15: La corona de Nagash

15

La corona de Nagash

Nagashizzar,

en el 105. º Año de Djaf el Terrible

(-1.222, según el cálculo imperial)

La gran cámara había sido tallada en el corazón de la montaña con un único propósito en mente. Tenía forma exactamente octogonal, lograda únicamente por medio de la magia, y medía treinta y nueve metros de ancho de lado a lado. El altísimo techo en forma de arco alcanzaba su cima a treinta y nueve metros del suelo plano de piedra, por encima de un foso octogonal de casi cinco metros de ancho. Cada centímetro de la superficie de la cámara —paredes, suelo y techo— estaba inscrito con miles de líneas de runas precisas. Cada una de ellas tenía incrustaciones de polvo de piedra ardiente, lo que hacía que latieran en precisos diseños arcanos. Muchas de las runas formaban parte de una compleja fórmula diseñada para concentrar las energías mágicas de cualquier ritual que se realizara en el interior del espacio. Otras runas, colocadas en diseños concéntricos a lo largo del suelo y alrededor del borde de la única entrada de la cámara, formaban parte de una serie de complejas guardas diseñadas para mantener a raya a los espíritus de los muertos inquietos. De entre todas las inquietantes torres y criptas plagadas de sombras de Nagashizzar, este lugar era el que había llevado más tiempo crear; se habían empleado más de veinte años de incansable investigación y complejos conjuros y ahora, por fin, su propósito arcano estaba a punto de cumplirse.

En el otro extremo de la enorme cámara, frente a la entrada en forma de arco, había un imponente trono tallado en la roca viva. Se alzaba como una estalagmita irregular del suelo de la cámara y estaba flanqueado por las cuatro esquinas por bajos y anchos pilares de piedra rematados con braseros de grueso bronce grabados con rimas. Trozos de piedra ardiente del tamaño de un puño creaban una pulsante niebla verdosa que salía de cada uno de los braseros, envolviendo al espantoso esqueleto sentado en el trono.

Habían llevado a Nagash al santuario en un palanquín de oro en cuanto la cámara tomó forma y el nigromante había descansado en el trono desde entonces. Sus huesos triturados se habían unido de nuevo mediante una combinación de magia y alambre de plata, pero a pesar de ello su dominio sobre el mundo físico había continuado deteriorándose. Los daños que le había causado Akatha durante la batalla en el pozo cuatro habían resultado imposibles de reparar; los huesos rotos no se volvían a soldar, por mucho poder que empleara Nagash. Mucho peor, sin embargo, había sido el calor abrasador del maldito fuego verde de los hombres rata. Si la esfera de fuego lo hubiera golpeado directamente, Nagash estaba seguro de que no habría sobrevivido; tal y como estaban las cosas, el mero calor de la explosión había dañado de algún modo la capacidad de su esqueleto para acumular la energía de la piedra ardiente. Ahora el poder se filtraba de los huesos constantemente. En un primer momento, Nagash se había visto obligado a consumir más abn-i-khat a diario para sobrevivir; ahora necesitaba nuevos aportes cada minuto o su esqueleto se desintegraría.

La victoria en el pozo de la mina cuatro se había conseguido por un escaso margen. A pesar de perder a muchos de sus líderes, el enemigo había logrado restablecer por fin sus líneas en el pozo ocho y Nagash no contaba con las fuerzas necesarias para reducirlos. El nigromante no había alcanzado ni de lejos sus objetivos y, durante los primeros años después de la batalla, se había preparado denodadamente para el inevitable contraataque. Pero, inexplicablemente, sus enemigos nunca lograron recuperar las fuerzas. Se mantuvieron a la defensiva, lo que le permitió librar una guerra de desgaste y debilitar poco a poco sus defensas. En menos de treinta y cinco años, sus guerreros habían llegado al último pozo del enemigo, pero Nagash no pudo presionar más allá. Sus fuerzas se habían visto reducidas a sólo un millar de esqueletos y un par de máquinas de guerra y carecía de poder para crear más. A pesar del maltrecho estado del enemigo, el nigromante no confiaba en poder vencerlos, y cualquier día podían llegar refuerzos que bien podrían suponer su perdición.

