Los sinsabores para «Miss» Andrómeda Clarke se sucedieron sin descanso, después de la muerte de Su Excelencia.
Treinta y seis horas después estaba bajo la lámpara parpadeante del Compulsador de Sinceridad, en la Sede Central de Policía, con el semblante consumido por la fatiga repitiendo por milésima vez la historia, ahora bajo la aguda y desconfiada mirada del Director Galáctico, Mr. Molnar.
Al lado de la chica, tratando de acallar la indignación que le poseía, Soren Tombs —todavía con la cazadora y los sucios pantalones azules usados en la transferencia extragaláctica, que no había tenido tiempo de cambiar, con la típica mirada del hombre que ha sondeado desde niño los espacios y la piel manchada por las distintas radiaciones cósmicas— le infundía ánimos con su presencia.
Sobre su traje esmeralda, Andrómeda llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo.
—… Y eso es todo, señor —concluyó.
—¡Qué! —dijo Soren Tombs—. ¿Satisfecho? El registro indica que no ha mentido. Mr. Molnar, ¿por qué no deja de atormentarla?
—Cállese, jovencito —el Director de la Policía Galáctica se pasó la mano por la espesa barba—. Uno de los Diecisiete ha sido asesinado, y he de descubrir lo que hay detrás.
—¡Pero es que han estado interrogando a mi novia treinta y seis horas ya, sin darle un respiro! ¿Qué quiere, que diga que fue ella quien lo mató?
—Estoy convencido de ese extremo, jovencito. Quiero aclarar si se trata de un crimen pasional, o hay injerencias políticas a su sombra.
Soren Tombs pareció a punto de sujetar al jefe de policía por las barbas. Se dominó con ostensible esfuerzo, y se desahogó comentando acremente:
—¡Magnífico! Como usted se ha convencido, el caso está resuelto. No hay testigos ni pruebas, el detector dice que no miente, pero usted la condena.
—Escuche, muchacho; es posible que usted, de tanto viajar por el universo en transferencias, haya llegado a creer que los que permanecemos en la Tierra nos chupamos el dedo. Déjeme que le diga que se equivoca. Su prometida es una chica muy agraciada; sabemos que a la víctima le agradaba; ella misma confiesa que el Presidente urdió el truco para llevarla en su aerocoche…
—¡Y ella, terriblemente ofendida en su pudor, lo estranguló! —terminó el joven explorador con sarcasmo.
—Las grabaciones de video de los robots de guardia nos la muestran aferrando un trozo de cuerda en torno al cuello de Su Excelencia.
—¡Tratando de ayudarle, demonios! ¿Cree que se quemó ella misma la mano con ácido, hasta casi perderla, sólo para disipar las sospechas de una lumbrera como usted?
—¡Cuidado, jovencito! Si sigue empleando ese tono haré que le expulsen de aquí.
—¡A usted lo que le ha escocido es el formulario de censura que le ha cursado Andrómeda, como encargo póstumo de Su Excelencia!
Cuando Mr. Molnar estaba ya tendiendo las manos para coger por el cuello al impertinente y largirucho explorador, la puerta de la oficia de interrogatorios se abrió con violencia, salvando a Soren Tombs por lo menos de un zarandeo. La mole de un sujeto con ropas desaseadas y cabello hirsuto llenó el hueco.
—Molnar —habló con sequedad—. Ponga una escolta a «Miss» Clarke y Mr. Tombs, y trasládelos al astropuerto, a mi cohete personal. Partiremos inmediatamente hacia la Luna.
Soren Tombs reconoció al recién llegado en el acto. La efigie de John T. Grigori había sido muy difundida ya por cine y video-noticiarios cuando realizaba sensacionales descubrimientos en la rama de bioquímica celeste, antes de ser elegido como uno de los Diecisiete.
—Aún no ha confesado, Excelencia…
—¡Idiota! «Miss» Clarke lleva día y medio diciéndole la verdad, y ustedes se han empeñado en no creerlo. Tampoco han tenido en cuenta su relato. Y ahora resulta que otros catorce presidentes han sido muertos por plantas rojizas.
