11: En la trampa

11

En la trampa

Nagashizzar,

en el 99.º año de Usirian el Terrible

(-1.285, según el cálculo imperial)

—¡Quitaos de en medio, maldita sea! ¡Fuera-fuera!

Eekrit empezó a asestar porrazos a diestro y siniestro con la cara de la hoja de su espada, golpeando hombros y espaldas. Las ratas de los clanes gritaron y gruñeron y se volvieron para lanzarle al señor de la guerra miradas asesinas; luego bajaron la cabeza y se apretaron contra las paredes del estrecho túnel en cuanto se dio cuenta de quién era.

Eekrit siguió adelante, abriéndose paso a empujones a través del agolpamiento de cuerpos con armadura. El viaje desde los niveles más bajos de la fortaleza les había llevado casi el doble de lo esperado. Después de conseguir eludir patrullas enemigas y dejar atrás sin que los vieran las barricadas del kreekar-gan, habían aparecido en una escena de caos absoluto en el pozo uno. Se estaba llevando a cabo algún tipo de movimiento de tropas masivo, retirando a las tropas de asalto del ejército de la línea de batalla y sustituyéndolas por una aullante turba de esclavos. Todos los pasadizos que conducían a los niveles inferiores estaban abarrotados de skavens que gruñían y maldecían mientras iban en una dirección o la otra, entorpeciendo el movimiento hasta ir casi a paso de tortuga. Eekrit ya estaba agotado por tener que abrirse paso a la fuerza por un pasillo atestado tras otro. Le dolían los brazos y ya hacía mucho que había perdido la paciencia. Lo único que le impedía usar el extremo afilado de la espada era el hecho de que lo más probable era que las ratas de clan enfurecidas se le echarían encima en un instante. El ejército ya tenía suficientes problemas sin desencadenar una sangrienta refriega entre sus propias filas.

El señor de la guerra se abrió paso hasta la parte delantera del grupo, con Eshreegar y el resto de sus asaltantes pisándole los talones. El líder de las ratas de clan empezó a silbar una maldición mientras Eekrit pasaba con paso airado, pero una dura mirada del Maestro de Traiciones dejó al guerrero encogiéndose en una nube de almizcle del miedo.

Justo después de las ratas de clan, otra masa más de pelo apestoso y armadura susurrante avanzaba arrastrando los pies, pero esta vez Eekrit se detuvo en seco. Se trataba de un grupo de los heechigar del Señor Gris, formando hombro con hombro y probablemente en columnas de treinta ratas en fondo. El señor de la guerra hizo una pausa mientras el estrecho pecho le subía y bajaba agitado. Sacudió los bigotes notando el movimiento de las corrientes de aire más adelante. Calculó que ya tenían que estar cerca de su objetivo y los guerreros alimaña se movían a un ritmo que se aproximaba a una marcha lenta. Por el momento, eso estaba bien para él. Eekrit buscó a tientas la vaina dos veces antes de lograr guardar la espada por fin.

—¿Cuánto? —preguntó mientras Eshreegar llegaba a su lado.

El Maestro de Traiciones respiró hondo concentrando su mente cansada.

—Siete horas —respondió—. Puede que un poco más.

Eekrit soltó una maldición sulfurada.

—Es probable que el kreekar-gan esté en marcha en este mismo momento. El ataque podría empezar en cualquier momento.

Eshreegar miró al señor de la guerra ladeando la cabeza.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque es lo peor que podría ocurrir —gruñó Eekrit—. Esa ha sido la única constante en toda esta miserable guerra.

Siguieron a los heechigar durante varios minutos antes de que un silbato de hueso sonara más adelante y los guerreros alimaña se lanzaran hacia delante al trote dando traqueteantes zancadas. Momentos después, Eekrit se encontró ante la entrada del túnel que conducía al pozo cuatro.

El campamento base del ejército se había ampliado de manera espectacular en las semanas que habían transcurrido desde que los asaltantes habían estado allí por última vez. Enormes pilas de comida y suministros, separadas por clan y custodiadas por inquietos grupos de guerreros se extendían de un extremo a otro del largo túnel. El humo de los fuegos para cocinar y los silbantes hornos creaban una neblina negro azulada por el techo del pozo; el aire estaba caliente y apestaba debido al hedor del cobre de las forjas de los espaderos. Los rediles de esclavos que pudo ver había sido vaciados y unidades de guerreros fuertemente armados bajaban apresuradamente por los estrechos caminos respondiendo a la llamada de estridentes silbatos de hueso o los gritos de los jefes de los clanes.

Eshreegar contempló el caos y frunció el entrecejo.

—En nombre de la Gran Cornuda, ¿qué está pasando? —preguntó. Eekrit tampoco estaba muy seguro de qué pensar.

—Lo sabremos muy pronto —respondió, y partió al trote en dirección al pabellón del Señor Gris.

Ganaron tiempo cortando por el pozo y llegaron a la creciente colección de recintos de madera y piel en cuestión de minutos. Dos heechigar montaban guardia en la entrada principal del pabellón, aferrando con nerviosismo los mangos de sus alabardas de aspecto temible. Se les erizó ti pelo cuando Eekrit y los asaltantes se acercaron.

Eekrit no estaba de humor para despliegues de dominación.

—Tengo que hablar con Lord Velsquee de inmediato —anunció sin preámbulos.

—Lord Velsquee está reunido con el consejo de guerra —gruñó uno los guerreros alimaña.

El señor de la guerra fulminó con la mirada al guerrero de hombros.

—Qué oportuno —respondió—. Yo estoy en el consejo de guerra.

Los dos heechigar intercambiaron miradas maliciosas.

—Eso no es lo que nos han dicho, túnica negra —repuso el fornido guardia enseñando los dientes en una mueca torcida—. ¿No se supone que deberías estar al otro lado de las barricadas olisqueando el culo huesudo del kreekar-gan?

—Cierra el pico —le advirtió Eshreegar con una voz baja y cargada de amenaza.

La sonrisa del guerrero alimaña se ensanchó.

—Hazlo lo peor que sepas, un ojo.

Eshreegar dio un paso al frente y dos cuchillos de aspecto cruel aparecieron en sus patas como por arte de magia. Su sonrisa de respuesta fue malvada y fría.

—Tú te lo has buscado —le dijo al guerrero alimaña—. Quiero que lo recuerdes una vez que acabe contigo.

—Basta —soltó Eekrit, y el tono de su voz bastó para captar incluso la atención de los heechigar—. No tenemos tiempo para esto.

El señor de la guerra se acercó al altísimo guardia.

—Escúchame —le ordenó al guerrero alimaña—. El líder de los exploradores del ejército tiene un mensaje urgente para el Señor Gris y el consejo. Si no recibe ese mensaje de inmediato, Velsquee os hará responsables a vosotros dos. ¿Queréis asumir la culpa de la derrota del ejército?

El guardia entrecerró los ojos examinando el rostro de Eekrit en busca de indicios de que lo quisiera engañar. Al final, el guerrero alimaña se encogió de hombros.

—Eso no será necesario —masculló, y luego envió a su compañero al pabellón con un movimiento brusco de la cabeza.

Eekrit y Eshreegar echaron humo en silencio, sacudiendo la cola, durante lo que les pareció una eternidad. El segundo guardia regresó por fin.

—Muy bien —dijo sin ninguna señal de deferencia—. Venid conmigo.

El Maestro de Traiciones se puso tenso de nuevo ante el tono insolente del guardia, pero Eekrit le impidió actuar levantando una pata.

—Te seguimos.

Siguieron al guerrero alimaña más allá de la portezuela colgante de piel y hacia la maloliente oscuridad del pabellón. Al otro lado, un incienso apestoso —unos hongos acres del pantano que estaban actualmente de moda en la Gran Ciudad— formaba lánguidas volutas por el techo de la estrecha antecámara. Esclavos procedentes de varios de los clanes prominentes del ejército se humillaron mientras Eekrit pasaba.

El heechigar los condujo por un laberinto de serpenteantes pasadizos apiñados creados para adaptarse a la sensibilidad skaven y confundir a los posibles asesinos. Después de varios minutos, aparecieron en una antecámara un poco más grande; ésta estaba cubierta de caras alfombras y apestaba a un humo un poco menos acre. Más esclavos, aunque estos le pertenecían únicamente a Velsquee, permanecían en cuclillas en silencio en los rincones más alejados de la cámara aguardando a que su amo los llamara. Otro pasillo enfrente se adentraba más en el pabellón. De algún lugar más allá llegaba un débil murmullo de voces.

Cuando entraron en la cámara, la portezuela de piel situada al otro extremo de la habitación se hizo a un lado. Eekrit se detuvo de pronto al ver al señor skaven que había venido a recibirlos.

Lord Hiirc iba vestido con ropa lujosa bordada con hilo de oro y plata. Prendas de piedra ardiente relucían de modo siniestro en las magníficas cadenas que le rodeaban el cuello. Al igual que Eekrit, el señor del clan Morbus podía permitirse los mejores amuletos y pociones que el dinero podía comprar allá en la Gran Ciudad. Eekrit observó con irritación que tenía el aspecto de un skaven de apenas la mitad de su verdadera edad. Los dientes con fundas de oro de Hiirc brillaron con una luz fría mientras hablaba.

—En nombre de-de la Gran Cornuda, ¿qué estáis haciendo vosotros dos aquí? —les espetó.

Su voz sonó débil y estridente, como un silbato mal afinado. Tenía el pelaje enmarañado y descuidado y agitaba las orejas con aprensión. A Eekrit le extrañó su aspecto, pero luego cayó en la cuenta de que era muy temprano para los señores de los clanes, que estaban acostumbrados a los lujos de la vida en el campamento.

—Va a haber un ataque, Hiirc —soltó Eekrit—. El kreekar-gan nos ha conducido a una emboscada.

Hiirc pegó las orejas al cráneo.

—¿Ah, sí? —contestó entre dientes—. ¿Y cómo lo sabes exactamente?

Eekrit gruñó entre dientes y dio un paso hacia Hiirc. Deslizó la pata hacia la empuñadura de su espada. Lo que más deseaba era hundir su arma entre los ojillos redondos y brillantes de aquel idiota. El heechigar lo percibió de inmediato, dejó escapar un gruñido de advertencia y se desplazó para colocarse a medias entre los dos señores. Eshreegar se movió ligeramente con las patas a los costados.

