10: Los desposeídos

10

Los desposeídos

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 99.º año de Usirian el Terrible

(-1.285, según el cálculo imperial)

Lord Ushoran rodeó despacio el armazón de madera salpicado de sangre, estudiando los restos jadeantes y boquiabiertos de un hombre que colgaban de las correas de cuero. El inmortal frunció sus labios sin carne y estiró la mano hacia el bulto redondo de una larga aguja de oro que sobresalía del ángulo donde se unían el cuello y el hombro del hombre. La retorció muy levemente y el cuerpo de la víctima se tensó de dolor. Un débil silbido escapó de los labios destrozados del hombre; la piel crujió cuando la espalda se le curvó en forma de arco, levantándolo del soporte central del armazón. Los músculos desollados formaron nudos por el pecho y los hombros del hombre, haciendo que nuevos hilos de sangre le bajaran por el torso desnudo.

El Señor de las Máscaras sonrió. Detrás de la anodina ilusión de su apuesto rostro de noble, se pasó la larga lengua sobre las puntas de los colmillos. ¡Cómo desearía haberse interesado de un modo menos superficial por los libros de Nagash cuando llegaron a manos del rey Lamashizzar hacía tantos siglos! Los tutores druchii del nigromante habían sido verdaderamente talentosos en las artes de infligir dolor.

Ushoran continuó dando vueltas alrededor del hombre que sufría mientras sus sandalias dejaban huellas de manera ruidosa por los charcos de sangre oscura que se coagulaba sobre el suelo de mármol. El hedor de la muerte flotaba intenso en la cámara, su asfixiante peso se mostraba prácticamente inmune a los braseros de incienso que ardían junto al estrado al otro extremo de la habitación. Mucho tiempo atrás, el Salón de la Meditación Reverente había sido un espacio magnífico y refinado en el que la enclaustrada reina de Lahmia aparecía en días sagrados importantes y les ofrecía sus bendiciones a la familia real y los nobles más prominentes de la ciudad. Después de la creación del templo y el minucioso e ilusorio funeral de Neferata, la sala se había convertido en su salón del trono, donde continuó gobernando Lahmia auspiciada por su Corte Inmortal.

Todo aquello había caído en el olvido desde la traición de Ubaid y la desaparición de Alcadizzar. Ahora la cámara era poco más que un osario consagrado a la insaciable sed de venganza de la reina. El suelo debajo del estrado estaba abarrotado de instrumentos de tortura: potros de madera y jaulas de bronce, tanques de aceite y mesas llenas de un espeluznante despliegue de agujas, ganchos, sierras y cuchillos. Día y noche, la cámara apestaba como un matadero. Un océano de sangre se había vertido sobre el suelo de mármol a lo largo de los últimos años y la marea no mostraba indicios de aplacarse.

El Señor de las Máscaras contó despacio hasta cinco y luego retorció la aguja una vez más. El hombre volvió a caer contra el armazón de madera con un gemido irregular y brazos y piernas temblorosos. Era un artesano del cuero, según sus agentes; a juzgar por sus facciones enjutas y vulpinas y el tono oscuro y curtido de su piel, Ushoran suponía que pertenecía a las tribus del desierto del lejano oeste. Muchísimos de ellos habían llegado a la ciudad a lo largo de los últimos años en busca de cualquier trabajo que pudieran encontrar en el Barrio de los Comerciantes. La mayoría se dedicaba a robar —algo que los nómadas del desierto conocían bien—, pero éste llevaba una cartera de cuero y herramientas apropiadas cuando los hombres de Ushoran lo habían raptado de la calle. Tal vez se había demorado demasiado tiempo en su taller, terminando un cinturón o un par de buenas botas para el jefe de una caravana o un capitán de un barco, o había decidido pasar por una de las tiendas de vino locales y había perdido la noción del tiempo. O quizás era nuevo en la ciudad y desconocía los riesgos de que lo sorprendieran en las calles después de que oscureciera. Hoy día, la mayoría de la gente sabía que no debías entretenerte en el Barrio de los Comerciantes o abajo junto a los muelles después de que anocheciera… no, si apreciabas tu vida.

Ushoran se detuvo unos instantes, escuchando con atención la respiración dificultosa del hombre. Calcular cuánto dolor real estaba sufriendo otra persona y lo lúcida que estaba de un momento a otro era un arte. Cuando consideró que era el momento oportuno, dio la vuelta hasta la parte delantera del armazón de madera y le cogió el estrecho mentón con la mano. A Ushoran le complació ver que el hombre se estremecía al tocarlo. Levantó el mentón del artesano del cuero hasta que pudo mirarlo a los ojos.

—Cuánto dure esto depende totalmente de ti —dijo Ushoran—. ¿Me entiendes? Responde a mis preguntas y el dolor acabará.

El hombre del armazón inhaló de manera trabajosa. Un débil gemido escapó de sus labios.

—No… por favor… no lo sé —susurró, las palabras fueron casi demasiado tenues para oírlas.

Los dedos de Ushoran apretaron la mandíbula del hombre.

—No, no —repuso despacio, como si fuera un tutor con un alumno particularmente lento—. Eres un tipo listo. Piensa. A este hombre lo han visto antes en el Barrio de los Comerciantes: es alto y de hombros anchos y tiene la fuerza de un herrero en la mano. Lo más probable es que fuera vestido como un plebeyo —tal vez, incluso, como un mendigo—, pero habría sido bien parecido y de habla educada, como un noble. Alguien así destacaría entre la multitud, ¿verdad? Puede que sólo hayas alcanzado a verlo de pasada. Simplemente dinos dónde y cuándo. Eso es todo.

El artesano del cuero parpadeó en dirección a Ushoran, con los ojos oscuros muy abiertos y extraviados. Dejó escapar un gemido, un sonido arrancado de las profundidades de su alma. Le brotaron lágrimas de frustración del rabillo de los ojos.

—Por favor —suplicó—. No lo sé. Lo… ¡lo juro! ¿Por qué… por qué no m-me creéis?

