13
El precio de la victoria
Nagashizzar,
en el año 102.º de Tahoth el Sabio
(-1.250, según el cálculo imperial)
—¿Cuándo regresa Lord Velsquee?
Eekrit suspiró mientras se pasaba una pata con gesto de cansancio por los ojos. No le gustaba adónde se encaminaba esta conversación.
—Dentro de cuatro meses, si no encuentra problemas. ¿Por qué?
—Porque el kreekar-gan se está preparando para atacar.
El señor de la guerra hizo señas con una garra y tres ratas esclavo salieron corriendo de las sombras de la sala del trono. Dos de los esclavos llevaban a una silla de madera tallada entre ellos, que dejaron en el suelo cubierto de alfombras detrás de Eshreegar.
El Maestro de Traiciones le hizo un gesto con la cabeza a Eekrit en señal de agradecimiento y tomó asiento. De entre todos los skaven que quedaban en la fortaleza subterránea, él era el único al que se le permitía sentarse mientras Eekrit presidía desde el trono. El tercer esclavo subió al estrado con una bandeja dorada con dos cuencos de vino. El señor de la guerra eligió un cuenco para él y luego el esclavo le ofreció el otro a Eshreegar.
Eekrit sacudió los bigotes mientras aspiraba los embriagadores vapores del vino.
—Ya te has equivocado en el pasado —señaló—. A veces, de manera espectacular.
—Como nunca dejas de recordarme —respondió Eshreegar. Hizo girar el líquido oscuro en el cuenco un momento, luego yació la mitad del contenido de un largo trago y se limpió los bigotes con la manga—. Sin embargo, las señales están ahí.
—¿Por ejemplo?
Eshreegar miró al señor de la guerra con el entrecejo fruncido.
—Compañías de lanceros, para empezar. Algunos de mis exploradores revisaron las barricadas hace unas cuantas noches y llegaron hasta el pozo dos. Los que consiguieron volver dijeron que había cuatro o cinco compañías de hombres de hueso allí. Parecía que acababan de llegar hacía poco.
Eekrit se movió incómodo en el trono.
—¿Cómo de poco?
El Maestro de Traiciones se terminó el cuenco e hizo señas pidiendo otro.
—No había moho en los huesos ni vendajes, así que no podían llevar en los túneles inferiores más de un día o dos.
El aire de los pozos activos estaba tan caliente y húmedo que el moho era un problema constante.
—Reconozco que no es una buena señal.
—Hay más. —Eshreegar se volvió hacia un esclavo que se acercaba y cambió el cuenco vacío por uno lleno—. Uno de los supervivientes dijo que había visto al menos dos máquinas de guerra en el otro extremo del pozo. De las grandes.
Eekrit hizo una mueca.
—¿Hay alguna posibilidad de que pueda haberse equivocado?
—No es probable. Fue Joreel quien las divisó. Te acuerdas de él ¿verdad? Era uno de los veteranos.
El señor de la guerra dio un coletazo irritado.
—Sí, me acuerdo de Joreel, maldita sea. No ha pasado tanto tiempo.
Eshreegar resopló.
—Treinta y cinco años, casi exactos —contestó.
Tuvo mucho cuidado de evitar mirar a los ojos al señor de la guerra, pero el tono de su voz lo decía todo. «Muchas cosas han cambiado desde entonces».
Así era, pensó Eekrit con amargura. Con Velsquee incapacitado por sus heridas y Hiirc muerto, la tarea de salvar al ejército había recaído por completo en Eekrit. Los días posteriores a la emboscada fallida en el pozo cuatro habían sido un espantoso suplicio de caos, confusión y muerte. Para cuando consiguió convencer de su autoridad a los señores de clan que habían sobrevivido y organizar una defensa creíble contra los ataques del hombre ardiente, los skavens se habían visto obligados a retroceder hasta el pozo ocho y casi la mitad del ejército había sido destruido. Aún peor fue la pérdida de material; a todos los efectos, toda la caravana de pertrechos del ejército había sido capturada o destruida cuando el pozo cuatro había sido invadido. Incluso con acceso a los mercaderes de la fortaleza subterránea, el ejército ya tendría bastantes dificultades para alimentarse a corto plazo, más aún para luchar contra el enemigo.
