XII

Andrómeda Clarke era sin duda una de las criaturas mejor informadas de la Extensión Vía Láctea, y no porque poseyera una formación humanística o científica formidable, sino por el cargo que desempeñaba en el Círculo Dorado, centro neurálgico de la política galáctica situado en la ciudad de Vega, en las fértiles tierras de Groenlandia, que eran el paraíso terrestre desde que hacía seis siglos se desviaron las corrientes cálidas de aire continental. Allí trabajaban la mayor parte del año los presidentes de la Vía Láctea —los Diecisiete, como popularmente se les conocía—, y allí era «Miss» Clarke secretaria particularísima de Arturo Roberto de Echagüe-Miller, el presidente que más o menos confesadamente gobernaba a los otros dieciséis.

El dominio de Su Excelencia Arturo Roberto de Echagüe-Miller no se debía a ocultos manejos, como «Miss» Andrómeda Clarke bien veía, sino al reconocimiento táctico de su inteligencia y dotes excepcionales, ante las cuales los otros Dieciséis se inclinaban porque era de justicia.

La capacidad humana había demostrado sus limitaciones para gobiernos complicados, cuando en los comienzos de la Federación Solar, ningún hombre por sí solo, ni con el mejor equipo de colaboradores, autómatas y cerebros electrónicos podía llevar adelante el sistema sin miedo a armar un descalabro de todos los diablos. Ya entonces se pasó a la fórmula de los triunviratos. Y cuando la Federación se transformó en Extensión, al abarcar la exploración y colonización de la Vía Láctea, la complejidad económico-político-administrativa demostró por sí misma que si no era con diecisiete presidentes como mínimo trabajando conjuntamente, no se iría a parte alguna.

Así había venido llevándose el gobierno galáctico desde el Círculo Dorado, desde que la Extensión era Extensión, hasta que la Discriminación Electrónica en un período de reelección señaló tales dotes en Arturo Roberto de Echagüe-Miller, que al principio hasta se pensó en alguna avería de los cerebros electrónicos. De Echagüe-Miller no tenía más allá de cuarenta años de la primera vida, cuando sus compañeros de presidencia llevaban, el que menos, cuatro generaciones biológicas completas, lo que en números redondos equivalía a más de cuatro siglos de existencia enfrentada a cuanto rodeaba al hombre en la galaxia. Y según los discriminadores, De Echagüe-Miller era capaz de llevar él solo todo el gobierno de la Extensión, y de tener todavía tiempo para entregarse a la pesca del flaam en los lagos lunares de oxígeno líquido.

A De Echagüe-Miller le dejaron ocupar con muchas reservas uno de los escaños, pero Su Excelencia patentizó en seguida que sabía dejar en buen lugar a los mecanismos discriminadores, demostrando en poco tiempo una inteligencia que superaba a la de la más famosa figura histórica, una capacidad de trabajo de superhombre, y tal aptitud de síntesis ante cualquier problema que hacía palidecer al más encendido elogio.

En menos de dos años, De Echagüe-Miller se había convertido en el alma rectora de la Extensión, y los demás presidentes bailaban, metafóricamente hablando, al son de su música, y además lo hacían a gusto.

De esto, que trascendía al gran público pero no demasiado, estaba informada «Miss» Andrómeda Clarke, como asimismo de infinidad de interioridades gubernamentales. Y estaba informada además de otro detalle que casi nadie conocía: de que Su Excelencia Arturo Roberto de Echagüe-Miller, el fenómeno humano, el gran superdotado, tenía su talón de Aquiles. Su Excelencia Arturo Roberto de Echagüe-Miller era un pillastre de siete suelas.

«Miss» Andrómeda Clarke no juzgaba a humo de pajas. Estaba claro como el espacio exterior lo pillastre que era aquel fenómeno de presidente. De ello podía dar fe «Miss» Andrómeda Clarke.

