12
Hijos de un dios hambriento
La Llanura Dorada,
en el año 101.º de Sokth el Despiadado
(-1.265, según el cálculo imperial)
Los bani-al-Hashim cabalgaron hacia el norte durante casi una semana, dejando atrás las tierras de cultivo abandonadas y adentrándose en territorio salvaje donde pocos lahmianos habían osado entrar. Sólo se desplazaban de noche y no encendían fuegos, comían pan ácido y dormían en el suelo frío, pues esa era la tradición que los bani habían traído con ellos del desierto. En la antigüedad, los hijos del desierto debían tener cuidado de no reunirse en gran número, no fueran a llamar la atención de sus numerosos enemigos.
Para cuando Faisr al-Hashim y su gente llegaron a las onduladas montañas que se extendían a lo largo del borde norte de la gran llanura, ya había una inmensa ciudad de tiendas de colores brillantes montadas por las laderas cubiertas de hierba, con sus techos rizándose como estandartes en el frío viento otoñal. Estaba amaneciendo y manadas de caballos de patas delgadas se movían en las praderas inferiores; sus guardianes, jóvenes de mirada aguda armados con jabalinas y arcos, se enderezaron en la silla y les dieron golpecitos a los animales a su cargo para que se apartaran del camino de los recién llegados. Faisr y sus guerreros, casi un centenar en total, saludaron con la cabeza a los chicos y chicas al pasar y les concedieron a sus yeguadas cierto cortés interés rapaz. Los centinelas sacaron pecho y aceptaron los cumplidos con lanzas en alto y sus mejores y más intimidantes miradas.
Alcadizzar cabalgaba al lado de Faisr al-Hashim y les dedicó un solemne saludo con la cabeza a los centinelas mientras los bani-al-Hashim pasaban. Iba vestido con ropas del desierto superpuestas y un pañuelo de cabeza a cuadros como el resto de los guerreros de la tribu y, después de veinte años entre los asaltantes del desierto, se sentaba en la silla casi tan bien como ellos. Si los muchachos se dieron cuenta de que no era un auténtico hijo del desierto, no dieron señales de ello.
Cuando dejaron atrás el último rebaño, el príncipe centró toda su atención en la vasta ciudad de tiendas que se extendía ante él. Mujeres de más edad y madres con ropas oscuras ya se habían puesto a trabajar consiguiendo que los fuegos para cocinar volvieran a avivarse y haciendo preparativos para el desayuno. Niños pequeños corrían por los estrechos callejones en busca de leña o agua. Los perros levantaron la cabeza y ladraron como locos, advirtiendo a sus amos de la llegada de los bani-al-Hashim.
—Ah, maldita sea —masculló Faisr mientras contemplaba el inmenso grupo de tiendas.
Al igual que Alcadizzar y el resto de los guerreros, el enjuto asaltante del desierto iba envuelto en pesadas ropas negras y azul oscuro para protegerse del frío matutino. El pañuelo de la cabeza le colgaba suelto alrededor de los hombros, dejando al descubierto su rostro barbudo. Hiciera frío o no, uno no se acercaba a un grupo de tiendas con el rostro cubierto, a menos que tuviera intención de derramar sangre.
Faisr hizo una mueca.
—Somos los últimos en llegar. Eso quiere decir que le debo una docena de piezas de oro a Muktil, ese viejo ladrón.
Alcadizzar se rio entre dientes.
—Dale dos docenas, entonces, por lo que más quieras. ¿Cuándo fue la última vez que cabalgó contra las caravanas? Llegamos tarde porque estábamos ocupados llenando nuestras bolsas de oro lahmiano.
Faisr echó la cabeza atrás y se rio con un brillo en los ojos negros.
—¡Muy cierto! Y puede que haga que le des el dinero, sólo para verlo retorcerse.
Todos y cada uno de los guerreros de Faisr lucían tintineantes bolsas de monedas y lujosos adornos, desde dagas enjoyadas a pendientes de oro, que usaban para llamar la atención de posibles parejas y demostrarles a las tribus congregadas cuánto habían prosperado los bani-al-Hashim desde la última vez que se habían reunido. A lo largo de los últimos veinticinco años, la tribu había pasado de encontrarse al borde de la extinción a ser uno de los clanes del desierto más rico y famoso. Aunque la línea de sangre de los al-Hashim era antigua y venerada, había sufrido mala suerte durante las últimas generaciones. Faisr al-Hashim, el único hijo del último cacique, tenía reputación de ser imprudente e impetuoso (ambas características se consideraban virtudes entre los clanes del desierto, pero no eran exactamente las mejores cualidades que uno quería en un líder). Su tiempo como cacique podría haber sido brillante y bastante breve si no hubiera sido por su encuentro casual con Alcadizzar. El príncipe podía aconsejar al exaltado líder bandido de modos que un miembro de la tribu nunca se habría atrevido a hacer y su conocimiento de las tácticas militares lahmianas valía su peso en oro. Con un número de guerreros relativamente pequeño, los bani-al-Hashim habían llegado a llevar a cabo una serie de incursiones brillantes que eran la envidia del resto de las tribus.
—¿Dónde encajamos nosotros en todo esto? —preguntó Alcadizzar, agitando la mano en dirección a las tiendas.
Faisr señaló con la cabeza con actitud de orgullo hacia el centro del creciente asentamiento.
—Nos habrán dejado un sitio, cerca de la tienda del cacique. Descansaremos y desayunaremos mientras las mujeres y los niños montan el campamento, luego habrá carreras de caballos y juegos de dados hasta la reunión de esta tarde. —Le guiñó un ojo al príncipe—. Y bebida. Mucha bebida.
Alcadizzar arrugó la nariz.
—Espero que no sea chanouri. Preferiría beber agua salada.
La bebida favorita de los asaltantes del desierto era una mezcla de leche de yegua fermentada y vino de dátiles agrio. El príncipe la había probado una vez, por una apuesta, y después estuvo horas vomitando.
