16: Un aullido llega del páramo

16

Un aullido llega del páramo

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el año 105.º de Djaf el Terrible

(-1.222, según el cálculo imperial)

Todo el mundo de Nehekhara conocía el relato de la virtuosa esposa de Ptra, Neru, y la celosa concubina de éste, Sakhmet, incluso en una época desprovista de dioses y sus bendiciones. Mientras que Ptra el Padre gobernaba en los cielos, según contaba la historia, Neru la Madre se ocupaba de los jardines de la otra vida y les daba la bienvenida a las almas de los muertos que se habían ganado su lugar en el paraíso. En el jardín la atendían sus numerosas hijas y la protegía un grupo de esfinges siempre vigilantes; pero cuando su marido concluía su trabajo diario y pasaba más allá del borde del mundo hacia el oeste, ella se levantaba del jardín y cuidaba de sus queridos hijos por la noche, manteniéndolos a salvo de las bestias de la naturaleza y los espíritus del yermo. Y, cada noche, la vengativa Sakhmet la seguía, observando con mirada torva a los hijos de los dioses e intrigando para usurpar el puesto de la amada esposa de Ptra. La mayoría de las noches, Neru triunfaba y sus veloces pies la guiaban por el cielo; pero, muy de vez en cuando, las artimañas de Sakhmet la confundían y la Bruja Verde usurpaba el lugar de Neru en el cielo. Cuando eso ocurría, toda la región temblaba de miedo, pues las criaturas de la oscuridad y las profundidades de la tierra se alzaban y empleaban sus males contra la humanidad.

Nunca antes en la historia de la humanidad, Sakhmet había usurpado el lugar de Neru durante el año de Djaf, dios de los muertos. Las implicaciones eran realmente trascendentales, pensó W’soran.

En consonancia con su naturaleza maliciosa, Sakhmet no seguía un rumbo predecible a través del cielo. Un gran número de sacerdotes había tratado de adivinarlo, en particular los del Culto Funerario de Settra, que se habían dedicado a la resurrección de las almas de los muertos. De entre todos ellos, Nagash era el que más se había acercado a predecir sus movimientos, basándose en las observaciones acumuladas del culto y aplicando fórmulas más complejas y visionarias que las que ningún otro sacerdote funerario hubiera intentado antes. Un tomo entero de los libros de Nagash estaba dedicado a sus observaciones, que predecían una ocultación durante el año centésimo quinto del ascendiente de Djaf.

* * *

Conforme a las predicciones del Rey Imperecedero, la fatídica noche había llegado.

W’soran había comenzado los preparativos para el ritual nocturno con muchos meses de antelación. Los sigilos adecuados se estudiaron, refinaron y dispusieron en el suelo del santuario con una mezcla de azogue y huesos humanos molidos. Se trajo el antiquísimo cráneo del rey maldito, Thutep, y se llevaron a cabo aún más rituales en la reliquia, para adecuarla mejor a los hechizos de W’soran. Sus siervos peinaron los astilleros y los suburbios en busca de niños, que morían cada noche bajo el cuchillo para sacrificios del nigromante. Sus energías vitales bullían en las venas marchitas de W’soran, preparadas para el eclipse que se avecinaba.

Lo había sentido a lo largo de los últimos días: una creciente alteración en el éter, como el incremento del viento antes de una feroz tormenta de verano. Cada noche, el rumbo de Sakhmet se fue acercando cada vez más a coincidir con el de Neru. W’soran anotó cada observación con cuidado, con los labios ajados estirados formando la sonrisa de una calavera mientras las piezas celestes se deslizaban cuidadosamente en su lugar.

Esta noche, las condiciones serían ideales. Sería imposible que W’soran fallase. Cuando el poder de Sakhmet separase el velo entre el mundo de tos vivos y el reino de los muertos, invocaría al espíritu de Nagash.

