La observación psicodetectiva de los Mentales, aun cuando se verificara profundamente al ritmo temporal de una galaxia o hasta de un mundo determinado, no podía alcanzar valores estrictamente absolutos porque durante el Letargo Integral habían sufrido cierta pérdida de centros y focos, y su extensión psíquica no podía abarcar hasta lo absoluto la totalidad de fenómenos electrónicos, electrodinámicos, químicos, biológicos, cósmicos, físicos, cerebrales, etc., so pena de abandonar el control general del universo. El detalle que escapaba a la psicodetección, de todas formas, podían conocerlo a posteriori, ejercitando el análisis ontológico. Así pues, las particularidades que momentáneamente no eran muy necesarias a su experimentación dirigida, quedaban en reserva de ser investigadas en cualquier otro momento.
Wu Bortel y Tam no detectaron el nacimiento de la especie antropoide con mucho detalle, como tampoco el de los primeros homínidos que la sucedió, porque no era cosa que tuviese especial trascendencia en lo que estaban buscando.
Particularizaron, fijando más los focos, cuando uno de los homínidos mostró una espiritualidad superior al término medio de sus congéneres, un pitecántropo que se daba el nombre de Gg.
Realmente, Gg, bípedo procedente de una mutación de la rama antropoide, con menos pelo que sus cercanos parientes, que ya caminaba erguido aunque aún apoyaba en el suelo las manos, repartiendo el peso por igual en toda la palma, y que se expresaba con gruñidos, iba a resultar diferente a los otros «monos marchadores».
Gg, sentado sobre un tronco de árbol caído —tal vez abatido por una chispa eléctrica—, en el exterior del bosque neblinoso, gruñó descargándose un manotazo sobre la espalda, al hacérsele insoportable la comezón de los parásitos que le correteaban bajo el tupido vello. Mordisqueó un tubérculo.
Gg era una criatura distinta cerebralmente a las de las restantes especies animales. No hablaba, no razonaba, pero los nebulosos instintos que se agitaban en su psique rudimentaria eran más definidos y perentorios que los de otros animales. Y hasta mostraba inclinación a manifestarse con independencia.
En consecuencia, Gg resultaba una de las criaturas menos felices del planeta. Porque Gg, además de sentir miedo instintivo contra los peligros, conservaba su recuerdo y se acongojaba con la intuición de que podrían repetirse. De pronto iba descubriendo su pequeñez al lado de otras criaturas, conociendo la propia debilidad. Estos conocimientos le hacían desdichado.
No sabía comunicar las preocupaciones de su preespiritualidad a otros miembros de su raza, porque no entendía las causas del desasosiego, que creía exclusivo.
Gg había tenido una reacción rara e incontrolada por la mañana, al separarse él y Mm de la bandada de homínidos que exploraba un sector del bosque, recolectando frutos y bayas. Tras una espesura habían escuchado un ruido característico. Antes de escudriñar entre las matas, el olfato ya les indicaba que por allí merodeaba un antropoide, enemigo mortal de los pitecántropos pese a su parentesco, como si no les perdonase su proceso cerebral. A su solo recuerdo se erizaba el vello dorsal de Gg.
Se deslizaron contra el viento para no denunciarse, y se colocaron a su espalda, silenciosos como felinos. Saltaron a la vez. El piteco era algo más alto que sus atacantes, y poseía la fuerza de diez de ellos. La única forma de vencerle era por sorpresa, y con la suerte de su parte.
Gg montó a horcajadas sobre la áspera espalda, asestándole una dentellada en los músculos de la nuca. Mm blandió una gruesa rama y golpeó las corvas del monstruo, logrando que le fallaran las piernas y cayera al suelo. Al aplastarle el peso del mono, Gg quedó aturdido. Aquél se incorporó con agilidad, y dando la cara a los que le atacaban se golpeó el pecho poderoso con los puños, aullando su desafío, mientras los malévolos ojillos inyectados en sangre no les perdían de vista.
Mm descargó la improvisada porra contra la cabeza del antropoide, quebrándola por la fuerza del golpe. Gg se puso de rodillas, todavía mareado, tratando de unir sus fuerzas a las de Mm. El simio desarmó a Mm con un revés del brazo, y aún vacilante a causa del golpe recibido, le enlazó brutalmente por la cintura, aplastándolo contra sí.
Doblado en arco anormal, Mm tuvo arrestos para desnudar sus colmillos y sepultarlos en la yugular de la bestia. Durante un largo instante ambos mantuvieron sus presas; después sonó un chasquido, y Mm, súbitamente desmadejado al rompérsele el espinazo, dejó de ofrecer resistencia.