—Menudo tipo de ciudad más afeminado. —Faisr agitó una mano con desdén—. Supongo que podremos convencer a un niño para que se desprenda de su odre de vino y así no pases sed. —El jefe se volvió y miró a Alcadizzar pensativo—. ¿Está seguro de que quieres seguir adelante con esto?
La pregunta sorprendió Alcadizzar.
—¿Yo? Lo único que yo arriesgo es mi vida. Tú, tienes mucho más que perder.
—Umm —respondió Faisr, pero no negó la afirmación del príncipe.
Si Alcadizzar no pasaba las pruebas que le esperaban, Faisr quedaría desprestigiado entre sus compañeros caciques. Ese era un destino mucho peor que la muerte.
La larga procesión de jinetes se fue adentrando poco a poco en el creciente asentamiento. Las madres observaron a los guerreros a caballo con cauteloso interés, mientras que los niños se quedaron mirando boquiabiertos y señalaron los centelleantes trofeos que llevaban los jinetes. Faisr saludó con la cabeza con respeto a los ancianos que se encontró por el camino, guiando la procesión de modo certero por los apiñados callejones. El lugar de cada tribu en el asentamiento estaba determinado por su estatus y fuerza relativa, con las tribus más prominentes más cerca de la tienda de reunión situada en el centro del campamento.
Se habían llevado a cabo muchas reuniones desde que Alcadizzar se había unido a la banda de Faisr, pero ésta era la primera a la que se le había permitido asistir. El príncipe estudió cada detalle del enorme campamento, intentando calcular el poder y prosperidad de las tribus. Sabía por Faisr que había cerca de dos veintenas de tribus de diferente tamaño viviendo en la gran llanura, en constante movimiento para confundir a posibles enemigos acerca de su tamaño y fuerza. Aquí, Alcadizzar contó las tiendas y las jarras de agua y hogazas de pan que se estaban preparando para el desayuno. Luego lo comparó con el número de caballos que pastaban abajo en los campos para separar a las mujeres y los niños de los guerreros. Incluso calculando por lo bajo, la cifra lo sorprendió. No había cientos, sino miles de ellos… una fuerza a tener en cuenta, en las manos adecuadas.
Aún había muchas cosas acerca de las tribus que desconocía. Aunque era el lugarteniente al que más apreciaba Faisr, el cacique procuraba guardase los asuntos y tradiciones tribales. A pesar de sus contribuciones al bienestar de la tribu, Alcadizzar había seguido siendo un forastero.
No era que las últimas décadas hubieran sido una pérdida total. Los miembros de las tribus se mostraban cautelosos acerca de su propia política, pero trataban sin ceremonia las noticias sobre los lahmianos. La atmósfera en el interior de la ciudad se volvía más angustiosa y opresiva a cada año que pasaba. Cada vez desaparecían más ciudadanos por la noche y se contaban toda clase de historias descabelladas en las tabernas. No bastaba con no salir a las calles después de que se pusiera el sol; ahora a la gente se la llevaban de sus propias casas y nunca se los volvía a ver. Los aristócratas eran los únicos que parecían estar a salvo, lo que naturalmente fomentó todo tipo de rumores suspicaces en los barrios más pobres de la ciudad.
* * *
La plaga de desapariciones se había vuelto tan grave que incluso estaba teniendo repercusiones en la economía de Lahmia. Cada año viajaban menos caravanas a la ciudad y aquellas que lo hacían rara vez se quedaban mucho tiempo. Los suburbios también se estaban vaciando, privando a los muelles de su mano de obra. El éxodo se había vuelto tan serio que el gobierno les estaba imponiendo un considerable «impuesto de salida» a los ciudadanos que intentaban abandonar la ciudad por cualquier razón. Antaño había sido la ciudad más importante de Nehekhara, pero ahora los ciudadanos de Lahmia vivían prácticamente prisioneros dentro de sus murallas.
El reino de terror que se había apoderado de Lahmia no les había pasado desapercibido a las otras ciudades grandes, naturalmente, pero unas cuantas historias escalofriantes y el sufrimiento de la gente común y corriente no bastaban para incitar a los otros reyes a la guerra. Los gobernantes títere de Neferata manejaban la danza de comercio y diplomacia igual de bien que siempre, poniendo a las otras ciudades unas contra otras y manteniéndolas demasiado desconcertadas para arriesgarse a un enfrentamiento abierto con Lahmia. Alcadizzar se mantenía en contacto regularmente con su hermano e informaba al rey Asar de todo lo que averiguaba acerca de lo que sucedía en el interior de la ciudad, pero la respuesta que llegaba de Rasetra siempre era la misma: «dame pruebas».
Entrar a hurtadillas en la ciudad ahora sería sumamente peligroso; escapar de Lahmia con pruebas irrefutables de los crímenes de Neferata resultaría casi imposible. Alcadizzar sabía que las tribus del desierto tenían formas de comunicarse con sus parientes dentro de los muros de la ciudad, pero tales secretos no se compartían con los forasteros.
Eso cambiaría esta noche, se juró Alcadizzar.
Tal y como había asegurado Faisr, la tribu contaba con un lugar reservado para ellos: un cuadrado grande de ladera soleada justo al noreste de una enorme tienda de reunión de lino azul oscuro. Como dictaba la tradición, Faisr y sus guerreros rodearon el espacio abierto y permanecieron en las sillas mientras las mujeres y los niños de la tribu desmontaban y desempaquetaban las tiendas. En menos de una hora, los primeros postes de las tiendas se iban alzando y el golpeteo de los mazos de madera llenaba el aire. La tienda de Faisr se levantó primero, seguida de las de sus lugartenientes, y luego el resto de la tribu. Por fin, la ani muketa, la madre de más edad de la tribu, anunció que el campamento estaba listo y los guerreros del desierto desmontaron con entusiasmo.
