17: Preparativos de guerra

17

Preparativos de guerra

Nagashizzar,

en el 106.º año de Asaph la Bella

(-1.211, según el cálculo imperial)

Un asesino-explorador vestido de negro salió del ancho sendero plagado de sombras que recorría la gran caverna y se acercó correteando en silencio a Lord Eshreegar. Los dos conversaron un momento en voz baja y el Maestro de Traiciones asintió con la cabeza con frialdad. Mientras el explorador volvía a desaparecer en las sombras, Eshreegar volvió la cabeza encapuchada y le hizo una señal afirmativa a Eekrit. Los esqueletos venían.

Eekrit pudo sentir a los adláteres de Nagash acercándose mucho antes de ver el brillo verde de sus ojos u oír el crujido seco de sus pasos. Lo sintió en sus viejas articulaciones y en el fondo de la garganta, a medida que el aire denso y maloliente de la gran caverna se volvía frío y húmedo como una tumba. Apretó los dientes y se apoyó con fuerza en el nudoso bastón de ciprés que sostenía en la pata mientras se levantaba con mucho dolor de la silla de madera que sus esclavos habían traído del gran salón. Detrás de él, los rebaños de pieles verdes con grilletes también notaron el cambio y llenaron el resonante espacio con un creciente coro de gruñidos, aullidos y chillidos. Los traficantes de esclavos les bramaron a las bestias aturdidas por las drogas, azotándoles las espaldas cubiertas de cicatrices con látigos tachonados de metal para mantenerlos alineados.

En cuestión de momentos, dos misteriosas luces sepulcrales surgieron de la penumbra. El hueso raspó la piedra áspera y viscosa. Una figura apareció, vestida con harapos mohosos y sosteniendo una espada de hierro manchada de herrumbre. Eekrit ya había visto a este cadáver en particular varias veces, pero no podía decir a ciencia cierta qué era. Irradiaba poder, como uno de los tumularios del kreekar-gan, pero poseía mucha más inteligencia que el resto. Tenía los dientes negros e irregulares como ébano astillado, lo que le proporcionaba a su cráneo un permanente gruñido entrecortado.

Detrás de la figura avanzaba una larga hilera de encorvados esqueletos amarillentos, envueltos en pútridos fragmentos de ropa y pedazos de carne mohosa. Se movían en parejas, cada una de las cales transportaba un pesado cofre de madera entre los dos. Sus cráneos protuberantes se movían de un lado a otro y mantenían los hocicos levantados como si olfatearan el aire buscando a sus compañeros de clan perdidos. Aunque sin duda Nagash mantenía miles de esqueletos humanos en servidumbre, al parecer al rey funerario le divertía enviar a los cadáveres skavens a negociar con el Imperio Subterráneo.

—Junto a la balanza, maldita sea —gruñó Eekrit señalando con el bastón hacia el enormes aparato de madera y bronce situado a su derecha.

Cada tres meses, siempre era lo mismo. Mientras la criatura de dientes negros le lanzaba una mirada de odio al skaven, los esqueletos giraron despacio con la mirada clavada en la balanza como si acabara de brotar del suelo de la caverna. A continuación, de dos en dos, se acercaron arrastrando los, pies y dejaron sus cargas para que las valorasen. Eekrit agitó una pata en un gesto de impaciencia y un pequeño grupo de skavens vino corriendo a pesar los cofres de piedra divina y sumar los resultados. El antiguo señor de la guerra observó el proceso con una expresión malhumorada en la cara y se preguntó una vez más si no habría cometido un terrible error.

—Una copa envenenada o el cuchillo de un asesino tiene que ser un destino mejor que este —masculló para sí.

—No, según mi experiencia —respondió Eshreegar mientras se unía a Eekrit cerca de la chirriante balanza.

Aunque ya estaba casi ciego por la edad y las lesiones sufridas durante la guerra, su oído seguía siendo tan fino como siempre.

—Pero, sobre gustos…

Eekrit fulminó con la mirada al Maestro de Traiciones.

—¿Quieres que nos cambiemos los papeles, entonces? —dijo con sorna—. Yo podría darles órdenes a tus exploradores y enviarle informes a Velsquee, mientras tú miras libros de contabilidad mohosos y aguantas… esto —agitó un brazo en dirección a los malolientes rebaños de pieles verdes en movimiento— un día tras otro.

Eshreegar se cruzó de brazos y suspiró.