¿Por qué, si «Miss» Andrómeda Clarke no estaba en lo cierto, el Presidente, de entrada había desechado los eficientes secretarios cibernéticos que desde que aparecieron en el mercado aún no habían tenido una avería, ni habían cometido un error? ¿Por qué exigió para su secretaría una persona, y además que ésta persona fuera mujer? ¿Por qué, además, no confió la elección a un Discriminador Electrónico, sino que la realizó personalmente el propio De Echagüe-Miller? ¿Y por qué, y esto a juicio de «Miss» Andrómeda Clarke era definitivo, se le ocurrió buscar su secretaria en un medio tan desusado, si lo normal habría sido pedirla a una sección de Eficiencia, Mnemotecnia o Productividad, y él la había rastreado entre las aspirantes al título de Miss Galaxia?

En aquel caso, «Miss» Andrómeda Clarke no tenía que hacer cálculo tensorial de memoria; le bastaba sumar dos y dos.

Conocía personalmente su ficha biológica. Edad: 19; Regeneraciones: ninguna; Estatura: 1,60; Cabello: trigueño; Ojos: verdeazulados; Grupo sanguíneo: universal; Nivel intelectual (sobre 10): 6,5; Factor de mando (sobre 20): 5; Factor mnemotécnico (sobre 20): 5; Aspecto físico (sobre 100): 100…

«Miss» Andrómeda Clarke habría puesto una mano en el fuego sin temor de quemarse, cuando pensaba que Su Excelencia no pasaría de ahí en la lectura de su ficha. Pidió al fichero su imagen estereoscópica, y la primera noticia que tuvo Andrómeda de que uno de los Diecisiete se había enterado de que ella existía en la Extensión fue el oficio que le remitió la oficina del concurso, por el cual se le comunicaba su retirada de la competición a causa de su movilización —con carácter irrenunciable— al cuerpo administrativo del Círculo Dorado en Vega (Groenlandia), como secretaria particularísima de Su Excelencia Arturo Roberto de Echagüe-Miller.

¡Pedazo de frescales! Ni Nivel Intelectual, ni Factor de Improvisación, ni Constante Telepática. Arturo Roberto de Echagüe-Miller se había buscado un bombón atómico, y nada más.

Andrómeda tuvo la confirmación de sus sospechas pronto, porque cuando en su despacho de cristal llevaba a cabo la síntesis de asuntos realmente interesantes para un presidente a través del robot-seleccionador que los recibía durante la jornada, y trataba de comunicársela telepáticamente, De Echagüe-Miller invariablemente replicaba lo mismo:

—Por favor, «Miss» Clarke, venga a informar a mi despacho. Lo considero más útil.

A distancia le denominaba «Miss» Clarke, por si alguien interfería la conversación; pero frente a frente, de palabra, la llamaba muchas veces por su nombre de pila, y en el pensamiento —ella lo había sorprendido muchas veces— le otorgaba los más familiares Andra, Andromedita y hasta «trocito de radiación».

Andrómeda tenía la certeza de que si Su Excelencia se empeñaba en despachar con ella personalmente, era a causa de las consecuencias de su fatal memoria. Cualquier secretaria con un mediano entrenamiento mnemotécnico podía conservar en la memoria docenas de encargos de su jefe. A «Miss» Andrómeda Clarke de cada tres se le olvidaba uno, así que había de acudir cada vez con un bloc, cruzar las piernas, apoyarlo sobre las rodillas e ir registrando lo que Su Excelencia quería que se hiciera. Y como Andrómeda poseía unas extremidades inferiores de extraordinaria perfección, favorecidas además por las modas del momento, el pícaro de Arturo Roberto de Echagüe-Miller no perdía la ocasión de colocarla en situaciones en que tuviera forzosamente que lucirlas y él admirarlas con disimulo.