Ushoran suspiró fingiendo estar decepcionado. El muy idiota era demasiado orgulloso para mentir, ni siquiera para ahorrarse más sufrimiento. Le proporcionaría más horas de entretenimiento antes de que su joven corazón se detuviera. Procurando ocultar cualquier rastro de placer, el Señor de las Máscaras se volvió para mirar hacia el estrado.

—Es testarudo, alteza —le dijo Ushoran a la aparición sentada en el antiguo trono de madera. El Señor de las Máscaras se encogió de hombros—. Por otro lado, es posible que esté diciendo la verdad. ¿Lo liberamos?

Neferata estudió al hombre lloroso con la inquietante quietud parecida a una serpiente de un inmortal. No se había puesto la máscara de oro desde la noche de la traición de Alcadizzar y su rostro pálido y de otro mundo era igual de frío y despiadado que la noche en el desierto. Asimismo, la reina eterna desdeñaba las relucientes galas del templo; su túnica de seda blanca estaba sucia y hecha jirones y manchada en las mangas y el dobladillo con capas de mugre y salpicaduras de sangre seca. De hecho, parecía un cadáver recién sacado de la tumba, con los ojos de mirada fija rebosantes de odio hacia el maldito mundo de los hombres.

Ushoran observó cómo sus dedos se tensaban poco a poco sobre los brazos del trono. Unas garras largas y curvas rasparon ligeramente la inestimable madera. Una figura esbelta vestida con la harapienta túnica de una sacerdotisa se removió a los pies de la reina. Al igual que Neferata, la mujer era pálida como el alabastro y tenía las mejillas manchadas de mugre y sangre seca. Al sentir el cambio en el humor de su señora, la joven inmortal clavó en Ushoran una salvaje mirada felina y mostró los colmillos en un silencioso silbido. El Señor de las Máscaras se puso tenso ante el desafío y a duras apenas logró contenerse para no enseñarle los dientes a aquella mocosa en respuesta. Al igual que el odio de Neferata hacia el mundo de los mortales había aumentado desde la traición, también lo había hecho su desconfianza hacia sus compañeros inmortales. Ahora sólo se rodeaba de criaturas de su propia creación: mujeres que habían llegado huérfanas al templo y habían ascendido los escalafones hasta convertirse en las primeras sumas sacerdotisas. Con su voluntad y autodeterminación aplastadas hacía mucho tiempo por el implacable control mental de Neferata, eran casi como animales, pero su lealtad a la reina era absoluta.

Perdida en sus sueños de venganza, Neferata se había retirado casi por completo de los asuntos del reino. Tras la huida de Alcadizzar, había salido a las calles a buscarlo ella misma; resonaban gritos a altas horas de la noche en el Barrio de los Viajeros o en los suburbios de los refugiados y por la mañana la Guardia de la Ciudad encontraba otro truculento espectáculo.

Disparatadas historias de un salvaje espíritu devorador de carne se apoderaron de la población. Por primera vez en siglos, los ciudadanos aterrorizados acudieron en masa a los deteriorados templos de Neru y Ptra suplicándoles a los sorprendidos sacerdotes que los protegiesen. Cuando estos fueron incapaces de detener la masacre, los nobles de la ciudad decidieron encargarse ellos mismos del asunto. Señalaron a la miserable población de inmigrantes de la parte occidental de la ciudad y acusaron a los antiguos moradores del desierto de desatar una maldición sobre todos ellos. En medio de la histeria se perdió el simple hecho de que las víctimas del reino de terror de Neferata habían sido casi exclusivamente inmigrantes; los ciudadanos habían causado disturbios y los suburbios habían ardido durante tres días seguidos. Fue sólo gracias a la brisa marina y el lomo de las colinas que atravesaban Lahmia de norte a sur que se impidió que el fuego consumiera toda la ciudad. El aire en el palacio apestaba a humo y carne quemada durante una semana. Después, Lord Ankhat logró convencer a Neferata para que se contuviera, pero sólo después de asegurarle que la búsqueda del príncipe continuaría sin pausa. Como resultado, a Ushoran se le había permitido —animado, mejor dicho— satisfacer sus apetitos secretos hasta un punto que nunca antes había imaginado posible. Por cada víctima raptada de la calle para responder a las incesantes preguntas de la reina, tres más acababan en las casas de diversión particulares del inmortal.

A los pies del estrado salpicado de sangre, Lord Ankhat observaba el espectáculo con agria desaprobación. Él era el único miembro principal de la Corte Inmortal que aún le prestaba atención a los asuntos de estado, dirigiendo la ciudad y sus asuntos mediante una compleja red de ministros y nobles. La obsesión de Neferata con el joven príncipe había puesto fuertemente a prueba su relación con Ankhat, que en otro tiempo había sido su aliado más incondicional en la corte El inmortal se guardaba la mayor parte de sus opiniones estos días, tomado decisiones de estado por decreto y había dejado de fingir que le consultaba a la reina. El otrora afable aristócrata se había vuelto frío y distante y observaba a todos los que lo rodeaban con una mezcla de desconfianza y desdén arrogante.

Quizás sólo fuera el paso del tiempo, caviló Ushoran. Nuestros poderes aumentan cada año, pensó, al igual que nuestros apetitos. Cada vez nos volvemos más territoriales, más celosos de nuestras prerrogativas. Dentro de poco, nos habremos vuelto demasiado ávidos y paranoicos para compartir la ciudad entre nosotros, ¿y luego qué?

Ankhat se cruzó de brazos y fulminó con la mirada al desafortunado idiota del potro de tortura.

—Esto es ridículo —soltó—. ¿Ya nadie marca el paso del tiempo? No han pasado cinco semanas desde que se fue, ni siquiera cinco meses. Han pasado cinco años. Nadie lo ha visto ni ha oído de él desde entonces. Por lo que sabemos, sus huesos podrían estar sepultados en una tumba poco profunda en algún lugar de la Llanura Dorada.

Neferata clavó en Ankhat una mirada ardiente. Ushoran carraspeó.