—Bueno, Velsquee no está precisamente contento con los informes, por si sirve de algo.

—No, me imagino que no —contestó Eekrit, dando irritados coletazos.

El rey funerario había empezado a restablecer sus fuerzas el mismo día que se había cerrado el acuerdo comercial y no se había detenido desde entonces. Las fundiciones funcionaban día y noche, escupiendo enormes nubes de gases asfixiantes al aire por encima de la montaña, mientras cuadrillas de obreros no muertos abrían docenas de nuevos pozos en las profundidades de la ladera de la montaña. Se habían reconstruido torres inclinadas y edificios derrumbados a un ritmo cada vez mayor, a medida que enviaban a cada vez más bárbaros norteños a servir en los salones del rey funerario. Al volver la vista atrás, le daba rabia pensar lo cerca que habían estado de la victoria. Debería haber escuchado a sus instintos desde el principio y haber arrojado todo lo que tenía en un ataque final. Habría sido mucho mejor haberlo intentado —y posiblemente fallado— que quedarse sentado en medio de este montón de basura un deprimente año tras otro.

Los tasadores se pusieron a trabajar abriendo cada uno de los cofres. Una luz verde surgió con fuerza de cada uno; dentro había lingotes de piedra divina refinada cuidadosamente apilados. A media libra de piedra por cada cien libras de carne o tesoros, los skavens habían aprendido a maximizar sus beneficios desde el principio comerciando en pieles verdes grandes y musculosos y cajas de minerales pesados. Las riquezas que estaban cosechando de la montaña no se acercaban ni de lejos a la cantidad que habían extraído durante la guerra, pero aún así era una suma exorbitante desde cualquier punto de vista normal. Ver tanta piedra preciosa en un solo lugar siempre hacía que a Eekrit le temblara el hocico.

Uno por uno, los cofres fueron pesados. Dos escribas —uno del clan de Velsquee y otro contratado por el propio Eekrit— apuntaron el valor en sus libros de contabilidad. Cuando se completara el proceso, los dejarían bajo fuerte vigilancia hasta el día siguiente, cuando un contingente de los heechigar de Velsquee vendría a recogerlos y llevarlos a la Gran Ciudad. Allí, Velsquee les vendería la piedra a los otros clanes y compartiría los beneficios con Eekrit y Eshreegar. Eekrit no tenía ninguna duda de que Velsquee los estaba desangrando en el proceso, como haría cualquier skaven que se precie. A pesar de ello, el antiguo señor de la guerra ya había amasado una fortuna considerable a lo largo de los últimos años. Otra década más o menos y podría comprarse su salida del exilio.

Desde luego, no parecía que tuviera ningún sentido quedarse. Nagash se había vuelto demasiado poderoso. Si el viejo y loco Qweeqwol tenía razón acerca de los propósitos del nigromante, Eekrit no quería estar cerca de la montaña cuando el rey funerario pusiera en marcha sus planes.

—¡Cuántos cofres! ¡Qué riquezas tan magníficas! Es-es agradable a la vista, ¿verdad?

Eekrit parpadeó, la voz nasal que sonó a su derecha lo sacó de su ensimismamiento. Le echó un vistazo al enjuto skaven más joven que se había acercado sigilosamente a su lado. Echó las orejas ligeramente hacia atrás en un gesto de irritación.

—No empieces, Kritchit. No estoy de humor.

Kritchit se retorció las patas nudosas y le ofreció al antiguo señor de la guerra su sonrisa más empalagosa. Eekrit pensó que el traficante de esclavos parecía un trozo de cartílago a medio masticar. Tenía los hombros encorvados, el izquierdo un poco más alto que el derecho, y le faltaba un perceptible pedazo de carne del muslo izquierdo, lo que le hacía arrastrar la pierna al caminar. Docenas de viejas cicatrices cubrían la cabeza y los brazos de Kritchit y le habían mordisqueado las orejas hasta que no eran más que bultos. Era un auténtico horror a la vista y además olía a carne podrida. Durante años, él y su banda de salvajes habían cogido el oro de Velsquee y recorrido las montañas en busca de esclavos humanos y pieles verdes. Era astuto, despiadado y uno de los sinvergüenzas más codiciosos que Eekrit había conocido.