Arturo Roberto de Echagüe-Miller era un pillastre, pero también un caballero, y con Andrómeda se portaba con circunspección. La piropeaba, sí, pero telepáticamente. Y la halagaba siempre con la mayor corrección. No era de aquellos jefazos que al descubrir en su departamento una empleada de singular encanto se ponían de un pelmazo insoportable, empeñándose en invitarlas a un crucero por el sistema solar. De Echagüe-Miller había sentido la tentación de proponérselo más de una vez, pero como conocía a Soren Tombs, piloto explorador del Complejo de Transferencia, sabía del profundo amor que lo unía a «Miss» Andrómeda Clarke, y era un caballero, se abstuvo.

Andrómeda Clarke, la muchacha mejor informada de la Extensión —por lo menos, en lo que a su primer presidente se refería—, cuando faltaban cinco minutos para pasar la síntesis diaria a Su Excelencia, abandonó el sillón estático y se metió en el tocador particular. Aunque estuviera pirrada por Soren Tombs, y le guardara una fidelidad de dama medieval hasta cuando andaba metida en sus transferencias por los confines del universo, «Miss» Andrómeda Clarke, qué diantre, era una mujer, y como tal le gustaba causar buena impresión al jefe, máxime cuando se trataba de uno de la categoría galáctica de Su Excelencia.

Pulsó el resorte que desplegaba el espejo de tríptico, pensando que era una lástima que hasta el día siguiente no fuera a estar su larguirucho prometido de regreso, porque el final del día lo iba a pasar con una monotonía tremenda. En esto, «Miss» Andrómeda Clarke, que tan certera era juzgando a su jefe, se equivocaba de medio a medio. No podía saber que aquel día marcaría el comienzo de acontecimientos que serían definitivos en la historia de la Humanidad.

Los únicos seres que podían saberlo eran dos seres indescriptibles e inmensos, que se hallaban fuera del universo creado por su voluntad; podían saberlo porque poseían facultades para predecirlo. Sin embargo, también lo ignoraron; porque recibiendo las adoraciones que desde hacía más de sesenta siglos terrestres se elevaban al creador, eran víctimas de una melopea de egolatría y autoestima descomunal, y no ejercitaban los ejes mentales más que en la degustación de aquel incienso psíquico.

Andrómeda se situó en el centro focal y estudió su imagen desde todos los ángulos mientras se permitía un ligero masaje iónico, muy indicado para favorecer la tersura de su piel. Se daba cuenta de que sus facciones no eran de una corrección lo que se dice clásica, pero en conjunto resultaba sensacional, y el 100 en «aspecto físico» de su ficha lo tenía otorgado con plena justicia.

La falta de clasicismo la tenía compensada con la jugosidad de los labios en una boca generosa, el hermoso tono verdeazulado de los ojos, y el brillo aterciopelado del cabello —como el trigo dorado al atardecer—, que llevaba corto y peinado hacia lo alto, en forma impecable. Subida sobre las plantillas de adherencia, de alto y afilado tacón, hasta el último detalle de su figura demostraba que valía la pena llegar a presidente si es que los estatutos de la galaxia permitían movilizar como secretarias a chicas como Andrómeda Clarke.

Se alisó al cuerpo el traje sin falda, que se pegaba tan sugestivamente hasta el mismo nacimiento de la garganta, se fijó en que sus medias de red no tuvieran ningún defecto, y ya satisfecha del todo, estableció comunicación telepática con su jefe.

—Excelencia; tengo dispuesta la síntesis del día. ¿Desea que se la comunique?

Como era proverbial, le llegó la invariable contestación:

—Por favor, «Miss» Clarke; acuda a mi despacho si no le es molestia. Creo que será más práctico.

Andrómeda se retocó imperceptiblemente el peinado.

—Sí, Excelencia.

