X

Tanak, hijo de Kimon y Maetkaere, preiniciado en los misterios del culto de Osiris e Isis, era joven, impulsivo y fuerte. Con un firme impulso de muñecas, se izó hasta pegar el rostro a los barrotes de su retiro-prisión en la Casa de los Sacerdotes, para comprobar, por milésima vez aquel día, cuánto faltaba para el atardecer.

En cuanto comenzara a oscurecer iba a intentarlo.

Todo lo demás estaba preparado. Él había de poner su parte.

El bueno y crédulo de Kimon, aun estando convencido de que con su complicidad se granjearía la cólera de Ra, puesto que colaboraba en la deserción de uno de sus servidores, le había comunicado en un susurro durante la visita de la mañana que en el muelle aguardaría por la noche un barco con la tripulación sobornada, para que le ayudara a dejar Egipto.

Kimon hasta daba por hecho que si el Sumo Sacerdote llegara a sospechar siquiera su participación en la fuga, iría sin pérdida de tiempo a llevar el cuento al Faraón, y de nada le serviría su fama de honrado alfarero, de hombre piadoso y cumplidor con las divinidades solares, puesto que su cabeza rodaría bajo el hacha del verdugo. Lo daba por seguro, no obstante lo cual ayudaba a Tanak sin titubeos, aun cuando lo que pretendía su hijo estaba reñido con sus principios, y al fin atentara contra su propia felicidad, según creía el propio Kimon.

La ceguera del alfarero por el hijo preiniciado en el sacerdocio de Isis y Osiris era explicable. Kimon, obrero cabal pero poco brillante, cuando contrajo nupcias con Maetkaere, la más bella flor del Nilo, lo hizo enormemente enamorado. La dulce Maetkaere murió un año después al alumbrar a Tanak, cuando ambos no habían hecho sino saborear las mieles de su amor. Y Kimon se consagró en cuerpo y espíritu al criar al enfermizo Tanak, porque le recordaba a Maetkaere, y porque era lo único de ella que le había dejado, antes de emprender el viaje por el Mundo Subterráneo, como tripulante en la Barca de Ra, el dios de cuerpo humano y cabeza de carnero.

Tanak no defraudó al bueno de Kimon, ciertamente, antes bien le colmó de cuanta dicha podía ser capaz de sentir después de la pérdida de su dulce esposa.

Salió con despierta inteligencia, tan notable como sorprendente, ya que Kimon nunca había destacado por otra cosa que no fuera la habilidad de sus manos en el torno, y él atribuía las buenas dotes de Tanak a la herencia materna. Tanak, husmeando a escondidas por las ventanas de la Casa de los Sacerdotes, aprendió a leer los jeroglíficos con rara facilidad y eco solo ya le vaticinaba un brillante porvenir en la corte del Faraón, donde muy pocos sabían hacerlo. Pero además, el muchacho mostraba una tenaz inclinación hacia el estudio de los misterios del Mundo Subterráneo, de Ra, Isis y del Duat.

Kimon había hablado con un viejo amigo, miembro de la guardia de los sacerdotes; uno de ellos, a instancias del alfarero, realizó un examen a Tanak, quedando tan favorablemente sorprendido que prometió que cuando el chico tuviera la edad adecuada, ingresaría en la Casa para estudiar el largo período de la preiniciación. El alfarero se dijo que aquello superaba sus más caros sueños respecto al porvenir del hijo de Maetkaere. Ni ella misma hubiera podido desear algo mejor para Tanak, puesto que la autoridad de un sacerdote en Egipto podía compararse a la del más poderoso señor, dado que la del Sumo llegaba a eclipsar la del propio Faraón.

Lo malo fue que Tanak no se conformó con aprender ritos, tradición, sacrificios y oraciones, sino que analizándolas e interpretándolas bajo la luz de la razón se granjeó severas amonestaciones de sus maestros. Y cuando después de analizar se atrevió a criticar las normas sacerdotales, incurrió en la cólera personal del Sumo.

El Sumo Sacerdote pensó escarmentar a Tanak expulsándole en forma ignominiosa de la Casa, mas luego, al saber por sus espías que estaba enamorado de Avathep, hija de un rico traficante, decidió que el castigo ejemplar sería que el rebelde realizara las ceremonias de la Iniciación, con lo cual el contacto con cualquier mujer le estaría vedado; y si era sorprendido con alguna, el castigo sería la muerte enterrándole en vida.

