14
Sangre y arena
La Llanura Dorada,
en el 103.º año de Basth la Llena de Gracia
(-1.240, según el cálculo imperial)
Los fuertes de vigilancia lahmianos situados a lo largo del borde oriental de la llanura Dorada eran construcciones sólidas y resistentes que habían cambiado poco desde su creación hacía casi cien años. Los dos primeros habían sido construidos de manera transversal al camino comercial donde éste descendía de la llanura y serpenteaba a través de las montañas boscosas descendiendo hasta la ciudad. Se habían levantado cuatro más en rápida sucesión, dos al norte y dos al sur, extendiéndose en un arco que les permita a las patrullas de caballería lahmianas adentrarse en el páramo a ambos lados del camino y desmantelar los grupos de bandidos que saqueaban las caravanas occidentales.
Todos los bastiones se habían construido de acuerdo con las mismas especificaciones: un alto muro exterior de piedra, lo bastante ancho en la parte superior para que cuatro hombres caminaran hombro con hombro, con una enorme puerta de madera hecha de troncos de cedro y asegurada con pernos de hierro del largo del antebrazo de un hombre. En el interior del recinto había cuadras, barracones, una forja y almacenes abarrotados de suficientes pertrechos para mantener a una guarnición de mil hombres por lo menos un mes. En el centro del complejo había una ciudadela baja y ancha de paredes gruesas que contenía el arsenal del fuerte, la botica, dependencias para los oficiales, una cisterna pequeña y un pequeño altar dedicado al Templo de la Sangre. En el caso de que tomaran los muros, toda la guarnición podría retirarse a la ciudadela y resistir semanas, si fuera necesario; tiempo más que suficiente para que una fuerza de rescate llegara de los fuertes vecinos de la fortaleza y expulsara a los atacantes.
Se trataba de un buen diseño —y un bastión imponente para que una fuerza de ataque se apoderase de ella—, pero gran parte dependía de la disciplina y la determinación de los hombres encargados de la defensa del fuerte.
Durante las primeras décadas, los fuertes fueron un gran éxito. A los capitanes se les pagaban generosas recompensas por cabezas de bandidos, así que se mostraban agresivos y astutos en sus patrullas. Cientos de forajidos murieron y cientos más huyeron de la llanura en busca de ganancias más fáciles en otros lugares, hasta que sólo quedaron los asaltantes de caravanas más rápidos y listos. Las tribus del desierto nunca se acercaban a menos de una jornada a caballo de los fuertes y eran demasiado arteras y veloces para que las cogiera desprevenidas una patrulla de jinetes de ciudad. A medida que las ganancias fueron disminuyendo, las recompensas también se redujeron y las patrullas salieron cada vez menos. Y, puesto que ninguna banda de forajidos había sido nunca tan insensata como para montar un ataque directo contra los bastiones, fue inevitable una sensación de autocomplacencia. Los centinelas de madrugada encontraron formas mejores de pasar el tiempo que recorrer los muros defensivos, como jugar a los dados en el patio de formación o sacar a hurtadillas una jarra o dos de cerveza de las abundantes reservas de la fortaleza.
Antaño, dejar que el terreno se llenara de maleza dentro de un radio de mil pasos de los fuertes se había considerado una infracción que se pagaba con azotes. En el fuerte más septentrional, habían permitido que la espesa maleza y los árboles jóvenes llegaran a menos de doce metros de los muros exteriores. Con tantos lugares donde ponerse a cubierto, los guerreros de los bani-al-Hashim podrían haberse acercado al fuerte en una noche de luna llena y nadie se habría dado cuenta.
Al final, Alcadizzar esperó a una fría noche de invierno sin luna antes de intentar llevar a cabo el asalto. En primer lugar, hizo que dos arqueros se adelantaran para vigilar los muros defensivos y asegurarse de que no había centinelas por los alrededores. Vigilaron durante casi una hora cuando no divisaron ningún guardia, uno de ellos lanzó el grito bajo de: un búho cazando. De inmediato, se envió hacia delante a cuatro miembros de la tribu que transportaban una escalera de mano ligera y estrecha entre ellos. En cuestión de minutos, la escalera estaba apoyada contra el muro exterior y Alcadizzar le hizo un gesto a la partida de asalto para que avanzara.
Una docena de los asesinos más silenciosos y eficientes de la tribu subió sigilosamente por la escalera y pasó por encima del muro. Armados con potentes arcos compactos de caballería y cuchillos largos, le dieron caza a los centinelas uno por uno y luego fueron a abrir la puerta exterior. Fue sólo por mala suerte que los descubrieron momentos después, cuando un soldado salió dando traspiés soñoliento de los barracones para vaciar la vejiga y los vio. El lahmiano dejó escapar un grito medio segundo antes de que una flecha se le clavara en la garganta. En lugar de tomar todo el fuerte por asalto, los incursores del desierto se encontraron con una batalla campal entre manos.