Mientras caminaba hacia el santuario presidencial se cruzó con autómatas inexpresivos, que iban de un lado a otro incansables, eficientes, silenciosos. Incidentalmente, cuando pasaba junto a algún humano le saludaba con camaradería, aunque a aquella hora, por los pasillos de las dependencias del Círculo Dorado, ya iban quedando pocos, puesto que estaban preparándose para la salida del astrobús que habría de devolverles a Vega; sólo los robots quedaban aseando las dependencias con su exasperante pulcritud.

Arturo Roberto de Echagüe-Miller se hallaba sentado tras un gran tablero estabilizado, materialmente oculto por papelotes, grabaciones, placas de información y una multitud de objetos heterogéneos. El Presidente era atlético y proporcionado, con mirada muy vivaz e inteligente.

Andrómeda, cuando Su Excelencia sonreía a su llegada, captó una exclamación psíquica que casi la hizo sonrojar: «¡Caramba! Esta chica está cada día más impresionante. ¿De dónde habrá sacado ese modelito? Está para comérsela. Si me dejaran, yo…».

De pronto debió percatarse de que por su proximidad Andrómeda estaba enterándose de su pensamiento como si lo expresara en voz alta, porque tosió, dijo con embarazo: «Bien, bien, Andrómeda, ¿qué tal le va?», y cambió de onda mental, haciendo que el resto de la frase se perdiera para la joven.

Por su parte, Andrómeda se preocupó en poner sus pensamientos en una frecuencia particular para que el Presidente no tuviera acceso, y se desahogó pensando que todos los hombres eran unos sinvergüenzas, vivieran en el sistema solar o en el de Centauro; que en el siglo LX eran tan libidinosos como cuando la naturaleza les dotó del poderoso instinto que había de asegurar la continuidad de la especie, aunque en la actualidad maldita la utilidad práctica que tenía; y que ni el Presidente de la Expansión era mejor que cualquier fogonero de hornos atómicos en los planetas helados.

Se desahogó con éstas y otras lindezas de igual calibre, y con una sonrisa estereotipada e hipócrita, dijo:

—Tengo preparada la síntesis de informes correspondientes al día de hoy, señor Presidente.

—De acuerdo, Andrómeda. La escucho.

—Uno: la epidemia del Planeta XII en el sistema U-14, ha sido definitivamente dominada, y la colonización reanuda sus trabajos con normalidad. Dos: Las astronaves en vuelo hacia el Sistema Aracne han podido traspasar los siete cinturones de asteroides que avistaron ayer, sin novedad.

»Tres: El literato Jerónimo M. Montes no ha resistido bien la regeneración que se le tenía que practicar esta mañana, falleciendo en la operación.

—Era de temer —suspiró Su Excelencia—. J. J. estaba hecho una cafetera cuando se le practicó la primera regeneración, y sabíamos que aguantaría pocas. Es una pérdida lamentable, pero que estaba prevista. Se le rendirán honores galácticos, naturalmente.

—Cuatro: La sección de exploración extracósmica transferida el mes pasado al hemisferio inferior, ha remitido hoy los informes finales de su trabajo: no han hallado vida alguna en los mundos sondeados, y los astrofísicos encuentran una serie de vacíos galácticos, como si nebulosas enteras hubiesen desaparecido tras alcanzar su fin; lo cual hace que la tensión de superficie cósmica sea sumamente débil en aquellos puntos.

»Cinco: El Complejo Anímico ha concluido las instalaciones de integradores y agregadores, y como estaba programado ha iniciado su fabricación en serie.

»Seis: No hay progresos en las investigaciones sobre los fenómenos luminosos denunciados en distintas secciones del espacio exterior. Eso es todo, Excelencia.

—Muy bien, querida. Tome nota de lo siguiente…

Andrómeda montó una pierna sobre otra y apoyó el anotador sobre la rodilla.

«¡Cáspita! Si la Medalla de la Galaxia se concediera a las rodillas bonitas, yo votaba por…».

Las facciones un tanto felinas de Andrómeda permanecían inexpresivas, pero el Presidente se dio cuenta de que ella le acababa de sorprender otra vez.