—Los hechos no lo sustentan —terció—. Rasetra no ha solicitado información acerca del bienestar del príncipe desde su desaparición. Está claro que ha estado en contacto con ellos de alguna forma…

—En ese caso, ¿dónde está, jefe de espías? —contraatacó Ankhat—. Khemri aún carece de rey. ¿Crees que se ha puesto a trabajar sirviendo mesas en el Barrio de los Viajeros? —Se volvió y miró de nuevo a Neferata—. ¿Qué podría haber en el mundo más importante para él que la corona de la Ciudad Viviente?

Ushoran se concentró en su víctima en un intento por ocultar su inquietud. Ankhat estaba en lo cierto: Alcadizzar ya debería estar en Khemri, haciendo progresos para restablecer la riqueza y el poder de la ciudad. El hecho de que no hubiera reclamado el trono llenaba al inmortal de una creciente sensación de temor.

—Alcadizzar está aquí —declaró Neferata con una voz fría y dura como una piedra—. Lo sé. —Se inclinó hacia delante aferrando con las manos los brazos del trono—. Pregúntale de nuevo —le ordenó a Ushoran entre dientes—. Arráncale la carne hasta que diga la verdad. Revelará sus secretos muy pronto. Siempre lo hacen.

Ushoran le hizo una reverencia a la reina y dirigió su atención a una mesa cubierta de relucientes herramientas. Detrás de él, oyó que Ankhat soltaba un gruñido de indignación; hubo una ráfaga de viento helado cuando el inmortal se marchó.

El Señor de las Máscaras eligió una larga hoja serrada de la mesa y examinó el filo. El hombre del potro empezó a sacudirse débilmente contra sus ataduras.

Neferata tenía razón. Al final, el desdichado hablaría. Diría lo que fuera necesario para hacer que acabara la agonía, y dejaría a la reina con otro disparatado rumor más que perseguir. La orgía de sangre y dolor continuaría.

Mientras Ushoran regresaba a su trabajo, rogó en silencio que nunca volvieran a tener noticias del príncipe perdido.

La lenta caravana levantaba una nube de polvo agitado que se estiraba durante media milla por el recorrido recto como una flecha de la gran ruta comercial que se extendía hacia el oeste a lo largo de la Llanura Dorada. Resplandecía con un tono ocre rojizo bajo la luz sombría del sol poniente, visible durante leguas al norte y al sur.

Cualquier bandido que se preciara de tal, aprendía con rapidez a calcular el tamaño y la velocidad de una caravana basándose en la estela de polvo que dejaba. Ésta avanzaba lenta y pesadamente a poco más de una milla por hora; eso significaba carromatos cargados y bueyes lentos e impasibles. Media milla de polvo no era mucho: las enormes caravanas de especias que salían de la ciudad cada tres meses levantaban una estela que podía extenderse una legua o más, dependiendo de la fuerza del viento. Alcadizzar calculó que habría una docena de carromatos en total además de escoltas delante y a los flancos. Habían salido tarde de la ciudad —mucho más de lo que era prudente—, así que para cuando anocheciera estarían completamente fuera del alcance de los fuertes lahmianos del borde oriental de la llanura. Un botín fácil para una pandilla del bandidos que conociera su oficio; así que o el jefe de la caravana había perdido el juicio o esto era más complicado de lo que parecía.

Nawat ben Hazar no compartía la inquietud de Alcadizzar. El líder bandido prácticamente se estremeció en la silla expectante, con una sonrisa desdentada que se le extendía de oreja a oreja.

—Ya no falta mucho —dijo soltando una risita sibilante—. Atacarán la caravana justo antes del atardecer, cuando los muy idiotas no piensen en otra cosa que montar el campamento y beber un poco de vino.

Movió su cuerpo desgarbado y le echó una mirada a Alcadizzar, que llevaba su caballo al paso justo un paso o dos por detrás de Nawat y a su derecha. Los ojos oscuros del líder bandido relucían bajo las enmarañadas cejas grises. Se dio un golpecito en un lado de la nariz estrecha con un dedo mugriento.

—Ya verás, khutuf. Esta noche tendremos un poco de oro y carne para nuestras barrigas.

El príncipe asintió con la cabeza distraído, con los ojos todavía clavados en la franja de polvo a la deriva a lo largo del horizonte septentrional. Los bandidos lo conocían como Ubaid, un antiguo soldado y exiliado de Rasetra, pero Nawat lo llamaba —y a cualquier otro hombre que no descendiera de las tribus de la Gran Desierto— simplemente khutuf En el dialecto de las tribus, aquel nombre significaba «perro casero» y se refería a las mascotas mimadas de los mercaderes y otros gordos indolentes habitantes de la ciudad. Nawat nunca dejaba que sus hombres olvidaran que él pertenecía a una raza diferente al resto de ellos. Él era un nazir, un león del desierto, cuyo linaje se remontaba hasta los grandes caciques de los bani-al-Akhtar, el más feroz de los clanes del desierto. Era enjuto y duro como una tira de cuero crudo y tenía la piel oscura curtida y arrugada por años de exposición al sol implacable. Aunque vestía ropa sencilla de algodón de corte lahmiano —robada del arcón de un comerciante de especias y ahora manchada de un tono marrón uniforme por el polvo del camino—, el ancho cinto de cuero de un jinete del desierto le rodeaba la cintura. La superficie agrietada estaba labrada con muescas precisas que indicaban las batallas que había librado como guerrero tribal y el recuento de hombres a los que había matado.

Alcadizzar no tenía motivos para dudar de las afirmaciones de Nawat. El líder bandido llevaba dos magníficas dagas con puño de marfil metidas en el cinturón y portaba una elegante espada curva del tipo que preferían las tribus. El viejo bandido se sentaba sobre su caballo robado con la facilidad de un hombre nacido para estar en una silla de montar, que era más de lo que Alcadizzar podía decir a su favor. Pero dudaba que Nawat hubiera sido desterrado de su tribu por enamorarse de la hija del cacique, como alardeaba el otro hombre tan menudo. Él sospechaba que tenía más que ver con el revelador tinte negro de raíz de loto visible en los pocos dientes que le quedan al bandido.