* * *
—Lucharon bien —dijo Sayyid al-Hashim y luego se encogió de hombros—. Durante los primeros minutos, por lo menos.
El bajo y fornido guerrero del desierto hizo una pausa para limpiarse la sangre de los ojos con el dorso de su mano. Un corte profundo en una sien le había empapado el pañuelo y le había teñido el hombro de carmesí.
Había cuerpos esparcidos por el terreno abierto entre los barracones y la puerta exterior, decorados con gruesas flechas de plumas rojas. La mayoría sólo iban vestidos con la túnica interior de lino; otros habían muerto llevando poco más que los calzones. Habían agarrado cualquier arma que tuvieran a mano y habían salido corriendo a enfrentarse a los doce hombres de la partida de asalto. Había aún más cuerpos amontonados alrededor de la puerta abierta, donde los hombres de la tribu habían contenido a los lahmianos el tiempo suficiente para que llegara el resto del grupo de asalto. Seis miembros de la partida de asalto habían muerto y un séptimo se retorcía en el suelo con el mango roto de una lanza enterrado en las tripas. Alcadizzar conocía a todos y cada uno de ellos por su nombre y les prometió en silencio a los dioses que sus viudas estarían bien atendidas.
Faisr y él se encontraban bajo el arco de la puerta exterior, contemplando la sangrienta escena. Los dos iban vestidos con petos de gruesas armaduras de cuero y faldellines de malla de bronce flexible y llevaban casquetes redondos de bronce debajo de los pañuelos de seda. Faisr fulminó con la mirada a los cuerpos de los soldados muertos mientras su mano se apretaba alrededor de la empuñadura de la espada envainada. Había ido en contra de su naturaleza impetuosa quedarse atrás con Alcadizzar y dejar que los miembros de su tribu se encargasen solos del combate. Para cuando entraron presurosos en el fuerte con el pequeño de grupo de reservas de la partida de asalto, no quedaba nadie con quien pelear.
—¿Qué pasó luego? —preguntó Alcadizzar.
Sayyid señaló con la cabeza en dirección a la ciudadela.
—En cuanto el primero de nuestros hermanos atravesó corriendo la puerta, los habitantes de la ciudad pusieron pies en polvorosa y se encerraron ahí dentro.
Los asaltantes habían arrastrado dos carromatos hasta el patio de maniobras y los habían volcado de lado, proporcionándoles cierta cobertura de los desganados disparos de flecha procedentes de la ciudadela. El resto estaba muy ocupado saqueando los edificios anexos del fuerte. Algunos miembros de la tribu pasaron junto a Alcadizzar empujándolo con el hombro mientras cargaban con fardos de armadura, pilas de espadas y escudos, jarras de cerveza y prácticamente cualquier otra cosa que no estuviera asegurada con clavos. Unos relinchos nerviosos procedentes del establo del fuerte le indicaron al príncipe que varios asaltantes también estaban dejando al escuadrón de caballería sin sus monturas.
Alcadizzar se frotó el mentón. Según cualquier medida razonable, la incursión ya se podía considerar un enorme éxito y un golpe humillante para los lahmianos. El príncipe había querido poner a prueba las defensas de los fuertes de vigilancia y ver cómo se adaptaban los asaltantes del desierto a verdaderas tácticas militares, y había quedado satisfecho en ambos aspectos. Pero la idea de dejar el fuerte intacto lo sacaba de quicio; él había esperado desarmar a los defensores y soltarlos en la campiña, para luego prenderle fuego al baluarte.
—¿Han enviado alguna señal? —inquirió el príncipe.
Sayyid negó con la cabeza, esparciendo gotitas rojo rubí alrededor de sus pies.
—Ninguna.
Faisr suspiró.
—Amanecerá en unas pocas horas —comentó—. Con o sin señal, tenemos que estar a kilómetros de aquí antes del alba.
Alcadizzar le mostró su acuerdo al cacique asintiendo con la cabeza. Cuando conoció a Faisr, el joven bandido probablemente hubiera optado por quedarse, más que dispuesto a arriesgar su vida y las vidas de sus hombres en un asalto a todo o nada a la ciudadela. Pero ahora, a los setenta años, el cacique era rico y poderoso y los bani-al-Hashim eran considerados la tribu más importante. Aunque su coraje y su ambición no habían disminuido, ahora también tenía mucho más que perder.
Faisr al-Hashim había envejecido bien, a pesar de la dura vida de un asaltante nómada. Las tribus del desierto todavía disfrutaban en gran medida de la longevidad que los antiguos nehekharanos tuvieron en otro tiempo. El atractivo cacique, que había entrado cómodamente en la mediana edad, tenía la barba salpicada de gris y reflejos en su cabello negro como el azabache; los años de entrecerrar los ojos para protegerse del sol y el viento le habían grabado profundas arrugas alrededor de los ojos, pero su cuerpo seguía estando fuerte y sus pasos eran rápidos y ligeros.