Por mucho que le irritara hacerlo, la única opción que le quedaba era negociar. Reunió a todos los guerreros que pudo fuera de las barricadas enemigas a modo de demostración de fuerza, para que los exploradores del enemigo los vieran bien, y luego envió a Bragadh a ofrecer condiciones. La misma idea de tratar con los hombres rata de igual a igual parecía una especie de derrota, pero Nagash estaba decidido a beneficiarse por lo menos del intercambio.

Las alimañas capitularon de inmediato, sin darse cuenta nunca de lo precaria que era en realidad la situación. Nagash calculó que unas cuantas décadas de comercio con los hombres rata era un precio pequeño por un flujo constante de esclavos y materias primas que le permitirían reconstruir Nagashizzar y restituir su diezmado ejército. Un último ajuste de cuentas con los hombres rata podría esperar. Por fin, Nagash pudo volver a centrar su atención en Nehekhara y la venganza que se le debía.

* * *

La ardiente mirada del nigromante recorrió la gran cámara. Alrededor del borde del gran foso que se abría en el centro de la estancia, Bragadh, Diarid y Thestus estaban situados en puntos cardinales alrededor de un círculo ritual de runas palpitantes. Su monótono cántico resonaba por el aire, entonando el primero de los cinco grandes conjuros que Nagash les había enseñado. El cántico ritual avivó las energías de cientos de kilogramos de abn-i-khat que habían sido concienzudamente reunidos y dispuestos en capas en el interior del pozo. Una enroscada columna de fuego mágico se alzaba de sus profundidades, girando y latiendo en el aire por encima del foso como el calor de una inmensa fragua.

Más allá de la silbante columna de llamas, Nagash pudo ver unas formas pálidas y vagas rondando al otro lado de la puerta de la cámara. Los fantasmas del pasado habían permanecido allí durante años, observando y aguardando su final. Se preguntó si Neferem estaría allí o Thutep o aquel maldito sacerdote, Nebunefer. Esperaba que sí. Quería que contemplasen su trabajo y desesperasen.

Nagash estudió el rugiente horno. Sintió el calor y las corrientes de energía que fluían dentro. Muy por encima, más allá de la superficie de la gran montaña, la espantosa luna verde ardía llena y brillante. Satisfecho, se concentró en sus inmortales.

«Todo está listo», les dijo. «Ocupaos del crisol».

Apoyado en el suelo a los pies del estrado había un gran crisol de piedra. Se le había dado forma con la magia y pesaba muchas toneladas; la abertura estaba grabada con una gruesa franja de runas mágicas que se correspondían con el segundo gran conjuro. En silencio, los inmortales se apartaron del horno y se dirigieron a dos mesas bajas y anchas colocadas a ambos lados del trono de Nagash. Allí, juntaron placas planas y hexagonales de abn-i-khat pura y las colocaron con cuidado en el interior del crisol. Las placas se dispusieron en un orden específico, para que las runas grabadas en la superficie se unieran para formar un complejo sigilo que Nagash había pasado muchos años creando.

En cuanto la piedra ardiente estuvo en su lugar, los inmortales llenaron el crisol alternando lingotes de plomo y un metal gris plateado que no se parecía a nada que conociera la humanidad. Era mucho más fuerte que el bronce y ni siquiera Nagash conocía los secretos para trabajar el metal con el martillo y el yunque. Los skavens dijeron que se llamaba gromril y afirmaron que lo habían robado a costa de un gran sacrificio de un reino subterráneo lejos al norte. El nigromante había reconocido su valor de inmediato.