Los primeros pasos del ritual se iniciaron al atardecer, justo cuando la Bruja Verde apareció en el horizonte. Una docena de siervos atendían al nigromante, vestidos con túnicas rojas y negras y el pecho marcado con sigilos arcanos de poder hechos con tiza. Se encendió incienso en braseros de hueso pulido. A medida que las primeras y reveladores ondas se extendían por el éter, W’soran comenzó el primero de siete rituales de protección, preparando la cámara para el torbellino que estaba por llegar.

Los ritos preliminares duraron muchas horas, mientras Sakhmet acosaba a la esposa de Ptra por el cielo. Al otro lado de los muros del templo, la gente de la ciudad se encerró en el interior de sus casas y les rogó a los dioses abandonados que los protegieran, presintiendo que algo terrible se aproximaba. Las embarcaciones mercantes ancladas en el puerto arrojaron ofrendas de oro y plata a las aguas oscuras; incluso la Guardia de la Ciudad suspendió sus patrullas nocturnas y se retiró a la seguridad de sus barracones. En lo que a ellos concernía, cualquiera lo bastante idiota como para ignorar las señales y andar por las calles esta noche merecía cualquier suerte que le acaeciera.

Antes de la medianoche, Neru había alcanzado su cenit y Sakhmet se había deslizado tras ella como un asesino, casi lo bastante cerca como para tocarla. Los chacales chillaron y aullaron en las tierras rocosas al sur de la ciudad, mientras lejos al noroeste un extraño y místico despliegue de luces se agitó y titiló en el horizonte. Y entonces, en lo que parecieron sólo unos instantes, la Bruja Verde adelantó a su presa, apagando la luz Neru con la suya y bañando la tierra en un repugnante resplandor verde.

En las profundidades del templo, una ráfaga de viento se levantó en el interior del santuario sin ventanas, moldeando las nubes de incienso en formas fantasmales y tirando de las páginas de los libros de Nagash. El éter empezó a enturbiarse.

Y entonces se oyó un sonido débil y repicante, como la nota solemne de la campana de un templo. Retumbó en los huesos del nigromante.

W’soran dejó escapar un suspiro de satisfacción y el aire le vibró en el fondo de la garganta. Su túnica cubierta de polvo ondeó cuando se dirigió rápidamente al atril que habían colocado delante del círculo de invocación. Sus siervos se acercaron arrastrando los pies, obedeciendo la voluntad de W’soran, y formaron un semicírculo a ambos lados de él. Las manos del nigromante descansaron suavemente sobre las antiguas páginas del libro.

Otra nota parecida a la de una campana recorrió el éter, rítmica como un martillo sobre un yunque o un puño contra una puerta. W’soran levantó los brazos.

—Te oigo —dijo con voz áspera—. Señor de los Muertos, te oigo. ¡Ven!

W’soran comenzó a entonar la primera de las invocaciones que había preparado, concentrado sus energías en el cráneo amarillento de Thutep situado en el centro del círculo de invocación. La sincronización era crucial, pues la ocultación sólo duraría hasta el amanecer, y se tardarían: horas en completar el gran rito.

Las palabras de poder brotaron con facilidad de los labios W’soran a medida que la invocación tomaba forma. Las energías robadas fluyeron de su cuerpo hacia el cráneo del rey maldito y el nigromante sintió que sus percepciones empezaban a expandirse, superando las paredes del santuario y adentrándose en las oscuras tierras de los muertos. Mientras trabajaba, el éter continuó temblando con golpes parecidos a martillazos, cada uno más ruidoso y penetrante que el anterior.

El mundo físico se volvió borroso para los ojos de W’soran. Una inhóspita llanura en penumbra se extendía ante él, iluminada por una luminiscencia vaga y grisácea. El aire en el interior del santuario se volvió frío y húmedo en un solo instante. El aliento de los siervos que salmodiaban formó fantasmagóricas volutas de vapor en el aire. El círculo de invocación irradió hacia a fuera escarcha centelleante por el suelo de piedra.

El tiempo dejó de tener significado. Poco a poco, mientras la invocación llegaba a su fin y la mente de W’soran se adaptaba a sus recién adquiridas percepciones, se dio cuenta de que algo se movía en la llanura. Una gran multitud de figuras imprecisas lo rodeaba, tropezando con cansancio a través de la penumbra. En el resonante silencio entre los martillazos, a W’soran le pareció oír sonidos débiles… los gritos desesperados de los condenados, rogando que los liberasen.