—Ejem… Veamos. Al punto uno: enviar comunicación directa del Círculo Dorado al grupo astro-terapéutico, felicitándole por el éxito en su lucha contra la enfermedad. Al punto cinco: convocatoria a reunión de los Diecisiete y los directores de Complejos Anímicos. Esto es muy importante… Hum. Nos dejábamos el punto cuatro. ¡Ejem! ¡Ejem!

El Presidente apartó la vista de los hoyuelos de la rodilla de Andrómeda, tosiendo para disimular la dispersión de ideas que el «shock» visual le producía.

—Ejem… ¿dónde estábamos? Ah, sí. Punto cuatro: dicte la publicación de la concesión de la Distinción de Servicios Arriesgados a la expedición extracósmica. Bien… En ella viaja su prometido, el joven Tombs, ¿no es eso?… y mañana regresan.

«A los Presidentes les informan hasta de los chismes de sus secretarias», pensó rabiosamente Andrómeda, mientras decía: «Sí, señor», sonriendo de dientes afuera.

No debían hacerlo, guapa —comentó telepáticamente, con sinceridad, De Echagüe-Miller, leyendo su pensamiento—. Por lo menos nos ahorraríamos el envidiar la suerte de alguien como el joven Tombs.

Lo de los chispazos telepáticos llegaba a ser muy enojoso, porque cuando uno se ponía algo nervioso perdía el control de las ondas, y se escapaban cosas muy gordas.

—A los hombres debían prohibiros tener chicas en las oficinas.

El Presidente sonrió con embarazo.

Bien, trocito de radiación —¡Ya estaba!—; yo no tengo la culpa de que seas lo más bonito de la Vía Láctea, ni de que a mí me guste lo bonito. Compréndelo, Andrita: no tengo más remedio que envidiar al joven Tombs; pero si como Presidente puedo solicitar el concurso de una secretaria como tú, ¿para qué voy a ser tan tonto de cargar con un antipático robot, que me mancharía los papeles de lubricante?

El «trocito de radiación» lució la blancura perlina de su dentadura en otra hipócrita sonrisa.

—Sí, señor. Mañana, el capitán Soren Tombs estará entre nosotros.

—Bien, Andrómeda. Disponga entonces de un permiso de una semana. Creo que les gustará salir juntos a divertirse, mirar la Luna en algún rumoroso jardín y todo eso.

—¡Oh, gracias, Excelencia! Es usted muy amable.

—Usted y Tombs se merecen esas pequeñas vacaciones, caramba. ¿Tomaría un combinado?

—Sí, gracias.

Dejando su silla, De Echagüe-Miller se acercó al suministrador.

—Quiero que adapte el formulario 1013-A del capítulo de censuras, y sea cursado al Director de Policía Espacial. Me están produciendo ya demasiado dolor de cabeza con ese estúpido fenómeno luminoso, que nadie averigua lo que es…

Dio una ojeada ocasional a las piernas de Andrómeda, tosió algo, le entregó su vaso, y tras carraspear reanudó el hilo de sus ideas.

—¿Quién fuera a pensar que, a nuestras alturas, exista algo que la policía no sepa aclarar si es realidad o sugestión? Hay docenas de testimonios que bien desde el suelo, bien tripulando o viajando en astronave, han visto ese relámpago silencioso que parece seguir un rumbo definido. Sin embargo, los aparatos detectores no han señalado su paso, ¡no han funcionado ni los fotoregistros! La policía no prueba ni que sea una alucinación, ni que sea algo físico. ¡Estamos arreglados!

»El formulario 1013-A resultará un rapapolvo lo bastante duro para que Mr. Molnar deje de vegetar en su negociado y haga trabajar un poco a la gente.

—No se irrite, Excelencia —Andrómeda bebió un corto sorbo—. Los formularios se compusieron precisamente para evitar a los dirigentes la mala sangre que se hace al redactarlos.