Cuando hubieron colocado todo el gromril en el crisol, los inmortales tomaron posiciones alrededor del recipiente de piedra y, a una orden de Nagash, comenzaron el segundo gran conjuro. El poder crepitó en el aire entre ellos hasta que por fin, con un pesado chirrido de piedra, el crisol empezó a moverse. Se arrastró un poco por el suelo y luego se elevó despacio en el aire. Bragadh, Diarid y Thestus levantaron los brazos, con las manos extendidas, y empezaron a guiar el recipiente flotante hacia el horno que aguardaba.

Fue una labor lenta y difícil. El enorme crisol, que se mantenía suspendido únicamente por medio del poder y la voluntad de los hechiceros principiantes, se desplazó lentamente a un ritmo agotador. Por fin, horas después, el recipiente se deslizó por encima del borde del foso y se introdujo en la rugiente columna de llamas antinaturales. El crisol cabeceó como un corcho sobre las mágicas corrientes ascendentes de aire, elevándose con facilidad hacia el techo, hasta que flotó a casi tres metros sobre la superficie del suelo. Franjas de fuego bullían a lo largo de la superficie áspera del crisol y se vertían por encima del borde del recipiente. A ritmo lento pero constante, las runas grabadas en la superficie empezaron a brillar con una intensidad creciente.

El segundo gran ritual terminó, y comenzó el tercero. Esta vez, Nagash inició el rito, subordinando rápidamente a los inmortales mientras estos trabajaban para mantener el crisol suspendido en el corazón de las llamas. Enseguida, un turbulento resplandor multicolor comenzó a emanar desde dentro del recipiente a medida que los elementos del interior se veían obligados a combinarse. Las impurezas se evaporaron en medio de silbantes ráfagas de vapor venenoso mientras Nagash trabajaba pacientemente la materia fundida con su voluntad. Las brumas que rodeaban el trono se disiparon con rapidez a medida que el potente ritual las consumía.

Nagash le dio forma al metal durante horas. Cuando por fin consideró que el mineral fundido estaba listo, les ordenó a sus inmortales que trajeran los moldes.

Bragadh, Diarid y Thestus regresaron a las largas mesas situadas junto al trono de Nagash. Cada uno de ellos levantó un pesado bloque de obsidiana y lo llevó de regreso con gran dificultad hacia las rugientes llamas. Cada uno de los inmortales hizo cuatro viajes en total, hasta que doce bloques de reluciente piedra descansaron al borde del brillante foso.

Ahora los tres inmortales se movían con gran dificultad. Su antiquísima armadura y ropa andrajosa estaban empezando a desintegrarse debido a la proximidad al horno. El pelo oscuro de Bragadh había desaparecido, chamuscado, y su piel había adquirido el color de un pergamino quebradizo. No obstante, los norteños regresaron a sus lugares alrededor del foso y el cuarto gran conjuro comenzó.

Una vez más, los inmortales proyectaron su magia y aferraron el crisol flotante. Guiados por Nagash, apartaron el recipiente del horno. Bragadh, Diarid y Thestus rodearon renqueando el perímetro del foso mientras el crisol se movía y se acercaron al recipiente desde tres lados. Manteniendo el enorme recipiente en precario equilibrio, Nagash y sus inmortales lo inclinaron hacia el primer molde. El mineral de intenso brillo se deslizó espeso hasta el borde y luego un chorro fino y preciso de metal cayó del recipiente y salpicó sobre el orificio de llenado del molde. El aire aulló como un espíritu atormentado cuando el metal hirviente lo obligó a salir del molde y corrientes de magia incontrolada azotaron el aire. Thestus y Diarid se tambalearon al ser alcanzados; sus armaduras se desmenuzaron como ceniza y la carne de debajo se ennegreció en un instante. Los dos inmortales retrocedieron por el dolor, pero Nagash los obligó a quedarse inmóviles en su lugar. Una vez comenzado, el rito tenía que llegar al final.