Para entonces ya Gg estaba al lado del piteco. Con un enorme esfuerzo levantó sobre la cabeza una piedra —bajo cuyo peso se le hinchaban los tendones de los brazos como a punto de reventar— y cuando su enemigo, arrojando a un lado el cuerpo sin vida de Mm, con la sangre escapando a borbotones por la garganta herida, fue a buscarle, descargó la peña con todas sus fuerzas y le hundió el cráneo.
Gg había gemido lastimeramente al coger el inerte cuerpo de Mm, echándole aliento sobre la boca, en un vano intento por volverle a la vida. Durante muchos cambios de luz y de sombra les habían unido fuertes lazos instintivos, y no podía soportar la idea de que Mm ya no existiera. Reaccionando ante el dolor de la pérdida, y por el primitivo afecto que le había profesado, Gg tuvo un proceder impulsivo, que a él mismo sorprendió: tumbando los restos de Mm en tierra, fue cubriéndolos de piedras, para que las alimañas no profanaran sus restos. Fue un gesto impremeditado y sencillo, que sin embargo marcaba un hito en la ascensión intelectualizante del planeta. Una de sus criaturas había comenzado a enterrar a los muertos.
Gg anduvo todo el día desquiciado por la pérdida de Mm, vagando en busca de su banda de homínidos. Por dos veces casi se metió en las fauces de los saurios que se emboscaban entre las plantas acuáticas de los pantanos, y si se salvó fue gracias a la habilidad que conservaba para trepar a los árboles.
Sentado ahora sobre el tronco derribado, mordisqueó desganadamente el tubérculo, recordando una vez más al desaparecido Mm. El trozo de firmamento que dejaban ver los copudos árboles se estaba cubriendo de masas nubosas, densas y plomizas. Los parásitos de Gg, excitados por el cambio meteorológico, le aguijoneaban con nuevos bríos, el cual se desesperaba al fracasar una y otra vez en el intento de apresarles y aplastarles entre los dedos.
La tormenta no tardó en estallar.
Gg, acostumbrado a los diluvios que se producían de la forma más inopinada, la acogió con resignación, buscando un lugar entre el follaje donde guarecerse, ya que el instinto le traía el aviso de lo molesto que podía llegar a ser el verse obligado a aguantar el cierzo nocturno totalmente empapado, encima de un árbol.
La tormenta resultó de una violencia como Gg no había conocido. Ante su ímpetu rompió a temblar. Los dientes le castañeteaban de puro miedo. Un viento ululante se introducía entre los árboles, desgajando y arrancando los más endebles. Espesas cortinas de agua se abatían sobre la selva, impidiendo a Gg ver lo que le rodeaba. Y por si no fuera todo aquello suficiente para sumirle en abyecto terror, truenos sonoros —que siempre producían en Gg desastrosos efectos— retumbaron con tal continuidad, que se sintió morir de puro miedo.
Una oscuridad como un manto de muerte se extendió sobre el bosque. Entonces los cárdenos relámpagos se sumaron a todo el aparato de la tempestad. El aterrorizado Gg, cuando un rayo le cegó y ensordeció, dejando un penetrante olor marino en la atmósfera, estuvo al borde del enloquecimiento ante lo incomprensible. Algo que nacía de la desesperación sentida, le hizo suponer que un ente inimaginable se paseaba sobre su cabeza, irritado por algo que Gg era incapaz de comprender. Obedeciendo a un impulso nacido del terror que le sobrecogía, cayó de rodillas, sollozando gruñidos de ruin vasallaje, mientras temerosamente elevaba la mirada a lo alto, imitando inconscientemente a los pequeños animales a los que golpeaba a veces por puro ocio, y se arrastraban con el vientre pegado a tierra en un intento de hacérsele gratos.
Gg permaneció postrado y hundió la frente en el fango, con la respiración tensa. Los relámpagos cesaron y la tempestad se alejó.
Al abandonar la incómoda postura, Gg notó por primera vez en la jornada algo parecido a la alegría. Porque estaba convencido de que al humillarse había apaciguado al poderoso ente que parecía dispuesto a desgarrar el cielo y la tierra.
Resultó una experiencia tan impresionante, que jamás la olvidó.
Un acontecimiento que convenció de forma terminante a Gg de que había seres superiores, tremendamente poderosos, pero invisibles, de furiosas cóleras que no obstante se podían apaciguar con cierta facilidad, se produjo treinta jornadas más tarde, en época de celo, cuando había encontrado una hembra recia y valerosa, que no se le entregaba y tampoco le huía. La hembra jugaba simplemente con él, tentando hasta dónde llegaba el poder de Gg, y aumentando con este juego la seducción natural hasta límites increíbles. Brr, la fuerte y excitante hembra, había hecho que Gg se incorporara a su tribu, porque su sola contemplación le sacudía los centros nerviosos.