Pasaron semanas antes de que Eekrit pudiera regresar a la fortaleza subterránea, sólo para descubrir que Velsquee se había ido. La explicación oficial era que sus heridas requerían los cuidados de los mejores cirujanos de la Gran Ciudad, pero a Eekrit le resultaba obvio que el Señor Gris estaba intentando alejarse lo máximo posible del desastre.
Velsquee se aseguraría de que la culpa de la derrota recayera directamente en Eekrit. Así eran los skavens.
Eekrit se defendió de la única manera que pudo: asegurándose de que remesas regulares de piedra divina consiguieran llegar a la Gran Ciudad. Aún se aferraba tercamente a la idea de que todavía se podía derrotar al kreekar-gan y luego la montaña sería suya. Así que soportó las expertas calumnias de Velsquee y la inevitable deshonra a la que lo sometió el Consejo. Sabía que nunca podría volver a casa, al menos hasta que no fuera lo bastante rico para reformar su imagen.
El señor de la guerra también había hecho lo indecible para agradecerle públicamente a Velsquee sus muchos años de útiles «consejos» durante la larga guerra, además de su continuo apoyo a la fuerza expedicionaria… existiera aún ese apoyo o no. Eekrit incluso llegó a contratar a un orador para que le pronunciara un grandilocuente discurso al Consejo de los Trece para conmemorar el día que el ejército partió de la Gran Ciudad e hizo todo lo posible por ensalzar las virtudes de Velsquee como guerrero y líder. Por último, se aseguró de que el Señor Gris recibiera una asignación regular de piedra divina procedente de las minas y se cercioró de que los otros señores del Consejo lo supieran.
Velsquee recibió el mensaje. Su fortuna estaba ligada a la gran montaña, lo quisiera o no, por lo que le convenía apoyar a la fuerza expedicionaria todo lo posible.
El hecho era que Eekrit necesita todo el apoyo que pudiera conseguir. Los grandes clanes se habían cansado de la larga guerra bajo la montaña; muchos habían perdido tanta sangre y dinero a lo largo de los últimos cuarenta años, que sus posiciones en el Consejo se habían vuelto vulnerables. En los meses y años posteriores a la derrota en el pozo cuatro, la alianza de clanes que constituía la fuerza expedicionaria empezó a desmoronarse. El clan Morbus fue el primero en retirar a sus guerreros, seguido de los supervivientes del clan Skryre poco después. Eekrit no contaba con el poder o la influencia para detenerlos. Lo único que pudo hacer fue intentar atraer al mayor número de clanes menores que pudo para que ocuparan su lugar, además de todos los mercenarios que le permitiera su empobrecida fortuna.
Mientras tanto, el kreekar-gan continuó golpeando a los skavens. Con nuevas reservas de piedra divina en su poder, arrojó una oleada tras otra de esqueletos y cadáveres hambrientos de carne contra las defensas de Eekrit. Los días de cavar buhederas y lanzar audaces movimientos de flanqueo habían terminado hacía mucho tiempo. Lo máximo que Eekrit podía hacer era conservar lo que tenía e infligirle tantas bajas al enemigo como pudiera.
Sus guerreros destruían al enemigo por centenares, pero nunca era suficiente. El hombre ardiente nunca transigía. A medida que sus bajas aumentaban, Eekrit se vio obligado a entregar un pozo tras otro. Sin prisa pero sin pausa, los skavens estaban siendo expulsados de la montaña.
Lo único que les quedaba ahora era el pozo doce. Si éste caía, el enemigo llegaría a los túneles que conducían a la mismísima fortaleza subterránea.
Eekrit dio un largo trago de su cuenco.
—Son sólo cuatro meses —dijo mientras agitaba los posos amargos—. Podemos aguantar.
—¿Con qué? —repuso Eshreegar—. Yo no daría ni un pedo de ratling por la mitad de los mercenarios que tienes guarneciendo las barricadas. En cuanto una de esas máquinas de hueso se les eche encima pondrán pies en polvorosa y no pararán de correr hasta llegar a la Gran Ciudad. Entonces lo único que te quedará es unos cuantos miles de ratas de clan mal armadas y los grupos de esclavos que puedas conseguir.
La pata del señor de la guerra se tensó en el cuenco de vino.
—Hundiremos los túneles secundarios superiores si es necesario. Eso debería frenarlos un poco.
Eshreegar sacudió con la cabeza con gesto irritado.
—Sólo estarás retrasando lo inevitable.