En comparación, Alcadizzar apenas parecía haber envejecido. Según sus cálculos, tenía ciento diez años, pero poseía las cualidades físicas de un hombre aún en la flor de la vida. Aunque hacía mucho tiempo que el elixir de Neferata había perdido fuerza, no había desaparecido por completo. Todavía era más fuerte y rápido que cualquier hombre normal y sus heridas sanaban con una rapidez extraordinaria. Tal vez se debía a que le habían dado el líquido blasfemo mientras aún se estaba formando en el útero. (Alcadizzar tenía numerosas teorías, pero ninguna respuesta real). Aunque Faisr y sus compañeros de tribu tenían que haberse dado cuenta, nunca hicieron preguntas. Tal era la lealtad —y el carácter reservado— de las tribus.
Desde luego, Faisr y él se habían convertido en una pareja tremendamente efectiva desde la adopción de Alcadizzar en la tribu. A medida que la prominencia del cacique había ido aumentando tras el declive de Bashir al-Rukhba, éste le había confiado gran parte de las estrategias de asalto de la tribu al príncipe, lo que le permitió a Alcadizzar perfeccionar sus habilidades tácticas y poner a prueba las aptitudes de los asaltantes del desierto al máximo. Los bani-al-Hashim se habían convertido rápidamente en el azote de la Llanura Dorada y, lo que era más importante, se habían ganado el respeto y el apoyo de muchas de las otras tribus.
Todo lo cual hacía que el problema al que se enfrentaba Alcadizzar resultara mucho más irritante. Sus opciones para ocuparse de la fortaleza eran limitadas. No podían esperar a que el hambre hiciera salir a la guarnición y la única forma de entrar era a través de la puerta reforzada. Sin duda había madera en la fortaleza que se podría emplear como un ariete, pero atravesar la puerta costaría vidas y luego los soldados del interior lucharían como ratas atrapadas. El príncipe sacudió la cabeza, pensando en grandes comandantes como Rakh-amn-hotep, que envió a miles de hombres a la muerte durante la guerra contra el Usurpador. Él había perdido a seis hermanos esta noche y no le interesaba perder a ninguno más sólo para enviar un mensaje.
Estaba a punto de decirle a Sayyid para completara el saqueo del fuerte y luego les ordenara a los asaltantes que se retirasen, cuando el fornido guerrero se enderezó y señaló con un dedo hacia la ciudadela.
—¿Qué es eso?
El príncipe dirigió la mirada más allá de los carros volcados y vio que habían levantado a medias la pesada puerta de la ciudadela. Una mano se extendía por debajo de la puerta, sosteniendo una vaina de espada vacía para que todos la vieran. Alcadizzar parpadeó sorprendido.
—Quieren negociar —le dijo a Faisr.
El cacique estaba tan sorprendido como él.
—¿Por qué?
Alcadizzar se encogió de hombros.
—Tendremos que preguntárselo.
—Tiene que ser un truco —gruñó Sayyid.
Todo el mundo en las tribus sabía que la gente de ciudad no tenía noción del honor. Alcadizzar mal podía discutir con el veterano guerrero, pero de todas formas le picaba la curiosidad. Sin pensarlo, dijo:
—Déjame hablar con ellos.
—¿Estás loco? —exclamó Sayyid—. ¡Te llenarán de flechas!
El príncipe se las arregló para sonreír.
—No me preocupa. Los lahmianos tienen una puntería espantosa. Faisr se acuerda. ¿Verdad, jefe?
Faisr soltó un gruñido y luego, despacio, en su rostro apareció una de sus deslumbrantes sonrisas.
—Me acuerdo —dijo—. Muy bien, Ubaid. Ve a ver qué tienen que decir. De todas formas, no podemos marcharnos hasta que vaciemos los establos.
Alcadizzar le hizo un gesto con la cabeza en señal de gratitud al cacique y luego se dirigió con paso resuelto hacia los carros volcados.
—¡Negociación! —les gritó a los miembros de la tribu mientras se apartaba el pañuelo de la cara—. ¡Permitid que los habitantes de la ciudad envíen a su emisario!
Nadie se movió en el interior de la fortaleza hasta que Alcadizzar rodeó los carros y quedó a la vista. Cruzó el terreno abierto entre la barricada y el baluarte y se detuvo a mitad de camino con los brazos cruzados. Un momento después, un lahmiano de aspecto sorprendido, con la armadura de escamas de hierro de un teniente, se agachó debajo de la puerta y se adentró con cautela en el patio de maniobras. A juzgar por la expresión de su rostro, el soldado esperaba que lo llenasen de flechas en cualquier momento.
—¿Qué quieres, habitante de la ciudad? —gritó Alcadizzar. El oficial lahmiano inspiró profundamente.
—Mi capitán, el honorable Neresh Anku-aten, quiere discutir las condiciones.