Siguiendo a la tribu, empeñado en conseguir a Brr costara el tiempo que costase, abandonaron la zona de los pantanos adentrándose en una zona volcánica. Los pitecántropos en época de celo viajaban hacia parajes apartados, lo más despoblados que pudieran encontrar, para no ser molestados por las nubes de insectos de los pantanos, ni sorprendidos por sus enemigos antropoides o cualquier bestia carnívora, cuando más abandonada iban a tener su perenne vigilancia.
Gg viajó con la tribu de Brr, donde fue aceptado con indiferencia, ya que el elemento masculino escaseaba en ella y él no iba a significar competencia, mientras que su esfuerzo sí sería útil procurando sustento para la comunidad.
Con Brr los otros machos le dejaron campo libre. Conocían en demasía su carácter arisco, la fuerza de sus brazos y piernas y la dureza de sus golpes, como para pretender imponerse a sus gustos; y puesto que las hembras sobraban, no se empeñaban en luchar.
Y Brr, que debía sentirse algo solitaria por el vacío que su misma conducta le creaba con los seres del sexo opuesto, recibió complacida las atenciones del peludo forastero, su continua observación y los ronroneos y gruñidos con que trataba de llamarle la atención.
Internándose en la franja volcánica, fueron ascendiendo lentamente hasta que las montañas ocultaron la selva a sus ojos. El jefe del grupo, un individuo casi carente de frente, ojos muy juntos y un pecho tan amplio como el de un piteco, y cuyas manos colgaban más abajo de las rodillas, parecía conocer bien el camino. Les guiaba sin un titubeo, mientras las hembras, en fila india, saltaban de peña en peña, cargando sobre pieles, en forma de fardo, los alimentos recogidos por el camino, puesto que cuando llegaran a su destino nadie iba a tener tiempo ni ganas de ocuparse en buscar sustento.
Cuando el sol alcanzaba el cenit, el jefe ondeó el garrote que le servía a la vez de arma y de báculo, y Gg entendió que habían alcanzado el fin del viaje. Estaban en un circo natural, cuyas paredes, en declive, mostraban las entradas de numerosas y sugestivas cuevas. Había suficiente agua de lluvia almacenada en las oquedades como para garantizar a los homínidos que no pasarían sed. Se dispuso el almacenamiento de los alimentos en una cueva del nivel inferior, tras lo cual el jefe lanzó una serie de gritos guturales que equivalían a una señal, ya que las hembras, con sonidos excitados, echaron a correr, escondiéndose las unas en las grutas, y trepando las otras por las rocas sin aristas. Y también hubo algunas que no llegaron a alcanzarlas, pues los machos, terriblemente impacientes, las golpearon, atrapándolas antes.
Brr cruzó ante Gg con celeridad, y se ocultó tras unas rocas próximas. Él salió en su persecución con cuanta rapidez era capaz de desplegar. La hembra resultaba irritantemente ligera, tanto que al poco rato, Gg, jadeando, temía haberla perdido. Se detuvo con el sudor corriéndole bajo el vello de la frente, las fosas nasales dilatadas y la respiración trabajosa, buscando a Brr.
Algo se movió en un nivel sobre su cabeza. Se deslizó hacia allí, y sin embargo no sorprendió a su presa. Como en un relámpago captó las lampiñas y musculadas piernas de Brr lanzadas a la carrera, antes de que se perdieran tras una curva del sendero que tenía delante.
Gg gruñó y corrió una vez más con todas sus fuerzas.
Habían ganado una regular altura, subiendo por el embudo del circo rocoso. Cuando Gg miró hacia abajo y vio lo que sucedía entre algunas de las parejas de la tribu que no habían tenido la paciencia de llegar al refugio de cualquier oquedad, sintió hervir la sangre, considerando que Brr se le escabullía.
Ella podía ser más ligera, pero Gg era más astuto. Era un buen cazador, y cuando se enfrentaba a piezas más veloces que él, sabía tender una celada en el lugar oportuno, para saltar sobre su lomo y abatirla con pocos golpes. Empleó una artimaña así con la hembra. Dejó de armar ruido en la persecución, dando a entender que la abandonaba. Y se ocultó tras una hendidura.
La celada dio resultado, pues en cuanto Brr notó que no la perseguían volvió sobre sus pasos, bien que cautamente; mitad herida en su orgullo, mitad temerosa de haber perdido un galanteador hasta entonces tan tenaz.
