Desde su remoto punto de observación, el Mental Tam Zaroh ajustó su tiempo haciéndolo cosmológico y se puso a examinar tranquilamente el medio universo que le había correspondido en suerte curiosear y vigilar. Detectaba perfectamente a Wu Bortel sumergido en el otro medio, y por un momento casi sucumbió al deseo de emplear sus superfacultades psíquicas y conocer simultáneamente lo que su compañero iba descubriendo. No obstante se sobrepuso la cortesía mental, y ordenó reposo a los ejes telepáticos capaces de tal acción.
Al fin y al cabo, después Wu Bortel estaría ansioso de relatarle sus descubrimientos y sería incorrecto que le echara a perder tal placer, conociendo los sucesos de antemano. Eso sin contar con que aun dentro del juego que se habían proporcionado creando el universo, debían pensar en sus posibilidades de distracción posterior, cuando la reacción concluyese. Si no era relatándose el montón de historias, experiencias y observaciones que ahora iban a conocer, cada uno por su lado, ¿cómo diantres combatirían el hastío?
Su constitución mental les brindaba infinitas situaciones de distracción pensante o matemática, pero aquello terminaba por cansar, y el relato de lo que cada uno fuera conociendo como consecuencia de la aplicación de los principios de causalidad en una reacción cosmogénita de cuatro dimensiones, sería una variación en sus comunicaciones normales. Desde luego, tenían que descubrir qué cosa resultaba peligrosa en los universos-juguete, puesto que si tenían que seguir distrayéndose con una diversión como la de crear universos de distintas dimensiones, debían neutralizar aquello que había mermado sus facultades y destruido a los otros ocho Mentales. De todas formas, Tam Zaroh había analizado con su enorme potencia intelectiva todas, absolutamente todas las posibilidades, y pese a no llegar a la solución —ya que para lograrla le eran precisos los centros intelectivos desaparecidos con el Letargo Integral—, desembocaba en un resultado parcial, matemáticamente exento de error, sumamente tranquilizador.
La causa, el peligro, si es que en esta cosmogénesis también se daba, sería mucho más débil por tratarse de un universo con el mínimo de dimensiones, lo cual le restaría violencia; y considerando que habría de producirse a la velocidad del cosmos, el peligro, fuera cual fuere, evolucionaría tan lentamente que les sobraría tiempo para descubrirlo.
Así pues, podía continuar considerando el cosmos y su evolución como un divertido juego.
Desde su observatorio remoto, Tam Zaroh supo que la vida había comenzado ya en muchas de las nebulosas incluidas en su campo. Casi se esperó a que alcanzase mayor grado de adelanto, como estaba haciendo Wu Bortel; pero deduciendo acertadamente que en su diferencia relativista de tiempos podía surgir la chispa maligna que les amargara las creaciones y pasarle inadvertida, se ajustó enseguida a las unidades tetradimensionales, aunque fuera decididamente tedioso.
Apenas lo hizo, comprobó lo acertado de la determinación. Las fracciones infinitesimales de unidad ultracósmica habían equivalido a millares de unidades del cosmos creado. Las estrellas habían desprendido fragmentos; había nacido en ellos la vida y, en algunos, incluso el pensamiento.
Tam Zaroh se extendió en una observación total.
El pensamiento era muy rudimentario en las galaxias de su sector. Apenas si comenzaban los vivientes a comunicarse entre sí.
Sabiendo que no existía peligro, Tam Zaroh repasó las miles de nebulosas de su zona. La cantidad de estrellas y mundos que contenía cada una requería altas cifras de matemática Mental para expresarlas en forma correcta. Aun en los planetas más viejos, evolutivamente hablando, el progreso del pensamiento todavía era incipiente. Tam Zaroh eligió el más adelantado, el mundo 328-7023-701.1023-108.1082 de las coordenadas tetracósmicas, y se hundió en él parcialmente para observarlo, mientras otra parte de su yo quedaba alertada, en expectativa de cualquier anomalía que pudiera presentarse en la parte de hemisferio universal que custodiaba.