Alcadizzar se esforzó por mantener una expresión neutral. ¿Quién se creía que era este aristócrata?
—Dile a tu capitán que no está en posición de imponer condiciones. No tiene adónde ir.
El teniente palideció. Con un esfuerzo, consiguió asentir con la cabeza.
—El capitán Neresh se da perfecta cuenta de ello —respondió el lahmiano—. Pero quiere evitar más derramamiento de sangre.
—En ese caso, ¡dile al honorable capitán que se rinda! —contraatacó Alcadizzar.
—Lo hará, siempre y cuando les garanticéis paso seguro para sus hombres —contestó el teniente.
Durante un momento, Alcadizzar no estuvo seguro de haber oído correctamente al otro hombre.
—¿Tu capitán quiere rendirse?
—Sólo si se cumplen sus condiciones. Es inflexible en eso.
Alcadizzar no respondió al principio. No tenía sentido. Las ideas se le agolpaban en la cabeza mientras intentaba adivinar qué estaba pensando el capitán. ¿Por qué abandonar un bastión completamente seguro cuando lo único que tenía que hacer era esperar unas cuantas horas más? Si se trataba de un truco, le costaba descubrirlo. Al final, el príncipe extendió las manos.
—Muy bien —le dijo Alcadizzar al hombre—. Comunícale a tu capitán que él y la guarnición son libres de irse. Si dejan sus armas y armaduras dentro de la fortaleza, podrán salir sin trabas. Juro por mi honor que nadie les hará daño.
El teniente miró a Alcadizzar con recelo un momento más, luego agachó la cabeza en una rápida reverencia y volvió a entrar apresuradamente en el bastión.
Alcadizzar esperó, sin atreverse a creer del todo lo que le había dicho. Pero unos minutos después, la puerta de la fortaleza comenzó a subir con un chirrido. Cuando estuvo abierta del todo, los primeros supervivientes de la guarnición salieron al aire nocturno, vestidos únicamente con túnicas interiores y calzones. Pasaron en fila al lado del príncipe con la mirada baja en dirección a la puerta.
A lo largo de los siguientes minutos, desfilaron cerca de ciento cincuenta soldados lahmianos: más del doble de la pequeña fuerza que Faisr había traído con él. El último era el capitán del fuerte, un noble alto de pelo negro cuyo rostro apuesto se retorcía en una mueca de resentimiento. Se detuvo delante de Alcadizzar y le dirigió una brusca inclinación de cabeza.
—¿Sois el líder de los asaltantes? —inquirió.
Alcadizzar negó con la cabeza.
—Yo sirvo a Faisr al-Hashim el Grande, cacique de los bani-al-Hashim.
—¿Mis hombres no sufrirán ningún daño?
—¿No os he dado ya mi palabra, capitán Neresh?
El lahmiano gruñó a modo de respuesta, como si no acabara de poder creerse lo que le habría dicho.
—En ese caso, supongo que debo datos las gracias —dijo a regañadientes.
Neresh hizo ademán de irse, pero la curiosidad de Alcadizzar fue más fuerte que él. Detuvo al capitán tocándole el brazo.
—Una pregunta, capitán.
El lahmiano se volvió.
—¿Sí?
—¿Por qué os rendís? —quiso saber el príncipe—. Teníais que saber que no podríamos haber tomado la fortaleza sin luchar.
La expresión de Neresh se tomó amarga.
—Por supuesto —respondió—. Esa no era la cuestión.
El lahmiano suspiró.
—Al final, hubierais derribado la puerta. Una vez dentro, la lucha habría sido sangrienta, os lo puedo asegurar.
—No pongo en duda vuestro coraje, capitán —le aseguró Alcadizzar—. Razón por la cual esto me confunde tanto.
Neresh suspiró.
—Tal vez podríamos haber conservado la fortaleza. Tal vez no. Lo que es seguro es que muchos de mis hombres habrían muerto, y eso habría sido un crimen terrible.
Alcadizzar frunció el entrecejo.
—¿Desde cuándo es un crimen defender el honor de tu ciudad? —preguntó.
El capitán se quedó mirando a Alcadizzar un momento con expresión angustiada.
—Eso es algo que llevo preguntándome a mí mismo desde hace mucho tiempo —dijo, y se alejó.
Alcadizzar observó marcharse al capitán. Hace cuarenta años, una respuesta como aquella por parte de uno de los nobles de la ciudad habría sido inconcebible. ¿De verdad había decaído tanto el temple de los ciudadanos de Lahmia?
El príncipe se puso en marcha después del capitán, considerando las posibilidades. Encontró a Faisr todavía en la puerta exterior, hablando lacónicamente con un jinete manchado de polvo. Alcadizzar se dio cuenta, con retraso, de que el hombre iba vestido todo de negro.
—Las cosas han cambiado —le comentó Alcadizzar a Faisr cuando el cacique se volvió hacia él.