Para entonces, una multitud de hombres de las otras tribus se había reunido alrededor de los bani-al-Hashim, manteniéndose a una cortés distancia fuera del perímetro de jinetes y gritándoles saludos y burlas amistosas a los hombres de Faisr. Cuando la anciana madre les indicó a los hombres que podían marcharse, una ovación surgió de la multitud; los miembros de las tribus se acercaron para abrazar a Faisr y los suyos, y las celebraciones empezaron en serio.
Los miembros de las tribus pasaron el resto del día fuera del creciente campamente, reposando en antiguas alfombras abajo junto a las yeguadas que pastaban. Faisr y los otros jefes tribales compartieron repletos odres de vino de dátiles y chanouri y se jactaron de las audaces incursiones que habían llevado a cabo contra los habitantes de la ciudad a lo largo de los últimos meses. Enviaron a niños y niñas a los rebaños a buscar caballos para que los hombres los admirasen y regateasen por ellos, mientras las muchachas jóvenes iban y venían portando fuentes de pan sin levadura, queso y aceitunas. Risas y chistes groseros llenaban el aire. Los hombres hicieron que trajeran a sus mejores caballos de los rebaños y pronto el terreno temblaba debido al golpeteo de los cascos mientras corrían de un lado a otro de la ladera. Se sacaron copas de dados y bolsas de huesos de dedos, y se ganaron y perdieron fortunas. Alcadizzar se mantenía en un rincón de la enorme alfombra que habían tendido para Faisr y sus invitados personales y bebía con moderación de un odre de vino. Aparentó admirar los nuevos caballos que les habían nacido a los jefes tribales y ofreció una ovación o dos cuando uno de los bani-al-Hashim tomaba parte en una carrera, pero sobre todo se puso cómodo y observó a la gente que lo rodeaba.
Alcadizzar se fijó en que la mayoría de los jefes bebía poco y no jugaba en absoluto. A pesar de que hablaban y bromeaban de modo tan escandaloso como sus guerreros, sus ojos oscuros se mostraban atentos y cautelosos. Estudiaban las yeguadas de sus iguales, evaluando sus fortalezas y debilidades. Se forjaron alianzas basadas en la compra de potros o el acuerdo de derechos de reproducción. Fueron pasando jefes menores, que se arrodillaban y besaban el áspero borde de las antiguas alfombras antes de sentarse junto a sus superiores. Aproximadamente media docena de caciques más jóvenes se sentaba alrededor del borde de la alfombra de Faisr, disfrutando de su hospitalidad y ofreciéndole regalos de amistad. En comparación, la alfombra situada junto a la de Faisr pertenecía a Bashir al-Rukhba, que en la actualidad era el más rico y poderoso de los jefes del desierto. Había más de una docena de hombres hacinándose entre sí en la amplia alfombra, todos ellos compitiendo por la atención del gran cacique. Bashir estaba sentado en el centro de todo ellos con una expresión de leve agitación en su rostro barbudo. Cuando se cansaba de la presencia de alguien, le hacía un gesto con la mano a uno de sus tres lugartenientes, que ahuyentaba al cacique menor igual que una madre espantaría a un cuervo particularmente testarudo.
Antes de que acabara el día, Alcadizzar había averiguado varias cosas importantes. En primer lugar, que Faisr al-Hashim, aunque contaba con la admiración de los jefes más jóvenes, tenía poca influencia política entre las tribus. Bashir, del que Alcadizzar sabía por su reputación que en otro tiempo había sido un asaltante formidable, dominaba a los otros en virtud del tamaño de su séquito y la riqueza que había adquirido con gran esmero. Además, a juzgar por la forma en la que Bashir se esforzó por ignorar a Faisr durante la tarde, era evidente que los dos hombres no se tenían ningún aprecio. Si a Faisr le preocupaba la situación en lo más mínimo, procuró no demostrarlo.
Al final, cuando el sol empezó a ponerse al oeste, un revuelo se extendió entre los guerreros reunidos. Alcadizzar se enderezó, justo mientras todos los jefes menores se levantaban en tropel y se despedían de Bashir, Faisr y el resto de los grandes jefes. El príncipe miró a su alrededor, frunciendo el entrecejo desconcertado… y entonces vio a la figura con ropa oscura que se acercaba a la alfombra de Bashir al-Rukhba.
El hombre era alto y se movía con fuerza y determinación. Iba vestido con ropas del desierto negras salpicadas de hilo de oro que brillaba bajo la menguante luz del sol. No llevaba armas, lo que sorprendió a Alcadizzar, pues eso era un símbolo de que un hombre había alcanzado la mayoría de edad entre las tribus. Es más, llevaba el rostro cubierto, pero no de una manera convencional. Se había envuelto la cabeza con el pañuelo sin apretar para formar una especie de capucha y un fino velo de seda negra le cubría toda la cara. En las manos sostenía una copa grande y ornamentada hecha de oro. Aquella imagen despertó recuerdos que hicieron que al príncipe se le pusieran los pelos de punta. Se contuvo justo antes de que su mano se cerrase alrededor de la empuñadura de su espada y se obligó a relajarse.
Alcadizzar miró a Faisr. Cuando captó la atención del joven cacique.
—¿Quién es ese?
Los caciques menores se quedaron mirando a Alcadizzar como si era idiota. Faisr frunció el entrecejo.
—El elegido de Khsar, el Dios Hambriento. Sirve a la Hija de las arenas.
—¿A quién?
Faisr agitó la mano, inquieto.
—¡Silencio! —le advirtió, y no dijo nada más.
El hombre elegido no le rindió homenaje a Bashir, sino que se quedó de pie en el borde de la alfombra del cacique y el gran jefe fue hacia él, atravesando poco a poco la antigua estera. Hizo una profunda reverenda, tocando con la frente el borde de la alfombra, y el encapuchado se inclinó ofreciéndole la copa. Bashir se enderezó, aceptó el cáliz y dio un pequeño sorbo del contenido. Mientras lo hacía, el elegido murmuró algo y el gran jefe asintió con la cabeza en respuesta.