Desde su escondrijo Gg contempló la fuerte silueta de la hembra, la enmarañada pelambrera, la escasa frente, y la piel oscura y curtida que descubría el tosco vestido confeccionado con hojas y cortezas de vegetal. Incapaz de contenerse, le lanzó una pedrada, aturdiéndola.
Brr gruñó con sorpresa y alegría, pero no se portó como una hembra dócil y mansa. Golpeó a Gg en el rostro con tal fuerza que al pobre homínido se le llenó la visión de lucecillas, y seguidamente le pateó y arañó con denuedo. A pesar del chaparrón de golpes, Gg sabía que aquello no pasaba de ser una pantomima, y que Brr deseaba el fin lógico tanto como él mismo. Así que la enlazó por la cintura con ambos brazos, y como Brr tenía piernas fuertes y se resistía a caer, con un convincente puntapié al tobillo minó su resistencia.
La proximidad y el contacto de Brr le aceleraron los latidos del pulso. Apoyó las manos en las rodillas de Brr. Ella, como por ensalmo, dejó de debatirse.
Gg gruñó entonces con inesperada dulzura, pasándole la mano por los ojos con característica suavidad. Le zumbaban los oídos, enervado por la juguetona resistencia que ella le había opuesto. La ley de continuidad de la especie entre la pareja de pitecántropos era ineludible. Y se cumplió entre Gg y Brr con todo el salvajismo, la dulzura y el fatalismo que era natural y preciso.
Reposaron luego, satisfechos de haberse encontrado. Gg, en las espesas matas del instinto, notó que algo se iba a transformar en su vida, porque había encontrado a Brr distinta a las otras hembras conocidas con anterioridad. Un deseo aún no definido de continuar a su lado, de cazar y recolectar alimentos para Brr, y viajar muchas jornadas con ella —en vez de abandonarla según la costumbre—, empezaba a cobrar cuerpo en su interior.
Entonces, bajo sus espaldas, el suelo tembló. Brr chilló, incorporándose, al tiempo que se agarraba al brazo de su compañero. Desde su altura vieron salir huyendo a otras parejas, asustadas.
Tanto el uno como el otro habían asistido ya a fenómenos semejantes, pero su repetición, en vez de ayudarles a comprenderlos, les sumía en miedo profundo, pues las sacudidas de la naturaleza moviendo montañas, desprendiendo peñas, y produciendo redoblantes y oscuros fragores, les tenía muy conscientes de la propia pequeñez.
Una roca, ante la mirada redonda de miedo de Brr y Gg, aplastó abajo al jefe de la tribu y a las tres hembras que había elegido como compañía. Otros quedaron encerrados en las grutas, de las que no salieron a tiempo, por los desprendimientos de cascote y tierra. Mientras contemplaba cómo los compañeros morían irremisiblemente, y cuanto le rodeaba se estremecía en terroríficas contracciones, Gg era víctima del mismo miedo tremendo que le dominó en la selva, cuando después de la muerte de Mm un ser superior se irritó y estuvo a poco de inundar y arrasar el bosque.
De improviso, el instinto de conservación de Gg le llevó a la certeza de que así como había un poder que hacía caer diluvios y chispas de lo alto cuando estaba contrariado, otro, en lo profundo, convulsionaba la piel de la tierra al enfadarse. Estuvo seguro, porque el tono de sus voces broncas era muy parecido.
Y Gg se dijo, a su torpe manera, que lo que aplacaba a uno podía servir para satisfacer al otro, pues el halago es grato hasta a los seres incomprensibles.
Frenéticamente se arrodilló, igual que en el bosque, realizando inclinaciones y arrastrándose miserablemente. Brr, en medio de su propio pánico, le miraba sin entenderle ni poco ni mucho. Los ojos de Gg se volvieron hacia la hembra. Aulló apremiantemente, realizó muchos aspavientos. Por último, el mismo miedo hizo que a Brr se le doblaran las rodillas, y al lado del pitecántropo le acompañó en la salmodia gutural que estaba entonando, marcadamente plañidera.
Poco después el seísmo cesó.
Gg se alzó, imitado por Brr. En la primitiva faz de ella brillaba una inexpresable admiración, demostrando que sabía que gracias a la sabiduría se acababa de salvar, aplacando el terremoto, y propiciándose al ser que lo producía.
De la tribu, sólo ellos dos, los que se habían postrado, quedaban con vida. Brr exteriorizó su respeto por su macho apretándosele contra el pecho velludo, con una muestra de afecto que era muy raro en una hembra patentizar, y menos una del temple y la fuerza de Brr.