—Sí, así es —estuvo de acuerdo Faisr. Su expresión era sombría—. Nos tenemos que ir. La Hija de las Arenas ha muerto.
* * *
Conforme a la tradición, las tribus nunca se congregaban en el mismo lugar de una reunión a otra. En esta ocasión, se decidió según la última voluntad de Suleima que las tribus se reunirían lejos al noroeste, en el mismo borde de la Llanura Dorada. Se trataba de territorio salvaje que nunca había sido domado por ningún hombre, lahmiano ni de otra procedencia, con vegetación virgen y un burbujeante manantial en el centro de un bosque rodeado de matorrales. Resultaba difícil avanzar, incluso para los jinetes del desierto, pero las tribus siguieron presionando con obstinación, decididas a honrar el fallecimiento de Suleima.
Ahora los bani-al-Hashim sumaban casi cuatrocientos guerreros, nacidos de numerosos matrimonios ventajosos con las otras tribus o incluidos en sus filas a través de la adopción a lo largos de los años. Tan lejos de Lahmia, cabalgaban en panoplia completa. Los estandartes de seda crujían en el viento frío que llegaba de las montañas y sus magníficas ropas prácticamente relucían a la luz del sol. Oro y plata titilaban en orejas, cuellos y muñecas, de las hebillas de sus anchos cinturones de cuero y las vainas de sus espadas.
Montar las tiendas fue un asunto sombrío. Los hombres no probaron el vino ni el chanouri, por respeto a los difuntos, ni tentaron a la suerte jugando. Por la tarde, todos los jefes se reunieron y le hicieron ofrendas a su siempre hambriento dios: sangre de sementales, monedas de oro y plata, magníficas espadas de hierro arrebatadas a los lahmianos y más cosas. Luego se dirigieron al bosque a recoger leña para la pira funeraria.
En el campamento, las mujeres estaban cociendo pan mezclado con ceniza para la comida ceremonial del atardecer. Habían dejado a los niños vigilando las yeguadas al borde del bosque, a varias leguas de distancia, por lo que en la ciudad de tiendas reinaba un silencio inquietante. Los hombres se quedaron en sus tiendas, descansando después de la larga noche de viaje y aguardando a que comenzaran los ritos funerarios.
Alcadizzar pasó la larga tarde solo en su tienda, cavilando sobre la incursión al fuerte. Todas las tribus comentaban la noticia y tenían celos del abundante botín que habían conseguido los bani-al-Hashim (no sólo armas y armaduras, sino caballos de primera calidad y un cofre lleno de monedas que guardaban en el interior del baluarte del fuerte). Estaba casi seguro de que ahora varias de las otras tribus se verían tentadas de asaltar los otros fuertes, ávidos de botín y derechos para fanfarronear. No le cabían muchas dudas de que los primeros ataques tendrían éxito, incluso aunque era seguro que los lahmianos ya estarían advertidos. Lo que le interesaba era cómo responderían los habitantes de la ciudad en ese momento. Con tal vez la mitad de sus fuertes de vigilancia incendiados, tendrían que responder de alguna manera: ya fuera una campaña militar masiva para castigar a las tribus y expulsarlas de la llanura o una retirada a la seguridad de las murallas de la ciudad. Cuando había empezado a planificar la incursión, Alcadizzar había pensado que la primera respuesta era la más probable. Pero, después de hablar con el capitán Neresh, sospechaba que sería la última.
Año tras año, poco a poco, Lahmia se había ido quedando cada vez más aislada. Las caravanas se habían reducido a una mínima parte de la cantidad anterior y las oleadas de inmigrantes procedentes de ciudades más pobres como Mahrak y Lybaras habían cesado por completo. Aunque Lahmia todavía mantenía su preeminencia en Nehekhara en virtud de su influencia económica y financiera —y Alcadizzar sospechaba que también porque Neferata estaba retorciendo las mentes de los emisarios de las otras ciudades—, su posición se iba volviendo cada vez más endeble. Las noticias que llegaban de los pocos inmigrantes del desierto que quedaban en el interior de la ciudad hablaban de una omnipresente atmósfera de terror. Las muertes y desapariciones eran una forma de vida la rabia y la frustración ante la impotencia de la Guardia de la Ciudad habían dado paso a la cínica creencia de que la corte real en realidad estaba confabulada con los monstruos. Incluso estaban empezando a sospechar del Templo de la Sangre, algo que habría sido impensable veinte años antes. Pero cuanto más se agitaba la población, más estricto se volvía el dominio del rey lahmiano sobre la ciudad. Las puertas se vigilaban con celo, día y noche, y nadie podía pasar sin documentos firmados por uno de los visires del rey. Incluso una aproximación desde el mar era muy arriesgada, pues los lahmianos patrullaban las playas y el muelle día y noche.
El príncipe se reclinó contra los almohadones y se frotó los ojos. ¿Hasta cuándo, pensó? ¿Cuántos años había sacrificado ya en aras del deber? ¿A cuántos más debía renunciar antes de poder emprender al fin la vida que había anhelado desde la infancia?