Con toda certeza, Nawat había dejado muy atrás sus días de gloria. Su banda, si es que se la podía llamar así, constaba de apenas una veintena de hombres y mujeres de aspecto hambriento vestidos con una heterogénea variedad de trapos mugrientos y fragmentos de atuendos de mayor calidad robados hacía poco. La mayor parte del grupo avanzaba penosamente a pie, mientras que Nawat y los hombres mejor armados de la banda iban sentados sobre caballos flacos y sin brío robados del escenario de anteriores asaltos. La mayoría de los bandidos llevaba poco más que garrotes cortos de madera nudosa o cuchillos de bronce de filo romo y ninguno contaba con nada parecido a una armadura útil. La banda no tenía arcos ni lanzas… ni siquiera la simple honda de cuero de un pastor.

Eran, sin lugar a dudas, el grupo de supuestos asaltantes más patético que Alcadizzar había visto nunca y sobrevivían de las sobras que bandas más grandes y fuertes dejaban atrás, pero también eran los únicos forajidos de la Llanura Dorada lo bastante desesperados como para admitirlo.

Cinco años atrás, el único pensamiento de Alcadizzar había sido escapar de la Ciudad del Alba y advertir a Nehekhara del mal que acechaba en las profundidades del Templo de la Sangre. Irónicamente, fue sólo en virtud del terrible elixir de Neferata que había logrado sobrevivir a la larga caída hasta el patio del palacio; desde allí, su conocimiento del complejo real le había permitido eludir a los guardias e introducirse discretamente en la ciudad propiamente dicha. Para entonces, los gongs de alarma ya estaban sonando en el interior del palacio y sobresaltados miembros de la Guardia de la Ciudad merodeaban por las calles a primeras horas de la mañana con garrotes en la mano. El príncipe había pasado su primer día de libertad acurrucado dentro de una enorme urna ceremonial en la parte posterior del cobertizo de almacenamiento de un alfarero, con el cuerpo tembloroso y la mente entumecida por la impresión mientras se esforzaba por encontrarle sentido a todo lo que había averiguado.

Neferata había respondido con rapidez y decisión a la huida de Alcadizzar. A lo largo del transcurso del día, su búsqueda se había intensificado y, en varias ocasiones, pudo oír al alfarero y su hijo discutiendo enconádamente con miembros de la Guardia de la Ciudad que estuvieron rondando por su tienda. El príncipe intentó tomárselo como si no fuera más que otro de los innumerables ejercicios a los que Haptshur, su tutor del campo de batalla, lo había sometido. «Os habéis quedado atrapado en medio de territorio enemigo sin nada más que la ropa que lleváis puesta y vuestros enemigos os buscan. Debéis encontrar un modo de escapar y regresar con los vuestros».

Eso se decía pronto, por supuesto, pero no era tan fácil. Alcadizzar no tenía armas ni oro… ni siquiera sandalias en los pies. Aunque ahora su túnica estaba igual de mugrienta y rota que la de un mendigo, la lujosa seda blanca atraería la atención de todos, los vigilantes de la ciudad. Y podía suponer sin temor a equivocarse que estaban haciendo circular su descripción por el puerto y en las puertas de la ciudad; puede que incluso hubieran ofrecido una recompensa por su captura. Para empeorar las cosas, sus aliados más cercanos se encontraban en Rasetra, a cientos de leguas de distancia. Incluso aunque lograra salir de la ciudad, aún le quedaría un largo y agotador viaje hasta llegar a la ciudad de su gente.

Al final del primer día, Alcadizzar había llegado a la conclusión de que no conseguiría salir de Lahmia en un futuro inmediato. Tendría que aguardar el momento oportuno y reunir recursos mientras esperaba a que la búsqueda disminuyera con el tiempo. Esa noche, salió a escondidas del cobertizo del alfarero y trepó en silencio al tejado del artesano donde habían colocado ropa recién lavada para que se secara. Alcadizzar cogió una muda de ropa del hijo, jurando en silencio devolverle el dinero a la familia más tarde, y luego se introdujo en las calles atestadas. Dejó la túnica blanca manchada en un callejón en el corazón del Barrio de los Viajeros, donde esperaba que sirviera para convencer a la Guardia de la Ciudad de que estaba intentando escapar de Lahmia con una de las numerosas caravanas de mercaderes que salían. En cambio, el príncipe bajó por los abarrotados distritos que rodeaban el puerto y buscó modos de ganar algo de dinero.

Durante casi ocho meses, Alcadizzar, príncipe de Rasetra y aspirante a rey de Khemri, vivió como una rata del puerto entre los concurridos muelles de Lahmia. Saqueó y robó; apostó a los dados y bebió cerveza agria en tabernas malolientes en las que ningún miembro de la Guardia de la Ciudad se atrevía a entrar. Mató a su primer hombre en una feroz reyerta de callejón, cuando una pandilla de marineros intentó forzarlo a embarcar en su nave. Durante un tiempo trabajó de matón a sueldo para uno de los burdeles más famosos del Distrito de la Seda Roja y acabó en compañía de una banda de ladrones de joyas que saqueaban a las antiguas familias nobles que vivían a la sombra del palacio real. Aquella asociación había terminado con sangre y traición en una noche sin luna a principios de primavera; Alcadizzar había escapado sin nada más que un puñado de monedas de cobre y el beso de una moribunda. Ella había sido su primer amor, y por poco acaba con él.

Por fin, el príncipe calculó que había llegado el momento. Estaba seguro de que Neferata seguía buscándolo, pero su atención aún permanecía centrada en las caravanas y el Barrio de los Viajeros. Los guardias de las puertas de la ciudad habían regresado a su rutina diaria y su descripción había cambiado desde la noche de su fuga. Ahora estaba mucho más delgado y sus facciones quedaban ocultas bajo una espesa barba negra. Vestido con desteñidas ropas del desierto y cargado con una mochila de cuero llena de comida, otra muda de ropa y otros suministros, había atravesado la puerta oriental en medio de un torrencial aguacero vespertino. Los guardias fruncieron el entrecejo desde la entrada de su casa y le hicieron señas para que pasara sin tan siquiera mirarlo dos veces.