En el mundo más adelantado del hemisferio de Tam Zaroh, el progreso evolutivo era todavía muy rudimentario. Para demostrarlo, allí estaban los oaos, con sus descomunales corpachones y las cabezas ridículamente pequeñas rematando los cuellos prismáticos. Los conocimientos en el cerebro —en el microcerebro, sería más correcto decir— del oao, eran muy elementales. Sabía que existía el valle en el que pastaba, y que existían otros valles detrás de las enormes y escarpadas elevaciones de terreno que lo encerraban. Trepar por las escarpaduras le era imposible a cualquier oao, puesto que no poseían el pequeño tamaño ni las alas de los picudos doings —los oaos se designaban, y designaban a los demás seres vivientes, en lo nebuloso de su entendimiento, por la onomatopeya de los gruñidos o silbidos de los demás, cuando éstos los emitían—, pero como la hierba de color fuego de los valles vecinos solía ser a veces sabrosa y suculenta para el paladar de los oaos, ya que no podían volar ni trepar, se abrían camino a través de las rocas horadándolas con su poderoso cuerno frontal de acero, o descargando el cuello prismático contra las peñas, haciéndolas saltar en esquirlas cuando las agudas aristas las hendían en furiosos golpetazos. Así, aquellos fabricantes de túneles pasaban de uno a otro valle, y continuaban pastando placenteramente.
Los oaos sabían de la existencia de los valles vecinos, y de que periódicamente sentían la necesidad de buscar la compañía de una oao. Con la oao se pasaba una temporada deliciosa. Luego la oao depositaba un huevo que macho y hembra cuidaban con singular dedicación, y tras un cierto tiempo un oao pequeñito rompía el cascarón y comenzaba a andar pegado en todo momento a la cola del padre o de la madre.
Más adelante, la pareja de oaos, alguna vez al volver a su cubil descubrían que el pequeño se había marchado y ya no volvía. El oao también era abandonado luego por su compañera, y el macho se dedicaba entonces a atiborrarse de hierba roja hasta el punto de que, antes de que las tinieblas cayeran, se había olvidado por completo de su cría y de la hembra.
El oao, en su rudimentaria inteligencia, se consideraba un ser superdotado. Al fin y a la postre no era tan estúpido como los doings, que ni siquiera habían aprendido que los reptantes fuss eran sus enemigos naturales; y cuando los fuss emitían su atractivo perfume, iban hacia ellos, cayendo en sus trampas con la mayor inocencia, sirviéndoles de alimento. Pronto se habrían extinguido los doings pese a su facultad de vuelo, y los fuss estarían gordos y cebados.
Ellos, los oaos, eran más listos. Cuando un fuss reptaba y se ponía a perfumar el ambiente, arrastrado por su glotonería a querer zamparse un oao, lo ensartaban con la lanza frontal, o lo partían en dos de un coletazo.
Además, como inteligencia, el fuss tampoco era ninguna lumbrera. Por menos de nada se caían en los charcos, y se ahogaban. ¡Y ni habían aprendido a nadar, ni a evitar los charcos! Era, pues, lógico que los oaos los despreciaran.
El oao no conocía más mundo que la serie de valles en los que habitaba. No necesitaba más conocimiento, porque mientras contase con el forraje necesario, el amoníaco del ambiente fuese igual de fresco y el de las fuentes no faltase, y mientras no tuviese que pelear demasiado para conseguir una oao cuando le apeteciera, ¿para qué se iba a complicar más la existencia?
En aquellos valles, los oaos habían sido los dueños y señores, los más inteligentes.
Incidentalmente, Tam Zaroh había realizado un reconocimiento global del planeta. Nueve décimas partes estaban cubiertas por tempestuosos mares amoniacales, y la sólida que emergía de sus ondas sólo contaba con un par de docenas de valles cubiertos de musgo rojizo, habitados por unas pocas especies superiores. Todo lo demás era árido e inhabitable. Así, pues, el oao, pese a su escasa consciencia, no estaba muy equivocado en su idea del mundo.