A continuación, fue el turno de Faisr. El hombre encapuchado se acercó y el cacique de Alcadizzar se adelantó poco a poco. Hizo una reverencia y aceptó la copa, y el sacerdote le habló en voz baja. Las palabras estaban en la lengua de la gente del desierto y fueron demasiado suaves para que el príncipe las distinguiera. Faisr asintió con la cabeza y murmuró una breve respuesta. Durante un momento, Alcadizzar sintió el peso de la mirada del elegido y luego éste pasó al siguiente cacique de la fila.
Faisr se levantó sin decir palabra y sus lugartenientes siguieron su ejemplo. Las preguntas se amontonaban en la cabeza de Alcadizzar, pero sabía que éste no era el momento ni el lugar para formularlas. Bashir y su séquito ya estaban subiendo por la ladera en dirección al asentamiento era evidente que las festividades del día habían terminado.
Alcadizzar se situó al lado de Faisr. Después de caminar un rato, el príncipe se volvió hacia el cacique.
—¿Y ahora qué? —preguntó en voz baja.
Faisr sonrió. A pesar de haber bebido su peso en alcohol, sus pasos eran rápidos y seguros.
—Nos preparamos para la reunión. Después empieza de verdad la diversión.
Alcadizzar asintió con la cabeza. Hizo un gesto con la barbilla en dirección a Bashir, que avanzaba dando grandes zancadas en medio de su séquito un poco más adelante.
—No le gustas mucho.
—¿Te has dado cuenta?
—No fue exactamente sutil —respondió Alcadizzar—. ¿Será un problema?
Faisr soltó una risita forzada.
—Oh, sí —dijo—. Puedes contar con ello. Pero no te lo tomes como algo personal; sólo quiere intentar que me quede en mi lugar.
—Va intentar hacer que me maten. ¿Cómo no me voy a tomar eso como algo personal?
Faisr se rio y le dio una palmada al príncipe en el hombro.
—Éste es un mundo de sufrimiento y lucha, amigo mío. La muerte nos rodea todos los días. ¿Prefieres que te conozcan como un hombre que murió atragantado con un hueso de aceituna o uno que pereció a manos de un asesino, abatido por orden de Bashir al-Rukhba?
Alcadizzar frunció el entrecejo.
—Preferiría que me conocieran como un hombre que vivió una vida larga y feliz, rodeado de su esposa e hijos en una mansión lujosamente amueblada.
El cacique del desierto suspiró.
—Los tipos de ciudad tenéis ideas extrañas acerca de la vida —repuso sacudiendo la cabeza con expresión de desconcierto.
Se vistieron con sus mejores galas para la reunión de jefes. Faisr le regaló a Alcadizzar nuevas prendas de magnífico lino blanco y una sobre túnica de seda negro azulada saqueada durante una incursión unos cuantos meses antes. Fuera, la oscuridad cayó sobre las tiendas y, a lo lejos, grupos de muchachas recorrieron el perímetro del campamento a caballo agitando campanillas de plata y cantándole a la cara de la luna que salía para que contuviera los males de la noche. Faisr levantó una mano en señal de advertencia cuando Alcadizzar fue a coger su espada.
—No llevamos armas —dijo con aire solemne—. Puedes llevar una daga, para cortar carne o resolver alguna que otra discrepancia, pero nada más. Si necesitas una espada después, enviaremos a buscarla.
Alcadizzar se tragó sus recelos y asintió con la cabeza mientras se metía el cuchillo enjoyado en el cinto. Se enderezó y Faisr lo estudió con atención un momento asegurándose de que todo estaba bien. El cacique asintió con la cabeza.
—Servirá —anunció y luego su expresión se volvió grave—. Tengo que preguntado: ¿estás seguro de que deseas continuar? No es una vergüenza retirarse en este momento. Puedes quedarte aquí en la tienda hasta el final de la reunión y mañana las cosas no serán diferentes entre nosotros.
El príncipe suspiró. Quería decirle a Faisr que no había nada que los caciques pudieran hacerle que fuera peor que lo que había soportado en los jardines del Templo de la Sangre. En su lugar, hizo un gesto de impaciencia con la mano hacia la portezuela de la tienda.
—Te sigo.
Faisr hizo una reverencia, concediéndole a Alcadizzar una sonrisa deslumbrante.
—Como desees, amigo mío.
El cacique condujo a Alcadizzar hacia la noche fría. El cielo estaba despejado y lleno de relucientes estrellas. La cara de Neru estaba llena y brillante y sus bendiciones iluminaban el campamento. Sonidos de jolgorio flotaban en el aire procedentes de las tiendas circundantes; risas suaves y voces de mujeres se mezclaban con los cánticos del desierto. El príncipe se empapó de los sonidos y los olores a humo, cuero y lona, y sonrió satisfecho. Se sentía más en casa que en ningún palacio o mansión.
La tienda de reunión se levantaba imponente en la oscuridad. Habían montado dos tiendas más pequeñas a cada lado de la única entrada, con las portezuelas levantadas en los cuatro lados y amarradas «estilo caravana» para que los que estaban dentro contaran con un campo visual despejado en todas direcciones. Habían tendido alfombras en todas ellas y habían encendido pequeños braseros para mantener a raya frío de la noche. Casi una veintena de miembros de las tribus reposaba bajo las tiendas, degustando las fuentes de comida y bebiendo el vino que les ofrecían recatadas doncellas. Más guerreros del desierto daban vueltas en pequeños grupos fuera, hablando unos con otros en voz baja.
Todos se volvieron e inclinaron la cabeza en señal respeto cuando pasó Faisr.
—Espera aquí un momento —le indicó el cacique del desierto, señalado la tienda caravana situada a su derecha—. Come y bebe, o no, como quieras. En cuanto acaben los negocios de la noche, mandaré a buscarte.
Faisr agachó la cabeza sin esperar una respuesta y entró en la tienda de reunión.