Cuando el primer molde estuvo lleno, Nagash pasó al siguiente. Uno por uno, llenaron los bloques y los tres norteños soportaron la mayor parte del implacable calor y la magia desenfrenada. Les despellejó la carne y les horadó los huesos, pero el nigromante no transigió. Los obligó a volver a llevar el crisol al fuego y luego les ordenó que comenzaran el quinto conjuro.

Diarid y Thestus se acercaron renqueando con mucho dolor al primer molde, mientras que Bragadh se dirigía tambaleándose como una marioneta rota hacia la mesa situada a la derecha de Nagash. Con manos carbonizadas agarró el mango de un martillo de piedra y luego regresó dolorosamente con sus parientes.

Ahora venía la parte más difícil del rito. Concentrándose todavía en el rito y manteniendo a los inmortales en su lugar, Nagash se centró en su propio cuerpo destrozado. Después de un momento, los huesos de sus dedos se movieron y luego, con un sonido hueco y chirriante, los codos y las rodillas. El polvo de años se filtró de las articulaciones mientras el nigromante se ponía lentamente en pie.

Paso a paso, Nagash bajó de su trono. Zarcillos de magia desenfrenada le envolvieron el cuerpo de esqueleto, creándole lívidos arcos de poder parecidos a hilos a lo largo de los huesos. Cuando se acercó a los dos primeros moldes, Bragadh levantó sus brazos devastados y golpeó el primer bloque de piedra. Las energías acumuladas brotaron centelleando de la piedra, dejando relucientes cicatrices por los antebrazos de Bragadh, pero el norteño levantó el martillo para golpear de nuevo.

Con el tercer golpe, el molde se separó. Las dos mitades de piedra cayeron al suelo con un estruendo; dentro de una se encontraba la curva superficie al rojo vivo de un peto de metal oscuro. Nagash dirigió su mirada hacia Diarid y el norteño estiró las manos desnudas y temblorosas hacia la armadura. La carne muerta crepitó cuando agarró el metal y lo sacó. A continuación, Diarid se volvió y colocó el peto contra el pecho de Nagash. Momentos después, el segundo molde se partió y Thestus sacó la placa posterior de la armadura. Cuando las dos piezas se unieron, las junturas se fundieron en medio de destello de resplandeciente luz verde. El calor era atroz, mucho peor que nada que Nagash hubiera experimentado como mortal, pero aún así les ordenó a los inmortales que continuaran.

El proceso se prolongó durante horas. Una pieza de metal tras otra se colocó sobre el esqueleto Nagash y se fundió en su lugar, creando una armadura que lo envolvía por completo, más compleja que nada que pudieran producir manos humanas. Cuando el metal se enfrió, la superficie estaba áspera y negra como la noche. Aunque había sido diseñada con incomparable astucia, la armadura propiamente dicha era sencilla, incluso fea. Como todo lo demás en Nagashizzar, no había sido creada para resultar agradable a la vista, sino para servir al propósito de su señor.

A medida que las piezas de la armadura se sellaban a su alrededor, Nagash sintió el cambio de inmediato. La constante fuga de energía de sus huesos disminuyó… y luego se detuvo por completo. Las energías incontroladas contenidas en el interior de las capas de guardas de la cámara empezaron a fluir hacia él, hundiéndose a través de la armadura y quedando atrapadas allí. La fuerza del nigromante fue aumentando a cada momento que pasaba, sobrepasando con creces la de los hombres mortales.

Por fin encajaron las últimas piezas de armadura sobre los pies de Nagash. El pesado martillo de piedra cayó al suelo de la cámara con un ruido sordo. El cuerpo destrozado de Bragadh se balanceó de modo inseguro sobre sus pies de hueso. El esfuerzo del gran rito prácticamente los había destruido a él y a sus parientes, reduciéndolos a patéticos grupos de piel marcada y huesos quebradizos. Sus rostros —lo que quedaba de ellos— habían quedado paralizados en máscaras de un tormento indescriptible. Obligados por la voluntad de Nagash, se reunieron delante de él.