Los oaos nunca habían tenido enemigos serios. No obstante, ellos, a veces, notaban como una especie de repelencia por parte de los vegetales, como resistiéndose a ser engullidos. Cuando el oao sentía epidérmicamente tal «oposición» era atacado por una cólera furiosa, que desahogaba contra los vegetales. Los pateaba, los arrasaba a coletazos. Luego buscaba otros más «simpáticos». Y se los comía.
Lo de la repulsión vegetal ya lo había percibido Tam Zaroh en el planeta del amoníaco. Y lo comprendía, aunque aquello significaba un caso peculiarísimo en las leyes de la biología y la existencia.
La complexificación de los vegetales en aquel mundo era extraordinaria. Por algún conjunto anormal de casualidades se había encerrado mucho más la naturaleza celular en los organismos vegetales que en los animales, y una inteligencia primitiva comenzaba a nacer en el reino botánico del planeta, ayudado excepcionalmente por la atmósfera ozónica que le rodeaba.
Tam Zaroh deducía que en unos cuantos miles de rotaciones del planeta, y otros miles de traslaciones sobre su centro solar, la inteligencia se habría desarrollado lo suficiente en los vegetales como para dar lugar a una vida organizada, que se asegurase la hegemonía en su planeta. La «antipatía» que los oaos sentían no era más que la percepción instintiva de que allí, en el futuro, nacería un poderoso enemigo.
Era tan improbable, dentro del cálculo biológico, el triunfo de la inteligencia en el reino botánico, que Tam Zaroh decidió observar durante más tiempo la curiosa evolución de la vida en el planeta 328.
Registró miles y miles de circunvalaciones de la pequeña masa apagada en torno a la doble estrella que era centro del enjambre de planetas entre los que se encontraba el que era objeto de su curiosidad. Mientras los otros fragmentos estelares se iban apagando, mientras la doble estrella, aún en estallidos caóticos, desprendía alguna porción de su masa que inmediatamente comenzaba a gravitar en el vacío enfriándose con desesperante lentitud, mientras otros fragmentos giraban envueltos en salvajes tempestades gaseosas, y mientras en algunos, en fin, comenzaba a prosperar la vida celular, en el planeta 328 ocurrían algunos cataclismos atenuados, y las contracciones del planeta, al enfriarse su núcleo, hacían que emergieran nuevas franjas sólidas, en las que al poco, debido a la organizada diseminación vegetal, se instalaba la forma de vida que según el cálculo de Tam Zaroh sería la que terminaría triunfando en él.
El creciente aumento continental, y el descenso de temperatura tuvo otra consecuencia. De los mares amoniacales surgieron reptiles que, tras algunas mutaciones, se adaptaron a la vida en suelo firme, y nacidos bajo un signo evolutivo más acelerado, comenzaron a progresar con rapidez.
Aquella invasión no agradó a los oaos. Los doings habían sido extinguidos, los fuss no eran enemigos que merecieran consideración ni atención, pero los reejs eran peligrosos.
El 328 vivió entonces una sangrienta etapa de mortales combates. Muy superiores en constitución, fuerza y envergadura, los oaos arremetieron contra los nuevos reptiles. Los reejs, nacidos en una época de clima más benigno, no estaban naturalmente fortificados.
Lo que no alcanzaba la fuerza hubo de compensarlo la inteligencia. Y perseguidos, acosados y diezmados por los enormes oaos, a impulsos de la necesidad de una pronta adaptación o la muerte, su cerebro, en magníficas condiciones para crecer, se desarrolló maravillosamente. Los reejs aprendieron a comunicarse entre sí, y a utilizar armas rudimentarias. El invencible acoso de las bestias de cuello prismático quedó contenido.