Eekrit miró al Maestro de Traiciones frunciendo el entrecejo.
—Yo no lo creo —le espetó—. El kreekar-gan tiene todos de los pozos de la montaña bajo su control menos uno. Con todo ese poder debería habernos aplastado hace años. ¿Por qué no lo ha hecho? —El señor de la guerra hizo un gesto negativo con la cabeza—. No creo que sea tan fuerte como quiere hacernos creer.
—Y, sin embargo, aquí estamos, aferrándonos a la fortaleza subterránea con las garras de los pies.
Eekrit señaló con un dedo a Eshreegar.
—Nadie ha visto al kreekar-gan desde el enfrentamiento en el pozo cuatro. ¿Por qué? Lo único que vemos estos días son esqueletos y cadáveres desgarbados. —Se inclinó hacia delante—. Nuestro problema no es que el hombre ardiente sea mucho más fuerte; es que nosotros nos hemos ido debilitando año por año. Cuando Velsquee aparezca con los refuerzos que prometió, todo eso cambiará.
El Maestro de Traiciones soltó un resoplido.
—Lo creeré cuando lo vea, y no antes.
Justo en ese momento las puertas dobles situadas en el otro extremo de la sala se abrieron con un chirrido y un esclavo entró a la carrera. Se lanzó a los pies del estrado y se estiró sobre las piedras.
—¡Amo-amo! —exclamó sin aliento—. ¡El Señor Gris ha llegado! ¡Velsquee está-está aquí!
Eekrit se enderezó sacudiendo las orejas, sorprendido.
—¿En la gran plaza? ¿Ahora?
—No-no, amo. ¡Espera-espera fuera! —respondió el esclavo. Eshreegar se levantó de la silla y dejó el cuenco de vino a un lado con cuidado.
—No me gusta cómo suena eso —apuntó en voz baja.
El señor de la guerra le lanzó una mirada dura a Eshreegar.
—Que entre —le ordenó bruscamente al esclavo.
Mientras el skaven regresaba corriendo a las puertas dobles, Eekrit notó que se le erizaba el pelo de la nuca.
Momentos después, las puertas se abrieron de par en par y el Señor Gris Velsquee entró dolorosamente en el gran salón. A pesar de los mejores elixires y amuletos mágicos que el oro podía comprar, el pelaje de Velsquee se había quedado blanco casi de manera uniforme y su cara estaba surcada de arrugas debido a los años de estrés. El Señor Gris seguía llevando obstinadamente su magnífica armadura y espada curva, aunque ya había dejado muy atrás sus días de lucha. Los cirujanos habían obrado maravillas, pero la cadera destrozada de Velsquee nunca se había encajado correctamente. Se apoyaba con fuerza en un nudoso bastón de ciprés mientras se acercaba cojeando al estrado. Detrás de él venía una docena de heechigar fuertemente armados, que marchaban con exagerada lentitud para no adelantar a su señor.
Eekrit reprimió un mal presentimiento al ver a los guerreros alimaña. Los lugares a lo largo del gran salón donde se encontraban habitualmente sus guardaespaldas permanecían visiblemente vacíos, pues se necesitaba a todos los skavens sanos para guarnecer las barricadas. Le echó un vistazo a Eshreegar y se fijó en que el Maestro de Traiciones se había apartado unos cuantos pasos del trono y se había vuelto levemente hacia los heechigar. Tenía los brazos cruzados y las patas metidas en las mangas.
Eekrit recordó sus modales y se levantó rápido del trono, pero Velsquee le hizo señas para que se detuviera.
—Siéntate, cachorro —le espetó con voz ronca por la edad. Señaló con la cabeza el asiento de Eshreegar—. Esto servirá.
El señor de la guerra esperó hasta Velsquee se hubo instalado en la silla antes de que volver a sentarse en el trono. De pronto, sentía la garganta muy seca.
—Bienvenido a la fortaleza subterránea, mi señor —gruñó Eekrit—. Perdóname por no recibirte en la gran plaza con la fanfarria que mereces, pero has llegado muchísimo antes de lo esperado.
Velsquee hizo una mueca de dolor mientras intentaba ponerse cómodo en el duro asiento de madera.
—Viajé mucho más rápido sin un ejército que me lentificara —dijo con voz fría.
Allí estaba, expuesto sin rodeos. Eekrit sacudió la cabeza despacio, sin querer creerse del todo lo que acababa de oír.