De repente, W’soran sintió que se tambaleaba en un precipicio. La llanura en penumbra tiraba de él, amenazando con arrancarle el alma del cuerpo marchito. Pero el nigromante estaba preparado para esto. Comenzó rápidamente un segundo conjuro que creaba un umbral arbitrario entre los reinos dentro de los límites del círculo ritual.

Los golpes llegaban ahora más rápido. Las vibraciones de un golpe apenas habían terminado antes de que empezara el siguiente y ejercían una extraña clase de peso en el alma de W’soran. El nigromante no podía explicarlo, pero tampoco podía dejar que lo detuviera. Siguió adelante con el segundo conjuro, recurriendo intensamente a sus reservas de vigor robado.

Se oyó un estruendo. Pasó un momento antes de que W’soran pudiera discernir si se trataba de un sonido físico o espiritual. Todavía salmodiando, volvió la cabeza y, con gran esfuerzo, los límites del santuario se definieron. Ushoran se había apoyado ebrio contra una de las pesadas mesas de madera, tirando al suelo una pila de pergaminos y libros encuadernados en cuero. Justo en ese momento, otro resonante golpe retumbó por el éter, y W’soran vio que el rostro del inmortal se retorcía en una mueca de terror casi infantil.

Los labios de Ushoran se movieron. W’soran no pudo oír su voz por encima de los lamentos de los muertos, pero pudo leer lo que dijo. «¡Ese sonido! ¿Qué es? ¿Qué está pasando?»

W’soran sintió un atisbo de sorpresa. ¿Cómo podía sentir Ushoran lo que estaba sucediendo? Por un momento, casi perdió el control del segundo conjuro. El nigromante apartó su atención rápidamente de Ushoran y se concentró una vez más en el círculo de invocación.

Bum. Bum. Bum. Los resonantes golpes zarandearon a W’soran. Notaba los huesos pesados como el plomo. El nigromante redobló sus esfuerzos, gritando las palabras del conjuro hacia el éter. Sin prisa pero sin pausa, el umbral adquirió forma.

La presión sobrenatural iba en aumento. W’soran casi podía sentir cómo sus huesos empezaban a combarse por la tensión. Gruñendo, emprendió el tercer conjuro en cuanto completó el segundo. Su espíritu respondió a las órdenes arcanas, extendiéndose de su cuerpo según su voluntad y acercándose al umbral que había creado. Los gemidos de los condenados aumentaron de volumen, arañándole los sentidos.

BUM.

W’soran empujó a su espíritu hacia adelante, acercándose cada vez más cerca al precipicio. Podía sentir el vacío del espacio más allá y, por primera vez en muchísimo tiempo, el inmortal sintió miedo. Esto era lo que le aguardaba, si su cuerpo mortal era destruido. Aquella idea lo horrorizó. Y, sin embargo, no volvió atrás.

BUM.

En el umbral, el poder del terreno inhóspito se multiplicó por diez. W’soran luchó contra su espantosa fuerza. Sus reservas de poder estaban llegando al límite; dentro de poco, las exigencias del ritual empezarían a consumir su cuerpo físico, hasta que no quedara nada que anclase su alma. Luego se convertiría en uno de los condenados, atrapados por toda la eternidad en una llanura sin fin.

BUM.

W’soran no podría aguantar mucho más tiempo. Reunió las fuerzas que le quedaban y cruzó a medias el umbral adentrándose en el reino de los muertos.

Los espíritus de los condenados sintieron su presencia de inmediato. Se volvieron hacia él en un instante, aferrándose a su alma como si fueran hombres ahogándose. Cientos y cientos, arrastrándolo hacia abajo…

W’soran se defendió. Los azotó con su poder mágico. «¡Nagash! ¡Rey, Imperecedero! ¡Señor de la vida y la muerte! ¡Escúchame! ¡Yo, W’soran, te llamo!»