Un paso más en el tiempo, y los reejs aprendieron a aislar elementos químicos, a preparar combinaciones artificialmente, y a aprovecharlas para combatir a sus enemigos. De víctimas débiles y perseguidas, los reejs se convirtieron en perseguidores. Descubrieron que el descenso de temperatura había minado las defensas de los oaos, y que por allí podía llegar la victoria.
Los buscaron. Los cazaron uno a uno. En cuanto conseguían cercarlos en algún terreno conveniente, los reejs envolvían a las bestias en nubes de gas frigorífico, provocaban a continuación un violento enfriamiento, y el oao, invencible a corta distancia, moría sin llegar a rozar a sus rivales.
Los oaos desaparecieron por completo de la corteza del mundo amoniacal. Los reptiles triunfantes se congratularon en asambleas y fiestas de su total victoria. Pero fue un triunfo efímero, puesto que apenas desaparecido el último oao alguien dio la alarma, previniéndoles contra un enemigo que jamás creyeran que existía. El mundo vegetal, que había estado preparándose, favorecido por las luchas seculares entre oaos y reptiles, se lanzaba al ataque.
A Tam Zaroh le pareció que la lucha por el triunfo de una especie rectora en el planeta 328 era curiosa y apasionante, y estuvo a punto de llamar a Wu Bortel para que la detectara en su compañía; luego, como su compañero parecía muy abstraído en la contemplación de su hemisferio, lo dejó correr, y mientras en el resto de sus núcleos de percepción seguía controlando y observando el progreso de las otras galaxias y los mundos de cada una de ellas, su sección mayor siguió observando detenidamente la apasionante historia del 328.
Wu Bortel no estaba abstraído, como Tam Zaroh suponía, sino distraído, lo cual era mucho peor, y sobre todo infinitamente más peligroso, puesto que desajustado a la dimensión espacio-temporal de su zona, existiendo en tiempo ultracósmico, perdía el detalle de la vida en las nebulosas, percibiendo sólo el hormigueo de la vida y el zumbido de la inteligencia, menospreciando ésta al no detectar un pensamiento unitario por planeta, siendo así que los millones de destellos individuales se habían coaligado, nada menos que para destruirle a él, a Wu Bortel, desde las infinitesimales nebulosas.
Lo que había sido una millonésima temporal para Wu Bortel, en tiempo rajiano equivalió a diez generaciones. Diez generaciones posteriores a aquella en que, en Wag, el jefe de sondeo Turo notificara al Coordinador General su existencia. Para ellos el tiempo no había pasado en balde. La Unión Planetaria Raji se había convertido en la Unión de Nebulosas Z, y faltaba muy poco para que desencadenaran su apocalíptico ataque contra Wu Bortel.
Tuhkaj, décimo descendiente de aquella familia fundada por el jefe de Sondeo Turo y la ayudante Ubja, en su papel de Viceministro de Asuntos Espaciales, conversaba amigablemente con la jefa de la Delegación de Cuestiones Extragalácticas de Woma, mundo independiente de la Nebulosa Anular 13, que había sido invitada por el gobierno de Wag para ser informada con todo detalle del inminente ataque.
Tuhkaj examinó ponderativamente a la hembra womeña, con los ojos compuestos de su par de cabezas, diciéndose que ahora encontraba lógico y comprensible el que Woma fuera un mundo tan poco adelantado, aparte el estar regido por hembras, lo cual, de por sí, ya era bastante significativo. Elana, la Delegada, resultaba una criatura de escasísimo desarrollo físico, de pocas defensas naturales, y lo que le parecía peor, con un cerebro poco mayor que el de cualquiera de las especies inferiores de los doscientos que había visitado. Para su función circulatoria únicamente contaba con un corazón simple, y con el fin de que las radiaciones de los cinco soles de Wag no la abrasaran, tenía que ir cargada con un par de baterías iónicas a la espalda, que le crearan un vacío protector contra la radiación.