—¿Los… demás…? —la consternación de mister Molnar era cómica, en medio de la tremenda noticia.
—Sí, Mr. Molnar —prosiguió implacable el Presidente Grigori—. Ustedes no se han lucido investigando el enigma luminoso, y tampoco en el esclarecimiento de la muerte de Echagüe-Miller. Afortunadamente, otros departamentos más hábiles trabajan para el Círculo Dorado. La Vía Láctea está siendo invadida por vegetales pensantes que se desplazan por sus propios medios, que viajan en naves luminosas, y que resisten la mayoría de los agentes destructores que se conocen. Pero hemos sabido esto a costa de perder los mejores cerebros de la Extensión. ¿Le satisface la información, Molnar?
Soren y Andrómeda tomaron asiento en los balancines de mimbre de la terraza colonial del bungalow del presidente Grigori, en Astarté, la ciudad residencial selenita. Mistress Grigori era una mujer de juvenil aspecto, y como llevaba ya dos regeneraciones en su ficha personal, aquello quería decir que empezó a aplicárselas a temprana edad. El Presidente, por su parte, se mostraba como el anfitrión perfecto. En las pocas horas transcurridas desde que los rescatara de las uñas del director Molnar, hasta que los aposentó en las habitaciones para invitados del bungalow, había hecho lo posible para que olvidaran los malos ratos pasados por culpa de la policía, logrando casi su propósito.
—Les he traído a Astarté con un propósito definido —dijo John T. Grigori encendiendo un cigarro, con la mirada perdida en lo alto, como si quisiera ver mucho más allá del cinturón magnético que mantenía bajo su cúpula lunar la atmósfera artificial—. En la Luna no hay vida vegetal, lo cual nos pone a salvo de las plantas rojas, ya que éstas sólo se aposentan donde hay vegetación terrestre. Y deseo tenerles junto a mí, porque la experiencia de «Miss» Clarke con los agresores puede ser interesante, y su consejo como explorador extragaláctico, Mr. Tombs, también me resultará valioso.
—Lo único que puedo decirle, Excelencia —dijo Andrómeda con aprensión—, es que el contacto de aquella liana era lo más viscoso y estremecedor que he conocido en mi vida.
—Querido —intervino Mrs. Grigori—. ¿No te precipitas realmente al pensar que toda la Extensión está amenazada? Una invasión de ese tipo es propia de los libros fantásticos, no de la realidad. Plantas rojas ha habido toda la vida en Marte… y jamás fueron peligrosas.
—¡Ahora que las nombra usted, señora! —exclamó Soren Tombs con un parpadeo nervioso—. En mis transferencias a la «cubierta» del universo he pasado por muchas galaxias… Un detalle curioso: había infinidad de mundos con vegetación roja movediza.
—¿Está seguro, muchacho? —preguntó el Presidente.
—Segurísimo, señor.
Su Excelencia se manoseó la barba.
—Entonces la cosa puede ser aún más grave. Tal vez la vida se haya difundido en otros confines del universo en sentido vegetal, conquistando una galaxia tras otra. Tal vez ahora le toque el turno a la nuestra.
—¿No nos estaremos dejando ganar por la fantasía, querido? —insistió Mrs. Grigori.
—El asesinato de A. R. de Echagüe-Miller ha sido un rudo golpe para nuestra organización política; pero el de los otros quince nos ha desarticulado. Sólo un enemigo muy inteligente ha podido conocernos tan bien desde el espacio exterior, para asestar un golpe tan efectivo.
Mrs. Grigori era la mujer optimista por antonomasia. Ni estas palabras de su esposo le hicieron perder el aplomo y la confianza. Andrómeda se lo hizo notar:
—¿Usted no se asusta de nada, señora?
—Supongo que miro las cosas desde otro ángulo, querida. Tú y tu novio estáis en la primera vida, y no conocéis el inmenso poder de la Extensión. Y mi esposo se preocupa por la súbita responsabilidad que ha recaído sobre sus espaldas. Aunque nos encontráramos en la situación de galaxia agredida, ¿crees que hay algo capaz de vencer a la raza humana?