—¿Humor? ¿Cómo puedes estar de un humor que no sea magnífico, mi señor? —Kritchit extendió las patas, abarcando la larga hilera de cofres—. ¿No has sido bendecido? ¿No tienes ante ti una enorme cantidad de riquezas, mayor que la cuota de cualquier conquistador?

Eekrit entrecerró los ojos, furioso.

—Extraíamos de la montaña la misma cantidad todos los días durante la guerra.

Kritchit se rio entre dientes.

—Oh, sin duda, sin duda —contestó con condescendencia—. Pero esto de aquí… esto es un regalo, ¿no? Te ha caído como fruta madura en la pata tendida. ¿Has sudado, sufrido y sangrado por este tesoro? No, por supuesto que no. No has tenido más que quedarte aquí recostado, rodeado de lujos, mientras mi audaces asaltantes y yo cazamos día y noche en tu nombre.

El antiguo señor de la guerra cruzó las patas.

—Estás haciendo esto por Velsquee, no por mí —gruñó—. Yo no soy más que un contable.

Kritchit suspiró en un teatral gesto de cansancio, haciendo caso omiso de la respuesta Eekrit.

—La vida de un asaltante es una dura, mi señor. Muchas penurias. Mucho peligro. Días y noches en espacios fríos y abiertos, sin tan siquiera una madriguera en la que refugiarte.

—¿En serio? No tenía ni idea.

—Y los pieles verdes… Sólo quedan unas pocas manadas, y son los más mezquinos y listos de todos. —El traficante de esclavos sacudió la cabeza cubierta de cicatrices con tristeza—. Hubo muchos combates. Perdí a muchos buenos guerreros. Algunos eran como compañeros de camada para mí.

Eshreegar soltó un sonido de indignación.

—Se acabó —soltó el Maestro de Traiciones—. Lo voy a matar.

El antiguo señor de la guerra detuvo a Eshreegar levantando una pata.

—Una parte, Kritchit. Igual que siempre.

Kritchit se irguió cuan alto era, lo que tuvo el desafortunado efecto de hacerle parecer un poco torcido. Su pata derecha se posó en el mango del látigo enrollado que le colgaba del cinto.

—¿Que justicia hay-hay en eso? —protestó—. ¡Yo hago todo el trabajo, corro todos los riesgos! Tengo guerreros a los que pagar, parientes a los que sobornar. Tengo-tengo gastos.

—Una parte, Kritchit.

—¡Ha sido una parte durante los últimos diez años! ¿Sabes cuánto cuestan las cosas estos días? —Kritchit señaló hacia el revuelto rebaño de esclavos—. ¡Estas bestias mataron a una docena de mis guerreros cuando tomamos su campamento y luego dejaron malheridos a otros dos más-más de camino aquí! ¿Cómo esperas que los-los reemplace? —Kritchit se pasó la lengua por los largos dientes delanteros—. Tres partes, esta-esta vez.

—¿Estoy hablando demasiado rápido para ti, Kritchit? ¿Debería usar palabras más cortas? Una. Parte.

—¡Dos partes! —El traficante de esclavos extendió la pata hacia la hilera de cofres—. ¡Mira-mira todo eso! ¡Velsquee nunca lo echará en falta!

Eekrit suspiró.

—He cambiado de opinión —comentó—. Eshreegar, mátalo.

—Espera un momento…

Eshreegar había sacado un cuchillo y estaba a punto de echarse encima de Kritchit cuando de pronto estalló un alboroto en el otro extremo de la caverna. Los pieles verdes bramaron y gruñeron, sacudiendo sus pesadas cadenas y agitando a todo el rebaño. Los comerciantes de esclavos les respondieron con gritos y sus látigos silbaron malévolamente por el aire frío y húmedo.

Eekrit se volvió y vio una columna de fornidos skavens con armadura apartando a los traficantes de esclavos a empujones mientras entraban por la fuerza en la caverna procedentes de uno de los anchos túneles que conducían desde la montaña hasta la Gran Ciudad.

—¿De qué va esto?

Eshreegar hizo una pausa, con el cuchillo preparado para atacar a Kritchit. Miró a los lejanos skavens entrecerrando el ojo.

—Los heechigar de Velsquee —gruñó—. Llegan pronto.

La avalancha de guerreros alimaña entró en la caverna formando una gran columna, con las alabardas en ristre. Detrás de ellos, Eekrit avistó a un grupo de esclavos de espalda encorvada que trasportaba un bamboleante palanquín de madera. Abrió los ojos de par en par.