El señor de la guerra se contuvo en el último momento. Por mucho que le gustase, pintar las paredes de piel con la sangre de Hiirc sólo complicaría las cosas con Velsquee.

Eekrit hizo una pausa, respiró hondo, y le contó a su antiguo número dos lo que había averiguado.

Hiirc escuchó el relato atentamente, incluso asintió con la cabeza pensativo al oír la descripción de la entrada al túnel y el jefe de clan capturado. Cuando Eekrit hubo terminado su informe, el señor del clan Morbus chasqueó los dedos. Un esclavo apareció al instante portando un cuenco de vino en una bandeja de plata. Hiirc cogió el cuenco y bebió el contenido a sorbos.

—¿Es eso todo? —inquirió.

Eekrit se quedó mirando a Hiirc. Incluso el heechigar parecía asombrado.

—¿No es suficiente? —gruñó el señor de la guerra—. ¿Qué es-es tan difícil de entender, Hiirc? Es probable que el hombre ardiente y sus guerreros estén recorriendo los túneles en este mismo instante. Podrían atacar en-en cualquier momento…

—Ya lo sabemos —contestó Hiirc sacudiendo la cola con aire de suficiencia—. De hecho, hace horas que lo sabemos.

—¿Lo sabéis? —Entonces, de repente, Eekrit lo entendido—. El espía Claro.

Hiirc se removió incómodo.

—No-no sé de lo que hablas.

Eekrit le interrumpió levantando una zarpa.

—No seas más idiota de lo necesario, Hiirc —le espetó—. Ha habido un traidor en las filas del enemigo todo el tiempo. ¿Cómo rayos os llegó el aviso tan rápido?

Hiirc se terminó el vino y lanzó el cuenco de nuevo sobre la bandeja del esclavo.

—Eso no es asunto tuyo —contraatacó—. Velsquee ha convocado a nuestras mejores tropas. Cuando el hombre ardiente ataque, caerá directamente en una trampa. En una hora, dos como mucho, la guerra habría terminado —aseguró. Hiirc mostró sus dientes dorados en una sonrisa maliciosa—. Lo que significa que tus servicios al ejército ya no son necesarios.

Antes de que Eekrit pudiera contestar, Hiirc volvió a chasquear los dedos. Esta vez la portezuela de piel que tenía detrás se hizo a un lado y doce guerreros alimaña más entraron en fila en la habitación lenta y pesadamente.

Eekrit fulminó con la mirada a los guerreros de hombros anchos.

—¿Qué significa esto?

Hiirc se volvió hacia el líder de los heechigar.

—Acompañad a los señores Eekrit y Eshreegar a la fortaleza subterránea —ordenó—. Retenedlos en la guarida del señor de la guerra y vigiladlos de cerca.

Los guerreros alimaña rodearon a los dos skavens. Eekrit mostró los dientes, furioso por haberle permitido a Hiirc atraparlo tan fácilmente. Con el resto de los asesinos-exploradores respaldándolo podría haber peleado. Pero ahora…

Eekrit se cruzó de brazos con resignación.

—Lord Velsquee se enterará de esto.

Hiirc agitó las orejas divertido.

—Fue el propio Señor Gris el que lo ordenó. —Les hizo una señal con la pata a los guardias para que se retirasen—. Sacadlos por una de las entradas laterales —ordenó—. Si os parece siquiera que van a causaros problemas, hacedlos trizas.

El líder de los heechigar gruñó en señal de asentimiento y les hizo una señal con la cabeza a sus guerreros. Estos bajaron las alabardas y arrearon a los dos prisioneros por delante de Hiirc de regreso por donde habían venido, más allá de la portezuela de piel y hacia otra habitación contigua conectada mediante tres pasillos que se bifurcaban. Bajaron por un pasillo lateral y entraron en otro laberíntico grupo de pasadizos que al final los condujo a una salida al otro lado del pabellón.

Fuera del recinto, las órdenes proferidas a gritos y el estridente pitido de los silbatos aún resonaban en el aire mientras los guerreros alimaña y las ratas de clan veteranas del ejército preparaban la apresurada emboscada. Eekrit hizo una pausa contemplando la escena. No se veía por ninguna parte al resto de los asesinos-exploradores y, con tanto ruido, no había forma de pedir ayuda.

Una afilada punta de bronce pinchó el señor de la guerra en el omóplato.

—Muévete —ordenó el guerrero alimaña a su espalda.

La falange de guardias emprendió la marcha hacia el lado opuesto del pozo. Eshreegar se situó al lado de Eekrit. Miró al señor de la guerra de reojo.

—¿Alguna idea brillante? —preguntó.

—Estoy pensando —masculló Eekrit.

El Maestro de Traiciones se inclinó acercándose a él.

—Hay un comerciante de esclavos en la fortaleza subterránea que me debe algunos favores —susurró—. Si podemos llegar hasta él, nos llevará clandestinamente de regreso a la Gran Ciudad por un precio.

Eekrit siguió caminando en silencio, considerando sus opciones. Después de un momento, levantó la mirada y estudió las descomunales formas de los guerreros alimaña.

El señor de la guerra respiró hondo.

—Eshreegar, ¿cuánto oro tienes?

* * *

Tardaron horas en completar los preparativos para el ataque. Veloces mensajeros les llevaron órdenes a las compañías bárbaras retirándolas de las barricadas y reuniéndolas en cuatro grandes contingentes a lo largo de las cámaras de almacenamiento desiertas cerca de los túneles de aproximación. Grandes grupos de devoradores de carne —casi todo lo que quedaba de las envilecidas tribus yaghur— merodeaban por los túneles alrededor de los guerreros congregados cazando exploradores enemigos que pudieran estropear los planes de su amo. Los norteños, unos cuatro mil hombres, no dejaron atrás más que un millar de guerreros esqueleto para guarnecer las barricadas y contener al enemigo.

Mientras los guerreros se reunían, Nagash se dirigió a la cripta secreta que contenía toda la abn-i-khat que le quedaba. La cámara de piedra sin ventanas, tallada en el mismo lecho de roca de la montaña, era lo suficientemente grande como para rivalizar con las inmensas casas del tesoro de los reyes de la antigua Khemri; ahora sus estantes y plintos de mármol estaban vacíos salvo por una sola mesita en el otro extremo de la cripta Allí, titilando como un par de ojos siniestros, había dos trozos de piedra ardiente del tamaño de un puño.

Nagash se detuvo sólo un momento en el umbral, contemplando el espacio oscuro y vacío. En otro tiempo había sido un indicador de la riqueza y el poder de Nagashizzar, ahora sólo hablaba de derrota y una larga y amarga decadencia.

Por fin entró en la resonante cripta y sus pasos óseos provocaron débiles sonidos al raspar sobre la piedra. Su cuerpo se movía con un andar antinatural más parecido al de un animal o un reptil que al de un hombre. Sus brazos y piernas, sin la sujeción de músculos o tendones, se movían como serpientes bajo los pliegues parecidos al pergamino de su viejísima túnica. Su escolta de tumularios le pisaba los talones, con un fantasmagórico fuego verde parpadeándoles por la armadura deslustrada y a lo largo de las mortíferas espadas.

La procesión macabra se detuvo ante la mesa y Nagash extendió sus manos de esqueleto encima de manera posesiva. La piedra mágica pareció responder a los deseos del nigromante y brilló como carbones en un horno. La luz de la piedra ardiente se deslizó por la superficie del peto de bronce y cuero sobre el que descansaban y la larga hoja recta de doble filo que había delante. La armadura había sido elaborada por herreros norteños y hechizada por el propio Nagash; cada escama estaba inscrita con una runa de protección para desviar los hechizos y las armas de sus enemigos. La hoja había salido de un antiguo túmulo norteño durante la larga guerra de subyugación y había sido forjada con obsidiana en los días anteriores a que los hombres supieran cómo darle forma al metal. El arte de su elaboración resultaba un misterio incluso para Nagash; había un poder atroz agazapado en su interior, una sed de vida tan insondable y fría como el propio abismo.

Nagash sacó las esferas de piedra de su puesto y las sopesó en las manos. La esfera de la mano izquierda quedó envuelta de inmediato en una reluciente niebla verde que impregnó los huesos ennegrecidos del nigromante. Éste se enderezó inmediatamente; su armazón óseo se apretó mientras las energías arcanas saltaban de una articulación a otra. Anhelaba más, pero dejó su ansia de lado con una fuerza de voluntad suprema. Había pesado cada gramo sin excepción según su plan de batalla. No reservaría nada. Derrotaría a los hombres rata de una vez por todas o sería destruido en el proceso.

A su orden, los tumularios se congregaron a su alrededor. Por primera vez en más de un siglo, dejaron de lado sus espadas desenvainadas y cogieron el equipamiento de guerra que descansaba sobre la mesa.

Despacio, con muda ceremonia, los resucitados vistieron a Nagash para la guerra. El peso de la armadura sobre el pecho le recordó viejos tiempos, glorias pasadas ganadas bajo el ardiente sol de Nehekhara, pero los recuerdos lo llenaron de un extraño mal presentimiento. Mientras los campeones realizaban su labor, apretando cordones y atando lazos, el nigromante se encontró estudiando las sombras de la cripta en busca de figuras pálidas y rostros fantasmales y acusadores.

* * *

—Yo no debería estar aquí —protestó Akatha y su voz resonó con eco en el reducido espacio del túnel—. Mi sitio está con Bragadh. Es de mal agüero enviar a un cacique a la batalla sin una bruja que cante para él.

Nagash no dijo nada. La roca burbujeó y silbó bajo la punta de su dedo mientras trazaba un círculo mágico en el suelo. El túnel no tenía salida: simplemente terminaba en una pared de granito toscamente labrada de casi un metro de espesor. Había runas mágicas grabadas en la superficie de la roca y con incrustaciones de abn-i-khat realizadas años atrás; formaban un arco alto y ancho, lo bastante grande para que dos hombres se situaran hombro con hombro. Su escolta de tumularios formaba una barrera protectora entre él y el arco de entraba con las espadas oscuras preparadas.

Detrás del nigromante se oía el golpeteo apagado de armas y armaduras mientras sus guerreros aguardaban la llamada a la batalla. El túnel era, de hecho, una larga rampa en espiral que descendía a través del lecho de roca y terminaba en el otro extremo del pozo. Habían abierto otros tres iguales a través de la piedra en el lado opuesto del pozo; cada uno estaba abarrotado de un millar de norteños al mando de Bragadh, Diarid y Thestus. Un quinto túnel, que habían abierto meses atrás para permitir que sus creaciones entraran en el pozo en busca de prisioneros útiles, había sido sellado sin hacer ruido tan sólo unas horas antes para mantener el elemento sorpresa.