Alcadizzar observó cómo Faisr se perdía de vista y contuvo un suspiro de irritación. Al parecer, las reuniones del desierto compartían una cosa en común con las cortes de Nehekhara: ambas suponían mucho quedarse sentado y esperar. Frunciendo el entrecejo, encontró con un trozo de alfombra libre dentro de la tienda y se puso cómodo. Una joven se dirigió con cuidado hacía él de inmediato, ofreciéndole un cuenco de chanouri de olor ácido. El príncipe levantó una mano para que la joven no le viera hacer una mueca.
—¿Tal vez un poco de vino aguado? —pidió.
Y así el príncipe esperó, observando cómo Neru trazaba su rumbo por el cielo mientras transcurrían las horas. Sus vecinos se mostraron reservados en su mayor parte, pues sus mentes estaban concentradas en cualquiera que fuera el agravio o la solicitud que pensaban presentarles a los jefes reunidos. Del interior de la tienda llegaba un zumbido constante de conversaciones apagadas, salpicado por algún que otro grito o carcajada.
En una ocasión, Alcadizzar oyó salir gritos furiosos y por un momento pensó que había estallado un motín en medio de la reunión, pero los otros miembros de las tribus no le prestaron atención al ruido y, a los pocos minutos, el alboroto se había calmado tan rápido como había empezado.
Uno a uno, los hombres sentados a su alrededor fueron convocados en presencia de los jefes. Algunas audiencias duraban más que otras y casi siempre los hombres salían con rostro estoico, sin dar señales de si sus deseos se habían cumplido o no. Una vez, dos hombres vestidos de negro salieron de la tienda llevando medio a rastras a uno de los peticionarios.
El miembro de la tribu estaba doblado en dos de dolor y se apretaba el vientre con una mano. La sangre le fluía abundantemente entre los dedos apretados. Alcadizzar escuchó las maldiciones apagadas del hombre mientras desaparecía en la noche.
Antes de la medianoche, estaba solo en la tienda. Las doncellas se habían retirado y los carbones de los braseros casi se habían consumido. Los sonidos de conversación del interior de la tienda no mostraban indicios de disminuir. El príncipe suspiró y tomó un sorbo de vino preguntándose si Faisr se habría emborrachado tanto que se había olvidado de que Alcadizzar estaba esperando fuera.
Más allá de la tienda de reunión, el resto del campamento había quedado en silencio. El aire nocturno estaba frío y en calma, y luminoso por la luz de la luna llena. Alcadizzar respiró el aire frío, agradecido por la forma en la que le despejaba la cabeza y concentraba sus sentidos.
Poco a poco, una sensación de inquietud empezó a subir por la nuca del príncipe. Lo estaban observando.
Alcadizzar siguió respirando profundamente, procurando no demostrar indicios externos de alarma. Mientras sus ojos recorrían las profundas sombras que se extendían más allá de la tienda caravana vacía situada frente a la suya, apuró el vino aguado y dejó la copa a un lado. Apoyó la mano vacía con indiferencia sobre el muslo, a pocos centímetros del puño de su daga, y esperó a que su observador oculto se dejase ver.
Pasaron los minutos y la sensación no se mitigó. En todo caso, parecía más concentrada, más penetrante. Alcadizzar le pareció ver un destello de movimiento en las sombras cerca de la pared de la tienda de reunión.
Se movió ligeramente, presentándole el hombro derecho a la figura que se acercaba. Sus dedos se deslizaron hasta el pomo enjoyado de la daga.
¡Allí! Pudo ver una figura esbelta recortada contra el flanco de la gran tienda, deslizándose despacio y de modo un tanto vacilante hacia él Alcadizzar no pudo ver armas en las manos de la figura, pero el mero peso de su mirada resultaba asombroso. ¿Se trataba de un hechicero o de algún espíritu inquieto que rondaba las oscuras montañas al norte de la gran llanura?
Después de un momento, la figura se detuvo, todavía bien escondida en la sombra que proyectaba la tienda. Alcadizzar sintió que se le erizaba la piel de los antebrazos. Al final, no pudo aguantar más.
—Te estoy viendo —dijo mientras se podía en pie despacio—. ¿Qué clase de hombre eres para andar merodeando en las sombras como un chacal? ¿Eres un ladrón o un asesino? ¡Muéstrate!
La figura retrocedió al oír su voz. Alcadizzar pensó que quizás daría media vuelta y huiría hacia la oscuridad… pero entonces la persona enderezó los hombros y dio un audaz paso adelante, situándose bajo la luz de la luna.
Alcadizzar abrió mucho los ojos. La figura que tenía ante él era baja y ágil e iba vestida con magníficas ropas negras adornadas con hilo de plata que brillaba débilmente bajo la luz. No se trataba de un asesino, ni de un espíritu inquieto y hambriento, sino de una muchacha de unos catorce años, con el rostro envuelto en los pliegues de un pañuelo de seda. Tenía un rostro largo y parecido al de un potro, una nariz afilada y unos grandes ojos de un amarillo leonino. Una sinuosa hilera de tatuajes de henna le subía por el lado derecho del esbelto cuello y le trazaba la línea de la mandíbula.
El príncipe se quedó mirando a la niña sorprendido. Ella lo estudiaba como lo haría un erudito con un pergamino antiguo como si viera con total claridad sus secretos más profundos. Ni siquiera Neferata se había introducido tan profundamente en su alma. Intentó hablar, preguntar quién era esta chica y qué quería de él… pero justo en ese momento la portezuela de entrada de la tienda de reunión se apartó y un criado vestido de negro salió a la noche. El hechizo se rompió y la joven se retiró de inmediato, deslizándose de nuevo en silencio entre las sombras.
El criado, que no sabía que la muchacha estaba allí, le hizo señas a Alcadizzar.
—Faisr al-Hashim te pide que te reúnas con él —anunció. Alcadizzar examinó la oscuridad más allá de la tienda, pero la muchacha había desaparecido. El criado hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Empezó a hacerle señas de nuevo, pero Alcadizzar sacudió la cabeza, como para despejarla.
—Te sigo —respondió.