Pronto, se dijo. Tiene que ser pronto. La ciudad se está desmoronando desde dentro. Empezarán a aparecer grietas. Ten fe y espera un poco más.
—Fe —masculló el príncipe—. ¿Fe en qué?
—Los dioses de Nehekhara han desaparecido —dijo una voz de mujer—. Cree en ti mismo, por lo menos.
Alcadizzar se giró rápidamente, desperdigando almohadones y casi enredándose en su propia túnica. Al otro lado de la tienda había una mujer sentada, vestida con ropas negras de seda. Un pañuelo negro le enmarcaba el rostro de rasgos afilados y contrastaba con el oro bruñido de sus ojos. La hilera de tatuajes de henna que le trazaba la línea de la mandíbula y le bajaba por el esbelto cuello le recordó de inmediato aquella noche fuera de la tienda de reunión, veinticinco años atrás.
El príncipe se la quedó mirando asombrado.
—¿Cómo has entrado aquí?
Ophiria resopló con soma.
—Si tuvieras esposa y unas cuantas hijas, nunca me habría acercado a un kilómetro de tu tienda —respondió. La vidente extendió las manos, abarcando la tienda bien equipada pero por lo demás vacía—. No cuentas con nadie que vigile por ti. Ni siquiera tienes perro. ¿Te gusta estar tan solo?
Alcadizzar la miró con el entrecejo fruncido.
—¿Qué quieres?
Ophiria se echó hacia atrás ligeramente y metió los pies debajo de las rodillas.
—Podrías ser un buen anfitrión y ofrecerme un poco de té, para empezar —repuso inclinando el mentón con altanería.
El príncipe la miró un momento sin comprender.
—Me parece que no deberías estar aquí —dijo.
Ophiria simplemente parpadeó en su dirección con sus ojos parecidos a los de una esfinge.
—Acuérdate de poner un poco de miel en el fondo de la taza antes de verter el agua —comentó.
Alcadizzar suspiró y se acercó a la bandeja de plata que una de las hijas de Faisr le había llevado hacía un rato. El agua del hervidor de bronce todavía estaba bastante caliente. Le sirvió una taza de té mientras trataba de ordenar sus pensamientos.
Unos momentos después; Alcadizzar dejó la pequeña taza de cerámica delante de la vidente. Ophiria la cogió con ambas manos y se la llevó a la barbilla. Respiró hondo y una débil sonrisa cruzó su rostro.
—Tesoros del lejano oriente —murmuró y tomó un minúsculo sorbo. Levantó la mirada hacia Alcadizzar—. Gracias.
—¿Por qué estás aquí, Ophiria? —preguntó Alcadizzar.
La vidente enarcó una ceja fina.
—¿Sabes cómo me llamo? Entonces sabrás que en unas cuantas horas Suleima se habrá ido y me entregarán a Khsar para que sea su nueva esposa. Después de eso, tú y yo nunca tendremos oportunidad de hablar así. —Tomó otro pequeño sorbo de té—. Antes de que eso suceda, hay algunas cosas de las que tú y yo tenemos que hablar.
Desconcertado, Alcadizzar se acomodó en las alfombras frente a Ophiria.
—¿De qué hay que hablar?
Ophiria lo observó por encima del borde de la taza.
—Para empezar, ¿por qué le has mentido a Faisr todo este tiempo? ¿Cuál es tu verdadero nombre?
El príncipe se quedó atónito.
—¿Mi nombre? Vaya, es…
—Ten cuidado —le advirtió Ophiria. Su voz era suave, pero sus ojos emitían un brillo frío—. No te atrevas a mentirme, habitante de la ciudad. Sobre todo cuando hay tanto en juego.
Alcadizzar hizo una pausa. La boca se le había quedado completamente seca de repente.
—Muy bien —contestó—. Me llamo Alcadizzar. Soy un príncipe de Rasetra.
—Mentira.
Alcadizzar abrió mucho los ojos.
—¡No! Es la verdad…
—No eres ningún príncipe —aseguró Ophiria interrumpiéndolo con un dedo levantado—. Te veo sentado en un trono, con un cayado y un cetro en las manos. Eres un rey.
Alcadizzar apretó la mandíbula.
—Con el tiempo tal vez, pero todavía no. Tengo que hacer algo primero.
—¿Y qué tiene que ver esta tarea tuya con mi gente?
La mirada de Ophiria era dura y directa, como una espada preparada para atacar. Lo ponía nervioso, hasta cierto punto, pero al mismo tiempo se encontró ansioso por poder hablar al fin de los secretos que había guardado durante tantos años.
Después de un momento, tomó una decisión. Sin decir palabra, regresó a la bandeja y sirvió otra taza de té, luego se sentó delante de Ophiria y le contó todo.