Akatha permanecía con los brazos cruzados a la derecha Nagash, con su expresión oculta tras una cortina de cabello manchado de ceniza. Su piel pálida brillaba con un vigor antinatural, poniendo sus fantasmagóricos tatuajes azules de marcado relieve. La bruja había bebido abundantemente de la copa del nigromante, junto con Bragadh y los otros inmortales, justo antes de reunirse con sus parientes mortales en las profundidades de la fortaleza. El nigromante había sido generoso con su elixir, devolviéndoles a sus lugartenientes su antiguo poderío. La bruja irradiaba poder arcano, como las agitadas nubes de una feroz tormenta en el desierto.

—¿Qué es lo que queréis que haga? —preguntó—. Si no voy a entonar el canto de guerra, entonces ¿qué?

Nagash terminó de inscribir el último símbolo ritual. De rodillas en medio de ellos, alargó la mano más allá de las runas y grabó un reluciente círculo verde en la roca. Había consumido la piedra más ardiente y la sensación de poder puro y desenfrenado lo llenaba de un júbilo terrible y carente de alegría. La fría empuñadura de la espada de obsidiana prácticamente le temblaba en la mano, su antiguo espíritu estaba despertando ante la perspectiva de la batalla.

El nigromante se enderezó, recordando las palabras del ritual que había creado años atrás y había reservado previendo este mismo momento.

«Sé testigo», le dijo. «Contempla la venganza de Nagash».

El conjuro retumbó por el cerebro del nigromante, alimentado por el poder de la piedra ardiente, y las runas talladas en la roca brillaron. En cuestión de momentos, finas volutas de humo surgieron de los sigilos grabados en la pared de roca y la temperatura empezó a subir en el túnel atestado. Los norteños que se encontraban más cerca de Nagash comenzaron a removerse con inquietud y mascullar oraciones blasfemas cuando la pared empezó a ennegrecerse y un silbido malévolo llenó el aire.

Concentrado su voluntad, Nagash levantó la mano izquierda y cerró el puño despacio. El aire rielaba de calor. Cuando llegó al final del conjuro, le dio un puñetazo a la pared y desató una fracción de la energía que tenía acumulada; el granito duro como el hierro que se encontraba dentro del arco explotó hacia fuera en medio de un furioso estruendo.

Cientos de fragmentos afilados se hundieron en el pozo alrededor de la brecha seguidos de una turbulenta barrera de polvo cegador, calor y ráfagas de aire. Los pocos hombres rata que tuvieron la mala suerte de verse atrapados en la explosión, murieron en el acto; la onda expansiva atrapó sus cuerpos pulverizados y los arrojó varios metros por el aire. Los cajones apilados y las cestas de mimbre se hicieron pedazos y su contenido se desparramó por el pozo y, en algunos casos, el aire abrasador les prendió fuego.

Una sucesión de tres explosiones más azotaron el extremo inferior del pozo cuando los arcos rúnicos insertados en los túneles de asalto restantes también detonaron. Un ciclón de polvo y aire aullante parecido a un horno subió con un estruendo por el pozo hacia el pabellón de los hombres rata salpicado por los atronadores gritos de guerra de los norteños.

«¡Atacad!»

La orden de Nagash resonó en las mentes de sus guardaespaldas y lugartenientes. Los tumularios se lanzaron hacia delante en una silenciosa y mortífera oleada; otro de los conjuros del nigromante les había proporcionado una velocidad sobrenatural a sus movimientos. Nagash los siguió, examinando el campo de batalla con su mirada ardiente en busca de enemigos, y los bárbaros cargaron tras él.

El nigromante se deslizó como un fantasma a través del calor y el humo arremolinado. Los tumularios se extendían delante de él, moviéndose tan rápido que sus pies apenas parecían tocar el suelo. Gritos y aullidos llenaron el aire. Nagash pudo oír la carga de los guerreros bárbaros de Diarid a su derecha y los gritos de los bárbaros de Bragadh a su izquierda. Thestus y sus hombres se encontraban un poco más adelante y a la izquierda de Bragadh; les había encomendado a sus lugartenientes bloquear a cualquier posible rescatador que avanzara desde las fuerzas enemigas situadas en los pozos superiores e inferiores. Ellos protegerían los flancos mientras él y sus guerreros corrían hacia el pabellón y mataban a todas las criaturas rata que encontraran allí.

Durante los primeros minutos, los únicos hombres rata que encontró Nagash fueron los cuerpos retorcidos y destrozados de aquellos a lo que había alcanzado la explosión inicial. Oyó gritos estridentes y alaridos de pánico delante y a ambos lados, perdidos tras los montones de suministros y las arremolinadas volutas de polvo. Sus guardaespaldas tumularios habían alcanzado el borde posterior de la nube de humo que había creado el nigromante; no eran más que siluetas temblorosas teñidas por tenues halos de luz sepulcral verde. Los guerreros no muertos siguieron avanzando rápido y sin pausa a través de la nube hirviente, empujados por la aborrecible voluntad de su amo.

Nagash se abalanzó hacia el torbellino tras ellos. El polvo caliente le llenó la capucha y se la apartó del cráneo ennegrecido de un soplo. Silbó contra su espada de piedra haciendo que emitiera un gemido bajo y cristalino. La túnica y el grueso refuerzo de cuero de la armadura empezaron a humear en el aire sobrecalentado, pero el nigromante apenas notó su roce. Podía sentir vagamente a Akatha y los bárbaros a cierta distancia detrás de él, trotando como lobos tras la nube de polvo.

Se encontraban a unos trescientos metros de los túneles de asalto cuando Nagash oyó gritos y alaridos en las nubes de polvo más adelante. Fuegos fatuos parpadearon en amplios arcos mortíferos y los chillidos de los hombres rata se interrumpieron. Un instante después, el nigromante se encontró con el primer cadáver. Los hombres rata habían muerto a medio paso mientras avanzaban a trompicones y a tientas entre el polvo. Se les había quemado el pelaje, junto con las orejas y los ojos hundidos. Muchos todavía estaban desplomándose en el suelo cuando el nigromante pasó rápidamente.

Y entonces, sin previo aviso, había hombres rata por todas partes. Salieron gritando del velo de polvo desde todos lados, con los hocicos ampollados y sangrantes y mostrando los dientes parecidos a cinceles. Las espadas de los tumularios titilaron por el aire, atravesando armadura y hundiéndose en la carne. Las hojas congelaban la sangre y silenciaban los corazones de aquellos a los que tocaban; Nagash vio a hombres rata tambalearse bajo los golpes y cómo su último aliento brotaba en forma de chorros de vapor reluciente mientras caían.

Aún más criaturas atacaron a Nagash desde derecha e izquierda. Aquellos que habían logrado evitar que los cegara la tormenta corrieron directamente hacia él con las espadas en alto listas para golpear.

Se enfrentó a ellos con una risa cruel y un conjuro blasfemo. Franjas de fuego verde surgieron de los dedos de esqueleto de la mano libre del nigromante y se hundieron entre los hombres rata situados a su izquierda. Las criaturas se desplomaron gritando de dolor mientras sus cuerpos hervían desde el interior hacia afuera.

Las saetas mágicas apenas habían salido a toda velocidad de su mano, cuando Nagash se volvió hacia los hombres rata que se acercaban a la carga desde su derecha. Rugiendo, exultante, levantó la hoja de obsidiana y cayó sobre ellos. Su espada destelló trazando arcos borrosos mientras se clavaba en armadura, carne y hueso y apagaba la vida que guardaban en su interior. Los golpes de los hombres rata se desviaban de su armadura hechizada o se estrellaban contra las escamas. Les hizo señas a los miserables seres rata, desafiándolos a emplear sus peores artimañas, y sus ojos ardientes se mofaron mientras morían bajo su espada. Cuando no quedaron más enemigos a los que matar, dio media vuelta y regresó con paso airado a través de las nubes de polvo, dándoles caza a tambaleantes hombres rata cegados y matando a todos los que pudo encontrar.

La lucha apenas duró un minuto. Un momento Nagash se hallaba perdido en un éxtasis de masacre y al siguiente se encontraba en medio de pilas de cuerpos sin vida observando cómo los hombres rata que quedaban con vida huían adentrándose más en la nube de polvo hacia el lejano pabellón. El sanguinario alarido del nigromante sacudió el éter mientras sus tumularios y él emprendían la persecución de los hombres rata que se batían en retirada.

Ahora nada podría detenerlo.

* * *

Velsquee toqueteaba con nerviosismo una de las prendas de piedra divina que le colgaban del cuello mientras observaba la nube de polvo que se acercaba. Llenaba el ancho pozo de un lado a otro, avanzando agitada desde las profundidades y tragándose todo lo que tocaba. Un viento caliente, seco como un hueso y con hedor a carne carbonizada, sopló de Heno en el rostro del Señor Gris. A su alrededor, los heechigar encorvaron los hombros y se miraron unos a otros con aprensión. Todos sabían que esperaban un ataque, pero nada como esto.

Al otro extremo del campo de batalla que habían establecido alrededor del antiguo pabellón, un asesino-explorador vestido de negro salió de uno de los estrechos caminos del campamento. De su ropa chamuscada salían volutas de humo y le goteaba sangre de la cola ampollada. El joven skaven se detuvo, jadeando, y buscó al Señor Gris en las apretadas filas de guerreros alimaña. Velsquee soltó la prenda, respiró hondo, y le hizo señas.

El explorador se acercó corriendo, y sólo hizo una reverencia muy apresurada ante el Señor Gris. De cerca, Velsquee pudo oler la carne quemada del skaven y el hedor acre del almizcle del miedo.

—¡Ya-ya llega! —exclamó el explorador con voz entrecortada—. ¡Ya viene el kreekar-gan!

—¡Eso ya lo veo, Shireep! —le espetó Velsquee—. ¡Dime algo útil! ¿Cuántos vienen con él?

—Unos-unos cuantos miles —contestó el explorador—. No más. Dos-dos columnas a la izquierda, una columna a la derecha. Humanos. Ningún hombre de hueso.

El Señor Gris asintió con la cabeza. Eso era más o menos lo que había esperado.