—Por la Gran Cornuda. ¿Qué está haciendo aquí?

—¿Velsquee? —preguntó Eshreegar—. ¿Después de todo este tiempo?

—Eso parece.

La cola del antiguo señor de la guerra se sacudió con inquietud. No podía entender por nada del mundo por qué el anciano Señor Gris se arriesgaría a realizar el largo y arduo viaje desde la Gran Ciudad, y eso le preocupaba enormemente.

Eshreegar soltó una tos discreta. Señaló con la cabeza hacia el traficante de esclavos.

—¿Todavía quieres que…?

El antiguo señor de la guerra volvió a mirar a Kritchit.

—No —le dijo a Eshreegar. Luego, para Kritchit, añadió—: ¡Qué suerte! Aquí está el Señor Gris Velsquee, que sin duda ha venido a compartir todos esos lujos por los que somos tan famosos por aquí. —Hizo un gesto en dirección al palanquín—. Deberías ir de inmediato y exigirle tus partes adicionales. Mi señor es conocido por su compasión y generosidad.

Kritchit se estremeció desde los bigotes hasta la punta de la cola.

—¡Oh, no! —chilló—. No, ni-ni se me ocurriría molestar a-a Lord Velsquee. —Tragó saliva—. No. Una parte es-es suficiente.

—Kritchit, tú sí que eres un ejemplo para todos nosotros —dijo Eekrit con sorna—. Ahora haz que tu banda se ponga en marcha y entrega los esclavos volando. —El antiguo señor de la guerra soltó un suspiro de irritación—. Tengo invitados a los que atender.

* * *

Eekrit y Eshreegar llegaron al gran salón justo antes que Velsquee. El antiguo señor de la guerra blandió su bastón y les gruñó órdenes a los pocos esclavos que le quedaban, enviándolos corriendo a despejar la peor parte de la basura de los pasillos antes de que llegara el Señor Gris. Mientras trabajaban, Eekrit hizo que Eshreegar forzara la puerta del salón que aún colgaba de los goznes; el anciano skaven logró empujarla casi por completo antes de que la madera podrida se soltara de los soportes y se estrellara contra el suelo en medio de una nube de polvo y moho. Después de eso, no había nada que hacer salvo situarse junto al estrado y esperar.

Minutos después, una compañía de guerreros alimaña llegó avanzando pesadamente por el pasillo y entró en fila en el salón. Llevaban a Velsquee tras ellos, montado en una litera que transportaban ocho esclavos con aspecto de estar agotados. Éstos pasaron entre las ordenadas filas de los heechigar y bajaron la silla al suelo con cuidado, a menos de un metro de donde aguardaba Eekrit.

Velsquee se levantó del asiento acolchado con mucho cuidado, apoyando con fuerza la temblorosa pata en un bastón de ciprés tallado con runas. Eekrit calculó que el Señor Gris tendría ya casi doscientos años; su vida se había prolongado mediante medios mágicos hasta sobrepasar con mucho la de un skaven normal. Ya no podía soportar el peso de las armas ni la armadura y, en su lugar, se envolvía en las capas de una gruesa túnica gris. Estaba perdiendo el pelaje blanco alrededor de las patas y la cara, dejando al descubierto la piel arrugada de debajo, y las orejas le colgaban lánguidas contra el cráneo. El Señor Gris soltó un gruñido de molestia mientras se incorporaba y dio un lento paso hacia delante. Los brillantes amuletos de piedra divina que le colgaban del cuello entrechocaron con suavidad mientras Velsquee contemplaba los tapices mohosos y podridos y la pila de madera carcomida que en otro tiempo había sido el caro trono de Eekrit. Cuando habló, su voz fue un chirrido burbujeante.

—Cómo han caído los poderosos, ¿eh, Eekrit?

Eekrit dio un coletazo, levantando más polvo.

—No queremos que Nagash piense que todavía reivindicamos la montaña, ¿verdad?

El Señor Gris se rio entre dientes y el aliento le pasó con un silbido entre los labios.

—Así es. Así es. —Levantó una pata paralizada y se la pasó por la boca—. ¿Tienes vino?

Eekrit suspiró.

—Vino sí tenemos, mi señor. Los cuencos, sin embargo, escasean. Tengo a mis esclavos buscando algunos ahora mismo. Perdóname, pero no teníamos idea de que venías.

Velsquee soltó un gruñido.