—Quieres… quieres decir que te has adelantado al ejército.
El Señor Gris soltó un gruñido.
—Se acabó, Eekrit. El Consejo de los Trece no quiere saber nada más de este lugar. Hoy día lo llaman el Foso Maldito. No pude conseguir que otro Señor Gris apoyara la petición de más guerreros.
—¿Y qué pasa con toda la piedra divina que hay enterrada aquí? —preguntó Eekrit—. ¡Hemos estado en ello casi ochenta años y apenas hemos arañado la-la superficie!
—Y mira lo que nos ha costado —contraatacó Velsquee—. Incluso ha hecho que los videntes grises se ataquen unos a otros. —Negó con la cabeza canosa—. No, Eekrit. Está hecho. El Consejo me ha enviado aquí con una declaración oficial para dar por terminada la alianza de clanes y disolver la fuerza expedicionaria.
Eekrit se quedó mirando al Señor Gris.
—Esto es una locura —gruñó—. Todavía podemos ganar, Velsquee. ¡Hace casi cuarenta años que no estás aquí! Sé que podemos derrotar al kreekar-gan…
—¡No sabes nada de eso, ratling! —gritó Velsquee levantándose a medias de la silla—. Qweeqwol intentó advertirme, pero no quise escuchar…
El resto del arrebato se perdió en un acceso de espantosa tos convulsiva, que dejó al Señor Gris resollando y doblado en dos por el dolor. Eekrit hizo gestos frenéticos llamando a un esclavo, que le trajo corriendo un cuenco de vino al skaven en apuros.
Velsquee cogió el cuenco con una pata temblorosa y bebió con avidez. Eekrit esperó hasta que el anciano skaven se hubo serenado antes de continuar.
—¿De qué te advirtió Qweeqwol?
El Señor Gris no respondió al principio. Su mirada vagó por la habitación, perdida en recuerdos del pasado. Al final, suspiró y se pasó una pata por los bigotes.
—Qweeqwol veía mucho más que simplemente visiones de piedra divina enterrada bajo esta maldita montaña —dijo—. La piedra divina era irrelevante para él. Le prestó su influencia a la alianza de clanes y marchó con el ejército porque había visto lo que el hombre ardiente planeaba para el mundo. Si nadie detenía al kreekar-gan, no significaría la muerte de los skavens. Significaría la muerte de todo.
La expresión de angustia que apareció en los ojos Velsquee hizo que a Eekrit se le helara la sangre.
—¿Cómo puede ser eso posible?
El Señor Gris sacudió la cabeza.
—No lo sé —respondió—. No me creí ni una palabra en aquel entonces.
—¿Le has hablado de esto al Consejo? —inquirió Eekrit. Velsquee abrió mucho los ojos.
—¿Estás loco? Esos idiotas pensarían que por fin me he ablandado. Tendría una docena de dagas en la espalda antes de que acabara el día.
—Pero si Qweeqwol tenía razón…
—Qweeqwol también dijo que el hombre ardiente no podría ser derrotado por la mano de los vivos —añadió Velsquee—. El kreekar-gan no está condicionado por las leyes de la vida y la muerte. Sólo lo puede derrotar alguien como él, que esté muerto, pero que siga vivo.
El Señor Gris suspiró.
—Qweeqwol pensó que tenía la respuesta. Estaba enfermo, ¿sabes? Una corrupción de la sangre. Sólo la Gran Cornuda sabe cómo se las arregló para vivir tanto tiempo. —Velsquee sacudió la cabeza con amargura—. Qweeqwol pensó que era una señal. Claro que ahora sabemos que se equivocaba.
Eekrit reprimió el impulso de pedir más vino. Le echó una mirada a Eshreegar.
—Mis exploradores me han informado de que el kreekar-gan se está preparando para lanzar otro ataque.
—¿Puedes rechazarlo?
El señor de la guerra apretó los dientes.
—Tal vez.
—En ese caso, si aceptas un último consejo de mi parte, llévate hasta el último trocito de piedra divina que puedas del pozo y lárgate antes de que ataque el hombre ardiente. Deja a los mercenarios atrás de retaguardia. Si te mueves lo bastante rápido, no se darán cuenta de que los has abandonado hasta que sea demasiado tarde.