—¿A qué distancia?

El explorador señaló por donde había venido con una pata temblorosa.

—Justo-justo al otro lado de la nube. Doscientos metros, quizás menos. —Con los ojos muy abiertos por el terror, Shireep estiró una pata agarró la manga de Velsquee—. ¡No-no podemos quedarnos aquí! ¡La nube quema-quema! ¡Por la Gran Cornuda, quema! ¡Tenemos que salir de aquí!

Velsquee liberó la pata con un gruñido. Con un movimiento rápido, sacó la espada de la vaina y acuchilló al aterrorizado explorador. La hoja hechizada se hundió en el pecho Shireep y el skaven se desplomó con un gemido.

—¡No habrá retirada! —chilló Velsquee blandiendo su espada manchada de sangre para todos los guerreros alimaña la vieran—. La magia del kreekar-gan no puede hacernos daño. ¡Le hemos tendido la trampa y se dirige a su muerte! ¡Éste es nuestro momento de victoria!

Los heechigar vitorearon al Señor Gris todos a la vez y sus potentes gritos resonaron en las paredes. Velsquee pasó entre las filas de guerreros alimaña e hizo señas llamando a un mensajero. La joven rata de clan se acercó corriendo y se encogió a los pies del Señor Gris.

—Dile a Lord Vittrik y a Lord Qweeqwol que ya es la hora —ordenó Velsquee—. Y avisa a los flancos izquierdo y derecho que se acerquen.

El mensajero repitió lo que le había dicho con una voz aguda y luego se fue corriendo en dirección al antiguo pabellón.

Velsquee regresó a las filas delanteras de los heechigar sosteniendo su espada grabada con runas al costado. La nube de polvo ya estaba mucho más cerca y los gritos que salían del interior eran más fuertes y claros. En unos cuantos minutos más, la tendrían encima.

El Señor Gris buscó de nuevo la prenda de piedra divina que llevaba alrededor del cuello.

* * *

La espada de Nagash se hundió en el borde del escudo del hombre rata, cortando la montura de bronce y partiendo la madera de debajo, antes de alojarse en los huesos del antebrazo del guerrero. La criatura se puso rígida y dejó escapar un chillido de angustia mientras la antigua arma consumía su esencia vital.

Una lanza se clavó en el costado del nigromante, pero no pudo encontrar dónde agarrarse entre las escamas hechizadas. Una espada le golpeó la clavícula derecha y se partió en dos con un discordante ruido metálico. Los hombres rata atacaban desde todas direcciones, trepando sobre los cuerpos de los caídos para intentar llegar hasta él. Muchos estaban medio ciegos a causa de la abrasadora nube de polvo, pero aun así seguían avanzando, con los rostros retorcidos en máscaras de odio y rabia.

Los guardaespaldas de Nagash luchaban en un amplio semicírculo alrededor de su señor, cada uno rodeado de media docena de enemigos. Habían perseguido a los hombres rata que se batían en retirada a través del velo de polvo, adelantando y matando a casi una veintena de aquellos infelices antes de tropezar con otra turba de criaturas mucho más grande a sólo unos cien metros del pabellón. La nube de polvo había causado tantos, estragos entre estos hombres rata como en los otros, pero no se habían dejado llevar por el pánico, ni mucho menos. De hecho, casi parecían estar al acecho esperando la llegada de Nagash. Se lanzaron en avalancha contra los tumularios y los aislaron con rapidez; a continuación, el resto de la turba concentró su atención en el propio nigromante.

Maldiciendo a los hombres rata en nehekharano antiguo, Nagash desplazó la mano izquierda en un amplio arco y desató una tormenta de crepitantes saetas verdes contra la multitud. Una docena de criaturas cayó gritando, pero aún más se acercaron para ocupar su lugar. Gruñendo, colocó un pie de esqueleto sobre el escudo del skaven muerto y liberó su arma. Una daga enemiga se deslizó bajo la pesada manga de su armadura y le hizo un corte en la parte superior del brazo. Un hacha se le estrelló contra el pecho y salió desviada en medio de un abanico de chispas mágicas. Nagash le asestó un golpe de refilón con la espada al brazo del hacha, amputándole el pulgar al hombre rata y apagando su vida como si fuera una vela.

Una lanzada a dos manos alcanzó a Nagash en la espalda y esta vez la hoja encontró un resquicio en su armadura. La punta triangular se deslizó entre las escamas de bronce, atravesó el refuerzo de cuero y se le atascó entre las costillas. El nigromante intentó darse la vuelta entre gruñidos y alcanzar a su atacante, pero el astuto hombre rata clavó los talones y se agarró fuerte, atrapando a Nagash con eficacia como si fuera un insecto atravesado con un alfiler.

Los hombres rata se acercaron, sintiendo su oportunidad. Una espada lo golpeó en la parte superior del muslo cortándole una muesca en el antiguo hueso ennegrecido. Nagash le asestó un tajo en el cuello al portador de la espada, pero otro enemigo saltó sobre el brazo extendido con el que sujetaba la espada y se quedó agarrado atrapándolo eficazmente. Le llovieron más golpes sobre el torso y la espalda. A continuación, la punta de la hoja de otra hacha le hizo un corte en la columna, justo debajo del cráneo, y el nigromante se dio cuenta de lo peligrosa que se había vuelto su situación. Se sacó de encima a la criatura que lo había agarrado y blandió la espada en un amplio arco alcanzando a un hombre rata mientras éste saltaba hacia delante y abriéndole la garganta, a la vez que formaba mentalmente las palabras de otro conjuro.

De repente, las nubes de polvo que rodeaban a Nagash cambiaron de rumbo, se lanzaron hacia él y describieron espirales alrededor de su cuerpo en círculos cada vez más rápidos hasta que quedó oculto por completo dentro de una aullante y opaca columna de piedra pulverizada. La columna se desmoronó con un estruendo… sólo para reaparecer de nuevo doce metros más atrás. El hombre rata que había empalado al nigromante se encontró mirando la punta desnuda de su lanza, mientras Nagash salía de la columna de polvo más pequeña directamente detrás de él.

El nigromante desató riéndose otra tormenta de saetas mágicas que causó estragos en la turba de criaturas-rata. Una veintena de sus atacantes murió donde estaba, y el resto dio media vuelta y huyó. Los hombres rata que se batían en retirada sembraron el pánico entre sus compañeros y, en cuestión de momentos, toda la multitud estaba en plena huida, desapareciendo en la arremolinada nube de polvo.

Nagash se detuvo un momento para evaluar sus fuerzas. Todavía contaba con considerables reservas de poder, aunque había gastado mucho más de lo esperado desde que comenzara el ataque. Sus tumularios lo esperaban, infatigables y mortíferos como siempre, a pesar de que tenían la armadura muy abollada y las espadas enemigas les habían desportillado y marcado los huesos en docenas de sitios. Lo que es más, podía oír más sonidos de combate a derecha e izquierda. Sus columnas de flanqueo habían sido objeto de ataques coordinados. Lo que debería haber sido un asalto rápido y devastador contra el campamento enemigo se estaba convirtiendo rápidamente en una batalla campal. La pregunta era si había suficientes hombres rata para salvar a sus líderes de la destrucción o no.

«Adelante. ¡Rápido!»

Cuanto más rápido llegaran al pabellón, más probabilidades había de que el plan tuviera éxito.

Los tumularios se volvieron sin vacilar y formaron al lado de Nagash mientras éste atravesaba rápidamente el remolino de polvo. El nigromante aún podía oír los gritos de pánico de los hombres rata en algún lugar por delante. Sólo unas docenas de metros más…

Nagash no advirtió el repentino espesamiento de las nubes de polvo hasta que estuvo bien dentro. Un instante después notó la inconfundible sensación de pasar a través de una membrana de energía mágica… y entonces sus tumularios y él atravesaron la nube arenosa y salieron al aire libre.

Se encontraron al borde de un amplio espacio despejado, puede que de doscientos pasos cuadrados, cuyos bordes quedaban claramente definidos por las agitadas barreras de polvo a las que contenía una potente guarda mágica. A cien pasos de distancia, a salvo del contacto del polvo, había cientos de descomunales hombres rata fuertemente blindados dispuestos en filas de ocho guerreros en fondo y que sostenían pesadas alabardas de bronce listas. En el centro de esta poderosa formación se erguía un alto hombre rata con una armadura grabada con oro. Prendas de piedra ardiente relucían como una constelación de estrellas alrededor de su cuello de pelaje oscuro y una piedra ovalada más grande resplandecía en la empuñadura de su espada curva.

Sin embargo, no fue la aterradora imagen de los guerreros enemigos aguardando ni la siniestra figura del señor de la guerra enemigo lo que le dio que pensar a Nagash. Fue el bosque de estacas de madera desnudas que se extendían por el terreno despejado unas cuantas docenas de pasos más allá de los hombres rata. Nagash vio que habían desmontado las paredes de piel del enorme pabellón y habían retirado el mobiliario del interior. Lo único que quedaba era una tarima alta y ancha, en lo que habría sido el centro del recinto. Más hombres rata se movían sobre la plataforma; Nagash no podía distinguir qué estaban haciendo, pero el bullente halo de energía mágica congregado allí resultaba inconfundible. Ésta era la fuente de la guarda mágica que protegía al líder enemigo y a sus guerreros.

Nagash levantó la espada en un gesto de desafío y recurrió al poder de la abn-i-khat. Un trueno mágico retumbó en contrapunto al conjuro que resonó en la mente del nigromante. El aire que lo rodeaba crepitó por la energía, que fue aumentando de intensidad hasta que rayos verdes chasquearon con furia a su alrededor. Nagash avivó el poder de la tormenta mágica hasta que la furia de ésta amenazó con consumirlo, luego extendió la mano y la desató sobre los guerreros enemigos.

Más rápida que el pensamiento, la cortina de rayos atravesó a toda velocidad el terreno abierto, sus arcos de fuego grabaron canales en la roca desnuda… y entonces Nagash sintió que el poder presente sobre la tarima cobraba vida. Unas energías invisibles atacaron su hechizo, deshaciendo su trama con una destreza que el nigromante nunca creyó posible.

Los rayos palidecieron, reduciéndose con rapidez de un momento a otro, hasta que al final desaparecieron por completo a menos de un metro de su objetivo.