Pero el príncipe aprendió pronto que escapar de la ciudad era sólo el primero de los muchos retos que lo separaban de la lejana Rasetra. Al otro lado de los fuertes de vigilancia del extremo oriental de la llanura, la región era salvaje y anárquica y estaba plagada de bandas de forajidos que saqueaban a los viajeros incautos. Sus esperanzas de unirse a una caravana que se dirigiera al este se vieron truncadas con rapidez, ya que los paranoicos mercaderes y sus guardias contratados temían que pudiera ser un espía de los asaltantes de caravanas. Solo y a pie, las habilidades de Alcadizzar fueron puestas a prueba al máximo a lo largo de los siguientes meses mientras atravesaba penosamente la llanura. Se vio obligado a luchar por su vida en más de una ocasión, pero su adiestramiento y la duradera potencia del elixir de Neferata lo ayudaron a salir adelante.

El camino se volvió menos peligroso, pero no más fácil en cuanto hubo dejado atrás la Llanura Dorada. Alcadizzar se dirigió a Lybaras, pensando que los antiguos aliados de Rasetra le prestarían ayuda, pero el príncipe encontró la Ciudad de los Eruditos en un estado lamentable y ruinoso. Los famosos colegios estaban prácticamente desiertos y el Palacio de los Reyes Eruditos permanecía cerrado incluso para sus ciudadanos. Alcadizzar se quedó allí casi un mes, esperando en vano una audiencia con el rey Pashet, pero los visires reales se negaron a escucharlo siquiera. Al final, dejó Lybaras igual de cansado de viajar y sin dinero que cuando había llegado.

Por fin, casi un año y medio después de su huida del Templo de la Sangre, Alcadizzar atravesó las imponentes puertas de Rasetra, la ciudad guerrera de su pueblo. Al príncipe le complació ver que la ciudad prosperaba bajo el gobierno de su hermano menor, Asar. Esta vez, ya sabía que no debía acercarse al palacio directamente. Tenía la certeza de que Lahmia tendría agentes en la ciudad y seguro que en estarían atentos buscándolo. En su lugar, hizo averiguaciones en el mercado y esa noche consiguió llegar a la casa de su tío Khenti.

Aunque ahora Khenti era un anciano, el cual se había quedado sin fuerzas y estaba perdiendo la vista, reconoció a Alcadizzar de inmediato. El príncipe fue recibido con lágrimas de alegría. Más tarde, cuando le hubo contado a Khenti lo que había visto en el interior del templo, su tío organizó en seguida una reunión secreta con Asar dentro del palacio.

Acompañado por Khenti, Alcadizzar fue conducido a la cámara del consejo privado del monarca, donde conoció a su hermano menor. Aunque Asar no poseía el extraordinario físico y carisma magnético de su hermano, el parentesco entre los dos no se podía negar. Asar le dio una calurosa bienvenida a su hermano y mientras bebían copas de fuerte vino sureño, Alcadizzar le contó a Asar su horrorosa historia.

Éste había sido el momento que el príncipe llevaba meses esperando. Sentado en la mugre de los callejones de Lahmia, se había imaginado el rostro de su hermano iluminándose de rabia justificada al enterarse de los crímenes de Neferata. Se enviarían veloces mensajeros a lo largo y ancho de la región difundiendo la noticia y convocado a sus ejércitos a la guerra. Alcadizzar regresaría a la Ciudad del Alba como conquistador, a la cabeza de un enorme ejército formado de guerreros de todas las ciudades de Nehekhara.

Pero Alcadizzar se iba a llevar una decepción. El rey de Rasetra escuchó el relato del príncipe con expresión pensativa. Cuando Alcadizzar terminó, Asar tomó un largo trago de vino y luego le dirigió a su hermano una mirada franca.

—¿Dónde están las pruebas? —le preguntó el rey.

Nawat les hizo variar el rumbo mientras el sol se hundía detrás de las colinas al oeste, dirigiendo a la pandilla de bandidos hacia el lejano camino comercial. Si los instintos del viejo asaltante eran correctos —y Alcadizzar tenía que admitir que Nawat rara vez se equivocaba—, entonces la caravana sería atacada justo al atardecer, mientras estaban ocupados montando el campamento. La sincronización era crucial: sí llegaban demasiado pronto, se arriesgaban a encontrarse en medio de una batalla. Demasiado tarde, y necesitarían antorchas para abrirse paso cuidadosamente a través de los restos de la caravana, lo que significaba que probablemente se les pasarían por alto los pocos objetos de valor que quedasen.

Alcadizzar se movió impaciente en la silla y desplazó la mano a la empuñadura de la espada que llevaba a la cadera. Había sido la espada de su tío Khenti, un pesado khopesh de bronce que había derramado la sangre de innumerables hombres lagarto a lo largo de su existencia. Asar había intentado proporcionarle un magnífico caballo castrado de los establos reales y una armadura de escamas de bronce para ayudarlo en su misión, pero Alcadizzar sabía que tales cosas atraerían atención indeseada en la Llanura Dorada. En su lugar, había ido al mercado de caballos de Rasetra y había comprado una robusta yegua numasi, y luego no dejó de ofrecerle oro a un comerciante del desierto para que se desprendiera de una de sus posesiones personales.

El rakh-hajib, o túnica de asaltante, era una gruesa prenda exterior de algodón reforzada con discos de bronce cosidos en el forro interior para cubrir los órganos vitales de quien la llevaba. No era tan útil como una auténtica armadura, pero resistía flechas, lanzas y cuchillos. Y lo mejor de todo, era discreta; no podía arriesgarse a parecer demasiado bien equipado o los bandidos de la llanura podría pensar que era un espía de la Guardia de la Ciudad de Lahmia. La desconfianza y la paranoia eran lo único constante en el camino comercial que llevaba a la Ciudad del Alba.

