1: Guerra en las profundidades

1

Guerra en las profundidades

Nagashizzar,

en el 96.º año de Geheb el Poderoso

(-1325, según el cálculo imperial)

La horda de skavens salió en avalancha de las entrañas de la gran montaña; una oleada de cuerpos que gruñían, chasqueaban los dientes y blandían espadas abarrotó los corredores sombríos y los ruidosos trabajos mineros de la fortaleza de Nagash. Guiados por los asesinos-exploradores de Lord Eshreegar, invadieron nivel tras nivel en una precipitada carrera para apoderarse de los tesoros que contenía Nagashizzar.

La sorpresa fue absoluta. Los niveles más bajos de la fortaleza estaban prácticamente desiertos, así que los skavens se encontraban a menos de medio camino de sus objetivos antes de toparse con los primeros habitantes esqueleto de Nagashizzar. Las escasas partidas de trabajo de no muertos que se cruzaron en el camino de la horda acabaron literalmente pisoteadas, aplastadas bajo el peso de miles de guerreros de pelaje marrón a la carga. El empuje de la carga era tal que los viejos huesos quedaron pulverizados en cuestión de momentos. Para cuando las filas de retaguardia pasaron sobre el mismo lugar, ya no quedaba nada salvo volutas de polvo.

Los atacantes llegaron a los pozos mineros más profundos en pocos minutos. Los agudos gemidos de los silbatos de hueso y los aullidos de los gritos de guerra skaven hicieron temblar el aire frío y húmedo mientras las ratas aparecían de pronto bajo la parpadeante luz de los túneles y caían sobre los esqueletos de lentos movimientos. La desigualdad numérica obró de inmediato en contra de los trabajadores no muertos: los skavens se abalanzaron sobre sus enemigos en grupos, descuartizando a los esqueletos con una facilidad despectiva. Los enfrentamientos iniciales acabaron tan rápido que las bajas skavens propiamente dichas tuvieron lugar sólo en el período subsiguiente, cuando las ratas empezaron a pelearse unas con otras por carros volcados de pepitas de piedra divina o encontraron un lugar conveniente y apartado para clavarle un cuchillo a un rival molesto.

A medida que los invasores ascendían a través de los numerosos niveles de la fortaleza, la resistencia empezó a aumentar lentamente. Cada vez con mayor frecuencia, los skavens irrumpían en un pasadizo estratégico y encontraban una falange de esqueletos aguardándolos. Espadas, lanzas, garras y dientes chocaban contra picos y palas, o a veces nada más que manos huesudas y avariciosas. En cada ocasión, los defensores se vieron superados rápidamente, sin apenas frenar el precipitado avance de las ratas.

El primer enfrentamiento real del asalto skaven se produjo en el último y más alto de los pozos mineros. Habían transcurrido casi dos horas enteras desde que comenzara el ataque y los guerreros del clan Morbus, a los que se les había concedido el honor de alejarse más para apoderarse de los pozos más empobrecidos, se toparon con apretadas filas de esqueletos armados con lanzas y ataviados con armaduras destrozadas aunque funcionales. Aquí el ataque vaciló, mientras las ratas se veían obligadas a abrirse paso obstinadamente a través del agolpamiento de lentos enemigos. Muy pronto, los pasadizos quedaron obstruidos con pilas de huesos y cuerpos ensangrentados, pero los gruñidos de los caciques —y el afilado pinchazo de sus espadas— hicieron que las ratas siguieran luchando hacia su objetivo.

Los esqueletos pelearon hasta que no quedó ni uno, cediendo terreno únicamente después de que los hubieran hecho pedazos. Las ratas arrollaron a los defensores que quedaban en las mismas entradas de los pozos superiores, sólo para encontrar los túneles en pendiente oscuros y casi desprovistos de tesoros. Los guerreros que habían estado peleando en las filas delanteras se desplomaron cansados contra las paredes de los túneles y comenzaron a lamerse las heridas, dejando que el resto se escabullera en busca de algún tipo de botín. Maldijeron y bufaron cuando sólo encontraron un puñado de pepitas en la parte más profunda del pozo (que de modo infalible acabaron en las garras de los caciques, que eran mucho más grandes y listos).

No pasó mucho tiempo antes de que pequeñas partidas de skavens con iniciativa empezaran a explorar los túneles secundarios que conducían a los niveles superiores de la fortaleza. Después de todo, tenían que haber llevado a alguna parte toda la piedra divina que extraían de los pozos superiores. Cuando las primeras partidas no regresaron de inmediato, el resto de las ratas lo tomó como una señal de que había objetos de valor arriba y los desgraciados estaban agenciándose todo lo que podían. Más grupos pequeños partieron a escondidas y, cuando no regresaron, partidas aún más grandes fueron tras ellos, hasta que al final los caciques se percataron y descargaron su ira contra los imbéciles que se habían quedado.