Tanak, que ya para entonces había perdido todo interés por entrar en las filas de los servidores de Osiris, trató de dejar la Casa de los Sacerdotes, y el Sumo, que procuraba que las cuestiones de política interior no trascendieran a la calle y menos todavía al palacio del Faraón, hizo que Tanak «se recluyera a meditar en su celda, para librarse de las acechanzas de Seth», hasta que llegara, dos días después, el momento de la Iniciación. Y para que «no fuera molestado ni distraído en su recogimiento», puso a la puerta un guardia armado.

Le habían hecho prisionero, y como era joven y animoso, urdió su fuga.

En cuanto la oscuridad del atardecer aumentó un punto, Tanak se dejó caer en el camastro, dispuesto a actuar. Allá en el jardín de su mansión, a orillas del río, Avathep estaría saliendo a pasear, melancólica por el alejamiento de Tanak. Era el mejor sitio para entrevistarse sin llamar la atención de los servidores, a los que de otra forma faltaría tiempo para correr a informar a su amo.

Tanak se echó un puñado de ciertos polvos en la boca, sin tragarlos, cerró los ojos y se cogió el vientre con ambas manos. Gimió lo suficientemente fuerte para atraer la atención del guardián. Cuando el soldado levantó la barra que aseguraba la puerta, lo hizo con recelo. Tanak sobre el suelo, con la boca cubierta de espuma, gemía y se retorcía, mientras observaba al individuo a través de la rendija de sus párpados.

Cautamente, el guardián alargó la lanza, pinchando al joven en el costado, sin acercarse. Tanak, con juvenil rapidez, aferró el arma por debajo del ástil con ambas manos, empujándola hacia atrás. La contera golpeó al hombre en la frente con tanta fuerza que le hizo perder el sentido.

Una vez eliminado aquel obstáculo, a Tanak no le costó mayor esfuerzo abandonar el recinto sacerdotal. Sobre la entrada principal no se ejercía especial vigilancia, y los preiniciados podían salir y entrar cuando quisieran, hasta primeras horas de la noche. Procurando únicamente que su rostro no fuera demasiado visible a la luz incierta del atardecer, llevó a cabo limpiamente la segunda parte de la fuga, ganando la calle.

Empero, le quedaba lo más importante: hallar a Avathep, y convencerla para que aquella misma noche le acompañara, en el barco sobornado, en su voluntario destierro hacia Atenas.

Al llevar adelante su detección y control de la reacción cósmica, Wu Bortel había conocido el desarrollo de la vida y la intelectualización en otros millones de sistemas galácticos, sin encontrarlos hasta entonces tan subyugantes como aquel panorama colorista, brillante y emotivo que tenía en esos momentos el planeta Tierra.

En la mitad del pulsante globo cósmico —la mitad que le «atrapó» en el Aletargador— la vida ya no retoñó después del vendaval de muerte sónica que destruyó mundos y seres, como si sobre los planetas que no fueron desintegrados pesara la maldición de los Mentales.

En la otra mitad, se cumplían a rajatabla las predicciones deducidas por Tam, puesto que los brotes vitales no acertaban el momento oportuno de eclosión, para ascender positivamente en intelección.

La expansión vegetal de los quiranos proseguía saltando de galaxia en galaxia, ciertamente, pero sus inacabables luchas y crueldades terminaban por ser más monótonas e insoportables que los aburridísimos milenios iniciales de cualquier mundo recién desprendido de su estrella-madre.

Consecuentemente, la psicosensibilidad de Wu Bortel sólo hallaba satisfacción en el control de la historia de la Tierra, donde, por cierto, el sentimiento látrico hacia las fuerzas naturales nacido en la remota pareja de pitecántropos que formaron la recia, fuerte y atractiva Brr, y el enamoradizo y sentimental Gg, se desarrolló, creció y se complicó en forma tan ascensional, que él y Tam querían dedicar un serio instante al análisis de si la finalidad del ciclo terrestre no sería definidamente religiosa y por tanto sobrenatural.

Los indicios lo apuntaban así.

Los homínidos tuvieron algunas ramificaciones antes de desembocar en el hombre primigenio que tallaría la piedra, y el leve aumento de conciencia se tradujo en un incremento de las creencias religiosas. Basándose en las sensaciones y recuerdos inconexos que dejaban los sueños, generalizaron que la muerte no era otra cosa que un sueño prolongado y diferente, en el que se seguía la existencia en forma distinta. Derivó la creencia en un culto a los muertos, que encontró fértil campo en su fantasía primitiva, arraigando con firmeza. Los homínidos enterraron junto a los cadáveres, desde entonces, objetos personales y armas, para que les sirvieran en la otra vida.