—No. Claro que no. De eso se trataba. Nadie sabe que estoy aquí.

—¿Ni siquiera el Consejo?

—Ellos los que menos.

Velsquee dio unos cuantos pasos vacilantes hacia los dos skavens más jóvenes.

—Por lo que esos idiotas saben, me he puesto enfermo y me he retirado a mi lecho.

La noticia sorprendió a Eekrit. En viajar a la montaña desde la Gran Ciudad y regresar otra vez se tardaban muchos meses. Velsquee estaba arriesgando mucho; al fingir enfermedad durante tanto tiempo, sus rivales en el Consejo pensarían que era presa fácil y comenzarían a maniobrar en su contra. Para cuando regresara a casa, Velsquee podría encontrar su poder erradicado y asesinos al acecho en cada sombra.

—En nombre de la Gran Cornuda, ¿qué está pasando? —soltó Eekrit. Velsquee se apoyó con ambas patas en el bastón.

—Tus informes a lo largo de los últimos años han sido muy preocupantes —comenzó diciendo.

—Así que los has leído, ¿verdad? —espetó Eekrit—. ¿En qué momento empezaste a preocuparte? ¿Fue al mencionar las legiones de guerreros no muertos que Nagash ha resucitado? ¿O tal vez fue el inmenso ritual nigromántico que el rey funerario llevó a cabo la Noche de la Gran Cornuda hace unos once años?

Velsquee entrecerró los ojos. Los heechigar llenaron la sala de audiencias de gruñidos amenazadores y apretaron más las patas alrededor de los mangos de sus alabardas.

—Ahora no es momento para sarcasmos —repuso el Señor Gris.

Eekrit hizo una pausa, apartándose del precipicio.

—Lo tendré en cuenta —contestó a regañadientes.

—Bien —dijo Velsquee. Suspiró—. Has puesto en tus informes que ya no crees que podamos derrotar a Nagash.

Eekrit miró al Señor Gris a los ojos.

—Eso es. Ahora es mucho más fuerte de lo que era antes de la guerra y no sólo en cuanto al número de guerreros a sus órdenes. Sus poderes nigrománticos también han aumentado. —Señaló con una garra en dirección a la gran caverna—. ¿Viste esos esqueletos? ¿Sentiste el frío que impregna sus huesos? Son mucho más poderosos que a los que nos hemos enfrentado antes. —El antiguo señor de la guerra se encogió de hombros—. Tiene demasiada piedra divina en sus criptas y ha contado con tiempo para mejorar sus defensas a lo largo de los túneles. Incluso con todo el peso del Imperio Subterráneo dispuesto contra él, dudo que pudiéramos imponernos.

El Señor Gris asintió con la cabeza. Al final, dijo:

—Creo que tienes razón. De hecho, hace tiempo que lo sospecho.

Eekrit apretó el puño. La ira y la frustración amenazaron con abrumarlo. Se obligó a hablar con toda la calma que pudo.

—En ese caso, ¿por qué seguimos aquí? ¿Por qué continuar proporcionándole esclavos y aumentando su fuerza?

—Porque nos permite estar presentes cerca del centro de poder del rey funerario —respondió Velsquee.

—¿Con qué fin?

El Señor Gris le echó una mirada al guerrero alimaña que se encontraba más cerca e hizo un gesto con la cabeza, tras lo cual el heechigar salió rápidamente de la cámara dando grandes zancadas.

—Desde el final de la guerra, han llegado informes preocupantes del Consejo de Videntes —explicó Velsquee—. Visiones de oscuridad y muerte, extendiéndose como una mancha por la faz del mundo. Eran cosas imprecisas al principio, pero desde la Noche de la Gran Cornuda, la claridad y la intensidad de las visiones se han incrementado.

Eekrit sintió que se le erizaba el pelo.

—Así que Qweeqwol tenía razón desde el principio.

La expresión del Señor Gris se volvió sombría.

—Teniendo en cuenta las cosas que he oído últimamente, es posible que esa vieja rata loca subestimara bastante las cosas.

Eekrit se echó a reír sin poder contenerse.

—Entonces, en nombre de la Gran Cornuda, ¿qué crees que puedo hacer yo al respecto?

Velsquee no respondió al principio. Poco después, el guerrero alimaña regresó transportando trabajosamente una pesada caja larga y estrecha en sus fuertes brazos. Atravesó la cámara con cuidado para situarse al lado del Señor Gris y dejó la caja en el suelo entre éste y Eekrit. La superficie estaba cubierta de intrincadas runas de protección y la tapa llevaba trece complejos sellos mágicos.