Fue entonces cuando oyeron los primeros aullidos, débiles y espeluznantes —chillidos de locura y ferocidad que ninguna garganta skaven podría emitir—, resonando en los pasadizos superiores. Momentos después llegó apenas un puñado de ratas histéricas, cubiertas de espantosas heridas que se infectaron de veneno ante los mismos ojos de los caciques.

Un viento frío bajó por los túneles secundarios, llenando el pozo minero con el polvoriento hedor a muerte vieja. Por encima de los frenéticos alaridos de los monstruos que se acercaban se oyó el sobrecogedor gemido de los cuernos y el golpeteo de miles y miles de pies de esqueleto.

Al principio, la destrucción de sus sirvientes en los niveles más bajos de la fortaleza escapó a la atención de Nagash; de vez en cuando ocurrían accidentes, y ¿qué importaba la pérdida de diez o veinte esqueletos entre la ingente multitud bajo su control?

Únicamente cuando las partidas de trabajo que se encontraban en los pozos más bajos y profundos desaparecieron, el nigromante se dio cuenta de que algo iba mal. Traición, pensó Nagash al instante, sospechando de inmediato que Bragadh y los norteños estaban llevando a cabo algún tipo de levantamiento. Furioso, recurrió al poder de la piedra ardiente y concentró su conciencia en los esqueletos que trabajaban afanosamente en los niveles inferiores para poder encargarse del alcance del ataque. Justo mientras lo hacía, tres pozos más fueron invadidos, y otras docenas de esqueletos fueron destruidos, pero en la fracción de segundo antes de que dejaran de existir, Nagash alcanzó a ver a sus enemigos. No obstante, no se trataba de barbudos norteños con ojos de loco; en su lugar, vio un hervidero de cuerpos con pelaje oscuro y armadura que blandían cortas y puntiagudas espadas de bronce o lanzas de aspecto cruel. Captó un destello de ojillos redondos y brillantes, de color rojo por el reflejo de la luz, y el chasquido de dientes curvos parecidos a cinceles… y luego oscuridad.

Un furioso bufido chirriante escapó de la garganta curtida de Nagash. ¡Los hombres rata! ¡Un ejército de ellos suelto en las zonas más profundas de su fortaleza! Habían transcurrido siglos desde la última vez que había visto a las mugrientas criaturas, y en aquel entonces sólo en grupillos cobardes. Se escabullían como chacales por los yermos que se extendían al oeste de la gran montaña, buscando trozos de piedra ardiente. En aquellos días, Nagash había matado a todos y cada uno de los que se había encontrado, ya llevaran encima algo de piedra o no. Su misma existencia lo ofendía.

De algún modo habían descubierto el gran filón de piedra celeste enterrado en el interior de la montaña —la montaña de Nagash— y habían venido para ponerle encima sus asquerosas patas. El nigromante juró que cuando hubiera masacrado a estos intrusos, encontraría los hediondos agujeros de los que habían salido y los borraría de la faz de la tierra. Bragadh y sus jóvenes guerreros tendrían la sangre que ansiaban, después de todo.

El azote de la voluntad del nigromante resonó a todo lo largo y ancho de la fortaleza y decenas de miles de esqueletos se balancearon como trigo ante el peso invisible de ésta. Respondieron al llamamiento a las armas en silencio, salvo por el crujido de la piel seca o el repiqueteo del hueso.

Poco después se oyó el ominoso tañido de los gongs de alarma de las torres más altas de la fortaleza. Las notas profundas y temblorosas retumbaron por el aire y les provocaron escalofríos a los vivos. A lo largo de docenas de terrenos de maniobras, compañías de guerreros norteños detuvieron su adiestramiento y levantaron la mirada hacia el cielo, preguntándose qué significaría aquel sonido. ¿Cómo podía haber una alarma cuando no se veía ningún enemigo en leguas a la redonda?

En los sombríos recovecos de la gran fortaleza, grupos de yaghur levantaron las cabezas y sumaron sus aullidos al inquietante coro. El ruido se deslizó como una avalancha por las laderas de la montaña y a través del mar gris, donde llegó a oídos de centenares más de devoradores de carne. Tribus enteras abandonaron sus fétidas guaridas y atravesaron el maloliente terreno pantanoso trotando cómo simios en respuesta a la llamada de su amo.

En el interior de la fortaleza, mensajeros vivos entraban y salían corriendo del gran salón transmitiéndoles las órdenes de Nagash a sus tropas bárbaras. Mientras tanto, el nigromante situó a todos los esqueletos disponibles que pudo en el camino de los hombres rata para frenarlos mientras reunía a sus lanceros en compañías cerca de la superficie.