El príncipe siguió al criado hacia la penumbra caliente y ruidosa de la gran tienda. Había esperado que estuviera subdividida en salas diferenciadas mediante mamparas de tela, como había visto hacer a Faisr con su propia tienda; más allá de la entrada había una pequeña antesala, donde dos doncellas se acercaron con cuencos dorados y paños para lavarle pies y manos de manera ritual. Cuando se completó el ritual, el criado lo llevó hacia adelante, más allá de otra portezuela de tienda y en presencia de los jefes.
Alcadizzar habían esperado un espacio grande y abierto, cubierto de alfombras de primera calidad y lleno de una nube de incienso, donde los jefes reposaban en pequeñas camarillas como habían hecho antes por la tarde. Para su sorpresa, se encontró al borde de un espacio circular que contenía una inmensa mesa de madera, lo suficientemente grande como para tener cabida para casi dos veintenas de jefes con espacio de sobra. La superficie de la mesa estaba cubierta de una fina lámina de oro, martillada por las manos de un artista hasta adoptar curvas extrañas e irregulares. El príncipe se quedó mirando la superficie varios instantes antes de darse cuenta de que el juego de luces y sombras que creaban las curvas sugerían las onduladas dunas de un desierto. Habían grabado largas líneas curvas en el oro; Alcadizzar sabía por sus estudios que algunas se correspondían con las antiguas rutas de caravanas que cruzaban el Gran Desierto en la antigüedad. Otras líneas eran menos evidentes en cuanto a su significado. Tal vez representaban las sendas nómadas de las propias tribus del desierto.
El perímetro de la cámara estaba abarrotado de miembros de las tribus de alto rango procedentes de cada uno de los clanes, que se sentaban en alfombras y observaban lo que sucedía con interés. El aire era caliente y espeso, casi sofocante, y estaba aderezado con aromas a comida y chanouri. Alcadizzar sintió los ojos de toda la concurrencia posados en él mientras seguía al criado hasta la gran mesa.
Faisr se levantó de una silla tallada de manera elaborada mientras Alcadizzar se acercaba y fue a situarse a su lado. El criado le indicó al Príncipe que se detuviera a menos de un metro del borde de la mesa, donde los jefes reunidos podrían evaluarlo. Alcadizzar miró a los ojos a todos y cada uno de los hombres sentados a la mesa, y no encontró ni un ápice de calidez ni bienvenida en ellos. Algunos como Bashir al-Rukhba, lo fulminaron con la mirada con evidente desprecio.
Entonces el príncipe sintió un cosquilleo conocido por la nuca. Se puso tenso y sus ojos se vieron atraídos hacia las sombras que se extendía en el lado opuesto de la gran mesa. Allí vio la silueta de una mujer vestida con una túnica sentada en una silla de madera similar a las que utilizaban los caciques. Su rostro quedaba oculto en la penumbra, pero Alcadizzar sabía que lo estaba mirando con la misma intensidad que la niña que había visto sólo minutos antes. A su lado se encontraba el elegido de Khsar, el hombre encapuchado que había visto allá en la ladera aquella tarde. En lugar de una copa de oro, el elegido sostenía ahora un alto bastón negro en la mano derecha. Aunque se mantenía apartada del resto, Alcadizzar observó que había un espacio vacío en la mesa para que la mujer tuviera una visión clara de lo que sucedía.
Faisr apoyó una mano en el hombro de Alcadizzar.
—Éste es el hombre del que hablaba —les dijo a los jefes reunidos—. Ubaid ha cabalgado como amigo de los bani al-Hashim durante veinte años, como exigen nuestras costumbres, y en ese tiempo se ha desenvuelto como guerrero y asaltante astuto. Mirad las marcas de su cinto —continuó Faisr señalando a las apretadas hileras de marcas de muertes grabadas en el cuero—. ¡Cincuenta hombres, muertos por su mano! Se ha ganado la estima de mi pueblo y ha derramado su propia sangre por nosotros muchas veces. De hecho, me ha salvado la vida no una, sino tres veces.
El joven caudillo extendió las manos y les guiñó un ojo a los otros jefes.
—Claro que todavía monta como un tipo de ciudad de culo blando, pero nadie es perfecto, ¿eh?
Muchos de los caudillos se rieron y Alcadizzar aceptó la burla con una sonrisa de autodesaprobación. Bashir y otro puñado de jefes se limitaron a mirar a Faisr, con una expresión inmutable en el rostro.
—La lealtad y el honor de Ubaid están fuera de toda duda —afirmó Faisr—. Ha dejado de lado su pasado y ha abrazado las costumbres del desierto. Os lo aseguro, es como un hermano para mí y merece formar parte de mi tribu.
—¡Es un forastero! —exclamó Bashir. El cacique se inclinó hacia delante y golpeó la mesa dorada para dar mayor énfasis a sus palabras—. ¡Un habitante de la ciudad! ¡Por lo que sabemos, podría ser un espía de los lahmianos!
Los hombres elegidos de Faisr se pusieron en pie de inmediato, agitando los puños y gritándole furiosos a Bashir. Los hombres de Bashir hicieron lo mismo rápidamente y empezaron a gritarles a los hombres de Faisr. Se desenvainaron dagas, cuyas hojas brillaron a la luz de los faroles. Los jefes atrapados en medio le gritaron por turnos a Bashir, a Faisr, y unos a otros.
Faisr profirió un potente grito y saltó sobre la mesa dorada. Sacó su daga con una floritura y apuntó a Bashir con ella.
—Si alguien duda de la valía de Ubaid, ¡que lo ponga a prueba! ¡Desafíalo con ingenio, espada o caballo!
Alcadizzar vio que Bashir sonreía de manera voraz ante el arrebato de Faisr y comprendió que ésta era la oportunidad que el jefe de mayor edad había estado esperando. Se levantó de la silla y dirigió la mano hacia a su propio cuchillo… cuando, de pronto, el elegido de Khsar salió de las sombras y golpeó la mesa con el bastón con un ruido ensordecedor.