Su orden resonó por el vacío. Los espíritus que lo rodeaban retrocedieron un instante cuando pronunció el nombre del Usurpador, pero luego cayeron sobre él de verdad. Sus gemidos lastimeros ahora estaban teñidos de rabia.

«¡Ven! ¡Te lo ordeno!»

¡BUM!

El último golpe fue discordante y terrible, un ensordecedor estruendo de piedras destrozadas. Y entonces algo enorme se movió en la faz del éter y el reino de los muertos tembló. Los espíritus se alejaron de él, gimiendo de sufrimiento y miedo.

Una vez consumido prácticamente todo su poder, W’soran intentó apartarse del umbral… pero se quedó allí retenido, paralizado por una fuerza de voluntad mil veces mayor que la suya. La llanura en penumbra se desvaneció y fue remplazada por la visión de una antigua montaña envuelta en humo, con sus faldas bañadas en infame luz verdosa. Una enorme fortaleza se agazapaba en la cima de la montaña y en la torre más alta de la fortaleza había un gigante ataviado con una armadura que resplandecía con gélidas llamas mágicas. El gigante aferraba una dentada corona de metal con su puño blindado y, cuando volvió el rostro hacia el cielo, W’soran sólo vio una calavera de expresión ávida envuelta en llamas nigrománticas. Fuegos compactos ardían en las profundidades de las cuencas de la calavera, abrasando a W’soran con su fulgor. El inmortal miró en sus profundidades y vio el fin del mundo de los hombres.

W’soran se retorció como un insecto en las garras de Nagash, aullando aterrorizado. Entonces sintió un aplastante impacto que le emborronó los sentidos, sumiéndolo en la inconsciencia.

* * *

W’soran yacía de espaldas, con los hombros apretados con fuerza contra el suelo del santuario. Los ecos cada vez más débiles de la tormenta etérea le bramaban en los oídos y el aire cargado de incienso crepitaba a causa de las energías del enorme ritual, que se iban disipando. Jadeando asombrado, los párpados finos como el pergamino del nigromante se agitaron mientras intentaba incorporarse… pero una mano fría se apretó alrededor de su cuello como un torno y volvió a empujarlo de manera violenta contra la piedra.

El brusco impacto sacudió los sentidos de W’soran. Su vista volvió a enfocarse de pronto y se encontró mirando el rostro, manchado de sangre y deformando en un gruñido, de Neferata. Machitas de sangre le salpicaban los delgados brazos y la parte delantera de la túnica manchada de polvo. El pesado atril de madera estaba hecho pedazos a su alrededor, destrozado por el temible golpe de la reina.

—W’soran —dijo. Su voz era poco más que un gruñido bajo y líquido—. Idiota atrofiado. ¿Qué has hecho?

El nigromante se retorció como una serpiente en las garras de Neferata. Un virulento conjuro acudió a su mente, lo bastante potente para pulverizar los huesos de la reina y arrojar su carcasa al otro lado de la cámara… si tuviera las fuerzas para lanzarlo. El rito había consumido cada mota del poder que había acumulado tan cuidadosamente, dejándolo indefenso ante la ira de Neferata. Pero en lugar de provocarle miedo, comprenderlo sólo lo llenó de rabia.

Los labios hechos jirones de W’soran se echaron hacia atrás, dejando al descubierto sus colmillos en una sonrisa parecida a la de una calavera.

—Vos también lo sentisteis, ¿verdad? —preguntó casi sin aliento. Una risa espantosa y resollante hizo que el estrecho pecho le subiera y bajara—. Lo sentisteis en los huesos, igual que yo. ¡El puño del maestro en la puerta!

Neferata lo comprendió de inmediato. W’soran pudo ver un destello de comprensión en sus ojos oscuros… y quizás un levísimo atisbo de miedo.