La rabia de Nagash fue aumentando a medida que un pozo tras otro caía en las garras del enjambre de criaturas; su número era inmenso, como mínimo tan grande como cualquier ejército nehekharano, y el nigromante tenía que admitir que el ataque se estaba llevando a cabo con rapidez y habilidad. Comparando el ritmo del avance de las ratas con el agrupamiento de sus tropas en los niveles superiores, se dio cuenta de que los hombres rata invadirían todos los pozos —y puede que incluso llegaran a los mismísimos niveles superiores— antes de que su ejército estuviera listo para actuar. Trabajando rápido, envió a varias compañías grandes a los pozos superiores para frenar el avance enemigo y mantener a los monstruos contenidos bajo tierra. Pretendía mantener a los hombres rata encerrados en los túneles, donde podría hacer pedazos a la horda bajó el implacable avance de sus lanceros. No necesitaba maniobras astutas ni complicadas estratagemas; planeaba echarse sobre los intrusos de frente y aplastar a los hombres rata bajo el peso de sus tropas.

El nigromante llenó los túneles superiores de lanceros y cientos de babeantes devoradores de carne, luego envió a Bragadh y sus guerreros a cerrar las salidas de la superficie de cada uno de los pozos mineros de la montaña. Cualquier intento por parte de los hombres rata de escapar de su avance —o flanquearlo por la superficie— se encontraría con un bosque de lanzas bárbaras. Las unidades de su ejército se situaron en posición, desesperantemente despacio, como si fueran piezas sobre un tablero, mientras el avance de los hombres rata masacraba sin prisa pero sin pausa a sus tropas de retaguardia situadas en los pozos superiores. Cuando los invasores penetraron al fin y se aglomeraron en los pozos mineros, Nagash centró su atención en los yaghur. Susurrando palabras de poder, ejerció su dominio sobre las viles criaturas y las empujó a la acción.

Los devoradores de carne, a los que controlaba la inflexible voluntad del nigromante, bajaron sigilosamente por los túneles poco iluminados hacia los invasores. Aunque no se los podía controlar tan completa o fácilmente como a los auténticos no muertos, eran más rápidos, más fuertes y mucho más duros que sus tropas habituales y su hambre constante los convertía en depredadores entusiastas. A su orden, los devoradores de carne encontraron sitios a lo largo de los túneles en los que aguardar para tenderle una emboscada a cualquier avanzadilla de hombres rata que se atreviera a pasar por allí.

Los yaghur no tuvieron que esperar mucho tiempo. Las primeras partidas pequeñas de reconocimiento fueron aplastadas con rapidez, tras sucumbir a las garras mugrientas y las fuertes fauces de los devoradores de carne. Tras ellos llegaron aún más invasores, en grupos cada vez más grandes y menos cautos, hasta que al final había tantas ratas a las que enfrentarse que no había forma de que los yaghur pudieran encargarse de todas a la vez. Un puñado de supervivientes logró escapar de las garras de los devoradores de carne y huyó por donde había venido. Con una indicación mental, Nagash le ordenó a la primera compañía que avanzara, con la intención de atacar antes de que las ratas pudieran organizar una defensa adecuada.

Una vez más, los yaghur atacaron primero. Las bestias salpicadas de sangre salieron de los túneles secundarios pisándoles los talones a los moribundos hombres rata, sembrando el terror y la confusión entre las filas del enemigo. El aire se estremeció con el aullido de los cuernos de hueso y los pasos de pies marchando. Cuando las primeras compañías de esqueletos con lanzas aparecieron en los pozos superiores, los asombrados invasores perdieron el valor y huyeron, pisoteándose unos a otros en su prisa por escapar. Desde su trono en el gran salón muchos niveles por encima, Nagash sonrió con crueldad y vertió la energía de la piedra ardiente en sus compañías de vanguardia, proporcionándole velocidad a sus extremidades y presionando de cerca a los hombres rata.

La marcha de la batalla, que al principio favorecía de manera tan abrumadora a los hombres rata, se volvió igual de rápido contra ellos. Los invasores huyeron de regreso hacia los niveles inferiores, extendiendo el pánico entre sus compañeros. Las fuerzas del nigromante reclamaron un pozo minero tras otro y mataron a tantos hombres rata en el proceso que no pudieron seguir el ritmo de los supervivientes en los túneles obstruidos con cadáveres. Los yaghur, que contaban con un banquete como los suyos no habían visto en siglos, requerían presión constante para mantenerlos concentrados en la batalla que tenían entre manos, lo que redujo aún más la velocidad de la persecución.

* * *

Lord Eekrit estaba comiendo bayas de almizcle fermentadas y preparando una carta para informar a los Señores Grises de su gran victoria cuando los primeros asesinos-exploradores de Lord Eshreegar regresaron a la gran caverna. Al principio, no les prestó atención a sus susurros casi desesperados mientras informaban al Maestro de Traiciones. Se les había ordenado a los exploradores que continuaran examinando los niveles que se encontraban más allá de los pozos mineros con la esperanza de encontrar dónde almacenaban los esqueletos la piedra divina. A juzgar por el tono de sus voces, supuso que lo que habían encontrado era mucho mayor de lo que nadie había esperado.

El primer indicio de que algo iba mal no llegó de Eshreegar, sino del loco Lord Qweeqwol. El viejo vidente se acercó a Eekrit y se inclinó hacia él.