Nagash bramó un segundo conjuro sin poder dar crédito. Arcos de poder mágico brotaron de su mano extendida y se lanzaron hacia la tarima, pero las saetas estallaron sin causar daños contra una segunda guarda más pequeña que rodeaba parte de la plataforma.

En un acto reflejo, el nigromante invocó una parte de su poder para protegerse a sí mismo de un contraataque desde la tarima. Cuando no se produjo tal ataque, arrojó otra descarga de saetas, apuntando esta vez al señor de la guerra enemigo. Una vez más, el brujo situado sobre la tarima desvió el ataque. Quienquiera que fuera el hombre rata, su dominio del poder de la piedra ardiente resultaba impresionante; no era tan grande como el del propio Nagash, claro está, pero contrarrestar un hechizo requería mucho menos poder y control que lanzar uno.

Los hombres rata habían vuelto a sorprenderlo. Ésta era una defensa hábilmente preparada que le costaría muy caro vencer y no le quedaba más opción que atacarla. Por fin tenía a los líderes del ejército enemigo a su alcance. Ésta era la victoria que llevaba buscando casi cien años.

Nagash reunió a los tumularios a su alrededor y luego concentró su atención en la tormenta de polvo que rugía por la plaza. Disipó la magia que mantenía unida la nube ardiente y la dispersó con un gesto de su mano. El velo se separó dejando al descubierto a Akatha y los miles de norteños que lo habían estado siguiendo. Se encontraban a menos de veinte metros de distancia y, cuando vieron a los hombres rata que aguardaban, avanzaron a la carga llenando el aire con sus gritos de la guerra.

El nigromante volvió de nuevo la mirada hacia el señor de la guerra enemigo. Permitió que el poder de la piedra ardiente le fluyera por las extremidades y apuntó con la espada a la figura lejana en un gesto de desafío.

«¡Atacad!»

* * *

—¡Aquí vienen! —gruñó Velsquee—. ¡Volved a formar, maldita sea! ¡Manteneos firmes!

Los líderes de grupo repitieron las órdenes del Señor Gris a lo largo de la formación, haciendo que los guerreros recalcitrantes regresaran a su sitio a base de empujones y maldiciones. La disciplina se restableció con rapidez: las espaldas se enderezaron, las colas se desenrollaron y las orejas se desplegaron mientras los norteños atravesaban el campo de batalla a la carga. La imagen del kreekar-gan y sus campeones ya había sido bastante mala, pero el encarnizado duelo mágico que se había librado por encima de las cabezas de los guerreros alimaña los había afectado muchísimo. Ver un enemigo de carne y hueso ayudó a restaurar la determinación de los veteranos guerreros.

Velsquee respiró hondo e intentó calmar su corazón desbocado. La ensordecedora descarga mágica también lo había impresionado, aun cuando sabía que Qweeqwol estaba preparado para responder a todo lo que les arrojara el hombre ardiente. Había oído todas las historias acerca de la ferocidad de la magia del kreekar-gan, pero llegar a experimentarla era algo completamente distinto. El vidente gris le había asegurado a Velsquee que estaba capacitado para contrarrestar la magia del hombre ardiente. En aquel momento, el Señor Gris no tenía motivos para dudar del maestro brujo. Ahora, sin embargo, no estaba tan seguro. Sospechó que se reduciría a quién se quedara sin poder primero. En eso, al menos, estaba seguro de que ellos tenían las de ganar.

Los humanos ya estaban a sólo treinta pasos de distancia. El aire se estremecía con sus atronadores gritos de batalla. Los aterradores lugartenientes de Nagash iban en cabeza; un friego verde ardía malévolo en las cuencas de sus ojos y escapaba de rasgones en sus viejísimas armaduras hechas jirones. Sus mandíbulas óseas se abrían en un eco macabro de los aullantes norteños que los flanqueaban.

Ya no podía ver al hombre ardiente, pero el golpeteo de las detonaciones por encima de las cabezas de los heechigar le indicó a Velsquee que todavía estaba cerca. Qweeqwol iba a estar muy ocupado manteniendo a raya al kreekar-gan, pero eso sería suficiente. En una batalla de carne y hueso, de espada y alabarda, seguro que ganarían los skavens, pues Velsquee contaba con una ventaja de la que carecía el hombre ardiente.

Los norteños casi se les habían echado encima. El suelo de piedra temblaba bajo sus pasos y el aire se agitaba con sus gritos salvajes. Velsquee plantó los talones y levantó su espada hechizada. Uno de los tumularios de Nagash corría directamente hacia él, con movimientos rápidos y fluidos como los de una serpiente. La espada negra que el señor esqueleto sostenía en la mano brillaba como medianoche pulida.

«Más vale que Vittrik tenga buena puntería», rogó el Señor Gris.

Los dos bandos se encontraron con un vibrante estruendo de metal, carne y hueso. Los norteños de la primera fila chocaron contra el muro de alabardas y murieron casi de inmediato, derribados por las pesadas hojas de las armas de los guerreros alimaña. La segunda fila de bárbaros sufrió un destino similar, pero ahora los lugartenientes de Nagash ya habían superado las armas de mango largo del enemigo y estaban atacando a los hombres rata con sus temibles espadas. Los norteños siguieron su ejemplo con rapidez, asestándoles golpes con espadas y hachas a los mangos de madera de las armas del enemigo y adentrándose más en la formación enemiga. El estruendo de la batalla empezó a verse interrumpido por el ruido sordo del metal contra la carne y los gritos de los mutilados y los moribundos. Norteños y criaturas-rata cayeron a montones. La línea enemiga se dobló hacia atrás ante la furia de la carga de los bárbaros, pero se negó a ceder.

* * *

Nagash desató otra tormenta de saetas mágicas, esta vez dirigidas a barrer la parte superior de la tarima. Las franjas de fuego trazaron un arco por encima del tumulto y cayeron como rayos, pero una vez más los hicieron desvanecer antes de encontrar su blanco. Atacó al enemigo una y otra vez, pero en cada ocasión el hechicero enemigo fue capaz de contrarrestar el hechizo. La brutal batalla se desplazó de un lado a otro del campo de batalla, sin que ninguno de los dos bandos lograra imponerse. Frustrado, el nigromante cambió de táctica y dirigió su magia hacia sus guardaespaldas. Multiplicó el vigor de éstos, aumentando la velocidad y fuerza de los tumularios, y esta vez el enemigo no hizo nada para detenerlo. Sus lugartenientes se hundieron en las filas de los hombres rata, derribando guerreros enemigos a derecha e izquierda, pero él sabía que eran demasiado pocos para sacar adelante la lucha solos. Al lado del nigromante, Akatha entonó el canto de guerra de los norteños alimentando la sed de sangre de los guerreros bárbaros.

Mientras la feroz batalla se prolongaba, una figura solitaria apareció a la izquierda del campo de batalla. Se trataba de uno de los norteños de Bragadh, con la armadura abollada y ensangrentada y el brazo derecho inutilizado al costado. Avistó a Nagash y Akatha y corrió hacia ellos con expresión adusta.

—¡Señor! —Gritó el guerrero—. ¡Señor! ¡Lord Bragadh dice que los hombres rata están atacando desde los túneles en gran número! ¡Han hecho retroceder a Thestus y Bragadh está en apuros! ¡Pide que Diarid les preste su fuerza o, de lo contrario, no podrán resistir!

Nagash se volvió hacia el mensajero y lo fulminó con la mirada.

«¡No habrá retirada!». El poder de sus pensamientos fue tal que incluso la mente vida del bárbaro no pudo menos que sentir su peso. «¡Bragadh debe resistir hasta el último hombre! ¡Hasta el último!»

El norteño herido se tambaleó bajo el azote de los sombríos pensamientos del nigromante.

—Pero… Diarid… —balbuceó.

Diarid tenía sus propios problemas. Nagash podía oír los sonidos de la batalla allá a su derecha con suficiente claridad. Ambos flancos estaban en problemas. No obstante, antes de que pudiera responder, un coro de chisporroteantes silbidos secos resonó por el campo de batalla seguido de un redoble de detonaciones huecas y un coro de gritos de angustia.

El nigromante se volvió justo a tiempo para ver cómo lanzaban tres pequeñas esferas por los aires desde la tarima. Sobrevolaron a gran altura dejando a su paso finas columnas de humo y un silbido crepitante antes de hundirse en las filas de los norteños. Chocaron con un destello de luz verdosa y un estruendo de aire caliente bañando a los guerreros situados alrededor del punto de impacto con un chorro de fuego mágico. La voraz llamarada limpió a sus víctimas hasta el hueso en cuestión de segundos y sembró el pánico entre los bárbaros que se encontraban cerca. Los norteños vacilaron bajo el ataque y, con un grito ronco, los hombres rata empezaron a empujar obligando a los bárbaros y los tumularios a ponerse a la defensiva.

Nagash vio de inmediato la magnitud de la trampa que le habían tendido los hombres rata. La marea de la batalla estaba cambiando con rapidez; dentro de unos instantes más, los hombres rata tendrían una ventaja decisiva.

El momento de la verdad había llegado.

Nagash se volvió hacia Akatha.

«Esto termina ahora», le dijo. «Yo mismo mataré al caudillo de los hombres rata».

El nigromante levantó su espada de obsidiana y avanzó, con decisión. Apenas una docena de metros lo separaban de las filas posteriores de los norteños. Otros tres metros más allá, y se hallaría en lo más reñido de la batalla. Se volvió hacia el último lugar en el que había visto al líder enemigo y se dirigió hacia allí. Desde el estrado, otra descarga de esferas de fuego voló por el aire en medio de silbantes franjas de fuego. Nagash preparó un contrahechizo, pensando que al menos podría ser capaz de disipar el poder mágico de las llamas.

No sintió la saeta mortal hasta que ya la tuvo prácticamente encima.

La lanza de energía mágica golpeó a Nagash de lleno entre los omóplatos. Las guardas de protección entretejidas en su armadura cobraron vida con un resplandor intentando desviar el golpe, pero el poder en el que se apoyaba el hechizo era demasiado grande. Las escamas de bronce relucieron al rojo vivo cuando la saeta traspasó al nigromante, atravesándole el cuerpo y saliendo por la parte delantera del peto de escamas.