La reina echó una mirada por encima del hombro. Con retraso, W’soran se dio cuenta de que no estaban solos. Ushoran seguía apoyado contra la mesa de lectura de madera, lanzándole una mirada furiosa a Lord Ankhat, que se encontraba justo en el interior de la entrada del santuario con una pesada espada de hierro en la mano. La progenie vestida de blanco de Neferata daba vueltas alrededor de la habitación, con sangre fresca goteándoles de las mandíbulas y las manos con garras. Habían destrozado a los siervos de W’soran y habían dejado que sus valiosísimos fluidos se derramaran sobre la piedra.

Ankhat miró a la reina y frunció el entrecejo.

—Os dije que estaba detrás de esto. Ha estado intentando hacer volver a Lamashizzar de algún modo. ¡Prácticamente lo admitió!

—¿Lamashizzar? ¿Crees que llamaría maestro a ese bufón? —La voz de W’soran se elevó hasta convenirse en un chillido—. ¡No, yo hablo de Nagash, el Rey Imperecedero! ¡Lo he visto! —Su risa resonó en las paredes—. ¡Lo he estado buscando todo este tiempo, pero estaba mirando en el lugar equivocado! ¡No lo pude encontrar entre las almas de los muertos, porque sigue reinando sobre esta tierra!

El puño de Neferata se apretó alrededor del cuello de W’soran.

—Mientes —repuso entre dientes—. Nagash fue destruido…

—No es así —aseguró el nigromante con voz ronca—. Escapó de la batalla en Mahrak, nunca encontraron su cuerpo. —Señaló a Ankhat con un dedo con garra—. Preguntádselo. Él partió con el ejército a Khemri. ¡Él lo sabe!

—Esto es una especie de truco —gruñó Ankhat, pero la expresión que apareció en sus ojos oscuros desmentía la bravata del noble—. No está en ninguna parte de Nehekhara. ¡La registramos de un extremo a otro!

—¡Imbécil! —se burló W’soran—. Todo este tiempo, el Rey Imperecedero ha estado reconstruyendo sus fuerzas en secreto, lejos de los ojos de los hombres. Ha tomado una gran montaña y la ha convertido en su fortaleza. ¡He visto sus torres envueltas en el humo de innumerables forjas, donde sus sirvientes se preparan para el día de la desaparición de Nehekhara! ¡Y ese día se acerca rápido! ¡Nagash ya está vestido con la panoplia de guerra y sostiene una corona oscura y terrible en la mano! Los días de la humanidad están contados…

Neferata gruñó. Su mano se cerró con más fuerza, hasta que los tendones curtidos del nigromante crujieron y la columna vertebral comenzó a doblársele.

—Que venga —dijo la reina, modulando la voz para Ankhat y Ushoran pudieran oírla—. Cuando llegue a mis puertas, tu cabeza estará allí para darle la bienvenida.

Pero si Neferata pensaba ver a W’soran temblando de miedo, se decepcionó. El nigromante simplemente sonrió, con un brillo de desafío en los ojos brillantes.

—¡Hacedlo! —soltó—. Arrancadme la cabeza de los hombros, igual que hicisteis con Ubaid. Con mi último aliento pronunciaré una maldición tan terrible que Lahmia quedará asolada hasta que las estrellas se hayan convertido en rescoldos.

Neferata soltó un gruñido de furia y, durante un instante fugaz, W’soran pensó que había descubierto su farol. Pero entonces sintió que la mano de la reina se aflojaba muy levemente y supo que había ganado. Otra carcajada brotó de la garganta de W’soran.

—Ya viene —dijo el nigromante entre dientes—. Y cuando lo haga, os postraréis como gusanos a sus pies.

Neferata se inclinó sobre el nigromante, hasta que sus rostros casi se tocaron. W’soran sintió el frío soplo del aliento sepulcral de la reina contra la cara.

—Lástima que nunca lo veas.

La mano vacía de la reina cogió un trozo astillado del atril de madera. W’soran abrió los ojos de par en par. Su exclamación de protesta se transformó en un mudo grito de rabia cuando le clavó el fragmento parecido a una daga en el corazón.