—Ha empezado —dijo entre dientes mientras se le crispaba el hocico lleno de cicatrices—. Hora de pelear. ¡Luchar-luchar!

Eekrit torció el labio en una mueca de desconcierto. En el nombre de la Gran Cornuda, ¿qué farfullaba? Levantó la mirada y vio a Lord Eshreegar. Parecía que el Maestro de Traiciones se hubiera tragado una araña viva.

El señor de la guerra le echó un vistazo al cuenco de bayas a medio comer que sostenía en la pata izquierda. Llevado por un impulso, se metió el resto en la boca y se las tragó. Fortalecido de este modo, se dirigió hacia los exploradores. Los subalternos vestidos de negro retrocedieron al verlo acercarse mientras sacudían las colas con aprensión. El jugo de baya fermentada se cuajó de inmediato en las tripas de Eekrit.

—¿Qué está pasando? —preguntó el señor de la guerra con un tono de voz engañosamente suave.

El Maestro de Traiciones se volvió despacio para mirar a su comandante. Los bigotes del skaven temblaron.

—Hay… eh —empezó Eshreegar—. Hay un pequeño problema.

Eekrit agitó la cola.

—¿Qué clase de problema?

—Eh… —El Maestro de Traiciones consideró la respuesta detenidamente—. Es posible que haya más esqueletos de los que pensábamos.

El señor de la guerra observó a Eshreegar entrecerrando sus redondos y brillantes ojos negros.

—¿Cuántos más?

Eshreegar miró disimuladamente a sus subalternos. Los exploradores clavaron la mirada en el suelo de la caverna, como si considerasen cavar un túnel de huida.

—Bueno. Puede que… cinco o seis —respondió Eshreegar con voz débil.

El señor de la guerra pegó las orejas al cráneo.

—Tú y tus ratas habéis tenido años para reconocer este lugar —repuso Eekrit entre dientes—. Asegurasteis que había dos mil esqueletos. ¿Y ahora me dices que se os pasaron cinco o seiscientos más?

Dio la impresión de que Eshreegar se encogía sobre sí mismo. Dejó caer la cabeza por debajo del nivel del hocico del señor de la guerra. Le temblaron los bigotes y masculló algo entre dientes.

—¿Qué has dicho? —le exigió Eekrit—. ¡Explícate!

—No cinco o seiscientos —contestó el Maestro de Traiciones con voz derrotada—. Cinco o seis mil.

El señor de la guerra abrió mucho los ojos.

—¿Qué?

—Dije que…

Eekrit lo cortó levantando una pata.

—Ya oí lo que dijiste —gruñó el señor de la guerra—. ¿Cómo…? ¿Dónde…?

Hizo una pausa y respiró hondo. Apretó la pata, como si estuviese a punto de arrancarle los ojos a Eshreegar.

—¿Dónde están ahora?

Hablando rápido, con un tono de voz apenas por encima de un chillido, Eshreegar relató lo que le habían contado sus exploradores.

—El clan Morbus está en-en plena retirada —concluyó—. Los pozos superiores han sido retomados.

—¿Y Rikek y Halghast? —preguntó el señor de la guerra. Ellos serían los siguientes clanes que se encontraran si los esqueletos continuaban descendiendo.

Eshreegar extendió las patas en un gesto de impotencia.

—No se sabe nada-nada todavía.

—Entérate. Ya —gruñó Eekrit.

Los exploradores corrieron a obedecer sin esperar una orden de su señor. En cuanto se marcharon, el señor de la guerra se acercó a Eshreegar, hasta que los dos skavens estuvieron hocico con hocico. Intuyó que aquí había una oportunidad.

—El Concejo querrá una explicación —comentó Eekrit entre dientes. Eshreegar se encogió de hombros con desgana.

—Todos los esqueletos se parecen —se defendió.

—¡Tu trabajo es notar la diferencia! —soltó el señor de la guerra—. ¿Crees que los Señores Grises se mostrarán comprensivos, Eshreegar?

—No.

Eekrit asintió con la cabeza.

—Exactamente. Necesitarás aliados si esperas conservar-conservar el pellejo.

El Maestro de Traiciones asintió.

—Por supuesto —respondió—. Lo entiendo.

El señor de la guerra hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Bien. En ese caso, trae un mapa. Ya.

Eshreegar movió la cabeza en un rápido gesto de reverencia y se volvió para gritarle órdenes a un subordinado que se encontraba cerca. El señor de la guerra cruzó las patas contra el pecho y empezó a caminar de un lado a otro, mientras su mente trabajaba con rapidez.

La situación aún podría solventarse, pensó Eekrit. Cinco o seis mil esqueletos más suponían una sorpresa desagradable, pero su fuerza todavía era diez veces más numerosa que la del enemigo. Eso sin contar siquiera a los miles de esclavos que acompañaban al ejército: carne de cañón que podría usar para enterrar a los atacantes mediante el mero peso de la superioridad numérica si así lo quería.