Con ser todo esto sumamente interesante para Wu Bortel, sus centros de detección no ondularon tanto como cuando los fijó en el pueblo egipcio, que se distinguía por cultivar un especial culto a los difuntos, y en él, al centrarse sobre Tanak, el joven que se rebelaba a su ingreso en la casta sacerdotal.

Tanak atrajo en principio la atención de Wu Bortel cuando, al realizar un reconocimiento de los principios genético-hereditarios del muchacho, descubrió en él inequívocos vestigios que le señalaban por la parte de Maetkaere, nada menos que como descendiente a través de las mutaciones de aquellos Brr y Gg que casi medio millón de años atrás se habían inclinado de hinojos ante lo Incomprensible. Y Wu Bortel se centró, exultante de curiosidad mental, sin tratar de deducir el futuro, en el joven desertor de sacerdote, porque desprendía una auténtica inclinación hacia lo metafísico.

La humanidad progresaba con creciente rapidez. Después de concluir la celebralización unos veinte mil años atrás en la especie ahora imperante, que se impuso a todas las anteriores, después de vivir en cavernas, transformarse en agricultores, resistir la época de las glaciaciones y empezar a establecer los principios de una ciencia rudimentaria y una complicada ciencia del espíritu, poblaban las más fértiles tierras circundadas por los océanos.

Y muchos de sus individuos, como Tanak, se sentían guiados por un fuerte impulso en pos de la verdad.

Tanak, hijo de Kimon y Maetkaere, remotísimo descendiente de Brr y Gg, y desertor de la casta sacerdotal, caminó con paso vivo, sin lanzarse a la carrera para no atraer innecesariamente la atención, por las calles que le llevaban a la orilla del Nilo, donde el padre de Avathep tenía su mansión.

Sus sandalias chapoteaban a veces en charcos de agua sucia e inmundicias, pero Tanak, el muchacho en el que la preocupación por lo sobrenatural y el reino de Osiris alcanzaba una notable exacerbación a causa de una increíble cadena hereditaria, preocupado por otras cuestiones, no se daba cuenta.

De algunas tabernas del barrio de pescadores le llegaban risas destempladas de borrachos. Al pasar junto a una vivienda sombría, una mujer le llamó con un bisbiseo:

—Muchacho, muchacho…

Tanak detuvo su avance, dando un par de pasos en dirección a la mujer. A la media luz del día muriente pudo ver que llevaba una túnica abierta por delante hasta la cintura, y los ojos excesivamente sombreados con lapislázuli. Probablemente tendría la cabeza afeitada, y la sombra de negros cabellos que le remataba la cabeza no pasaría de ser una peluca, a las que tan aficionadas eran las cortesanas egipcias.

—Muchacho —repitió la mujer—. Estoy muy sola. Tengo frío esta noche. Necesito a alguien que me caliente la estera…

—Lo siento —contestó Tanak, intentando dar cortesía y aplomo a la voz, porque lo cierto era que no tenía demasiada experiencia con las mujeres, y su trato con cortesanas había sido nulo—. Me lleva un asunto urgente.

La boca roja de la mujer dibujó un mohín de insistencia.

—Vamos, muchacho. Hasta lo más urgente puede esperar…

Se acercó lo suficiente para que al extender el brazo sus dedos rozaran la manga de Tanak. Entonces distinguió el color y dibujo de sus vestiduras, y retrocedió mientras palidecía súbitamente.

—¡Oh, perdón! —musitó—. ¡No llames a Seth sobre mí! Ignoraba que fueras un Iniciado…

—Todavía no lo soy —replicó—. Y confío en perder pronto de vista a Seth, Osiris y a su tropa de embaucadores.

La mujer se llevó la mano a la boca, como tratando de acallar su protesta a tan sacrílegas palabras.

Tanak reanudó su rápida marcha, sin preocuparse demasiado por la contestación que había dado. Aunque por ello la cortesana se hubiera fijado en él, tanto daba. La guardia sacerdotal, en cuanto descubriera la fuga no le rastrearía, sino que iría directamente a casa de Avathep.

Pronto estuvo en el barrio de los pescadores. El olor a pescado frito se mezclaba en el ambiente con las plácidas canciones de las mujeres que reparaban las redes. El río se deslizaba, cálido y blando, muy cerca de Tanak.