* * *

Las uñas de Ushoran grabaron profundas marcas en la madera de la mesa que tenía a su espalda mientras se esforzaba por mantener una apariencia exterior de calma. Todavía le dolía la cabeza por el espantoso tañido semejante al de una campana que lo había llevado al santuario. La sangre de sus venas, que acababa de robarle a un joven mendigo apenas unas horas antes, ya había perdido su calor. Sentía las extremidades pesadas como el plomo. Por la tensa expresión del rostro de Ankhat, quedaba claro que el noble también estaba profundamente afectado. La mirada de Ushoran se posó en la espada de hierro que Ankhat sostenía en la mano y trató de decidir si podría escabullirse por la puerta del santuario y escapar antes de que el noble pudiera atacar. No obstante, si lo intentaba y fracasaba, sólo confirmaría su complicidad en los crímenes de W’soran. Ushoran apenas podía mantener su anodina fachada y ocultar su creciente desesperación.

Neferata se levantó despacio del cuerpo inerte de W’soran.

—Encuentra un barril y mételo dentro —le ordenó a Ankhat—. Luego entiérralo debajo del templo.

Ankhat miró la forma esquelética del nigromante con el ceño fruncido.

—Eso debería ser bastante fácil. ¿Hay algún lugar en particular en el que queréis que lo ponga?

—En algún lugar en el que nadie lo encuentre nunca —respondió la reina.

A continuación, Neferata se volvió hacia Ushoran.

—¿Y qué papel jugaste tú en todo esto? —exigió saber.

El Señor de las Máscaras levantó las manos en señal de protesta.

—Nada en absoluto, alteza —contestó rápidamente—. No soy ningún nigromante, como bien sabéis.

Neferata dio un paso hacia él. Sus sacerdotisas dejaron de dar vueltas por el santuario y se volvieron hacia Ushoran, con expresiones desconcertantemente concentradas.

—Y, sin embargo, aquí estás —repuso ella.

—Está claro que tuvimos la misma idea —explicó Ushoran, pensando frenéticamente. Sabía que las mejores mentiras siempre empezaban con una pizca de verdad—. Cuando comenzó ese espantoso martilleo, supuse lógicamente que W’soran tendría alguna idea de lo que era. Como vos, al parecer.

La reina entrecerró los ojos.

—Y dio la casualidad de que sabías exactamente cómo encontrarlo. El Señor de las Máscaras fingió un encogimiento de hombros.

—Mi labor es saber ese tipo de cosas, alteza.

—Y, sin embargo, no tienes noticias del príncipe Alcadizzar —espetó la reina—. ¿Cómo es eso posible, mi señor, después de tantos años?

Ushoran hizo una pausa, considerando su respuesta con cuidado. Había escapado de un foso de serpientes y tropezado con otro.

—Lo encontraremos, alteza —contestó—. Estoy seguro de ello. —Se pasó la lengua por los labios—. A cada día que pasa, más me convenzo de que teníais razón y está en algún lugar cerca. Unos… unos cuantos interrogatorios más y estoy seguro de que averiguaremos algo de valor.

De pronto, Neferata estaba a su lado y sus ojos negros escrutaban con avidez los de él. Ushoran apretó los puños de forma refleja y reprimió el instinto de mostrar los colmillos en respuesta al mudo desafío de la reina.

—Me alegra saberlo —gruñó Neferata—. Porque se me está agotando la paciencia. He de confesar que me desconcierta el por qué tu red de espías ha tenido tanto éxito en todas las demás investigaciones salvo la que más me importa.

Ushoran mantuvo su voz bajo un cuidadoso control. El más mínimo indicio de nerviosismo sin duda sería malinterpretado.

—A nadie le desconcierta más la desaparición de Alcadizzar que a mí, alteza —aseguró.

—Eso espero. Espero que el asunto cuente con toda tu atención —dijo la reina—. Porque si no lo encuentras pronto, acabarás envidiando el destino de W’soran.