—Querida…
—¡Chitón, Presidente! —cortó Mrs. Grigori, con su serena sonrisa—. No me digas que desconocemos las características naturales y bioespaciales de las plantas rojas. Las cosas en el universo tienen un límite, fuera del cual nada puede haber. Y todo lo que se conoce sabemos que es vulnerable. Con las plantas, en todo caso, habrá que buscar el arma adecuada.
El razonamiento de la dama no admitía vuelta de hoja, así que cuando el autómata anunció que la cena estaba dispuesta, pasaron al comedor de mucho mejor humor del que habían estado desde la muerte de Arturo Roberto de Echagüe-Miller.
Empero, la cena no llegó ni a comenzar.
El oscuro firmamento se llenó de alargadas manchas de luz, infinidad de ellas, que pasaban y repasaban frente a la Luna, convergiendo hacia la Tierra.
Un receptor directo con Júpiter comenzó desde el despacho de Grigori a transmitir la voz trémula da alguien que anunciaba la invasión del planeta por oleadas incontenibles de vegetales mortíferos, que se abatían envueltos en nubes de luz.
Las cortinas de satélites de protección en torno a la Tierra, al estallar, dieron a los habitantes del bungalow la impresión de que su planeta se había convertido en un segundo sol. Luego el resplandor pasó, y sin obstáculos, las naves luminosas continuaron viajando hacia su objetivo.
Soren, que incidentalmente se había arrodillado montando su radar de bolsillo, comunicó:
—Anulan los efectos del eco. Así se han infiltrado entre nosotros.
Un autómata se les reunió, viniendo de los sótanos de la casa, donde se hallaban los receptores especiales del Presidente.
—Excelencia: informan de que los planetas Antea, Cirus y Colegial, de Centáurida, y Orfeo y Manitú, de Polaris, están en poder de las plantas. Y se teme que muchos más capitulen antes de veinticuatro horas.
John T. Grigori podía carecer de la iniciativa fulminante del difunto De Echagüe-Miller, pero se demostró que su medida de trasladarse a la Luna fue hábil y acertada, salvando para la Extensión la vida del último de sus dirigentes seleccionados. Los quiranos, por algún remoto sistema de detección, tenían localizados a todos los mandos, jefes y científicos que significaban algo en la galaxia, y el primer ataque relámpago, en lugar de dirigirse a los centros militares apuntó a las individualidades que tenían alguna importancia en la organización de la Extensión; y en una «pasada» las borraron del mundo de los vivos.
Definitivamente los quiranos necesitaban zonas verdes para asentarse, y en la Luna, Grigori, Andrómeda y Soren Tombs estuvieron a salvo.
De todas formas el satélite fue cercado en toda regla por estáticas nubes luminosas, como sucedía con otros mundos yermos. La situación no podía ser peor, puesto que los quiranos les habían desarticulado antes de que esbozaran cualquier plan.
Andrómeda y Soren se encontraron constituidos en el Estado Mayor particular de John Grigori. El joven Tombs, como experto en cuestiones extragalácticas, había sugerido que las Máquinas del Pasado investigaran otras nebulosas. Fue una buena idea, pues en la Nube de Magallanes la luz errante mostró cómo millones de años atrás, en un planeta amoniacal y minúsculo, había comenzado una expansión vegetal inteligente que paulatinamente se extendió por el universo. Conocieron la verdad acerca del primer y remoto intento de invasión de la Vía Láctea desde Acuario y la razón de los canales marcianos.
Los Grigori y los jóvenes se trasladaron a residir en el Ministerio de Guerra en Clío, la capital lunar, y allí se reunieron cuantos hombres y mujeres de ciencia y política podían ser útiles para bocetar planes contra los quiranos.
Soren Tombs era un importante colaborador por su experiencia sideral, y Andrómeda Clarke resultó también una grata ayuda en el terreno psicológico, ya que su juventud, belleza y simpatía la convirtieron en símbolo de lo que se estaba defendiendo.