El nigromante levantó sus manos blindadas y los observó, saboreando el poder que latía como sangre viva bajo el metal oscuro. Sólo había quedado al descubierto su cráneo, que parecía flotar por encima del cuello del peto, envuelto en franjas de frías llamas mágicas.

«Lo habéis hecho bien», les dijo Nagash a los inmortales que sufrían. «Mejor de lo que esperaba. Pero ahora vuestra utilidad ha terminado».

El nigromante alargó las manos y, con un pensamiento, despojó a los inmortales de su poder. En un instante, la carne que les quedaba se apergaminó y sus huesos se desplomaron mientras sus almas eran arrojadas al reino de los muertos. Partieron del plano mortal con gemidos espantosos y desgarradores, arrancándole una cruel carcajada a Nagash.

«Id a decirle a Neferem que nunca sabrá lo que es la venganza», les dijo a los desdichados fantasmas. «¡Yo soy Nagash, el Rey Imperecedero! ¡La muerte no tiene poder sobre mí!»

Cuando desaparecieron, el nigromante volvió la mirada hacia la entrada de la cámara. No se veía por ninguna parte a los persistentes espíritus.

Un día, los haría sufrir, juró. Un día, cuando el mundo fuera suyo, los haría regresar de las tierras inhóspitas y los esclavizaría por toda la eternidad. Saboreó ese pensamiento un momento, pero luego lo apartó a un lado.

Nagash atravesó con paso resuelto las pilas enmarañadas de hueso que en otro tiempo habían sido sus campeones y se dirigió al crisol. Cogió el martillo de piedra del suelo.

Aún quedaba una cosa por hacer.

* * *

Al borde del horno, Nagash extendió la mano abierta. El enorme crisol se tambaleó en medio de las llamas y luego se deslizó obedientemente hacia él. El descomunal montón de piedra ardiente que había alimentado el rito casi se había consumido y el crisol flotaba mucho más bajo en el aire que antes. Sólo quedaba una pequeña cantidad del mineral mágico, que burbujeaba en sus profundidades.

Nagash sacó el crisol del fuego y lo colocó en el suelo con un estremecedor golpe seco. Un siniestro vapor verde brotó del mineral fundido de su interior. Mientras se enfriaba, el nigromante clavó la mirada en sus bullentes profundidades y comenzó un sexto conjuro, uno mucho más grande y complejo que el resto. El metal líquido se agitó en respuesta al conjuro y sus componentes se ordenaron siguiendo las órdenes de Nagash.

Después de media hora, el metal se había enfriado lo suficiente como para mantener una forma rudimentaria, un disco rugoso del tamaño de un pequeño escudo. Nagash continuó vertiendo energía mágica en el metal, hasta que fue consciente de cada mota y su posición en relación con el resto. Estaba creando una estructura en el interior, similar a la que había construido en la Pirámide Negra siglos atrás, aunque mucho más sofisticada y refinada.

Cuando la estructura se fijó en su lugar mediante el mineral que se iba solidificando, Nagash introdujo la mano izquierda en el crisol. El metal al rojo vivo se desprendió con facilidad de la superficie pulida del recipiente. El nigromante giró el lingote en forma de disco a un lado y a otro, examinándolo en busca de cualquier defecto. Satisfecho, pronunció un rápido conjuro. El polvo y la ceniza se levantaron del suelo, rodeándolo… y las garras de un viento huracanado, muy por encima del chapitel más alto de Nagashizzar, se los llevó rápidamente. Nubes espesas y pesadas se agitaban en lo alto, casi lo bastante cerca para tocarlas. La gran fortaleza se extendía bajo él en una densa profusión de torres, fábricas, contramurallas y reductos descomunales. Al oeste, el mar envenenado subía y bajaba sin descanso, revuelto por la espantosa ocultación que estaba teniendo lugar allá en lo alto.