Por el momento, el enemigo le había proporcionado una sólida alianza con Eshreegar, y una maldita humillación para el clan Morbus. Eso mantendría a Hiirc y sus guardaespaldas bajo control en el futuro inmediato.

Dos esclavos subieron a toda prisa al estrado transportando un largo pergamino enrollado entre los dos. Eekrit sonrió para sí mientras desenrollaban el mapa a sus pies.

Sí, pensó el señor de la guerra. Esto incluso podría resultar mejor de lo que había esperado.

* * *

La resistencia fue aumentando a cuanta más profundidad bajaban las fuerzas de Nagash. Los hombres rata que ocupaban los pozos inferiores estaban más descansados y los torrentes de supervivientes que huían de los niveles superiores les habían advertido del contraataque. Los guerreros de Nagash empezaron a encontrarse con defensas más preparadas y compañías de guerreros en formación defendiendo intersecciones de túneles clave que conducían a los pozos inferiores.

Nagash empujó a sus tropas hacía delante sin piedad, decidido a limpiar Nagashizzar de invasores. Cuando sus compañías se tropezaban con fuerte resistencia, simplemente aplastaba a los hombres rata; intercambiaba gustoso a uno de sus guerreros por uno de los de ellos, hasta que al final las criaturas rompían filas y huían. Ahora disponía de menos yaghur a los que recurrir; la mayoría de los devoradores de carne que aún quedaban vivos estaban demasiado atiborrados o demasiado agotados para servir de mucho. Hasta ahora, los norteños habían conseguido defender los extremos de los pozos para que los hombres rata que se replegaban no pudieran escapar a la trampa del nigromante. Con casi la mitad de los pozos de la montaña de nuevo en su poder, contaba con una fuerza de reserva de infantería viva de proporciones considerables a la que emplear, pero se resistía a confiar en ellos a menos que no le quedase más alternativa.

Lo que preocupaba a Nagash era que todavía no había sondeado las profundidades de la fuerza enemiga. Él sabía que todo ejército tenía un límite; una línea invisible en la que sus líderes comprendían que habían dado todo lo que tenían y era el momento de retirarse o arriesgarse a ser destruidos. Calcular el límite de un enemigo era un arte, algo que diferenciaba a los generales competentes de los magníficos. Nagash sabía sin ningún atisbo de duda que él era un líder magnífico, pero este campo de batalla subterráneo no le ofrecía ninguna pista en cuanto a la disposición de su enemigo.

Aunque disponía de un punto de vista divino del campo de batalla a partir de la perspectiva de sus propias tropas, no sabía qué le tenían preparado los hombres rata alrededor de la siguiente curva del túnel. Había esperado una resistencia feroz en los niveles superiores de la montaña, luego una resistencia menos organizada a medida que penetrase la primera línea del enemigo y tropezase con sus reservas. Pero no parecía haber una primera línea que él pudiera distinguir, no a la manera de una batalla campal tradicional. Éste era un estilo de guerra completamente diferente: uno que empezaba a sospechar que los hombres rata podían librar mejor que él. No cabía duda de que parecían conocer el trazado de los túneles inferiores tan bien como él, lo que lo llevaba a preguntarse cuánto tiempo habrían estado escondiéndose allí abajo, aguardando el momento oportuno antes de decidir atacar.

Transcurrieron las horas y los enfrentamientos continuaron. Nagash cruzó una línea defensiva tras otra. Ahora, después de atravesar más de tres cuartos de los niveles inferiores de la fortaleza, sus tropas habían reclamado todos salvo un puñado de los pozos mineros más nuevos y profundos (y por lo tanto más ricos). La resistencia enemiga se volvió más ingeniosa y decidida. Criaturas-rata con vestimentas negras y que empuñaban cuchillos y dardos de obsidiana de bordes afilados hicieron que los grupos de devoradores de carne que iban en cabeza cayeran en cinco emboscadas distintas y los atacaron con ferocidad; a continuación, una compañía de hombres rata intentó lanzar un ataque contra su flanco a través de una red de túneles a medio terminar. O habían estado a medio terminar la última vez que Nagash había dirigido su atención a esa parte de la montaña subterránea. Al parecer, sorprendentemente los invasores habían dedicado cierto tiempo y esfuerzo a ampliar los túneles, demostrando una especie de habilidad instintiva para la ingeniería que tales monstruos no tenían a derecho a poseer.

El avance empezó a perder empuje contra una aparentemente interminable marea de cuerpos chillones y peludos. Sus esqueletos se encontraban a menos de unos cuantos cientos de metros del siguiente pozo, pero por muchas de aquellas criaturas que matasen sus guerreros, daba la impresión de que aparecían tres más para ocupar sus puestos. La furia del nigromante aumentó. Por primera vez, se arrepintió de no sumarse él mismo al combate (pero en los estrechos límites de los túneles, su magia sólo resultaría eficaz en partes localizadas de la batalla). Y, tal y como estaban las cosas ahora, se encontraba literalmente a kilómetros de las primeras líneas, sin un modo rápido de llegar al centro de la acción.