Todo el mundo guardó silencio en un instante. Los jefes prácticamente saltaron de sus asientos, con los ojos muy abiertos por la impresión. Incluso Bashir parecía asombrado.
Cuando el encapuchado estuvo seguro de que contaba con la plena atención de todos, se enderezó despacio y retiró el bastón. Alcadizzar vio que era grueso y claramente pesado y lo habían creado a partir de una especie de madera negra que no se parecía a nada que hubiera visto antes. Habían tallado rostros de espíritus monstruosos en la madera, con sus feroces expresiones inhumanas contraídas en máscaras de furia y hambre ciega.
—Escuchad a la Hija de las Arenas —entonó el elegido.
Su voz era áspera y profunda y retumbaba como el gruñido de advertencia de un león. Todos los espectadores cayeron de rodillas de inmediato. El rostro de Bashir palideció de ira, pero incluso él volvió a dejarse caer en la silla. Alcadizzar vaciló, sin saber cómo proceder. Faisr envainó rápidamente la daga y el príncipe siguió su ejemplo.
Lenta y dolorosamente, la mujer con túnica se levantó de su silla. Alcadizzar vio inmediatamente que era muy vieja, su rostro curtido se plegaba en un complejo tapiz de arrugas. Cuando se situó bajo la luz de los faroles, al príncipe le sorprendió ver que sus ojos eran de un amarillo leonino, exactamente igual que los de la joven que había visto fuera.
La anciana se acercó a los jefes y sus ojos se alzaron despacio hasta los de Faisr.
—¿Te criaste en una taberna, Faisr al-Hashim? —le gruñó—. ¡Bájate de mi mesa, muchacho!
Para sorpresa de Alcadizzar, Faisr bajó la cabeza como un niño.
—Lo lamento —se disculpó y volvió a bajar de un salto a las alfombras junto a Alcadizzar.
Los ojos de la mujer se posaron en Alcadizzar; una vez más, éste sintió que la piel le hormigueaba por la intensidad de aquella mirada.
—¿Dices que éste ha observado todas las costumbres de adopción?
—Así es —respondió Faisr.
—¿Ha vivido entre tu tribu durante un período de veinte años? —inquirió.
—Como dije antes, sí —contestó el cacique.
—¿Ha luchado a tu lado y ha derramado sangre por la tribu?
—Muchas veces.
La anciana miró al príncipe entrecerrando los ojos.
—Y, en todo ese tiempo, ¿nunca te ha dado motivos para dudar de su lealtad o su devoción?
—Ni una sola vez —aseguró con orgullo Faisr.
Alcadizzar se encontró esforzándose por sostener la mirada de la mujer. Había muchas cosas que Faisr no sabía de él. El cacique estaba arriesgando sin saberlo su propio honor en defensa de su amigo.
—Ha dejado a un lado su vida pasada —preguntó la mujer con una voz tan implacable como las arenas del desierto— ¿y se ha dedicado por completo a las costumbres de nuestro pueblo?
Antes de que Faisr pudiera contestar, Alcadizzar interrumpió:
—Tanto como cualquier hombre puede olvidarse de su gente y su lugar de nacimiento —dijo.
Faisr le lanzó una mirada de reojo, pero el príncipe lo ignoró. La Hija de las Arenas se quedó mirando a Alcadizzar un rato.
—Entonces, que así sea —anunció—. Desde este día en adelante, eres un bani-al-Hashim.
Los jefes reunidos se miraron asombrados. Bashir al-Rukhba fue el único que se sintió la bastante audaz —o lo bastante enfadado— para hablar.
—¡Pero las costumbres de adopción son sólo para habitantes del desierto! —protestó—. Son para adoptar a un hombre de una tribu en otra, no… ¡no para esto!
La anciana se volvió y fulminó a Bashir con la mirada.
—Ya se hizo una excepción una vez, Bashir al-Rukhba —dijo con tono frío—. ¿O lo has olvidado?
Bashir se puso rígido.
—No lo he olvidado —respondió.
—Entonces debes suponer que conoces la voluntad de Khsar mejor que yo —le espetó la anciana—. ¿Es así? ¿Pretendes contradecirme?
De repente, el aire de la tienda se cargó de tensión. Alcadizzar vio que los guerreros de Bashir se apartaban de su jefe con expresiones agarrotadas de miedo.
La mirada de Bashir se posó en el tablero de la mesa.
—No —respondió con voz apagada—. Yo nunca haría algo así, santidad.
—En ese caso, los asuntos que teníamos aquí han concluido —dijo la Hija de las Arenas—. Ya es tarde y me duelen los huesos. Dejad descansar a una anciana.
Los jefes se levantaron de la mesa todos a la vez. Surgieron murmullos nerviosos de los guerreros. El ambiente seguía siendo tenso e inestable. Alcadizzar sabía que había ocurrido algo trascendental, pero no tenía ni idea de qué era. Un tirón en la manga interrumpió sus pensamientos.
—Está hecho —dijo Faisr. Por primera vez desde que Alcadizzar lo conocía, el cacique parecía afectado—. Vámonos.
Alcadizzar se volvió para seguir Faisr fuera de la tienda. Mientras caminaba, sintió una vez más las miradas de toda la concurrencia en él, pero eran ligeras como una pluma comparadas con el peso de los ojos de la anciana sobre su espalda. Fue necesaria una gran fuerza de voluntad para no acelerar sus pasos y adentrarse corriendo en la noche.
* * *
Faisr y Alcadizzar se vieron rodeados rápidamente por miembros de la tribu cuando salieron de la gran tienda. Unos cuantos los felicitaron en voz baja, pero la mayoría se mantuvo en silencio mientras Faisr los conducía a todos de regreso a las tiendas de la tribu. Una vez allí, algunos de los miembros de más edad de la tribu empezaron a atizar una hoguera y despertar a sus hijos más pequeños para que fueran a por vino y chanouri. Al otro lado del campamento, el resto de las tribus parecía estar haciendo lo mismo, ciñéndose a la tradición y permitiéndose una última celebración antes de que se dispersaran con los vientos al día siguiente.