Cuando Gg echó a andar para alejarse del circo volcánico, ella le siguió dócilmente.
Los Mentales se fijaron en aquel hecho verdaderamente notable: antes de que la inteligencia comenzara a emerger de un modo coherente en el planeta, en los homínidos, a causa del temor ante las fuerzas incomprensibles y poderosas de la naturaleza, acababa de nacer el sentimiento religioso, que la intuición íntima les señalaba como típico de la marcha evolutiva de las razas pensantes.
Porque aunque Gg, más o menos definidamente, se considerara un caso aparte —como con regocijo ante tan supina simpleza constataban los Mentales que controlaban la reacción cósmica en cuatro dimensiones—, lo cierto era que, como miembro de una especie regida por ciertas constantes biopsicológicas, actuaba como tantos otros de su raza.
Gg fue el primero, pero con el tiempo, infinidad de otros pitecántropos, al hallarse en situaciones iguales, enterraron a los muertos o se postraron adorando las fuerzas cataclísmicas de un astro todavía demasiado violento; y cuando el resultado les era favorable, se convencían de haber inclinado la voluntad de la Fuerza con las zalemas y ofrendas, y cuando por el contrario la suerte les volvía la espalda, su mentalidad, tan incipiente, no pensaba en que habría otra razón más decisiva para tales sucesos, sino que creyendo igualmente en lo Superior, se culpaban del fracaso por no haber sabido ser lo suficientemente persuasivos.
De Brr y Gg nació un hijo, en el que Wu Bortel y Tam Zaroh, que seguían la vida de la pareja con una cierta simpatía por haber sido la primera en manifestar aquella inclinación hacia la latría, psicodetectaron una peculiaridad determinada. En el pequeño Búa, entre los instintos heredados en su subconsciente colectivo aparecía una característica nueva, en forma de predisposición hacia el sentido religioso. La cosa tenía una sencilla explicación: engendrado cuando Brr resultó tan impresionada al descubrir que postrándose ante el Rugido lo aplacaba y salvaba la vida, los genes de herencia sembraron el sentimiento en Búa.
Búa, y con él muchos de la generación posterior, no tuvieron reparos en adorar al rayo, al trueno, o a la tempestad, y por su parte descubrieron también algunos totems protectores. Lo Incomprensible y lo Inexplicable se situaban en el firmamento de la raza pitecantrópica.
A las pocas centurias, aquel sentimiento se había extendido como una mancha de aceite.
Los dos Mentales consideraron, no sin cierta petulante soberbia, la afirmación del fenómeno, mientras en un período temporal tan dilatado que abarcaba las quinientas mil traslaciones, la conciencia de los pitecántropos apenas si se despegó de la oscuridad en que nacía. Lo consideraron con petulancia porque se aferraban a la adoración en lugar de inclinarse hacia la investigación, cuando lo cierto era que aquellos homínidos, gránulos de efímera vida de un plano evolucionante disparado hacia lo alto, no tenían otro remedio que adoptar tal actitud para conseguir una compensación autosugestiva, burda pero suficiente para su intelectualización primitiva, que como mínimo les proporcionara una tranquilidad en la existencia, ya que jamás llegarían a conocer el colosal esfuerzo que se producía bajo los Principios Inmutables de la Creación, en el que ellos eran humildes e infinitesimales elementos que se sacrificaban en el comienzo de la impulsión hacia la intelección del universo.
Durante las quinientas mil traslaciones, los pitecántropos, hermanos de raza de aquellos Gg y Brr, sufrieron insensiblemente ciertas mutaciones a causa de los rayos cósmicos que caían sobre el planeta. Las Leyes de Cerebralización implícitas al cosmos de cuatro dimensiones, favorecieron que el cerebro se fuera plegando para aumentar su capacidad, y la faz simiesca de los pitecántropos pasara a otras distintas, más nobles, al abombarse la frente y proyectarse la mandíbula, en distintos ensayos de la evolución hacia el tipo óptimo.
Finalmente, la cerebralización se aproximó al punto crítico en el planeta acuoso. A seiscientas diez mil traslaciones del origen de los pitecántropos, una especie más fuerte extendía su influencia. Sus individuos eran de escasa talla, y frente y mentón aún deprimidos; pero ya dominaban el fuego, se comunicaban entre sí, fabricaban armas de piedra tallada y habitaban en cuevas cuyas paredes cubrían de pinturas mágicas, pues sus religiosidad había multiplicado los tótems y las alegorías fantásticas.
La inteligencia, en la cerebralización definitiva, aparecería en la mutación siguiente.