Al final de la hilera de casas, contrastando magníficamente con las pobres chabolas, se alzaba la mansión del mercader. El padre de Avathep había sido pescador en su juventud, y cuando cambió la pesca por el comercio —que le resultaba más remunerativo— no abandonó la zona que le vio nacer; adquirió terrenos, amplió su casa, y continuó residiendo junto al río.

Tanak llegó por la parte oriental, junto a la tapia del jardín. Nadie, en la creciente oscuridad, había reparado en él. Dio un salto hacia arriba, extendiendo los brazos. Trepó ágilmente. Al instante siguiente estaba agazapado entre los setos floridos del jardín.

Los jazmines perfumaban la atmósfera. Muy cerca de su escondrijo, el murmullo de una fuente difundía una aura de paz, que contrastaba con la agitación espiritual de Tanak.

Poco después, por el sendero entre los setos de verdor, apareció una frágil figura vestida con túnica blanca, que caminó hacia el lugar donde debía estar la fuente. El joven había reconocido sobradamente a su amada Avathep, adivinando que iba una vez más, como cada tarde, a ahogar su melancolía, mirando sin ver las aguas del estanque. Estaba sola.

Llamó quedamente:

—Avathep… Avathep… No te asustes; soy Tanak.

La muchacha tuvo un sobresalto. Luego corrió a su encuentro, con la oscura mirada rebosante de zozobra.

—¡Tanak! ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has dejado la Casa de los Sacerdotes?

Cayó en sus brazos, mientras él la besaba con ternura.

—Ya no volveré más a la Casa, amada mía. Había de elegir entre Osiris y tú. Y, la verdad, prefiero adorar a Avathep.

—¡Si te inicias pasado mañana, ya no puedes tocar a una mujer! —trató de desasirse—. Atraerás la cólera de Ra sobre tu cabeza…

—No me iniciaré, Avathep. He meditado mucho, concluyendo que todas nuestras creencias son meras supercherías, y que por su causa te iba a perder. No estoy dispuesto a eso. El Sumo Sacerdote se ha dado cuenta que no creía en sus fábulas y me quiere obligar… Un barco me aguarda, para zarpar rumbo a Atenas.

—¡Oh, Tanak!

—He venido a pedirte que me acompañes.

Los puros rasgos de la muchacha se contrajeron de miedo. Bajo el flequillo negro que adornaba su frente, la piel se tornó muy blanca.

—¡Los dioses castigarían nuestra deserción! —gimió.

—Los dioses de Egipto no castigan, porque son una superchería. Los sacerdotes han inventado las leyendas para vivir de los diezmos y amedrentar al Faraón, y se aprovechan de que el pueblo es incapaz de pensar por su cuenta, saliendo así espléndidamente favorecidos.

—¡No hables así, Tanak!

—¿No me crees? —replicó con ardor—. ¿Encuentras más creíbles todas esas estupideces que parece mentira que digieran los adultos, y que se consignan en el «Libro de aquel que está en el Mundo Inferior», con la Barca de Ra, recorriendo cada noche un canal repleto de demonios, uraeus y dioses-cocodrilo? ¿En qué mente cabal puede caber tal cuento de niños?

—No se puede comparar el Mundo Subterráneo con nuestro mundo, Tanak. Los misterios de Osiris, el Bueno, el Sabio, el Justo, exigen la fe del creyente.

—¡Ése es el mejor truco que han inventado mis maestros! —se exaltó el joven—. Cuando se compone un relato que no pasa ni por la garganta más amplia y dispuesta, se le llama misterio, y entonces pasa. Y quien se opone a creer en el misterio, es sacrílego y provoca la venganza de Seth.

—Así se ha creído siempre…

—¡Escúchame, Avathep! ¿Qué clase de sabiduría poseía Osiris, que se dejó asesinar por Seth, su hermano? ¿Qué clase de poder, si necesitó a Isis para resucitar? Lo menos que hay que exigir a un dios todopoderoso, si se deja asesinar, es que sepa resucitar por sus propios medios.

—Estoy confundida. No me atormentes…

Por las mejillas de la doncella comenzaron a deslizarse silenciosas y amargas lágrimas.

—¡Contéstame, te lo exijo! —la zarandeó él sin contemplaciones—. ¿Cuál es la justicia de Ra, que para conceder la gloria en el Mundo Subterráneo, se olvida de exigir rectitud y honradez en nuestra conducta en el Mundo Exterior? Ra otorga su gloria a asesinos, ladrones, violadores y criminales, lo mismo que a los puros y a los honrados. Basta con que se pague a un sacerdote para que escriba en su sepulcro los textos donde se explican las tonterías de los «verdaderos barcos-hadas que se mueven por sí mismos: la barca de Osiris-Luna y de la pluma de la Verdad, la barca del sistro Isis-Hathor, la barca de la cabeza de Osiris, o barca del Osiris vegetando».