Alcadizzar había descubierto que lo mismo podría decirse de Nehekhara en general. Esa noche en el palacio, Asar había expuesto la situación política entre las grandes ciudades. Aunque había mucho resentimiento y descontento hacia Lahmia, las políticas seculares del rey Lamashizzar, y más tarde la reina Neferata, habían sido tan eficaces poniendo a las otras ciudades unas contra otras que ninguna de ellas era lo bastante fuerte como para desafiar a los lahmianos directamente. Incluso Rasetra, que había conseguido sobreponerse tras estar al borde de la ruina después de la guerra contra Nagash y había reconstruido su poderoso ejército, aún carecía de los recursos para llevar a cabo una guerra prolongada contra los lahmianos. Y, aunque muchas de las grandes ciudades ahora poseían armas y armaduras de hierro que igualaban a las de Lahmia, ninguna de ellas poseía nada que contrarrestara el temible polvo de dragón que el ejército de Lamashizzar había utilizado para destruir al ejército del Usurpador casi quinientos años atrás. Ni siquiera los sacerdotes-eruditos lybaranos habían logrado desentrañar los secretos del misterioso polvo oriental, y nadie sabía cuánto poseía la Ciudad del Alba. Como Alcadizzar sabía de primera mano, los lahmianos guardaban sus secretos celosamente.

Naturalmente, era casi seguro que una coalición de ejércitos triunfaría contra los lahmianos, pero había demasiada ambición y poca confianza entre las otras ciudades para hacer posible esta alianza. De entre todas las grandes ciudades, sólo tres eran lo bastante fuertes como para presentarse como posibles rivales del poder de Lahmia: Rasetra al este, además de Zandri y Ka-Sabar al oeste; pero ninguna estaba dispuesta a dar el primer paso y arriesgarse a enfrentarse sola a las represalias lahmianas. Haría falta algo realmente portentoso y terrible para convencer a los reyes rivales de que dejaran de lado sus ambiciones y se unieran en una causa común contra Lahmia. El descubrimiento de Alcadizzar era justo esa revelación… pero sólo si se podía probar fuera de toda duda. Sin pruebas, lo más probable era que los otros reyes sospecharan que no se trataba más que de una estratagema rasetrana para engañarlos para que se involucraran en una guerra ruinosa.

Asar había dejado claro que creía hasta la última palabra de la historia del príncipe y se había comprometido a enviar agentes para sacar a la luz pruebas de los crímenes de Neferata; pero Alcadizzar sabía que tales esfuerzos estaban condenados al fracaso desde el principio. Nadie ajeno a la ciudad tendría posibilidad alguna de penetrar en el recinto del palacio e introducirse en el templo sin que lo descubrieran y no se podría convencer a ninguna de las sumas sacerdotisas del templó de que traicionara los secretos de su señora. Eso sólo dejaba una alternativa posible. Si las grandes ciudades necesitan pruebas de mal que se ocultaba en Lahmia, entonces Alcadizzar tendría que obtenerlas por sí mismo.

Se había quedado como invitado de su tío durante muchos meses, formulando sus planes, y luego se había escabullido de la ciudad en medio de los guardias de una caravana mercante con destino a Lybaras. Seis meses después se encontraba, una vez más, sin amigos y solo, en la anárquica expansión de la Llanura Dorada.

Alcadizzar había pensado que volver a introducirse en Lahmia habría sido un asunto sencillo. Habían pasado años desde su huida y, por lo que el resto del mundo sabía, bien podría estar muerto. Pero Neferata aún no había dejado de buscarlo; en todo caso, sus pesquisas se habían vuelto mucho más siniestras y terribles que antes. Los muelles de la ciudad y los distritos más pobres permanecían bajo un constante manto de temor. Las calles estaban prácticamente desiertas después del anochecer, pues desaparecía gente casi todas las noches y nunca se los volvía a ver. Había informantes por todas partes buscando hombres que se ajustaran a su descripción. La Guardia de la Ciudad había intentado detenerlo en la puerta oeste; cuando no pudo disuadirlos por mucho oro que les ofreciera, se había visto obligado a desenvainar su espada y abrirse paso a la fuerza. Numerosos jinetes habían recorrido el camino comercial durante semanas después de aquello buscándolo. Sólo había logrado escapar adentrándose en las tierras de labranza abandonadas, donde los bandidos ejercían su dominio.

Desde sus primeros días dentro de la ciudad Alcadizzar sabía que había dos clases de bandidos en la Llanura Dorada. Había gente desesperada y lastimosa como la banda de asesinos de Nawat y luego estaban los descendientes de las tribus del desierto que habían emigrado allí en los años posteriores a la guerra contra el Usurpador. Los ejércitos de Nagash habían destrozado a las otrora orgullosas tribus y la pérdida de su dios patrono Khsar les había obligado a abandonar las ardientes arenas que las habían resguardado durante siglos. En aquellos días, Lahmia era la más rica de entre todas las grandes ciudades y hasta allí llegaban caravanas procedentes de lugares tan lejanos como Zandri para ser partícipes de los bienes exóticos del lejano oriente. Donde había riqueza, había bandidaje, y las tribus del desierto eran asaltantes de caravanas excepcionales. Salían como un relámpago de los bosques de matorrales que crecían silvestres en la llanura, tomaban lo que querían y se desvanecían antes de que la Guardia de la Ciudad pudiera responder. También había muchos antiguos moradores del desierto viviendo dentro de Lahmia, labrándose a duras penas una existencia miserable en los suburbios de la ciudad. Los lahmianos los miraban con recelo y hostilidad apenas velada pues sospechaban que espiaban para los asaltantes de la llanura.

Alcadizzar comprendió en seguida que los hombres de las tribus del desierto tenían potencial para convertirse en aliados poderosos contra los lahmianos, pero eran un grupo muy cerrado y hermético en el mejor de los casos. Había pasado un año en la llanura tratando de ganarse su confianza, pero había sido en vano. Cuando Nawat había accedido a aceptarlo en su banda, Alcadizzar se había unido con la esperanza de que el viejo asaltante aún pudiera tener algunos amigos dentro de las tribus, pero si así era, Nawat se negaba a hablar de ellos.

El príncipe contuvo un suspiro de irritación. Otro callejón sin salida, pensó mientras observaba cómo la banda atravesaba sigilosamente un amplio campo pedregoso en el que en otro tiempo había crecido maíz y trigo para la cercana Lahmia. Le iría mejor por su cuenta, caviló. Tal vez ahora sería más fácil moverse por la ciudad. Había transcurrido otro año entero… seguramente Neferata se estaría cansando de buscar.