Ella lo escuchó todo en perfecto silencio, asintiendo con la cabeza a veces y tomando su té a sorbos. Cuando concluyó la historia, la vidente se lo quedó mirando pensativa.
—¿Y qué ocurrirá una vez hayas obtenido pruebas de los crímenes de Neferata?
Alcadizzar suspiró.
—Entonces, a las otras grandes ciudades no les quedará más alternativa que tomar medidas. Invadiremos Lahmia y…
—Lo que quiero decir es ¿qué va a pasar con mi gente en cuanto nos hayas utilizado para conseguir lo que buscas? —dijo Ophiria. El príncipe se removió incómodo.
—Bueno, acudiría a los jefes y les pediría ayuda —contestó—. Supongo que Faisr se enfadará conmigo, pero le suplicaré que me perdone. El mal que se oculta en el corazón de Lahmia amenaza a toda Nehekhara. Todo lo que he hecho ha sido por el bien de toda la región. Espero que lo entienda.
—Y si los jefes te ayudan, ¿entonces qué?
—No te entiendo.
Ophiria dejó la taza y se inclinó hacia delante.
—Una vez que hayas expulsado a estas criaturas y reclamado tu trono, ¿qué va a ser de las personas que te adoptaron como uno de los suyos hace veinticinco años? —Movió la mano por el aire, señalando las paredes de la tienda—. ¿Nos llevarás a tu ciudad y nos mantendrás en la corte como perros entrenados?
Una expresión de pena apareció en el rostro de Alcadizzar.
—Ya veo —dijo con voz hueca—. Crees que veo a las tribus como un simple medio para lograr un fin. Que en cuanto haya obtenido lo que quiero de ellas, olvidaré mis juramentos y las dejaré de lado.
—Ya ha pasado antes. Muchas veces.
—Eso es cierto —admitió Alcadizzar—. Pero yo no lo haré. No soy un habitante de la ciudad, Ophiria. Este es mi hogar, como lo ha sido durante muchos años. Esta es mi gente. Ahora déjame hacerte una pregunta, ¿qué es lo que quieren de verdad las tribus? Dímelo y, si está en mi poder, se lo daré.
Ophiria lo estudió detenidamente, buscando algún indicio de engaño. Su expresión se suavizó y se echó hacia atrás. Su mirada se posó en la taza de té.
—Queremos perdón —respondió.
—¿Qué? —El príncipe le dirigió una mirada de perplejidad—. ¿Quién soy yo para perdonaros nada?
—Al contrario —repuso Ophiria—. Creo que tú eres el hombre al que hemos esperado conocer durante cientos de años.
Alcadizzar sacudió la cabeza.
—No lo entiendo.
—No, por supuesto que no. —Otra sonrisa fantasmal cruzó el rostro de Ophiria—. Sólo has estado con nosotros un cuarto de siglo. No hemos desvelado todos nuestros secretos. —Suspiró—. ¿Alguna vez te has preguntado por qué vinieron aquí las tribus, hace tanto tiempo, y por qué seguimos quedándonos?
—Por supuesto. Se lo he preguntado a Faisr varias veces, pero nunca me lo ha querido contar.
La vidente asintió con la cabeza.
—Eso es porque le daba vergüenza. Es duro para cualquier hombre, más aún para un cacique, admitir que los suyos son quebrantadores de juramentos.
Alcadizzar se enderezó.
—¿Quebrantadores de juramentos? ¿Qué quieres decir?
Ophiria suspiró.
—La gente del desierto vive y muere por sus juramentos, Alcadizzar. Siempre ha sido así. Khsar es un dios terrible y despiadado, pero los juramentos que le hicimos nos permitieron prosperar en una tierra que confunde y mata a otros hombres. Vivimos en el Gran Desierto durante siglos y estábamos contentos. Luego llegó Settra, el Forjador del Imperio, y fuimos puestos a prueba duramente.
El príncipe asintió con la cabeza.
—He estudiado sus campañas. Las tribus del desierto fueron las que estuvieron más cerca de derrotarlo de todos los ejércitos a los que enfrentó.
—Sí —estuvo de acuerdo Ophiria—. Largas y enconadas fueron las batallas y se perdieron muchos hombres valientes. Pero los ejércitos de Settra eran interminables. Ganamos todas las batallas excepto la última, pero esa única derrota lo cambió todo. —Su rostro se contrajo en una mueca—. El Forjador del Imperio reunió a los jefes que habían sobrevivido y los obligó a hacerle juramentos poderosos. Juramentos de servir a su reino y protegerlo hasta la muerte. Lo juramos ante Khsar, mezclando nuestra sangre con su arena sagrada. Y cumplimos ese juramento durante muchos cientos de años —continuó, luego en su rostro apareció una expresión atribulada—. Hasta que llegó el Usurpador.