Nagash se reclinó contra el trono y se planteó de nuevo llamar a los norteños. Un ataque de flanqueo bajando por la entrada de los pozos inferiores bien podría inclinar la balanza… pero entonces recordó la firme expresión de desafío en el rostro de Akatha, y su paranoia se impuso una vez más.

Intensificó el ataque contra las criaturas-rata, alimentando a las compañías de cabeza con aún más poder mágico. Los invasores tenían que estar alcanzando el límite de su fuerza, se dijo. Tenía que ser así.

* * *

El contraataque no podía continuar mucho más tiempo, se dijo Eekrit. Los malditos esqueletos tendrían que acabarse, tarde o temprano.

Esperemos que temprano, pensó el señor de la guerra con nerviosismo mientras estudiaba el mapa de Eshreegar. Los enfrentamientos se desarrollaban ahora a menos de cinco niveles de distancia. Tuvo la impresión de que si abría completamente las orejas podría oír los débiles sonidos de la batalla, aunque sabía que sólo era su imaginación.

Por lo menos con la batalla cerca tenía una idea mejor de cómo progresaban las cosas. Un constante torrente de mensajeros se dirigía corriendo a las primeras líneas y regresaba para informar a los pocos minutos. Dudaba que el señor de los malditos esqueletos dispusiera de un panorama del campo de batalla la mitad de bueno del que él tenía.

El enemigo había empujado a sus ratas casi hasta las cavernas donde habían empezado. En el último recuento, sólo le quedaban cinco pozos todavía en su poder, y uno de ellos estaba a punto de caer. Si no conseguía invertir las cosas rápido, más le valía pedirle a Eshreegar que le clavara un cuchillo envenenado entre los ojos. Mejor eso que informar de su derrota al Concejo.

El señor de la guerra se volvió hacia el Maestro de Traiciones. La contramaniobra había sido idea de Eshreegar; sin duda, si daba resultado, trataría de usarlo para compensar su completo fracaso a la hora de determinar el tamaño real de la fuerza enemiga. Por desgracia para él, Eekrit estaba cada vez más seguro de que el cálculo corregido de cinco o seis mil esqueletos todavía resultaba sumamente inadecuado… por no mencionar los informes de criaturas aullantes con aspecto de ogro que parecían acompañar a las compañías de esqueletos lanceros como si fueran manadas de chacales. Cuando todo esto hubiera terminado, Eshreegar tendría que explicar muchas cosas, pensó Eekrit.

—¿Qué se sabe de los esclavos? —preguntó.

Eshreegar hizo una pausa para susurrarle una pregunta a uno de sus exploradores. Asintió con la cabeza de manera brusca y se volvió de nuevo hacia Eekrit.

—Todo está preparado —contestó.

Eekrit le dirigió una última mirada al mapa y luego tomó una decisión. Era ahora o nunca.

—Avisad al clan Snagrit —ordenó—. Que empiece la retirada.

El cambio en el ritmo de los combates fue palpable. Durante más de una hora, los hombres rata habían estado luchando con uñas y dientes —a veces literalmente— para impedir que los esqueletos se abrieran paso hasta el siguiente pozo. Los túneles secundarios estaban obstruidos con trozos de hueso y pilas de cuerpos peludos y, por muy fuerte que Nagash empujase a sus tropas, el avance se estancó de manera inexorable.

Ambos bandos se golpearon uno al otro sin pausa, hasta que el curso de la batalla se midió en simples metros ganados o perdidos. Y entonces, sin prisa pero sin pausa, la presión contra los esqueletos empezó a disminuir. Primero los hombres rata empujaban con fuerza contra los esqueletos, intentado hacerlos retroceder; luego su empuje se redujo hasta que se encontraron prácticamente en un punto muerto. Fue sólo minutos después, cuando los invasores realmente empezaron a retirarse por donde habían venido, que Nagash empezó a sospechar que los hombres rata por fin habían alcanzado su límite.

Los invasores se retiraron con rapidez, pero de forma bastante ordenada, procurando no crear brechas que Nagash pudiera aprovechar. Eso lo convenció de que la retirada no era un amago; si hubieran estado intentando hacerlo caer en una emboscada, habría esperado ver abrirse una brecha tentadora en las líneas del enemigo para atraerlo a una zona de matanza. Intuyendo que el final estaba cerca, Nagash empujó a sus compañías hacia adelante aún con más fuerza, presionando al enemigo a lo largo de todo el frente con la esperanza de crear tanta tensión que por fin se hiciera pedazos. Entonces comenzaría de verdad la masacre.