Pero Faisr no estaba de humor para celebrar. El cacique se detuvo un momento, con la mirada clavada en las profundidades de la hoguera que sus guerreros se esforzaban por avivar, luego le quitó un odre de vino de las manos a un niño que pasaba y se alejó con paso decidido hacia la oscuridad. Sin pensarlo, Alcadizzar lo siguió.
Faisr no dijo nada mientras se abría paso por el campamento. Evitó las tiendas de los grandes clanes y sus reuniones a la luz del fuego, y al poco tiempo salió del campamento en las pendientes inferiores de la ladera. Condujo a Alcadizzar montaña abajo hacia las silenciosas yeguadas y al final se acomodó en el suelo frío y húmedo cerca de donde habían estado reposando sólo doce horas antes.
El cacique saludó a los centinelas a caballo del rebaño con un gesto de la mano, luego le sacó el tapón al odre y se lo pasó a Alcadizzar. El príncipe lo cogió, se echó un chorro equivalente a un trago en la boca y después se lo devolvió.
—Supongo que no salió según lo planeado —comentó.
Faisr sonrió compungido.
—Observador como siempre —respondió el cacique y se llenó la boca de vino. Se lo tragó y bebió de nuevo.
—¿Quién era esa mujer? —preguntó Alcadizzar—. ¿Algún tipo de sacerdotisa?
El cacique soltó un resoplido.
—A las tribus nunca les han interesado mucho los sacerdotes —contestó—. En cambio, tenemos a la Hija de las Arenas. Se la ofrecemos a Khsar, el dios de los páramos, como esposa. Ella es el árbitro de sus leyes y cuando habla, lo hace con su voz. ¿Lo entiendes?
Alcadizzar frunció el entrecejo.
—Sí, pero… —Escogió sus palabras con cuidado, pues no estaba seguro de lo devoto que era Faisr y no quería ofender—. El pacto con los dioses se rompió hace siglos.
Faisr negó con la cabeza.
—Olvídate del pacto. Eso fue entre los dioses y tu gente, los nehekharanos.
El príncipe asintió con la cabeza pensativo. Muchos nehekharanos consideraban a la gente del desierto primos bárbaros, pero la verdad era que se trataba de una raza de hombres completamente diferente, cuya historia y cultura se remontaban a miles de años antes del nacimiento de las grandes ciudades.
—Así que… ¿las tribus todavía disfrutan de las bendiciones de Khsar?
Faisr echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—¿Bendiciones? Si Khsar no te quema los ojos de la cabeza o te chupa el tuétano de sus huesos, eso es una bendición —dijo—. Es el dios del desierto. Su aliento le da vida a las tormentas de arena. El Dios Hambriento no concede bendiciones, Ubaid. Sólo pruebas. Por medio de esas pruebas nos hacemos fuertes o, de lo contrario, perecemos. No hay nada más.
Alcadizzar extendió las manos.
—Entonces… ¿qué? ¿Estoy siendo puesto a prueba?
Faisr no respondió al principio. Levantó la mirada hacia el cielo con el entrecejo fruncido y luego tomó otro trago.
—Es posible —contestó—. O tal vez haya una prueba aún por llegar.
—No lo entiendo.
El cacique suspiró.
—Una vez en cada generación, en las tribus nace una hija con los ojos de un león del desierto. Siempre ha sido así. Estas mujeres tienen la habilidad de mirar en el alma del hombre y ver lo que el destino ha escrito allí. Por esa única razón, tienen una gran influencia sobre nuestro pueblo.
Aquella idea le provocó un escalofrío a Alcadizzar.
—Cuando estaba esperando fuera en la tienda caravana, vi a una chica con esos mismos ojos —comentó en voz baja.
Faisr le dirigió una mirada de espanto.
—No la tocaste, ¿verdad?
—¿Qué clase de pregunta es esa?
El cacique se relajó un poco.
—Perdóname. Es sólo que se considera que trae muy mala suerte ponerle las manos encima a uno de los elegidos de Khsar. —Suspiró—. Debe haber sido Ophiria. Ella se convertirá en la Hija de las Arenas cuando Suleima muera. ¿Te dijo algo?
Alcadizzar negó con la cabeza.
—No, pero recordaré esos ojos el resto de mi vida.
Faisr sacudió la cabeza.
—En todo el tiempo que he sido cacique, nunca he visto a Suleima intervenir en asuntos tribales. Ahora, de un solo golpe, ratifica tu adopción en las tribus y trastoca el viejo orden de los jefes. Semejante reprimenda a Bashir le va a costar muy caro a ese viejo chacal.
—¿La Hija de las Arenas tiene tanto poder sobre los jefes?
Faisr se encogió de hombros.
—En estos días, sí. No siempre fue así. La Hija de las Arenas solía ejercer de consejera del Alcazzar, el jefe de jefes, pero no ha habido uno desde que Shahid el Zorro Rojo murió durante la guerra contra el Usurpador. —El cacique sacudió la cabeza—. Las videntes fueron la razón por la que las tribus vinieron aquí desde el desierto, hace siglos.
Alcadizzar miró a Faisr, sintiendo curiosidad.
—¿Y eso por qué?
Faisr le echó un vistazo al príncipe y empezó a responder, pero luego pareció cambiar de idea.
—Esa es una historia para otro momento —dijo con una sonrisa cansada—. Demasiadas revelaciones podrían estropear el vino, ¿eh, Ubaid?
Faisr se llevó el odre a los labios y dio un buen trago, pero aún así Alcadizzar captó la expresión de angustia que apareció en los ojos del cacique.
Alcadizzar miró hacia otro lado, a lo lejos por encima de los rebaños que dormían. ¿Qué habían visto Ophiria y la anciana cuando lo habían mirado? ¿Cuánto sabían? Las palabras de Faisr regresaron a él una vez más.
«El Dios Hambriento no concede bendiciones, sólo pruebas. Por medio de esas pruebas nos hacemos fuertes o perecemos. No hay nada más».