—Es usted muy gentil al preocuparse por mi humor, querida.

—Uno de los Diecisiete es siempre alguien de quien depende el equilibrio de la Extensión; y el deber de toda persona sensata es velar porque los Diecisiete estén satisfechos y se sientan felices —fraseó Andrómeda con cortesía.

«Para que yo fuera feliz…».

El pensamiento del Presidente debía ser algo muy fuerte, porque Andrómeda, además del corte, percibió un zumbido mental que ponía la «censura» de él, lo que significaba que habría enunciado alguna barbaridad. ¡Qué hombres!

—Si no fuera por esa contrariedad del enigma luminoso, tendríamos motivos de auténtica satisfacción —estaba diciendo Su Excelencia—. El Integrador Anímico y el colector correspondiente, que empiezan su fabricación masiva, nos permitirán dar un salto en la evolución equivalente a millones de años.

—No entiendo demasiado bien las actividades del Complejo Anímico, Excelencia.

Arturo Roberto de Echagüe-Miller tomó asiento frente a su secretaria. Se veía que, habiendo concluido los trabajos del día, tenía ganas de charlar con su empleada en plan semioficial, para proporcionarse una cierta distensión.

—El Integrador Anímico es una revolución tecnológica tan significativa, como lo pudo ser para la Humanidad la primera bomba atómica lanzada en 1945. Nos permite salvar las barreras entre la física y la metafísica. Por definirlo sencillamente, significa la utilización de la fuerza «espiritual» dispersa en el cosmos como fuente impulsora.

—Caramba, señor… suena a algo terriblemente importante —exclamó Andrómeda, con expresión de circunstancias, aunque no entendía maldita la cosa.

—Pues significa, por decirlo en cinco palabras, el triunfo de la evolución. Repase sus creencias científico-religiosas, pequeña. La Creación tuvo un Principio, y está dirigida hacia adelante, en un recorrido irreversible hacia un Punto de Convergencia, para llegar al cual ha de autocomprenderse.

Andrómeda podía tener puntuaciones intelectuales bajas, pero aquello era el abecé de los conocimientos humanos. Antes de nacer, por telehipnosis, las criaturas lo aprendían en el seno materno.

—La evolución se autocomprendió a los seiscientos cincuenta mil años de poblar el hombre la Tierra. El hombre era quien debía llevar a la evolución al Punto de Convergencia, y para eso tenía casi cincuenta millones de años por delante.

«Miss» Andrómeda Clarke tampoco ignoraba ese punto. Cincuenta millones de años era el período de duración de una especie zoológica en la Tierra, desde su aparición hasta la extinción natural.

De Echagüe-Miller siguió:

—La misión de la especie es llegar al Punto de Convergencia en el remoto futuro. Pero he aquí que, cuando aún quedan más de cuarenta y ocho mil millones de años por delante, tenemos los Colectores de Conciencia terminados, y hemos construido el primer Impulsor Anímico; lo cual quiere decir que si por cualquier causa la especie peligrase, adelantándose su fin o el del cosmos, la conciencia humana podría viajar hacia la Convergencia, hacia el Motor, Principio y Fin de todas las cosas, que está buscando desde que en la nada se condensó el átomo original.

Andrómeda apuró su bebida. El ser secretaria de uno de los Diecisiete tenía la ventaja de la gran posición social, la excelente paga y trato de excepción…, y el inconveniente de tenerse que aguantar alguna que otra vez rollos como aquél. De todas formas, se dijo, Soren sería retransferido a casa al día siguiente, y ya por la tarde podrían irse a cualquier club del espacio, para olvidar lo pelma de su trabajo.

El Presidente consultó su reloj.

—¡Demonios, las ocho! La he entretenido demasiado; perdóneme. No necesito más de usted.

La chica se puso en pie.