Justo en ese momento se oyó el gemido lejano y agudo de un cuerno, allá al norte. Nawat se enderezó en la silla, escuchando, y luego asintió con la cabeza satisfecho.

—Ha empezado —le anunció a la banda—. Llegan algo pronto. Deberíamos acelerar un poco el paso.

El anciano asaltante le dio un golpecito a su caballo para que avanzara más rápido y los bandidos lo siguieron renqueando lo mejor que pudieron. Alcadizzar apretó los talones contra su montura y ésta respondió de inmediato emprendiendo un trote natural y potente. Examinó el cielo cada vez más oscuro por encima del camino donde sabía que estaba la caravana. Después de un momento, frunció el entrecejo.

—No hay flecha de aviso —comentó casi para sí.

Nawat se volvió hacia el príncipe.

—¿Cómo dices?

Alcadizzar hizo señas en dirección al camino. Se encontraban a menos de una milla de distancia y una hilera de colinas bajas y boscosas ocultaban sus movimientos.

—La caravana no ha pedido ayuda.

El viejo asaltante se enderezó en la silla. Toda caravana que se encontrara a poca distancia a caballo de los fuertes de vigilancia lahmianos mantenía un arco y una flecha empapada en brea a mano, en caso de ataque. Una flecha de fuego disparada hacia el cielo haría que una tropa de caballería lahmiana acudiera en su ayuda en cuestión de minutos. Nawat se frotó el mentón.

—Puede que la flecha no se encendiera —reflexionó—. Ya ha ocurrido otras veces.

—¿Eso crees? —preguntó el príncipe con tono de duda.

Nawat se encogió de hombros.

—¿Qué más?

Siguieron adelante en un tenso silencio un poco más, acercándose a la base de las colinas. Un cuerno volvió a sonar: dos notas cortas y luego una larga que se repitieron en rápida sucesión. Alcadizzar se puso tenso. Conocía esa secuencia perfectamente. Momentos después, otro cuerno respondió, quizás a una legua al oeste.

—Son señales de caballería —le dijo Alcadizzar a Nawat—. La caravana tenía una tropa de jinetes siguiéndola.

—Donde la estela de polvo de los carromatos ocultaría su presencia. —Nawat masculló una maldición y escupió en el polvo—. ¿Cuándo se han vuelto tan listos los khutuf?

Alcadizzar pudo oír otros sonidos procedentes del otro lado de la colina: el tenue repiqueteo de espadas y el estridente chillido parecido al de una mujer de un caballo moribundo. La caravana no había sido más que un cebo para atraer a los asaltantes a una mortífera emboscada. El príncipe pensó con rapidez, considerando sus opciones. Bajó la mano y aflojó la espada en la vaina.

Nawat soltó otra maldición e hizo que su caballo diera media vuelta.

—Tenemos que salir de aquí —le gruñó a la banda—. Regresemos al campamento, y rápido. Si los lahmianos nos atrapan…

De pronto, la montura del viejo asaltante dio un respingo hacia un lado cuando Alcadizzar espoleó a su caballo para que emprendiera el galope y subió a la carga por la ladera boscosa.

—¡Ubaid! —lo llamó Nawat a su espalda—. En nombre de los siete infiernos, ¿qué estás haciendo?

La yegua numasi de largas patas se lanzó pendiente arriba con elegantes saltos. Alcadizzar le soltó las riendas dejando que atravesara sola los retorcidos árboles con púas. Los sonidos de la batalla se volvieron más fuerte cuando llegó a la cima de la colina y bajó a toda velocidad por el otro lado. Desenvainó la pesada espada de bronce con un elegante movimiento del brazo e intentó vislumbrar la batalla que se desarrollaba abajo a lo largo del camino.

Alcadizzar pudo ver siete u ocho carromatos: vehículos de madera de estructura ancha con cuatro ruedas y altos laterales de mimbre. Había media docena de arqueros en cada uno de ellos, tensando flechas de junco de un metro de largo y disparándolas contra los veloces jinetes que daban vueltas por el terreno abierto al norte del camino. Los asaltantes del desierto iban armados con aljabas de jabalinas con punta de bronce y barcos cortos y curvos hechos de cuerno pulido; estos tensaban y disparaban en movimiento, lanzando flechas de punta ancha que golpeaban contra los flancos de los carros. Pero en lugar de hundirse entre el mimbre pintado, se quedaban atascadas o las astas se rompían por el impacto. Sin duda el mimbre era una pantalla que ocultaba un muro de escudos de madera que protegía a los arqueros hasta justo por encima de la cintura.

Cuerpos de jinetes y caballos por igual abarrotaban el terreno delante de los carromatos y los espacios entre ellos. Una táctica muy popular entre los asaltantes del desierto era situarse rápidamente entre los carros y matar a los conductores con unas cuantas jabalinas certeras. Los lahmianos habían esperado hasta que los asaltantes estuvieran prácticamente en medio de ellos antes de accionar la trampa, matando a la primera oleada de invasores a bocajarro. El resto se había detenido en seco en el campo de batalla al norte del camino, donde les ofrecieron más blancos a los rápidos arqueros.

Los guardias de la caravana —soldados lahmianos vestidos con varío pinta ropa de mercenario— se habían retirado detrás de los carros tan pronto como se había iniciado el ataque y ahora estaban acabando rápidamente con los asaltantes heridos cuyas monturas habían sido derribadas durante la primera carga. Alcadizzar avistó a una docena de estos soldados rodeando un grupo grande de caballos muertos y sus jinetes. Mientras miraba, una delgada figura con túnica apareció detrás de una de las monturas caídas y le arrojó una jabalina a uno de los lahmianos. El soldado gritó y cayó tratando de agarrar el asta que le sobresalía del pecho. Las flechas silbaron por el aire, pero el asaltante ya se había vuelto a agachar desapareciendo de la vista y las saetas pasaron por lo alto sin causarle daño.