En el Ministerio, Andrómeda anduvo por el pasillo principal con una gaveta cargada de cilindros de información, y pasó al salón de debates. Los reunidos la acogieron con muestras de alegría.
—«Miss» Clarke; no creo que los quiranos quieran los mundos de la Vía Láctea —exclamó Sommers, de la jefatura de balística—. Lo que desean es robarnos a las chicas como usted.
—«Miss» Clarke —sonrió Gerard Perrin, autoridad indiscutible en arqueología estelar—. Cuando terminemos con los quiranos, ¿querrá dar el esquinazo una tarde al joven Tombs, y acompañarme a un club espacial? La invitaré… ¡a macedonia de frutas!
—Entonces, ¡nunca! —respondió ella—. ¡Después de esto voy a odiar hasta las flores artificiales!
Grigori ocupó su puesto, y los demás técnicos tomaron asiento para escuchar los resúmenes de Andrómeda. El gobierno, desde la Luna, estaba constreñido a coordinar los movimientos de los ejércitos de la Extensión sin poder tomar parte en los combates.
Andrómeda consultó las notas correspondientes a cada cilindro, arrugó la respingona nariz y les informó de la rendición de Venus y Marte en el sistema solar. En general, los astros con densas zonas de vegetación ya estaban en poder de los invasores. Los mundos amoniacales también les fueron fácil presa. Sólo los planetas yermos, los satélites helados o rocosos, o algún astro de naturaleza anómala —como la Tierra, con sus grandes masas de agua salada— permitía a los humanos resistir.
Grigori ordenó a la Tierra que pasara cuanto material pudiera a las islas artificiales del pacífico, y a las ciudades submarinas. Las selvas, como las africanas o brasileñas, eran dominadas por las grandes plantas inteligentes, pero en cambio en los mares y desiertos los ejércitos terrestres tenían el respiro suficiente para pensar en algún contraataque.
Cuando concluyó su trabajo, Andrómeda pasó a ayudar a Mrs. Grigori, que formaba parte del grupo femenino que tenía acceso al salón de debates.
—Las cosas se ponen cada vez peor, ¿eh, querida? —le dijo la mujer, mientras ajustaba el enfriador de una ponchera y Andrómeda preparaba las copas para iniciar una ronda de bebidas; en el núcleo de Guerra se seguía una conducta muy democrática en los debates.
—¿Aún sigue confiando en nuestro triunfo, Mrs. Grigori?
—Confieso que esos odiosos seres han asestado un duro golpe a mi optimismo, pero insisto en que los humanos poseemos dura la piel. Aunque los quiranos se apoderen de una mayoría de mundos, siempre quedaremos humanos en algún punto, como éste. Y en cuanto nos rehagamos vamos a pegarles tan duro, que esas plantas clamarán telepáticamente para que les permitamos buscar asilo en cualquier jardín botánico.
El buen humor de Mrs. Grigori era un calmante para el espíritu de Andrómeda, y aunque las separaban dos generaciones, se habían convertido en excelentes amigas.
La discusión de los reunidos duró un par de horas, al fin de las cuales se había decidido, ya que las armas conocidas nada podían contra las plantas, atacarlas con secciones de robots-leñadores, y simultáneamente con plagas de insectos dañinos.
Soren Tombs sugirió un medio de burlar el bloqueo luminoso, usando sistemas de transferencia anatómico-atómicas como los empleados en los saltos extragalácticos. La idea encantó a Su Excelencia, que deseaba tener un observador de confianza cuando se intentara el nuevo contraataque. Soren resultó el elegido.
Lo malo fue cuando Andrómeda Clarke se empeñó en acompañarle aduciendo que en circunstancias así su puesto estaba junto a su príncipe azul, y que no lo dejaba partir solo a una transferencia más. A cualquiera otra persona, una palabra del Presidente hubiera bastado para hacerla callar…, pero Andrómeda no era una persona cualquiera. Era «Miss» Andrómeda Clarke, la bella mascota de la residencia galáctica, la niña mimada de la Extensión.