«Anda, tonta. A estas horas ya ha partido el astrobús colectivo, y si no quieres volver a casa a pie, tendrás que venir conmigo».

«Miss» Andrómeda Clarke estuvo a punto de gritar de indignación. ¡Oh, rayos! ¿Es que una chica bonita no podía estar segura ni con un Presidente? Era evidente y claro como el espacio, que después de sus bondadosos recuerdos para el joven Tombs, su permiso y su exhibición de cortesía, el taimado De Echagüe-Miller lo había tramado todo bien para pasar de la picardía estática a la dinámica, entreteniéndola lo suficiente para establecer las bases de un «plan».

Para un perfecto control, las personas que trabajaban en el Círculo Dorado tenían prohibido usar en los desplazamientos aerovehículos particulares, y los viajes desde la ciudad al centro gubernamental los realizaban en el astrobús oficial colectivo. Únicamente los Diecisiete tenían el privilegio de utilizar vehículos particulares.

Al perder el colectivo, Andrómeda adivinaba sin dificultad lo que seguiría. Su Excelencia ya no se conformaba con mirarla de reojo y llamarla «trocito de radiación» mentalmente. Quería mirarla desde muy cerca, al fondo de las pupilas, y susurrárselo de viva voz.

A «Miss» Andrómeda Clarke, en cierto modo la halagaba que su glamour mareara a todo un Presidente de la Extensión, pero como su corazón sólo pertenecía al joven, largirucho y desaliñado piloto explorador Soren Tombs, y a los diecinueve años de la primera vida se tenían conceptos muy rígidos sobre las relaciones hombre-mujer, pensó que Su Excelencia Arturo Roberto de Echagüe-Miller iba a pinchar en hueso, y que por mucho que se empeñase en llevarla a los murmurantes acantilados de Verna para contemplar el romántico cabrilleo de la Luna en las aguas, por mucho perfumador sensorial que conectase en el aerocoche, y por mucho relajador que hiciera funcionar, no conseguiría nada más que llevarla directamente hasta la puerta de su casa.

Para empezar, deseó proporcionar algún quebradero de cabeza a Su Excelencia, así que tramó hacerle creer que había conseguido marchar, emboscándose fuera de su vista en el jardín de entrada. Se despidió del jefe con un: «Hasta mañana» rebosante de inocencia, y salió del despacho presidencial con un rápido taconeo, fingiendo que todavía confiaba en alcanzar el astrobús.

El trasportador interno la desembarcó en el vasto vestíbulo. En la rotonda de entrada se cercioró de que el colectivo había marchado.

«Miss» Andrómeda Clarke imaginaba la escena que el Presidente esperaba que se produjera a continuación. Ella le llamaría telepáticamente rebosando consternación, para comunicarle que había quedado en tierra. Su Excelencia, todo cortesía, ofrecería acompañarla en su lujoso aerocoche. Y luego vendría todo el «ataque» astutamente preparado. Música estelar con la grabadora interna durante el viaje, adormecedor perfume de aspersión, un pitillo sedante… Finalmente, como al descuido, la proposición de acercarse a un paisaje solitario y sugestivo. Andrómeda podía eludirlo todo muy bien, pero además, como mujer que era, deseaba hacer sufrir al Presidente.

En vez de establecer la llamada telepática, se adentró entre los setos artísticos del jardín.

Desde donde estaba contempló la líquida superficie del lago ornamental, ante el cual se alzaban las construcciones del Círculo Dorado. Las aguas agrisadas se rizaban bajo el fresco aire vespertino. El paraje era encantador. Dio la espalda al lago, dispuesta a no apartar la mirada de la entrada principal —no fuera a salir el Presidente sin que ella se diera cuenta, dejándola allí de verdad—; la perspectiva de pasar una noche en un despacho, escuchando el eco de las pisadas de los robots de vigilancia le parecía espeluznante.