Nagash soltó un aullido de rabia y dolor. El impacto de la saeta hizo girar a medias al nigromante y lo derribó. Un golpe como aquel habría convertido en cenizas a un hombre vivo; de hecho, la columna y el tórax de Nagash habían quedado destrozados y su acceso al poder que había consumido se interrumpió de repente. Por primera vez en siglos, el nigromante sintió un momento de horror mientras se le nublaba la vista y la oscuridad del olvido se abría ante él. Sólo gracias a una enorme fuerza de voluntad, fue capaz de apartarse trabajosamente del borde del abismo.

La visión de la oscuridad se desvaneció a la misma vez que Akatha lanzaba un segundo ataque. El relámpago de poder salió veloz de los dedos de la bruja como una flecha; Nagash pronunció un contrahechizo, pero dotado de poco poder. Desvió lo suficiente el ataque para que su armadura absorbiera el resto, dejando tras de sí un trozo de escamas de bronce fundido del tamaño de una palma en el pecho del nigromante.

Nagash extendió la mano de manera instintiva y desató un torrente de dardos ardientes contra Akatha, pero de nuevo había poco poder respaldando el hechizo; una vez más, el brujo rata al que no podía ver encima de la tarima tejió un contrahechizo para anularlo. Los dardos destellaron y reventaron sin causar daños alrededor del cuerpo de la bruja. Akatha echó la cabeza hacia atrás y se rio.

Nagash luchó para volver a ponerse en pie. Las extremidades le temblaron, amenazando con ceder debajo de él, pero se obligó a erguirse con un grito de rabia. Su voz resonó con sarcasmo en la mente de Akatha.

«La traidora se revela por fin».

Eso le dio que pensar a Akatha. La bruja lo observó fijamente desde detrás de la cortina de cabello.

—¿Lo sabías?

«Había demasiadas coincidencias. Ningún enemigo tiene tanta suerte en la guerra». Dio un paso hacia ella. «Fuiste cuidadosa y lista. Tenía mis sospechas, pero nunca pude estar seguro. Hasta ahora».

Nagash extendió la mano. Sus dedos de esqueleto formaron un puño, como si se cerrasen alrededor del corazón de la bruja.

«Me perteneces, en cuerpo y alma, para darte órdenes, bruja. Has roto el juramento que me hiciste, y por lo tanto has perdido tu vida».

Se introdujo en ella, aprovechando la potencia del elixir que le concedía a Akatha su poder… pero cuando intentó arrebatárselo, no ocurrió nada. Una guarda mágica, sutil pero potente, le impedía extraerle la vitalidad.

La bruja se rio de nuevo, un sonido a la vez alegre y lleno de desprecio.

—¿Creías que lo había olvidado? —respondió Akatha—. Maldito demonio. Las brujas del norte no olvidan nada. —Rozó con los dedos una pequeña prenda de piedra ardiente que le colgaba del cuello—. He tenido siglos para planificar tu muerte, Nagash de las Tierras Baldías. No he dejado nada al azar.

Akatha movió la mano en un arco despiadado lanzando otro rayo de energía en dirección al nigromante. El débil contrahechizo de éste contribuyó en poco a desviarlo. El hechizo se le hundió en el estómago alterando aún más su cuerpo espiritual. Una oscuridad, fría y vacía, empezó a filtrarse en los ángulos de su vista. Nagash se tambaleó, pero no cayó.

«Fuiste tú la que trajo a los hombres rata».

Los labios pálidos de Akatha se curvaron en una sonrisa carente de alegría.

—Sabíamos de su amor por la piedra ardiente —dijo entre dientes—. Empecé a enviarles visiones a sus videntes desde la primera noche que pisé estos detestables pasillos. Tardaron años, pero al final vinieron. —La bruja ser rio con crueldad—. ¡Qué maravilloso fue ver cómo las alimañas deshacían todo lo que habías construido!

Nagash luchó por recuperar las fuerzas. La oscuridad retrocedió de su vista, pero no desapareció por completo. Akatha estaba sola, pues el mensajero de Bragadh había huido cuando la bruja desató su primer hechizo. Detrás de él, los sonidos de lucha se habían vuelto desesperados. Los norteños estaban a punto de ceder. El nigromante inició un nuevo encantamiento, aportándole poder poco a poco.

«Cuando te enteraste de mi plan de atacar el pabellón, creíste que había llegado tu momento».

La bruja levantó la mano, preparándose para lanzar otro hechizo.

—Al principio, pensé que me habías descubierto —explicó—. ¿Por qué si no complicarse excavando los túneles en secreto? Luego, cuando me ordenaste que te acompañara, me pregunté si me estarías conduciendo a una trampa.

Nagash miró a Akatha entrecerrando sus ojos ardientes.

«Así fue».

Salieron tambaleándose y dando bandazos de la oscuridad y el humo que se extendían detrás de la bruja bárbara, con un titilante fuego verde en los ojos. Eran los cadáveres de docenas de hombres rata, con los cuerpos cubiertos de sangre negra debido a la mordedura de las espadas asesinas de los tumularios. Akatha no oyó sus pasos vacilantes por encima del tumulto de la batalla hasta que ya tenían las patas alargadas en dirección a su cuello.

Agarraron a la bruja, casi derribándola. Akatha gritó furiosa mientras forcejeaba entre sus garras. La saeta que había pretendido arrojarle a Nagash atravesó en su lugar las filas de sus atacantes, reduciendo a muchos a cenizas. Garras y colmillos le desgarraron la piel pálida. Ella contraatacó con la fuerza sobrenatural de un inmortal, rompiendo huesos y aplastando cráneos con los puños. La bruja luchó como un león del desierto, pero los no muertos eran implacables. Siguieron yendo a por ella, tratando de agarrarla, hasta que al final una mano se cerró alrededor de la prenda mágica que le rodeaba el cuello y se la arrancó. El cuerpo de Akatha se puso rígido en un instante, presa de la aborrecible voluntad de Nagash.

«Sabía que el enemigo estaría prevenido», le dijo. Su voz era fría y cruel. «Contaba con ello. Ahora las mejores tropas del enemigo está aquí, frente a mí, en lugar de en las barricadas».

Una carcajada llenó la mente de Akatha.

«La oscuridad te aguarda, bruja. La oscuridad eterna. Ve allí sabiendo que tu vida —y tu traición— me han proporcionado la victoria final».

Nagash se introdujo en el interior del cuerpo no muerto de la bruja y cogió lo que le pertenecía. Akatha, última bruja de las tierras del norte, profirió un último grito y luego desapareció. Los hombres rata derribaron su cáscara marchita y empezaron a despedazarla miembro a miembro.

En lo alto, en las oscuras criptas de la fortaleza, un revuelo recorrió las filas de los no muertos que guarnecían las barricadas. Obedeciendo las órdenes de su señor, las compañías de lanceros empezaron a hacer a un lado las barreras que los separaban de los túneles de debajo.

El ritmo fue lento al principio, pero poco después los sonidos de movimiento empezaron a resonar por los pasadizos desde los niveles superiores. Una compañía de lanceros tras otra comenzó a entrar en fila en las criptas, con sus huesos envueltos en telarañas y el polvo de décadas. Habían esperado mucho tiempo en secreto, reunidos en grandes salas lejos de los ojos de los norteños o los espías de los invasores. Se trataba de las reservas de Nagash, cubiertas con las mejores armas y armaduras que las fundiciones de Nagashizzar podían crear y preparadas para la batalla final, ya se librara en los pozos mineros o el gran salón del propio nigromante.

Detrás de las compañías de lanceros venía una veintena de temibles máquinas de guerra blindadas moldeadas con aspecto de escarabajos, `escorpiones o veloces arañas del desierto. Algunas eran del tamaño de escudos redondos, mientras que otras eran más grandes que carros. Cuando apartaron las barreras, se adentraron traqueteando y sin pausa en los oscuros túneles y empezaron a cazar.

Cogieron a las ratas-esclavo que se encontraban enfrente de las barricadas completamente desprevenidas. Las habían situado en posición a toda prisa para ocupar el lugar de sus superiores y a los maestros de esclavos les habían dicho que no los enviarían a la batalla. Un contraataque por parte del enemigo era lo último que esperaban.

Las creaciones atacaron sin previo aviso; saltaron desde las sombras o cayeron del techo en medio de los esclavos. Murieron muchísimos antes de que los maestros de esclavos comprendieran qué estaba pasando. La mayoría reaccionó lo mejor que pudo, intentando que los aterrorizados esclavos volvieran a formar a base de insultos, amenazas y el roce del látigo. A otros les entró el pánico y salieron corriendo, y sus esclavos huyeron momentos después.

Para cuando las compañías de lanceros atacaron, ya había brechas en la línea de batalla enemiga. Se enviaron mensajeros a los niveles inferiores, suplicando refuerzos, pero para entonces ya era demasiado tarde. La despiadada masacre hizo que los esclavos rompieran filas; se volvieron contra sus amos y salieron corriendo, desesperados por escapar de los esqueletos que se acercaban. Los guerreros de Nagash los siguieron, incansables e implacables, atendiendo la llamada de su señor.

La energía del elixir recuperado reemplazó una parte del poder que Nagash había perdido. No bastaba para restaurar sus huesos destrozados, pero le prestó fuerza a sus extremidades y le permitió concentrarse una vez más.

El nigromante se volvió de nuevo hacia la batalla. Entre los hombres rata y las esferas de fuego, sus guerreros habían quedado reducidos a poco más de doscientos hombres. Los tumularios solos estaban impidiendo que los hombres rata hicieran retroceder a los bárbaros, pero ahora quedaban menos de un puñado. Dos de ellos estaban intercambiando golpes con el señor de la guerra enemigo, cuya armadura parecía ser inmune a los efectos de las mortíferas espadas de los tumularios.

Nagash les ordenó a los hombres rata no muertos que se incorporasen a la batalla, indicándoles que se abrieran paso alrededor de los flancos de la formación enemiga. Luego extendió los brazos y gastó otra parte de su menguante poder para resucitar los cuerpos de los norteños que habían muerto. El nigromante percibió un destello de poder sobre la tarima cuando el hechicero rata comprendió lo que Nagash estaba haciendo, pero sus intentos de contrarrestar el hechizo fueron pobres, como mucho. Cientos de cuerpos se agitaron de manera irregular y luego empezaron a ponerse en pie de nuevo. Al mismo tiempo, más esferas de fuego trazaron arcos por encima de los guerreros que luchaban y se hundieron en las filas de los no muertos recién resucitados. Muchísimos cadáveres de movimiento lentos se vieron atrapados en las detonaciones; segundos después, sus huesos carbonizados se desplomaron y no volvieron a levantarse.