Las compañías de Nagash reclamaron otro pozo más. Sólo quedaban cuatro en manos del enemigo y las excavaciones habían empezado hacía tan poco tiempo que aún tenían que comenzar a plena capacidad (de hecho, todavía había que prolongar los pozos propiamente dichos hasta la superficie de la ladera). Esto servía para limitar las vías de acceso y dirigir a los invasores que se retiraban hacia cada vez menos túneles, lo que a su vez le permitía a Nagash concentrar a sus maltrechas fuerzas en columnas más grandes y fuertes. No habría respiro para los agotados hombres rata mientras los guerreros no muertos los empujaban inexorablemente hacia las profundidades.

Las compañías de esqueletos hicieron retroceder a los hombres rata nivel tras nivel. De vez en cuando, las líneas enemigas se detenían y la resistencia se fortalecía, pero nunca más de unos pocos minutos cada vez. La certeza de Nagash aumentó: era evidente que las tropas del enemigo estaban agotadas y no les quedaban reservas a las que recurrir. Tarde o temprano, el líder de los hombres rata se vería obligado a sacrificar una retaguardia para que el resto de su ejército pudiera escapar o encontrar un lugar en el que librar una última batalla condenada al fracaso.

Menos de una hora después, las tropas de Nagash estaban cercando el siguiente pozo. Aquí las cámaras y pasadizos eran sumamente rudimentarios. La antigua filosofía de expansión de Nagash se basaba en una sola cosa: acceso a los depósitos de piedra ardiente de la montaña. Sus trabajadores creaban primero túneles dé exploración para localizar fuentes de abn-i-khat y luego abrían galerías y cámaras alrededor de los túneles como preparativo para los trabajos mineros que estaban por venir. El nigromante sabía que había numerosos túneles y cavernas naturales que recorrían los niveles inferiores, así como espacios a medio terminar que el enemigo había estado utilizando durante algún tiempo. Si los hombres rata esperaban flanquearlo por medio de uno de estos accesos naturales, Nagash estaría esperándolos.

Las compañías de lanceros llegaron a los túneles secundarios que conducían al cuarto pozo y presionaron hacia delante obligando a los hombres rata a retroceder hacia el ancho y resonante túnel. Los invasores continuaron replegándose por el pozo poco iluminado… y entonces se detuvieron de espaldas a los túneles secundarios que se extendían al otro lado. Las repugnantes criaturas se situaron hombro con hombro, blandiendo sus armas y gruñendo desafiantes a los esqueletos que avanzaban.

Nagash sonrió, pues ya anticipaba la batalla final. Introdujo gran cantidad de tropas en el pozo, aprovechando al máximo el espacio para aplastar al enemigo con su superioridad numérica. Por muy feroces que se creyeran los hombres rata, el enfrentamiento sería breve.

Los dos bandos se encontraron, no con un frenesí de cuernos de guerra y el estruendo de pies a la carga, sino con una espantosa y terrible lentitud. Los hombres rata observaron cómo el bosque de lanzas se cerraba sobre ellos, un lento e implacable paso tras otro. El desalmado avance de los guerreros puso nerviosos a muchos, pero no había donde huir. Sus furiosos gruñidos se convirtieron en gimoteos de pánico y luego en gritos y chillidos de terror a medida que las puntas de bronce de las lanzas se acercaban.

En cuestión de segundos, el creciente estruendo del metal y la madera ahogó los gritos y alaridos de los vivos, mientras espadas y hachas golpeaban contras astas de lanza y filos de escudos bordeados de bronce. Los hombres rata empezaron a caer, con el cuello y el pecho atravesados, dejando resbaladizas las piedras con su sangre. Los huesos se partieron como ramas quebradizas. Los invasores ya habían aprendido a concentrar sus ataques contras las piernas de los guerreros no muertos; así estos caían al suelo del túnel, haciendo que sus lanzas resultaran prácticamente inútiles y entorpeciendo el avance de las tropas que se encontraban tras ellos.

Más hombres rata se lanzaron desesperadamente contra la hueste de Nagash. Llegaron corriendo de estrechos pasadizos y túneles toscamente abiertos, tratando de hallar un modo de llegar a los flancos del enemigo, pero en cada ocasión una falange de tropas esqueleto les bloqueó el paso. Nagash sabía que pronto los hombres rata comprenderían que no tenían adonde ir y que la derrota era inminente.

El enemigo luchaba duro, respondiendo a las tropas de Nagash golpe por golpe. La encarnizada batalla se libraba a lo largo de doscientos metros de pozo y en una veintena de túneles laterales más pequeños a cada lado. El ir y venir de los enfrentamientos absorbía toda la atención del nigromante… tanto que para cuando vio la trampa de los hombres rata, ya era demasiado tarde.

A cada flanco del avance de los no muertos, y dos niveles enteros por detrás de la fila de cabeza del ejército, las rugosas paredes de piedra reventaron bajo las frenéticas garras de hombres rata excavadores. Años atrás, los invasores habían empezado a expandir túneles laterales como preparativo para sus propias operaciones mineras en las profundidades de la montaña. Ahora sus maestros tunelereos convirtieron hábilmente esos pasadizos sin terminar en mortíferos cuchillos que apuntaban al centro de la horda de esqueletos.