El antiguo señor de la guerra contempló los lados grises de la caja entrecerrando los ojos.

—¿Está hecha de plomo? —preguntó.

—Exactamente —contestó Velsquee con tono grave—. Y sellada con potentes hechizos por si fuera poco. De lo contrario, ya estaríamos todos muertos.

Eekrit se apartó ligeramente de la caja.

—¿Qué hay dentro?

—Un arma —dijo sencillamente el Señor Gris, pero había un dejo de temor reverencial en la voz del anciano skaven—. Un arma más terrible que nada que nuestra gente haya creado antes. Los mejores ingenieros-brujos del Imperio Subterráneo dieron sus vidas para fabricarla. Encargué que la forjaran en secreto, justo después del final de la guerra. Hicieron falta casi toda mi riqueza e influencia para verla terminada.

Eekrit clavó la mirada en la caja, sintiendo los primeros indicios de codicia ante el poder guardado dentro.

—Cuánto gasto —murmuró mientras sentía la tentación de alargar la pata y tocar el plomo hechizado.

Velsquee se encogió de hombros.

—Todo el oro del mundo no sirve de mucho si estás muerto —comentó. Señaló la caja con un gesto de la cabeza—. Si hay algún arma en el mundo que pueda destruir al rey funerario, es ésta. Y la voy a dejar aquí contigo.

—¿Conmigo? —repitió Eekrit—. ¿Aquí? ¿Justo delante de las narices del rey funerario?

—Mejor aquí que en la Gran Ciudad, a cientos de leguas de distancia —le espetó Velsquee—. ¿Crees que podrías acercarte lo bastante a Nagash para matarlo en este momento?

El antiguo señor de la guerra miró de reojo a Eshreegar, que soltó un resoplido de desdén.

—Por supuesto que no —contestó Eekrit—. Acabaríamos convertidos en ceniza —o algo peor— antes de llegar a menos de un kilómetro de él.

—Ya me lo figuraba —respondió Velsquee—. Pero el rey funerario está reuniendo todo este poder por una razón. Tarde o temprano, lo empleará. Sus ejércitos se pondrán en marcha y se lanzarán grandes hechizos.

Eshreegar cruzó las patas.

—Proporcionándonos una oportunidad —terció el Maestro de Traiciones.

Velsquee asintió con la cabeza.

—Y, cuando sea el momento oportuno, debes atacar. —Señaló la caja—. Entre los muchos encantamientos trabajados en los sellos hay un hechizo que nos alertará a mí y al Consejo de Vidente cuando se abra la caja. Cuando eso ocurra, nos reuniremos en la Gran Ciudad y te prestaremos toda la ayuda que podamos. Mientras tanto, nos encargaremos de que recibas las mejores pociones y amuletos para mantener tu salud y vigor. No queremos que te mueras de un ataque al corazón antes de completar la tarea.

De pronto, la caja ya no parecía ni con mucho tan tentadora. De hecho, Eekrit sentía un poco de nauseas con sólo mirarla.

—¿Cómo voy a saber cuándo ha llegado el momento? —protestó. El Señor Gris negó con la cabeza.

—No tengo ni idea. Ni siquiera los videntes pueden decirlo a ciencia cierta. —Suspiró y regresó despacio a su litera—. Observa y espera, Eekrit, observa y espera. Y una cosa más.

—¿El qué?

Velsquee se recostó en su silla.

—Recuerda la advertencia de Qweeqwol. Sólo alguien que también esté muerto tiene alguna esperanza de derrotar al rey funerario.

Tras un gesto del Señor Gris, los esclavos se colocaron la litera sobre los hombros. Sin una palabra de despedida, Velsquee dio media vuelta y partió del gran salón, probablemente por última vez. Atónito, Eekrit se volvió hacia Eshreegar.

—Oh, no. No me mires así —protestó el Maestro de Traiciones.

—¿Por qué no? Tú eres el maestro asesino.

—Velsquee no dijo que el trabajo requiriera un asesino —gruñó Eshreegar—. Sólo un estúpido cabrón que ya esté muerto… y no lo sepa. —Cruzó los patas en un gesto de irritación—. Ese podríamos ser cualquiera de los dos.

Por más que trató, Eekrit no pudo negarlo.