Alcadizzar no podía retrasarlo por más tiempo. Pero antes de que pudiera hablar, la quietud de la noche se rompió con un alarido salvaje e inhumano.

Allá en el campo de batalla, los guerreros del desierto se habían abierto paso en medio de los jinetes heridos. Alcadizzar se volvió justo a tiempo para ver cómo una figura demacrada se erguía de debajo de un caballo caído, arrojando al animal muerto por el aire como si fuera el juguete de un niño y dispersando a los tres miembros de la tribu que lo habían rodeado. El resplandor azulado del cometa se reflejó en la piel color tiza de la figura, prestándole a sus largas manos con garras y al cráneo sin pelo un brillo extraño y fantasmagórico. La criatura gruñía como un animal enloquecido, abriendo la mandíbula con avidez, y Alcadizzar sintió un escalofrío.

Los miembros de la tribu se tambalearon boquiabiertos al ver a la criatura… es decir, todos salvo Faisr al-Hashim. El sonido de su espada raspando la vaina al salir sacó a los demás de su estupor.

—¡Matadlo! —exclamó el cacique—. ¡En el nombre del Dios Hambriento, acabad con la criatura!

Los bani-al-Hashim se lanzaron hacia delante a la orden de Faisr, bramando gritos de guerra y blandiendo sus espadas. Se abalanzaron sobre el monstruo desde todos los lados. Las espadas destellaron, apuntándole al cuello y el pecho, pero la criatura zigzagueó como una víbora entre los golpes, esquivándolos con facilidad espantosa. Unas manos pálidas arremetieron con una velocidad antinatural; donde golpearon, la armadura se rompió, los huesos se hicieron pedazos y los órganos reventaron. Los hombres se desplomaron, tosiendo sangre, o sus cuerpos destrozados salieron despedidos hacia atrás como paja en un viento creciente.

Seis hombres murieron en un abrir y cerrar de ojos. Los miembros de la tribu que seguían con vida titubearon, asombrados por la ferocidad de la criatura. Una cuerda de arco zumbó y luego otra. La figura manchada de sangre giró apartándose del camino de la primera flecha, pero la segunda lo alcanzó en la parte alta de la cadera derecha. La criatura se tambaleó un momento, escupiendo maldiciones, y luego dos flechas más se le hundieron en el hombro y el pecho. Una cuarta saeta le traspasó la garganta y la ancha punta de la flecha salió por la parte posterior del pálido cuello en medio de un rocío de icor espeso. Los hombres de la tribu dejaron escapar un grito de triunfo… pero la esperanza les duró poco. Con un gruñido gorgoteante, el monstruo agarró la flecha con una mano con garras y la arrancó.

Más flechas silbaron por el aire. La criatura esquivó la primera, escupiendo icor, luego otra, pero la siguiente le perforó el muslo izquierdo. Partió el asta en dos con un golpe de la mano y entonces, de pronto, dio media vuelta y echó a correr en dirección sur hacia la necrópolis de la ciudad.

—¡Un caballo! —gritó Alcadizzar.

El monstruo ya no estaba a tiro de arco y corría por el terreno accidentado más rápido de lo que podría hacerlo el mortal más veloz. Un miembro de la tribu salió rápidamente del bosque, guiando al caballo Alcadizzar por las riendas; con un fuerte grito, el príncipe se subió a la silla de un salto y salió disparado detrás del monstruo a un frenético galope.

No podía permitir que el ser llegara a la necrópolis. En cuanto se introdujera entre los apiñados mausoleos, no habría forma de encontrarlo. Alcadizzar espoleó a su montura hacia adelante, cabalgando con fuerza por el terreno irregular.

Al principio, la distancia se redujo rápidamente, hasta que la criatura de tez pálida estuvo a poco más de doce metros. Pero la cordillera se acercaba rápido y al caballo le costaba salvar el terreno agreste. Por mucho que lo intentó, Alcadizzar no pudo acortar más el espacio.

Y luego, con una risa salvaje, Faisr pasó a su lado a toda velocidad, su flaco caballo del desierto se deslizaba como un fantasma sobre las rocas. El cacique sostenía una jabalina corta con lengüeta en la mano levantada, mientras la criatura empezaba a subir por la cresta que se extendía justo delante, Faisr se acercó a la carga a menos de doce pasos del ser y lanzó el arma. El proyectil partió veloz como un rayo y golpeó al monstruo en la espalda, justo debajo del omóplato izquierdo. La criatura dejó escapar un gemido de desesperación y cayó hacia adelante, volviendo a deslizarse de bruces por la empinada cuesta.

Faisr ya estaba de pie sobre el cuerpo de la criatura cuando Alcadizzar frenó a su caballo en la base de la cresta. Saltó de la silla, con la espada preparada, pero era evidente que el monstruo estaba muerto; la jabalina del cacique le había atravesado el corazón. Faisr levantó la mirada y sonrió con arrepentimiento mientras Alcadizzar se acercaba.

—Estoy perdiendo las esperanzas de llegar a convertirte en un jinete como es debido, Ubaid —dijo. Agarró el asta de la jabalina y lo usó de palanca para colocar a la criatura de lado—. En el nombre del Dios Hambriento, ¿qué es esta cosa?

Alcadizzar se acercó al monstruo con cautela mientras su mente vagaba de nuevo a aquella noche empapada en sangre en el dormitorio de la Neferata.

—Un sirviente de Neferata —contestó—. Un hombre, transformado mediante artes negras en una bestia bebedora de sangre.

El príncipe levantó la espada. La pesada hoja bajó con un destello, cortando la cabeza del demonio de un solo golpe. Sorprendentemente, el cuerpo de la criatura se contrajo al sentir el golpe, como si aún quedase alguna pizca de vitalidad en sus extremidades. Se estremeció espasmódicamente un momento y luego, por fin, se quedó inmóvil.

Armándose de valor, Alcadizzar se agachó y recuperó la cabeza cortada del monstruo. Ésta era la prueba que había estado buscando casi un siglo. Por fin, el destino de los gobernantes secretos de Lahmia estaba sellado.

Faisr estudió el espeluznante trofeo de Alcadizzar.

—Ya está hecho —dijo—. Las flechas han volado y seis de nuestros hermanos yacen muertos sobre la arena. Ahora me debes una explicación.

El príncipe se quedó mirando el cielo estrellado. El cometa de dos colas parecía rizarse justo sobre sus cabezas, como un pendón de batalla. Alcadizzar le dio las gracias en silencio a Ophiria, luego respiró hondo y miró al cacique a los ojos.

—Lo primero que debes saber —empezó— es que no me llamo Ubaid.