—No lo entiendo —intervino Alcadizzar—. Tu pueblo luchó contra el Usurpador durante la guerra. De hecho, los jinetes del desierto a las órdenes de Shahid ben Alcazzar salvaron a la hueste de Ka-Sabar en la batalla de Zedri.
—Eso es cierto —respondió Ophiria—. Y hostilizamos a su ejército que se batía en retirada durante muchos días después. Pero entonces el Usurpador envió a su lugarteniente, Arkhan, para reclamar venganza. Atacó nuestro mismo corazón, cayendo sobre Bhagar con su ejército. Shahid luchó como un león, pero cuando Arkhan mató a su hermano, se le rompió el corazón. Para nuestra eterna vergüenza, el Zorro Rojo se rindió al enemigo y dejó de lado el honor de su pueblo.
Ophiria levantó las rodillas y las apretó contra el pecho.
—Y así Arkhan nos arrebató nuestros queridos caballos —el único don que Khsar nos concedió nunca de verdad— y los mató a todos. Después de aquello, nos convertimos en sus esclavos y trabajamos penosamente en el desierto para construir su torre negra y morir en su altar de sacrificios.
—¿Y cuando terminó la guerra?
—El Usurpador fue derrocado, pero ¿qué importaba eso? Habíamos roto el juramento que le habíamos hecho a Settra y Khsar no se apiadó de nosotros. El desierto, que en otro tiempo había sido nuestro refugio, se volvió contra nosotros. Nuestros pozos se secaron y las tormentas borraron todas nuestras rutas seguras a través del desierto. Pronto se hizo evidente que no podríamos quedarnos en el desierto y sobrevivir.
»Y así las tribus abandonaron el desierto avergonzadas. Viajaron primero a Khemri, con la intención de ofrecerse como esclavos con la esperanza de redimir su honor. Pero la ciudad estaba en ruinas y su gente había huido.
Ophiria cogió la taza de té y la apuró. Con la mirada clavada en sus turbias profundidades, añadió:
—Justo entonces, cuando habíamos perdido toda esperanza, la Hija de las Arenas entró en el palacio en ruinas, donde el mismísimo Settra había gobernado antaño. Se arrodilló ante el estrado donde había estado el gran trono y pidió consejo. Fue entonces cuando recibió la profecía. Dijo que Settra se le había aparecido en una visión y le había dicho que buscara la Ciudad del Alba. Allí encontraríamos al próximo rey de Khemri y el antiguo juramento volvería a renovarse.
Alcadizzar sintió un escalofrío en la espalda mientras escuchaba.
—Eso me resulta muy difícil de creer —opinó.
—Y, sin embargo, aquí estás —repuso Ophiria—. Suleima también lo vio. Por eso intervino en la reunión hace tantos años. Vio nuestra salvación en ti.
El príncipe guardó silencio largo rato. Fuera, el sol se estaba poniendo y el campamento estaba empezando a ponerse en movimiento. Ophiria dejó la taza de té a un lado.
—Se hace tarde, Alcadizzar —dijo—. Y no has contestado a mi pregunta.
Alcadizzar suspiró. Su mano se posó en el cuchillo que llevaba a la cintura.
—Dame la mano —pidió.
—¿Por qué?
El príncipe sacó el cuchillo. Después de una breve pausa, se pasó el filo por la palma de la mano izquierda. Apretó los dientes al sentir el dolor y vio cómo brotaban gotas de sangre del corte.
—No tengo arena del desierto —explicó—. Así que en su lugar debo pedirte tu mano.
Ophiria lo estudió un momento con rostro inescrutable. Luego alargó la mano despacio.
Alcadizzar la agarró de inmediato. La piel de la vidente era suave y estaba muy caliente.
—Por mi sangre y por mi honor, cuando sea rey de Khemri, el juramento sagrado volverá renovarse —prometió.
Ophiria sonrió y retiró la mano.
—Que así sea, hijo de Khemri.
—Pero, primero, Lahmia debe caer —sentenció Alcadizzar—. Mi propio honor lo exige.
La vidente clavó la mirada en la marca ensangrentada que tenía en la palma. Cerró la mano.
—Vigila los cielos, oh rey —dijo. Su voz tenía un timbre extraño y distante que le provocó un cosquilleo en el pelo de la nuca—. Busca la señal. Un pendón de fuego en el cielo nocturno, ahorquillado como la lengua del áspid.
Alcadizzar frunció el entrecejo.
—¿Cuándo?
—A su debido tiempo. Cuando el pendón llene el cielo nocturno, espera en el bosque al norte de la ciudad y Lahmia caerá por sí misma en tus manos.
—Pero…
Mil preguntas se agolpaban en la mente de Alcadizzar. Pero antes de que pudiera formularlas, Ophiria se había marchado, escabulléndose de la tienda tan silenciosamente como había aparecido.
La oscuridad iba aumentando en el interior de la tienda. Solo en la creciente penumbra, Alcadizzar apretó la mano cortada.
—Lo haré. Por todos los dioses, lo haré.