Los invasores que se encontraban al norte de la carretera lanzaron un grito. Alcadizzar observó sorprendido cómo una docena de ellos se separaba del grupo y cargaba contra la hilera de carromatos. Los arcos de los jinetes vibraron y uno de los arqueros lahmianos cayó de espaldas con una flecha en el ojo. Los asaltantes cubrieron la distancia con rapidez, pues sus monturas prácticamente se deslizaban sobre el pedregal. Se zambulleron sin temor en medio de una lluvia de disparos de flecha. Los caballos chillaron y se desplomaron en el suelo; los jinetes se soltaron de un salto sólo para que les disparasen a su vez. Sólo dos de los valientes jinetes consiguieron llegar más allá de los carros, arrojándoles jabalinas a sus atormentadores al pasar. Alcadizzar los vio frenar sus caballos un momento al otro lado de la hilera mientras movían la cabeza de un lado a otro como si buscaran algo. Uno de los jinetes cayó un segundo después con una flecha en el cuello; el segundo avistó el montículo de caballos muertos que los lahmianos habían rodeado y espoleó su caballo hacia ellos con un grito de desafío. Tres flechas golpearon al hombre una detrás de otra, clavándosele en la pierna y el pecho. Aun así, siguió avanzando como pudo, empujando a su montura hacía delante, hasta que otras dos flechas lo alcanzaron en el costado y lo hicieron caer al suelo. El caballo del invasor se detuvo, respirando agitadamente, pero entonces un silbido le hizo levantar las orejas. Comenzó a trotar de inmediato hacia donde se ocultaba el asaltante en apuros, pero una certera flecha lahmiana lo derribó.

Alcadizzar entendía ahora por qué los asaltantes del desierto no se habían retirado sin más en cuanto les habían tendido la emboscada. Habían derribado a su cacique en la primera carga y ahora los lahmianos lo habían atrapado entre los cuerpos de sus criados. El honor exigía que los rescatasen o murieran en el intento.

Los soldados lahmianos empujaron hacia delante apretando la soga alrededor del cacique del desierto. Al oeste, Alcadizzar pudo oír el débil estruendo de los cascos. La caballería llegaría en cuestión de momentos; entonces los asaltantes no tendrían más remedio que retirarse y el destino del cacique quedaría escrito.

No había tiempo para pensar. Alcadizzar bajó a toda velocidad por la pendiente dirigiendo su rumbo hacia el cacique derribado. Después de que el último intento de rescate hubiera fracasado, los arqueros lahmianos habían centrado su atención una vez más en el norte. Quizás él tuviera éxito donde los aguerridos asaltantes habían fallado.

El príncipe salió de los bosques que lo ocultaban a todo galope; su caballo levantó una nube de polvo mientras corría por el terreno llano hacia el círculo de soldados. Los lahmianos no lo vieron al principio. Alcadizzar cruzó la distancia que los separaba en el lapso de unos pocos latidos. Para cuando uno de los soldados situado al otro lado del círculo lo vio y gritó una advertencia, ya era demasiado tarde.

Alcadizzar se hundió en el círculo de guerreros acompañado de los destellos de su espada de bronce. La sangre salpicó en un amplio arco cuando partió el casco de un soldado y llegó al cráneo. El príncipe liberó su espada de un tirón con un grito sanguinario e hirió a otro hombre en el hombro; la espada atravesó la armadura de cuero del guerrero y le destrozó la clavícula. Los gritos hendieron el aire. Alcadizzar espoleó a su montura hacia delante saltando sobre los cuerpos de caballos y hombres. Avistó al cacique, agachado junto a su semental muerto y aferrando una espada y una daga en las manos ensangrentadas.

El príncipe se inclinó extendiendo el brazo izquierdo. El rostro del cacique del desierto quedaba oculto tras un pañuelo a cuadros, pero sus ojos oscuros brillaron con fiereza mientras agarraba el antebrazo de Alcadizzar y montaba con facilidad de un salto en la grupa del caballo. Los rodearon los gritos cuando los lahmianos se lanzaron hacia delante; con un aullido, Alcadizzar espoleó a su montura una vez más… no hacia el norte, hacia las garras de los arqueros enemigos, ni al sur, hacia la colina boscosa, sino al oeste, a lo largo de la caravana y en dirección a la caballería lahmiana que se aproximaba.

Las flechas silbaban por el aire mientras los carromatos pasaban a toda velocidad. Una flecha alcanzó a Alcadizzar en el costado izquierdo, pero la punta no consiguió penetrar los anillos de malta que llevaba cosidos al abrigo de asaltante. Sólo unos pocos arqueros podían dispararle a la vez y la velocidad de su caballo lo convertía en un blanco difícil.

En menos de un minuto llegó al último carro de la línea y se encontró galopando en terreno abierto. Se alzaron gritos a su espalda y creyó que le caería encima una descarga cerrada de flechas, pero la caballería lahmiana apareció justo entonces con sus estandartes de seda amarilla ondeando al viento. Se abalanzó de lleno en medio de ellos, recorriendo en línea recta como una exhalación la columna de jinetes a la carga. Los arqueros lahmianos no tuvieron más alternativa que detener los disparos y, en cuestión de momentos, Alcadizzar había desaparecido en medio de la agitada nube de polvo que habían levantado los soldados de caballería.

Un puño golpeó el hombro del príncipe y una carcajada le retumbó en el oído.

—¡Eso ha sido muy audaz! —exclamó el cacique.

Alcadizzar miró por encima del hombro y vio que el asaltante se había apartado el pañuelo. Se trataba de un hombre joven, de no más de veinticinco años aproximadamente, con un rostro apuesto y bronceado y una brillante sonrisa más que un poco demente.

—Me llamo Faisr al-Hashim, de los bani-al-Hashim —dijo el joven—. Y estoy en deuda contigo, forastero. Pídeme cualquier cosa, y será tuya.

Media milla siguiendo el camino comercial, el príncipe frenó su montura. A lo lejos, la caballería lahmiana estaba persiguiendo al resto de los bandidos hacia el norte. Alcadizzar volvió la mirada en dirección al cacique. Nawat y su chusma cayeron en el olvido; ésta era la oportunidad que había estado buscando.

—¿Cualquier cosa?

El jefe se rio otra vez, ebrio tras ver la muerte de cerca.

—¡Cualquier cosa, por mi honor! ¿Cuál es tu mayor anhelo? El príncipe sonrió.

—Quiero cabalgar con los bani-al-Hashim.