Las palabras directas de Velsquee dejaron atónito a Eekrit. Antes de que pudiera contestar, las puertas situadas al final del salón se abrieron una vez más y el mismo esclavo se acercó a toda velocidad al estrado. Se abrió camino con agilidad entre los heechigar y se postró ante los señores skavens.
—¡Amo! ¡Amo!
—En el nombre de la Gran Cornuda, ¿y ahora qué? —gruñó Eekrit.
—¡Un-un mensaje de las barricadas! —exclamó el esclavo—. ¡Ha llegado un hombre-cadáver!
Los hombres-cadáver eran los lugartenientes bárbaros del kreekar-gan. Sólo quedaban tres, por lo que Eekrit sabía, y no habían visto a ninguno de ellos en más de una década. La noticia le provocó un escalofrío al señor de la guerra.
—¿Cuántos?
El esclavo vaciló, pasando la mirada con aire de inseguridad de Eekrit a Velsquee y vuelta al principio.
—¿Cuántos-cuántos qué?
—¡Guerreros, desgraciado! —le espetó Eekrit—. El hombre-cadáver no está de pie delante de las barricadas él solo, ¿no?
El esclavo empezó a sacudir las orejas con nerviosismo. El almizcle del miedo se extendió por el aire.
—Pero-pero es así, amo. El hombre-cadáver vino solo. Dice que tiene un mensaje para-para ti.
* * *
—¿Condiciones? ¿Tu señor quiere ofrecernos condiciones?
Parecía como si el lugarteniente del kreekar-gan hubiera acabado de salir de una cripta polvorienta.
Aunque era alto y ancho de hombros, el norteño tenía la cara demacrada y marcada por decenas de cicatrices de batalla. Tenía el cabello negro enredado y cubierto de capas de polvo y mugre. La armadura de cuero y bronce del hombre-cadáver estaba llena de muescas y desgarrada debido a innumerables golpes y todavía mostraba las manchas de batallas pasadas.
El norteño se encontraba a sólo tres metros de los pies del estrado, donde se sentaban Eekrit y Velsquee. El emisario del hombre ardiente no portaba armas, pero Eekrit sabía muy bien lo rápidos y fuertes que eran los hombres-cadáver. Los heechigar de Velsquee prácticamente rodeaban a la criatura, con las alabardas listas para atacar. No se veía a Eshreegar por ningún lado, pero Eekrit sabía que el Maestro de Traiciones estaba acechando en algún lugar entre las sombras, a sólo un rápido lanzamiento de cuchillo.
Las palabras salieron con voz áspera de la boca del emisario.
—Sacad a vuestros guerreros de la montaña y abandonad vuestra mina —dijo el hombre-cadáver con un silbido—, y de ahora en adelante mi señor os proporcionará abn-i-khat a cambio de esclavos y otros tributos.
Eekrit entrecerró los ojos. Supuso que abn-i-khat era como llamaban estos monstruos a la piedra divina.
—¿Tributos? —gruñó—. ¡Nos insultas, hombre-cadáver! El Imperio Subterráneo no le paga tributos a nadie…
El Señor Gris interrumpió la protesta de Eekrit levantando una pata.
—Estás diciendo que tu señor está dispuesto a negociar con nosotros. ¿Es eso? —inquirió Velsquee.
El emisario volvió la cabeza levemente para mirar al Señor Gris. Si el hombre-cadáver percibió la repentina tensión entre los dos skavens que se encontraban en el estrado, no mostró ningún indicio.
—Negociará con vosotros, sí. Pero vuestros guerreros deben marchase de aquí y debéis abandonar vuestra mina. Esas son sus condiciones.
—¡Esto es una broma! —soltó Eekrit—. No te…
Velsquee lo cortó de nuevo. Esta vez su voz era dura como la piedra.
—Lo que Lord Eekrit quiere decir es que el Imperio Subterráneo aceptará las condiciones de tu señor. Retiraremos a nuestros guerreros de inmediato y dejaremos de trabajar en nuestra mina. ¿Cuándo nos proporcionaréis el primer envío de piedra divina?
—Recibiréis media libra de abn-i-khat por cada cien libras de metal o esclavos que proporcionéis. Cuanto antes lo entreguéis, antes recibiréis vuestra piedra.
Velsquee no lo dudó.
—Hecho. ¿Cuándo nos reuniremos con tu señor para cerrar el trato?