Nagash dirigió la mirada hacia el cielo, hacia el fantasmagórico borrón de luz verde que se filtraba como una mancha de sangre a través de la densa cubierta de nubes. Levantó el disco de metal humeante por encima de la cabeza como si fuera una ofrenda y pronunció palabras de poder que perforaron un girante túnel a través de las nubes. La luna siniestra quedó al descubierto en toda su terrible gloria, eclipsando a la cara de Neru y resplandeciendo como si fuera el observador ojo de un dios malévolo.

A unos pasos de distancia, iluminado por el espantoso resplandor, había un enorme yunque de bronce. Debajo de la horrible luz de la luna, Nagash colocó el disco en el yunque y levantó el martillo de piedra. Mientras las palabras del séptimo y más importante conjuro de la noche resonaban en su mente, comenzó a darle forma al mineral al rojo vivo.

Cada golpe resonante retumbó por las piedras de Nagashizzar, hundiéndose en la montaña y recorriendo las oscuras profundidades de las minas. Se extendió por la tierra como el latido de un corazón espantoso, adentrándose en criptas de piedra y tumbas llenas de gusanos a lo largo y ancho del joven mundo. Huesos enmohecidos se agitaron, removiendo el polvo de siglos. Párpados amoratados temblaron y ojos ciegos se deslizaron en las cuencas buscando la fuente del portentoso sonido. En el desierto, manadas de chacales se olvidaron de su carroña y llenaron el aire con sus espeluznantes aullidos.

A ritmo lento pero seguro, el reluciente metal cedió a la voluntad del nigromante. Fue una labor difícil, pues Nagash no era herrero, pero para que el objeto cumpliera su propósito tenía que darle forma con su propia mano y su mente. El trabajo del metal era una parte del rito igual de indispensable que el propio conjuro.

A medida que el ancho y pesado aro tomaba forma, Nagash no sólo vertió poder mágico en el metal, sino también recuerdos. Desde sus amargos días como hierofante en Khemri, al violento derrocamiento de Thutep y sus años de gobierno de mano dura sobre toda Nehekhara. Le infundió el deseo que le despertaba Neferem y el odio que sentía por los dioses de la otrora Tierra Bendita; su masacre del pueblo de Mahrak y su furia ante la traición del ejército de Lahmia. Más que de cualquier otra cosa, llenó el metal de sus ansias de venganza y su deseo de gobernar sobre toda la humanidad.

El martillo golpeó sin cesar, alimentado por un odio y una ambición implacables. No había belleza ni elegancia en la corona que forjó Nagash, sólo un propósito sombrío y eterno: correr un tupido velo de noche sobre el mundo y gobernar como rey de un reino de muertos.

Forjada mediante magia negra y dotada de la esencia nigromántica de Nagash, la corona amplificaría sus poderes por mil. Era a la vez un símbolo y una potente herramienta que supondría la perdición de las grandes ciudades de Nehekhara.

La luna verde cruzó el cielo mientras Nagash trabajaba, haciendo caso omiso de las ambiciones de nigromantes y hombres. Para cuando cayó el último martillazo, las nubes se habían desplazado al oeste y el amanecer hacía palidecer el cielo al este.

El martillo de piedra se había carbonizado hasta volverse negro y lo recorrían cientos de grietas. Cuando Nagash lo arrojó a un lado, chocó contra las losas y se hizo pedazos con un fuerte crujido.

Nagash el Imperecedero, amo de Nagashizzar y el Señor de las Tierras Baldías, agarró la ardiente corona dentada y la alzó a modo de un desafío hacia el cielo oriental.

El nigromante se colocó la corona oscura sobre la frente. La oscuridad se abatió sobre la gran montaña como un sudario.