»Te diré más. Un justo que no tenga dinero para pagar la inscripción o el papiro de “aquel que está en el Mundo Inferior”, se verá privado de la gloria de dios. Y el criminal que se ha enriquecido con sus delitos y lo abona, reina al lado de Osiris y de Ra. ¿Qué clase de dioses tenemos?».

—Yo… yo no entiendo nada de eso, amado mío.

—Entonces… confía en mí. Yo te juro, adorada Avathep, que lo que se aprende en la Casa de los Sacerdotes son bulos para explotar la credulidad del pueblo. Y que eso no puede oponerse a nuestro amor. Si Ra premia al asesino porque paga inscripciones que realizan sus sacerdotes, y si Ra es capaz de castigar a un hombre porque se inflama de amor ante tu inocencia y dulzura, es que Ra no es justo ni noble. Y yo entonces abjuro de Ra.

—¡Me haces temblar, Tanak!

El joven miró las estrellas que brillaban ya en el terciopelo celeste.

—El dios verdadero debe estar muy lejos, mucho más lejos del camino que sigue la barca de Ra por los Cielos y las Tinieblas. Yo confío en encontrarlo algún día: un dios que no monte en cólera si ve amarse a sus criaturas.

En el cuerpo central de la casa empezaron a brillar luces. Unas voces destempladas sonaron a lo lejos.

—Ya está ahí la guardia sacerdotal… ¡Pronto, Avathep! ¡Demuéstrame que tu cariño es tan intenso como el mío!

—¿Qué quieres de mí? —se retorció las manos ella, con angustia.

—Te lo he pedido, hermosa mía. Ven a Atenas conmigo, y sé mi esposa. Lejos de tu padre, del Faraón y de cuantos se oponen a nuestra felicidad. Ven, y en la placidez de una nueva vida, buscaremos a ese Alguien, que está muy por encima de las fábulas de la Casa de los Sacerdotes.

Las voces se escucharon ya en el sendero. El resplandor de las antorchas se aproximaba al estanque. Avathep emitió un sollozo.

—Mi padre… mi familia… —de pronto, tomó su decisión—: ¡Voy contigo, Tanak!

Corrieron juntos, cogidos de al mano, mientras los servidores y los guardias llamaban a gritos a Avathep, y su padre le rogaba que se guardara de Tanak.

En el extremo opuesto a la casa, casi oculta entre el follaje y las enredaderas que trepaban por la pared, había una puerta que conducía al exterior. Avathep tiró del pestillo hacia un lado y salieron a la misma orilla del Nilo.

Ambos se deslizaron inclinando el cuerpo, disimulándose entre los juncos. En torno a la casa del traficante había una gran algarabía mientras la guardia sacerdotal trataba de dispersar a los curiosos, para evitar que la pareja se escabullera.

Tanak y Avathep chapotearon en el lodo, manchándose las vestiduras. Las ramas espinosas, que en la oscuridad eran imposibles de ver, les desgarraban la ropa, o llegaban a arañarles la carne, pero no lo sentían.

Avathep ya no tenía miedo. Se daba cuenta que, como Tanak, había dejado de temblar bajo las falsedades que predicaba la gente de la Casa de los Sacerdotes. Y mientras huía al lado del hombre amado, aun sabiendo que su vida estaba en peligro, no temía. Sólo experimentaba una gozosa exaltación y una gran confianza en el futuro, que a partir de entonces ya no iba a depender de la versatilidad de unas divinidades incomprensibles y de sus venales ministros, sino de su único esfuerzo y el de Tanak.

Su confianza no resultó burlada, porque Tanak, con gran habilidad y astucia la llevó sin tropiezos hasta el muelle. El pesado barco ya había levado el ancla, pero una chalupa aguardaba en el amarradero hasta el último instante.

—¡Vamos! ¡Apresuraos! —gritó el contramaestre—. ¡Ya no podemos esperar más!

Cuando los remeros les cogieron por las manos para ayudarles a subir, estaban exhaustos, aunque gozosos.

Un poco más tarde, desde la cubierta de la embarcación, entre los fardos de mercancías, muy juntos el uno del otro, contemplaron cómo iban quedando atrás las luces mortecinas de la ciudad. Tanak, acompañado por Avathep, había iniciado un nuevo camino en pos del ascenso hacia la verdad del universo.