Nagash lanzó una mirada iracunda en dirección a la lejana tarima. Entre el hechicero-rata y sus malditas esferas de fuego, el enemigo podría resistir cualquier cosa que le arrojara. Tenían que ser destruidos, y rápido. El enemigo tomaría medidas para hacerle frente a cualquier otro intento de resucitar más guerreros no muertos, y los norteños no resistirían mucho más.

El nigromante recurrió a sus decrecientes reservas de poder una vez más. El conjuro le retumbó por la mente. Sintió una oleada de poder procedente de la tarima cuando el enemigo inició su contrahechizo, pero la medida llegó una fracción de segundo demasiado tarde.

Cintas de polvo atravesaron rápidamente el campo de batalla y se enroscaron alrededor de Nagash. Lo envolvieron como si fueran un torbellino del desierto y luego el nigromante desapareció de la vista.

El hechicero-rata todavía estaba lanzando su contrahechizo cuando el nigromante salió del velo de polvo en el centro de la tarima. Nagash se encontró en medio de una veintena de ratas esclavo que chillaron presas del pánico y se dispersaron en todas direcciones cuando vieron la aterradora figura en medio de ellas. Vio al hechicero enemigo de inmediato, situado cerca del borde de la tarima y levantando un nudoso báculo de madera por encima de su cabeza mientras lanzaba el hechizo. A la izquierda del nigromante, un grupo numeroso de hombres rata estaba sacando esferas de fuego de cajas de madera llenas de paja y cargándolas en los cestos de tres pequeñas catapultas de metal. De pie a un lado de los equipos al cargo de las catapultas había un viejo y encorvado hombre rata cuyo cuerpo ajado parecía dos tallas demasiado pequeño para la ornamentada armadura de bronce que llevaba. Una multitud de extraños artefactos metálicos y brillantes prendas de piedra ardiente adornaban el arnés de guerra del hombre rata, recordándole un tanto a Nagash a los eruditos-ingenieros de la lejana Lybaras. El hombre rata se volvió al oír los gritos de pánico de los esclavos y abrió mucho su único ojo con sorpresa.

Nagash no perdió el tiempo con hechizos complicados. A la vez que la criatura-rata de un solo ojo profería un chillido de advertencia, el nigromante agarró a una lenta rata esclavo por el cuello y la arrojó contra el cajón de esferas de fuego situado más cerca. El impacto volcó el cajón, haciendo que tres brillantes orbes de cristal rebotaran por la piedra. El equipo de la catapulta chilló aterrorizado; los más rápidos se lanzaron a por las esferas saltarinas, mientras que el resto huyó para salvarse. Ninguno fue lo bastante rápido.

Una de las esferas rebotó alto y cayó con un crujido débil y quebradizo. Se oyó un silbido malévolo mientras la mezcla del interior se combinaba con el aire libre y luego la esfera detonó. Media docena de hombres rata desaparecieron en una creciente bola de fuego que hizo estallar las esferas restantes en medio de un cacofónico redoble de explosiones.

* * *

Velsquee casi se había convencido a sí mismo de que dominaban la situación cuando el aire que lo rodeaba se tiñó de una brillante luz verde y el ruido de la batalla quedó ahogado por un aluvión de feroces explosiones provenientes de la tarima. El Señor Gris sintió que una oleada de calor le provocaba un cosquilleo en la parte posterior de la cabeza y el cuello; por reflejo, echó una rápida mirada por encima del hombro hacia la fuente. Lo que vio lo dejó atónito. Una esquina entera de la tarima, incluyendo las catapultas de Vittrik y sus equipos, habían desaparecido en medio de una creciente bola de fuego. Metralla fundida procedente de las máquinas de guerra zumbaba por el aire, dejando un rastro de brillantes arcos de fuego verde.

La falta momentánea de concentración casi le cuesta la vida. Los campeones esqueleto del kreekar-gan no demostraron ningún interés en las explosiones ni las bolas de fuego. No obstante, aprovecharon la distracción e intensificaron su ataque contra Velsquee. Una espada atravesó con facilidad la guardia del Señor Gris y fue desviada por poco por las chapas de su armadura hechizada. La espada del segundo tumulario se dirigió a su cuello y no lo mató únicamente por pura suerte. En lugar de hundírsele en el cuello, la hoja rebotó en el borde del grueso gorjal y le abrió un tajo largo y frío desde el maxilar derecho hasta justo detrás de la oreja. Velsquee se tambaleó a causa del golpe y soltó un chillido de dolor al sentir el gélido roce de la espada. La última de sus prendas de piedra divina se puso negra; su poder se desvaneció en medio de una nube de humo al desviar la mortífera magia del arma. La batalla contra los dos campeones enemigos había sido el enfrentamiento más duro de su vida; los tumularios era rápidos como serpientes y ferozmente hábiles. El señor de la guerra había conseguido asestarles varios golpes que habrían matado a un hombre vivo, pero los tumularios apenas repararon en ello. Él, a su vez, había sido herido varias veces y la calidad de su equipo de guerra era lo único que lo había salvado de una muerte segura. De hecho, una inquietante sensación de frío se le estaba extendiendo por el cuerpo y minándole las fuerzas. Tarde o temprano, bajaría la guardia y la lucha acabaría.

No había adonde huir, aunque Velsquee quisiera. El enemigo había introducido una cuña parcialmente en la formación de guerreros alimaña cuya punta se dirigía directamente hacia él. A su derecha e izquierda, los heechigar estaban enzarzados en combate con los norteños y más guerreros alimaña formaban un muro de carne que empujaba detrás de él. Los mangos de sus alabardas le aporreaban los hombros mientras los heechigar luchaban por emplearlas.

Los tumularios se lanzaron hacia adelante, preparándose para atacar de nuevo. De pronto, Velsquee tuvo una idea. A la vez que los campeones enemigos arremetían contra él, el Señor Gris se puso en cuclillas. El movimiento no desconcertó a los tumularios en lo más mínimo; simplemente cambiaron hacia donde apuntaban y bajaron las puntas de sus espadas. Pero ahora los guerreros alimaña que se encontraban detrás del Señor Gris disponían de espacio para emplear sus pesadas armas y comenzaron a asestarles tajos desesperadamente a los guerreros esqueleto. Los tumularios cambiaron de objetivo sin esfuerzo y levantaron las espadas para desviar las temibles alabardas… y le proporcionaron a Velsquee la oportunidad de atacar sus piernas largas y flacas.

La piedra ardiente engarzada en la empuñadura del arma de Velsquee destelló con furia mientras troceaba las rodillas del campeón situado a su izquierda. El tumulario se cayó, aún intentado cortar y apuñalar a sus enemigos. Su espada negra golpeó el hombro derecho del Señor Gris al mismo tiempo que la espada de Velsquee descendía y le aplastaba el cráneo. El espíritu del tumulario profirió un gemido de desesperación y su cuerpo se desplomó formando un montón de huesos en estado de descomposición.

Ahora se habían vuelto las tornas. Tres atacantes rodearon al tumulario que quedaba, y por muy rápido y hábil que éste fuera no bastaba para contenerlos a todos. La espada del guerrero esqueleto acuchilló a un heechigar en la garganta, pero la alabarda del segundo guerrero se estrelló contra el hombro izquierdo del tumulario, cortándole el brazo y haciendo pedazos las costillas como si fueran ramitas. Velsquee se levantó de golpe, rebanando el brazo derecho del tumulario, y luego cercenó la cabeza del campeón. En un arrebato de puro rencor, agarró con la pata libre el cráneo que había salido dando botes y se lo arrojó a los bárbaros con una maldición. Los norteños situados directamente frente a él retrocedieron al ver a sus campeones caídos, proporcionándole al Señor Gris un momento de respiro.

La batalla aún continuaba con toda su furia. Velsquee calculó que los norteños habían sufrido la peor parte, pero todavía seguían aferrándose con terquedad. El Señor Gris miró a su alrededor, buscando al kreekar-gan, pero no se veía al hechicero enemigo por ningún lado.

Detrás de él, las explosiones habían cesado, pero parte de la tarima de madera seguía ardiendo. Velsquee soltó una amarga maldición dirigida a Vittrik y sus malditos inventos. El señor Skryre le había asegurado que no habría accidentes. No había ni rastro de Vittrik o Qweeqwol desde donde se encontraba Velsquee. Si la bruja humana había fracasado y el viejo vidente había caído, el ejército estaba sin duda en grave peligro.

El Señor Gris se volvió de nuevo hacia la segunda fila de guerreros alimaña y agarró el brazo de uno de sus lugartenientes.

—¡Empujad hacia delante! —le ordenó al guerrero—. ¡Los norteños deben estar a punto de ceder! —Señaló hacia la tarima—. ¡Yo voy a subir allí a buscar a Lord Qweeqwol!

El heechigar asintió de manera brusca con la cabeza y cogió el silbato de hueso que le colgaba del cuello. Velsquee pasó haciendo a un lado al fornido guerrero y empezó a abrirse camino de regreso a través de la formación. Un sombrío presentimiento apresuró sus pasos. A pesar de toda la cuidadosa planificación, algo había salido terriblemente mal.

* * *

Nagash concentró su voluntad y buscó el poder de la abn-i-khat. Despacio, con cautela, evaluó su maltrecho cuerpo. La cadena de explosiones lo había golpeado como una pared invisible de piedra, destrozando huesos y arrojándolo como si fuera el muñeco de un niño hasta el otro lado de la tarima. Una vez más, su armadura lo había librado de recibir toda la fuerza de las detonaciones o, de lo contrario, lo más probable era que le hubieran despedazado el cuerpo.

Tal como estaban las cosas, el daño seguía siendo grande. Su armadura de bronce estaba tan chamuscada que casi estaba negra y fragmentos irregulares de metal procedentes de las catapultas destrozadas del enemigo la habían perforado en más de una docena de lugares. La metralla al., rojo vivo había herido su cuerpo de modos que una simple espada no podría, lo que le había costado gran parte de sus reservas mágicas.

Poco a poco, de modo vacilante, Nagash se puso en pie. Finos zarcillos de humo rodeaban su cuerpo arrasado. Las llamas lamían la esquina de la tarima donde antes estaban las catapultas. Las máquinas de guerra habían desaparecido; sus armazones se había fundido por el calor y la tensión de sus propios muelles fuertemente enrollados las había hecho pedazos. No quedaba nada del viejo ingeniero rata y sus equipos excepto manchas de ceniza y unos cuantos trozos de hueso ennegrecido.