Dos días después, en una nave biplaza, Soren Tombs y su novia manejaban los arranques automáticos de desajuste atómico, se esfumaban en el III espaciómetro de Clío, y burlaban la vigilante barrera de astronaves luminosas.
Sobre la primera escala orbital de la Tierra, donde un instante antes no había nada se materializó la nave transferida con Soren Tombs y Andrómeda en su interior, en cuanto se restableció el equilibrio atómico.
—Bien, dulzura —dijo jovialmente el larguirucho explorador, con expresión de satisfacción mal disimulada—. Abrir los ojos en la órbita justa es algo bueno. Un piloto poco hábil lo mismo podía haberte estrellado contra el suelo, que reajustado cuatro kilómetros bajo tierra.
Andrómeda, deliciosa en su ceñido mono espacial amarillo, le besó ligeramente.
—Yo no soy tonta, hombre. Antes de darte el sí ya había puesto todas las tarjetas de identidad biopersonal de mis pretendientes en el discriminador. El cerebro electrónico me aconsejó bien.
Soren acogió con un cómico «oh» la broma de la chica.
A mitad de la tercera orbitación el radar avisó la aparición de una escuadrilla de cohetes que surgían del océano, disparados desde las ciudades submarinas. Los cohetes abrieron sus panzas, vomitando espesas nubes de insectos voladores.
El radar denunció la formación de nubes de contorneo variable, de mucho kilómetros cuadrados de extensión, y los jóvenes soltaron un grito de alegría cuando las nubes evolucionaron enfilando con derechura hacia las selvas del Brasil. Soren dirigió su nave hacia allá.
La vegetación roja lo llenaba todo a sus pies. Selva y ciudades estaban desapareciendo bajo la masa roja, produciendo la engañosa sensación de que desde hacía siglos los hombres habían desaparecido de allí.
Las bandadas de voraces insectos se abatieron sobre los vegetales. Entonces, en todo el dilatado litoral aparecieron los magníficos submarinos nucleares de acoso, y los ordenados batallones de robots, tripulando las moles de modernas máquinas cortadoras y desgajadoras, reforzaron la agresión de los insectos.
A través de los telescopios panorámicos la pantalla interna mostró a Soren y Andrómeda un espectáculo de pesadilla. La selva roja se perdía en el horizonte, y se estremecía y retorcía como formada por infinitos manojos de víboras. Los insectos transformaron en menos de una hora la grandiosidad roja en masas movedizas y negreantes, que azotaban el aire sus ramas y tentáculos vegetales en un inútil intento de desembarazarse de la plaga. Y mientras tanto, sección tras sección de robots-leñadores arremetían, más lentamente, pero con terrible eficacia, destrozando las plantas una a una.
Soren lanzó un alarido estentóreo, enlazó a su novia por la cintura y la hizo dar tres vueltas seguidas sin dejarla tocar el suelo, antes de precipitarse al transmisor y comunicar a Grigori el éxito fulminante de la ofensiva.
—¡Esos infelices vegetales no sabían con quién se jugaban el dinero! —rió, de forma incontenible—. Si han tenido éxito en el resto del universo es porque no habían tropezado con verdaderas inteligencias. ¡Que nos ataquen las plantas; haremos ensalada con ellas!
A continuación, manejó la astronave con su acostumbrada habilidad.
—Mira, mira, dulzura —decía mostrando los estragos sufridos por los quiranos—. Al final no van a quedar plantas ni para llenar un tiesto…
Cuando hubieron recogido la información necesaria procedieron a la retransferencia.
—Ya son nuestros, ¿eh, Excelencia? —exclamó Soren al echar pie al suelo.
—Poco a poco, muchachos. El firmamento de la galaxia se ha llenado totalmente de naves luminosas. Cuando desembarquen, van a salir de a diez plantas por cada robot o insecto. Nos vencerán por aplastamiento. Contra el número ya nada podemos intentar.
—¿Tiene algún proyecto, Excelencia? —preguntó Andrómeda.
—Uno muy sencillo, querida. Si se avienen a razones, les rendiremos la Vía Láctea.