Los hombres rata penetraron los flancos de las fuerzas de Nagash casi en una docena de puntos. Los látigos restallaron y una avalancha de esclavos rata que gruñían y chasqueaban los dientes se abrió paso entre las apretadas filas de guerreros esqueleto. Armados con picos, palas, rocas pesadas y garras, desnudas, los esclavos entraron corriendo agachados, tirando de las piernas y la parte baja de la espalda de los esqueletos. Estos, apelotonados en los estrechos túneles, no pudieron sacarle provecho a sus armas contra el repentino ataque y las bajas empezaron a aumentar.

El primer indicio de que Nagash estaba en problemas fue un repentino aumento en la ferocidad de los hombres rata que se encontraban en el interior del pozo. Mientras que momentos antes los invasores parecían enzarzados en una última y desesperada batalla, ahora empujaban hacia delante contra las filas de no muertos con un fervor cada vez mayor. Con una ferocidad pura y empecinada, los hombres rata empezaron a introducir cuñas en las compañías de esqueletos. Treparon sobre pilas de sus compañeros caídos, con las patas y piernas cubiertas de hueso machacado y sangre, y empezaron a asestar golpes a toda extremidad de hueso que podían alcanzar. Los esqueletos se desplomaron a montones y fueron pisoteados mientras los hombres rata se adentraban cada vez más en las filas enemigas.

Lo que asombró más a Nagash del salvaje contraataque no fue tanto el asalto en sí, como las oleadas de atacantes que salieron en avalancha de los túneles y entraron en el pozo. Estos guerreros no eran las criaturas agotadas y desesperadas que había esperado; eran tropas frescas, bien armadas y ansiosas por luchar.

Durante sólo un momento, el nigromante no pudo dar crédito. De algún modo, en algún momento, había cometido un error de cálculo. Pensó rápido y les ordenó a sus tropas que intensificaran sus esfuerzos, decidido a engullir el contraataque del enemigo y sofocarlo mediante el simple peso de la superioridad numérica.

La conciencia de Nagash retrocedió a lo largo de las arterias que suministraban su avance. Fue entonces cuando vio el ataque de flanqueo del enemigo y comprendió cómo lo habían engañado. La mera magnitud y complejidad de la emboscada eran mayores de lo que creía capaces a sus enemigos. Peor aún, su número parecía interminable.

El enemigo había decidido enfrentarse a las tropas del nigromante en el interior del pozo por la simple razón de que atraería a tantos de los guerreros de Nagash como fuera posible. Los túneles secundarios creaban cuellos de botella tanto a la entrada como a la salida del largo túnel y las tenazas del movimiento de flanqueo del enemigo los habían aislado con eficacia de los refuerzos. Eso dejaba a todo un tercio de su ejército atrapado y al resto desplegado a lo largo de kilómetros de túneles comunicados entre sí donde no podrían hacer valer toda su fuerza.

Mientras Nagash observaba, los ataques de flanqueo del enemigo vertieron guerreros en los túneles en una cantidad sorprendente. Bajaron luchando por los túneles comunicados en ambas direcciones, apretando el nudo alrededor de los esqueletos atrapados dentro del pozo. De inmediato, Nagash les ordenó a los esqueletos de los niveles superiores que empujaran hacia delante, intentando abrirse paso a través de las posiciones enemigas y reunirse con las líneas de cabeza, pero ya podía notar cómo la corriente de la batalla empezaba a alejarse de nuevo de él. Después de otro momento de duda, tomó una mortificante decisión.

El nigromante le transmitió sus órdenes a la horda. En el interior del pozo, la mitad de los guerreros formó una retaguardia para contener el ataque de los hombres rata, mientras el resto empezaba a retirarse por los túneles secundarios hacia las unidades de flanqueo del enemigo. Tenía que salvar las fuerzas que pudiera y formar una línea defensiva hasta conocer toda la extensión del despliegue enemigo.

Sus guerreros tardaron casi tres horas en lograr escapar de la trampa. Por fin consiguieron hacer retroceder los ataques de flanqueo del enemigo, pero no antes de que arrollasen a la retaguardia de los esqueletos. Los hombres rata se lanzaron hacia delante, trepando sobre pilas de huesos destrozados, y hostilizaron a los esqueletos que se replegaban hasta que fueron a parar contra posiciones defensivas fortificadas tres niveles por encima. Los invasores se abalanzaron contra las fortificaciones tres veces, sólo para que los repelieran con cuantiosas bajas. Los supervivientes hicieron una pausa después del tercer ataque, refunfuñando y gruñéndose unos a otros mientras consideraban su siguiente movimiento. Nagash empleó ese tiempo para reformar más sus líneas y prepararse para más ataques de flanqueo, pero después de media hora los invasores se retiraron despacio a sus propias líneas, formadas a toda prisa.

La primera batalla de Nagashizzar había llegado a su sangriento e inconcluso final.