El resto de la tarima estaba cubierta de cuerpos humeantes y fragmentos de bronce fundidos. Nagash buscó al hechicero rata entre ellos. Después de largos minutos, el nigromante lo encontró.

El cuerpo del brujo yacía tirado en los peldaños de la tarima, en el lado opuesto a donde habían situado las catapultas. Era con mucho el hombre rata más viejo que Nagash había visto nunca, con un pelaje blanco con calvas y la cara cubierta con un mosaico de arrugas profundas. Al igual que Nagash, el hechicero rata se había visto atrapado en una tormenta de metralla al rojo vivo debido a la explosión de las catapultas. A pesar de los numerosos talismanes protectores que le envolvían el cuerpo vestido con túnica, un fragmento de metal de unos treinta centímetros de largo había penetrado las guardas del hechicero y se le había alojado en el cuello. Su sangre se extendía como una alfombra carmesí por los peldaños de madera de la tarima. Los ojos del hechicero, hechos de esferas pulidas de piedra ardiente, se clavaron en Nagash con dos puntitos de fría luz verde. El nigromante estiró la mano hacia uno con avidez.

El roce de unas garras sobre la madera hizo que Nagash volviera la cabeza a tiempo para ver al señor de la guerra enemigo corriendo hacia él con la espada curva en alto. El nigromante se puso en pie rápidamente y levantó su espada de obsidiana justo a tiempo para bloquear el golpe descendente del hombre rata. La fuerza del impacto obligó a Nagash a retroceder un paso, casi haciendo que bajara rodando por los escalones de la tarima.

El señor de la guerra enemigo resultaba una figura temible de cerca, con su magnífica armadura de bronce manchada de sangre y adornada con media docena de prendas mágicas carbonizadas. Su cara cubierta de cicatrices se crispó en una máscara de pura rabia animal mientras desataba una tormenta de golpes terribles contra la cabeza y la parte superior del pecho de Nagash. El señor de la guerra era muy hábil con la espada y el nigromante, en su debilitado estado, se vio en dificultades para medirse con él.

Nagash intentó hacer retroceder al hombre rata, fintando hacia su cara y luego goleándole rápidamente las piernas. La hoja de obsidiana resonó contra la armadura del señor de la guerra, aunque su magia desvió la espada. No obstante, el hombre rata se negó a ceder terreno. Recibió el impacto en la pierna con una maldición feroz y asestó un golpe con su arma. La espada mágica travesó la armadura debilitada del nigromante y se le enterró en el hombro izquierdo.

El nigromante se tambaleó debido al golpe. La oscuridad volvió a filtrarse en el rabillo de sus ojos. Sin pensarlo, levantó la mano izquierda y agarró la muñeca derecha del señor de la guerra. Dio media vuelta con un gruñido, levantando al señor de la guerra del suelo y arrojándolo peldaños abajo. Al hombre rata se le escapó la espada de la pata y cayó con fuerza y despatarrado de espaldas.

Nagash levantó la mano y se sacó la hoja del hombro. La arrojó a un lado con desdén a la vez que le lanzaba una mirada fría a su enemigo. El hombre rata estaba forcejeando para ponerse de pie, aunque era evidente que sufría un dolor atroz.

Fue una lástima que no hubiera tiempo para saborear el momento. Nagash alzó la mano, recurriendo a una última mota de poder. Al pie de la tarima, el señor de la guerra levantó la vista hacia el nigromante. Una expresión de asombro apareció en la cara del hombre rata y luego éste se agachó cubriéndose la cabeza con los brazos.

Nagash se rio del vano intento del señor de la guerra por salvarse. Todavía se estaba riendo cuando la resplandeciente esfera verde chocó contra la tarima detrás de él.

* * *

Ya había llamas verdes extendiéndose con rapidez por los peldaños de madera para cuando Eekrit y Eshreegar llegaron al borde de la tarima. Protegiéndose la cara del calor, Eekrit observó las llamaradas con los ojos entrecerrados buscando el cuerpo del kreekar-gan. Salvo algunos trozos de cuero calcinado y unas cuantas gotas de bronce fundido, no había rastro de él. El hombre ardiente se había desvanecido.

—¡Has fallado! —gruñó el señor de la guerra.

El Maestro de Traiciones miró a Eekrit con el ceño fruncido.

—Intenté decirte que esas esferas pesan más de lo que parece, pero no quisiste hacerme caso.

A su alrededor, los heechigar estaban bordeando las llamas y corriendo al lado de Velsquee. Allá a lo lejos, en dirección a los túneles secundarios superiores, los sonidos de la batalla eran cada vez más intensos.

—A ver si puedes encontrar al resto de nuestros asaltantes y conseguir que se dirijan a los niveles inferiores —dijo Eekrit—. Date prisa. No tenemos mucho tiempo.

Eshreegar asintió con la cabeza y desapareció en silencio entre las sombras. Momentos después, los guerreros alimaña regresaron transportando a Velsquee en una camilla improvisada hecha con la capa del Señor Gris y dos mangos de alabarda. A pesar del dolor, cuando vio a Eekrit intentó incorporarse en vano.

—En nombre de la Gran Cornuda, ¿qué estás haciendo tú aquí? —bramó Velsquee—. ¡Estás-estás arrestado!

—Tienes suerte de que no lo esté, mi señor —respondió Eekrit con frialdad—. Un momento más y estarías muerto.

El Señor Gris lo fulminó con la mirada.

—Te vigilaba una docena de heechigar. ¿Cómo conseguiste escapar?

Eekrit sacudió la cola con aire de suficiencia.

—¿Cómo si no? Los soborné con más oro del que ganarían en toda su vida —contestó—. Guerreros alimaña o no, seguían siendo skavens y todo descendiente de la Gran Cornuda tiene un precio. —Se cruzó de brazos—. Tuvimos que abrirnos paso a través de una partida de guerra bárbara que bloqueaba los túneles secundarios inferiores. Al final los hicimos retroceder, pero para entonces ya era demasiado tarde. Vimos las explosiones y corrimos hacia la tarima tan rápido como pudimos.

—¿Qué le ha pasado al kreekar-gan? ¿Lo-lo has destruido?

Eekrit negó con la cabeza a regañadientes.

—Cuando Eshreegar encontró una esfera de fuego intacta al pie del otro extremo de la tarima, pensamos que teníamos una oportunidad. No me cabe duda de que lo herimos, pero de algún modo escapó.

—¿Cómo-cómo puedes estar tan seguro? —inquirió Velsquee.

—Porque los malditos cadáveres siguen luchando —soltó Eekrit—. Están por todo el pozo. Nuestros guerreros están en plena retirada. Si no salimos de aquí ahora mismo, nos vamos a quedar aislados de la fortaleza subterránea.

—¡No! —Protestó Velsquee—. ¡Podemos-podemos contenerlos aquí!

—Eso es exactamente lo que el hombre ardiente quiere que pienses —contraatacó Eekrit—. Debemos retirarnos, mientras aún podamos salvar esta situación. De lo contrario, el kreekar-gan podría expulsarnos por completo de la montaña.

Por un momento, dio la impresión de que Velsquee iba a seguir discutiendo, pero entonces su cuerpo sufrió un espasmo de dolor que lo dejó sin aliento y semiinconsciente. El Señor Gris se recostó contra la camilla. Pasaron algunos momentos antes de que pudiera dominarse lo suficiente para hablar.

—El ejército es tuyo, Señor de la guerra Eekrit —le comunicó Velsquee—. Haz lo que creas conveniente.

Eekrit respiró hondo. A partir de este momento, él sería el único responsable de tomar la decisión de emprender la retirada. Incluso medio delirante por el dolor, Velsquee procuraba cubrirse la cola. Se inclinó ante el Señor Gris apretando los dientes y luego se volvió hacia los guerreros alimaña.

—Tú —llamó a uno de ellos—. Encuentra un líder de grupo con un silbato y dile que toque a retirada. El resto llevad a Lord Velsquee a la fortaleza subterránea y encontradle un curandero. ¡Ya!

Los heechigar obedecieron a una velocidad gratificante. En cuestión de momentos, Eekrit se encontró solo en la tarima en llamas con el sabor de la ceniza en la lengua. Habían perdido la batalla y, posiblemente, también la guerra. Mucho dependía de lo alto que fuera el precio que el hombre ardiente había pagado por su victoria.

Rumiando pensamientos amargos, el señor de la guerra se volvió para marcharse. Justo mientas lo hacía, algo se movió bajo un montón de ratas esclavo muertas a menos de un metro a su derecha.

La pata de Eekrit voló hacia la empuñadura de su espada. Un gemido agudo salió de la pila de cadáveres y, a continuación, dos cuerpos salieron rodando para dejar al descubierto la cara quemada y ensangrentada de Lord Hiirc.

—¿Se-se ha ido? —preguntó Hiirc. El señor skaven salió arrastrándose de debajo de la pila de cuerpos mientras recorría frenéticamente la tarima con la mirada—. El-el hombre ardiente. ¿Se ha ido?

El señor de la guerra se quedó mirando a Hiirc sorprendido. Entrecerró los ojos despacio.

—Oh, sí —contestó—. El kreekar-gan ha huido. Aquí sólo estamos tú y yo.

—Gracias a la Gran Cornuda —exclamó Hiirc, demasiado nervioso para reconocer la voz de Eekrit.

Dejó escapar un gemido temeroso mientras se apartaba del señor de la guerra y asimilaba la devastación que lo rodeaba.

—Presta mucha atención —le ordenó a Eekrit—. Cuando regresamos a la fortaleza subterránea, debes decirles a todos que luché contra el hombre ardiente. —Hiirc asintió con la cabeza para sí—. Sí. Luché contra él y-y le estaba ganando. Pero entonces ese idiota de Vittrik dejó caer una de las esferas de fuego y la explosión me dejó inconsciente. —Se volvió hacia Eekrit—. Puedes recordar eso, ¿verdad?

El señor skaven se quedó paralizado. Abrió mucho los ojos al reconocer por fin a quién le estaba hablando.

Eekrit sonrió con crueldad.

—Oh, sí. Recordaré hasta la última palabra. —Dio un paso hacia Hiirc a la vez que levantaba despacio su espada—. Para cuando termine, hablarán de tu heroica muerte desde aquí hasta a la Gran Ciudad.