—No es necesario —repuso el hombre-cadáver con un silbido—. Sacad a vuestros guerreros y vaciad la mina antes de mañana al alba; eso bastará.
—¿Y si no lo hacemos? —gruñó Eekrit.
—En ese caso, para cuando se ponga el sol vuestros cadáveres estarán extrayendo piedra para mi señor.
Eekrit empezó a levantarse del trono, dirigiendo la pata hacia la espada, pero el Señor Gris se le adelantó.
—¡Llevad al emisario de vuelta a las barricadas! —ordenó, y sus guerreros alimaña obedecieron con rapidez.
Cerraron filas en torno al hombre-cadáver, aislándolo con eficacia de Eekrit o cualquier otro, y se lo llevaron de la habitación.
Eekrit se volvió bruscamente hacia el Señor Gris en cuanto las puertas dobles se cerraron.
—¿Has perdido-perdido el juicio? —gritó—. Después de todo-todo lo que hemos hecho aquí, ¿te vas, a-a rendir sin más?
El bastón de Velsquee se estrelló contra el suelo del estrado cuando el Señor Gris se puso rápidamente en pie. Lisiado o no, su pata se cerró alrededor de la empuñadura de su espada.
—¡Cuidado con lo que dices, ratling! —contestó con otro gruñido—. ¡No les he entregado nada que no posean ya! Esto es una victoria para nosotros, no una derrota.
—¡Pero el kreekar-gan se está marcando un farol! —insistió Eekrit—. ¿No lo ves? ¿Crees que envió a ese cadáver descompuesto a hablar con nosotros porque de repente se ha cansado de luchar? Si pudiera habernos expulsado con tanta facilidad como asegura, ahora mismo estaríamos luchando por nuestras vidas. La única razón por la que está negociando es porque está débil.
—Entonces respóndeme a esto: ¿puedes derrotar al hombre ardiente con los guerreros de los que dispones?
Eekrit hizo una pausa.
—Yo… no lo sé.
—En ese caso, no importa una mierda lo débil que esté —dijo Velsquee—. Porque no llegará más ayuda de la Gran Ciudad. Puedo garantizártelo.
Los dos señores se miraron el uno al otro un momento. Al final, Eekrit transigió y se volvió a sentar con fuerza en el trono.
—Necesito un trago —gruñó.
—Eso es lo primero inteligente que has dicho en los últimos diez minutos —contestó el Señor Gris. Se inclinó con mucho dolor para recuperar su bastón y luego se recostó pesadamente en su asiento con un suspiro—. Piensa, ratling. Antes de que ese hombre-cadáver apareciera, nos estábamos preparando para abandonar la montaña del todo. De esta manera, seguiremos teniendo acceso a la piedra divina, y a un coste al que nadie en el Consejo puede oponerse. Y, puesto que la fuerza expedicionaria ha sido disuelta oficialmente, ¿a quién deja eso a cargo de toda la producción que salga de la montaña?
Eekrit miró al Señor Gris.
—A ti y a mí.
Velsquee sonrió.
—Así es. Estamos a punto de volvernos indecentemente ricos.
El señor de la guerra lo meditó mientras un esclavo le servía un poco de vino.
—Todo eso está muy bien —dijo por fin—, pero todavía nos deja con un problema.
—¿Cuál?
—El hecho de que el hombre ardiente va a acabar con la vida tal y como la conocemos.
—Sí. Bueno. Suponiendo que Qweeqwol tuviera razón, claro.
—Te consta que alguna vez se equivocara acerca de tales cosas?
—¿Sinceramente? No.
—Entonces, ¿qué propones que hagamos?
—Por el momento, no hay mucho que podamos hacer —respondió Velsquee—. Pero podemos sacar provecho de esta situación. Alguien tendrá que quedarse aquí en la fortaleza subterránea para supervisar el intercambio de bienes entre nosotros y el kreekar-gan.
—Con lo cual te refieres a mí —dijo Eekrit.
—¿Por qué no? —sugirió Velsquee—. Todavía no eres lo bastante rico para volver a comprarte el favor del Consejo. Mientras tanto, tú y tus amigos vestidos de negro podéis ver qué podéis averiguar del kreekar-gan y sus planes. Descubre sus debilidades y, luego, cuando sea el momento oportuno.
—Le clavamos una daga entre las costillas —añadió Eekrit. Velsquee sonrió de manera burlona.
—Exactamente, ratling. Exactamente.