En un momento dado, la pareció captar como el reflejo de un relámpago detrás de ella. El cielo estaba limpio de nubes. La superficie acuosa seguía inmutable, con los rizos que formaba el vientecillo. Todo estaba desierto. Supuso que habría sido una ilusión óptica. Además…

Volvió a mirar con plácida curiosidad. Le chocó no haber reparado hasta entonces en aquella vegetación a la orilla del lago, de un desusado color rojo. De hecho casi estaba convencida de no haber visto hasta entonces plantas de aquella índole, pero sus conceptos botánicos eran superficiales; y como aquellas si algo tenían no era belleza, las relegó a un segundo término en su atención, abstrayéndose en el regocijo del sobresalto que iba a dar a De Echagüe-Miller cuando no la encontrara en la entrada.

Colgando del brazo llevaba el cilindro plateado en el que guardaba diversos cachivaches de uso personal. Pulsó el resorte que abría la tapa y extrajo el amplificador telepático para no perderse los desilusionados juramentos del Presidente cuando se sintiera un frustrado Don Juan.

Al ajustar el dial, la mente se le llenó de murmullos de pensamientos lejanos en onda universal. Como el único ser pensante próximo era el Presidente, no dirigió el captador con cuidado. Por eso recibió una conversación que no esperaba:

«Con la presencia de la mujer no contábamos. ¿La eliminamos también?».

«Ya es tarde. Analiza el mensaje del aire. El Presidente llega a la puerta, y si le alarmamos mostrándole un cadáver, se nos puede escapar. Es él quien nos interesa».

¡Una conspiración! ¡Alguien, oculto, tramaba un atentado contra el talento político de la Extensión Vía Láctea!

Con dedos nerviosos Andrómeda Clarke movió el radar telepático para localizar dónde se estaba pensando aquello. El radar señaló a sus espaldas, el punto que llenaban las grandes plantas rojizas. Allí no se veía a nadie.

Reajustó el aparato, por si lo había manejado mal.

Arturo Roberto acababa de trasponer la entrada, y miraba a uno y otro lado, perplejo, buscando a su secretaria.

«¿Dónde diantres se habrá metido esta chica?».

El radar telepático, con incongruencia, volvía a señalar a las plantas rojas. Andrómeda Clarke corrió al encuentro del hombre, previniendo mentalmente con desesperación:

«¡Cuidado! ¡Cuidado, Excelencia! ¡Un complot!».

Cuando desembocó a la carrera en el sendero engavillado, De Echagüe-Miller tenía ya en la mano el tubo de rayos.

—¿Qué es eso, Andrómeda?

Algo silbó sobre la cabeza de la joven, como un látigo.

Una liana purpúrea se enroscó en el cuello del Presidente, sacudiéndole con tal violencia que el arma escapó de sus manos.

Telepáticamente, Andrómeda Clarke llamó a los robots de guardia, y con una presencia de ánimo que ni ella misma sospechaba poseer, se apoderó del lanzarrayos, agarró la liana —cuyo contacto viscoso no se parecía al de ningún vegetal conocido—, y aplicando la boca del arma hasta tocar la planta, la hizo funcionar.

De Echagüe-Miller se asfixiaba. Su piel tomaba un color amoratado y la lengua empezaba a asomarle entre los dientes de un modo horrible.

Increíblemente, los rayos no desintegraban el vegetal sino muy lentamente, y en cambio, Andrómeda notó que la liana se retorcía como una serpiente, exudando algo que le produjo una sensación de terrible quemadura en la mano. Resistió valientemente el dolor y terminó por cortar el tentáculo de la planta.

Entre brumas le pareció ver que los autómatas de vigilancia llegaban en su socorro. Siseando sobre el suelo, la liana se retiraba.

Miró al Presidente. Su esfuerzo había sido vano. De Echagüe-Miller había muerto, estrangulado por un dogal que resistía mejor las radiaciones que un escudo de plomo.

Entonces Andrómeda se desmayó.