* * *

Más tarde aquella misma noche, mientras se acercaba la hora del lobo, el viento llegó aullando del mar, sacudiendo las embarcaciones ancladas y haciendo vibrar las puertas a lo largo de las calles de la ciudad. Los lahmianos se acurrucaron alrededor de sus fuegos y muchos le susurraron oraciones a Neru e hicieron sonar campanillas de plata con la esperanza de mantener a raya a los espíritus inquietos. Sonidos extraños resonaron afuera en la oscuridad: murmullos y gemidos furiosos, gritos desesperados y la risa burlona de los chacales. Unos dedos arañaron las puertas de las tabernas y las casas de placer y pasos vacilantes recorrieron los tejados de muchas casas, como si buscaran una forma de entrar.

En la extensa necrópolis de la ciudad, un espíritu en particular despertó en la oscuridad, convocado a través del vasto abismo por una llamada a la que no se pudo negar. Unas manos óseas se agitaron, escarbando los lados de un sencillo ataúd de piedra. En el exterior de la tapa del ataúd, los complejos sigilos tallados en la piedra y con incrustaciones de plata comenzaron a brillar de calor. Zarcillos de vapor se alzaron de las guardas de protección formando volutas mientras la voluntad del espíritu contenido dentro luchaba contra sus ataduras. En cuestión de segundos, las incrustaciones de plata empezaron a burbujear y, a continuación, a gotear en forma de chorritos fundidos por los lados del féretro. Se oyó un chirrido de metal rasgándose a medida que el sello de plomo que cubría las junturas de la tapa cedía despacio, seguido de un estruendo cuando la tapa de piedra fue arrojada a un lado y se hizo pedazos en el suelo del mausoleo.

La figura que había en el interior no se movió en un primer momento, como si escuchara la llamada que lo había convocado desde las tinieblas. Era la voz de su señor, que le ordenaba que se levantara y lo sirviera, como había hecho siglos atrás. En otro tiempo, aquella idea lo hubiera llenado de terror; ahora sólo sintió triunfo y una sensación de dicha feroz. Si eso significaba una liberación de esta llanura infinita y los gemidos de los condenados, serviría a Nagash con mucho gusto, y ahogaría el mundo en pesadillas.

Los ligamentos crujieron cuando el esqueleto mohoso se sentó en el ataúd. La ropa le colgaba de los huesos hecha jirones y se mantenía en su lugar más bien gracias a capas de mugrientas telarañas que otra cosa. Escarabajos y rápidas arañas marrones salieron correteando de madrigueras excavadas en la carne disecada de su caja torácica mientras agarraba el borde del ataúd y salía.

De pie en medio de los fragmentos rotos de la tapa del féretro, el esqueleto introdujo la mano en el ataúd y sacó su cráneo. Los pocos pedacitos de carne que todavía se aferraban al hueso estaban oscuros y rizados como trozos de cuero viejo. Unos fuegos verdes titilaban de modo siniestro en las cuencas hundidas y tenía moho de la tumba pegado a los dientes ennegrecidos. Un cabo de vértebras rotas colgaba obstinadamente de la base del cráneo, un potente espadazo había atravesado a medias la protuberancia inferior.

Despacio, titubeando, el esqueleto le dio la vuelta al cráneo y se lo colocó sobre el cuello cortado. Los extremos rotos se adhirieron de inmediato, unidos por pura fuerza de voluntad. La cabeza giró a derecha e izquierda con un chirrido débil, estudiando los estrechos límites de la fosa común en la que lo habían encerrado. Una carcajada amarga y etéreo resonó en el espacio húmedo.

La figura se inclinó, buscando con las manos en la oscuridad dentro del ataúd una vez más. Por fin, los dedos se cerraron alrededor de una empuñadura conocida. El esqueleto sacó una larga espada de hierro de doble filo, con la superficie manchada de herrumbre y envuelta en capas de telarañas, y soltó un gruñido de satisfacción. A continuación, centró su atención en la estrecha puerta de la cripta.

Con el tercer golpe, el fino bloque de piedra se hizo pedazos y cayó al suelo. Arkhan el Negro se adentró con aire resuelto en el aire nocturno y levantó su espada hacia la luna siniestra que brillaba sobre el horizonte occidental. Luego volvió el rostro hacia el noroeste, donde aguardaba su señor, y fue a servirle.