Por si eso no fuera suficiente, la womeña tenía que deambular con la cabeza metida en un casco transparente, con generadores de oxígeno y nitrógeno, pues la extraña criatura era incapaz de respirar los agradables efluvios sulfurosos de Wag.
Elana poseía una única cabeza, y al igual que las especies inferiores tenía el cerebro inserto en ella, y no en el centro del cuerpo como los wagianos, lo cual explicaba su ínfimo desarrollo.
Las Uniones Planetarias, como la primitiva Raji, en sus exploraciones interplanetarias habían encontrado algunos mundos habitados por seres que, pese a tener el cerebro localizado en la cabeza, eran capaces de organizarse, de construir aparatos, comunicarse oralmente, y hasta ingeniar aeronaves que les permitieran la realización de cortos viajes espaciales. Estos seres no podían aportar colaboración útil a las Uniones Planetarias, y las civilizaciones más avanzadas se limitaban a mantener con ellos corteses relaciones amistosas, excluyéndoles de sus organizaciones, pero halagándoles la vanidad al denominarles «mundos independientes» para dorarles la píldora de la exclusión formal en organizaciones que superaban excesivamente su inteligencia.
La misión del viceministro Tuhkaj con la delegada era de cortesía. Tenía que ponerla al corriente de los proyectos de las tres galaxias federadas, con el máximo detalle, para no herir la susceptibilidad de los womeños. A Tuhkaj no le resultaba ingrato, pese a todo, el cometido que le había confiado el Ministerio de Asuntos Espaciales, porque Elana era singularmente simpática.
En las seis jornadas que llevaban de relación, desde que Tuhkaj la recibiera en el espaciódromo VI de Uka, con un ramo de órganos de reproducción vegetal (cosa que para las womeñas era una agradable atención), había aprendido a acostumbrarse a muchas cosas de Elana. Primero a su insólita pequeñez —era la mitad que cualquier recién nacido de Wag—, luego a su debilidad y fragilidad suma, y después a su sorprendente caminar erguido sobre dos largas piernas, al par de ojos simples de insólito color azul, y a que su cabeza, en vez de antenas finísimas como al principio supuso, estuviese rematada por una dorada mata capilar, sin utilidad sensitiva aparente.
No obstante, la voz de Elana era musical, y de una suavidad sedante para el viceministro, graciosa su forma de contraer la hendidura que le servía para alimentarse, y su modo de mover aquellos dos pedúnculos rematados por cinco zarcillos de movimiento independiente que le salían a cada lado del tronco, y que ella llamaba «brazos», decididamente encantador.
Durante las seis jornadas, por iniciativa de la delegada, habían dejado de lado el protocolo diplomático, y en el idioma general Z, se expresaban en términos de auténtica camaradería.
A Tuhkaj le llamaban la atención muchas de las ancestrales costumbres que exhibía la womeña, pero se guardaba bien de exteriorizarlo. Le chocaba, por ejemplo, el que una civilización que había hollado por sus propios medios el vacío exterior al planeta, se empeñara todavía en usar vestidos simplemente ornamentales, que no eran necesarios para preservarse de agentes externos, en vez de ir desnudos como hacían todos los miembros de las razas inteligentes —y hasta los de las irracionales—, y también le producía hilaridad el saber que carecía de cola, aunque en su esqueleto hubiera restos de un rabo atrofiado. Por su parte suponía que él, a los ojos de la delegada, sería igualmente estrambótico. Estrambótico, sí, se dijo; pero indiscutiblemente dueño de un cerebro muy superior al de los womeños.
Tuhkaj subió con Elana a un antigravitador, mientras decía:
—Dentro de treinta jornadas la Unión Z desencadenará la ofensiva contra Wu Bortel. Usted ha visitado casi todas las instalaciones rectoras de Wag, lo que equivale a decir que lo ha hecho con todas las de la Unión, para informar debidamente a su gobierno. ¿Está satisfecha, Elana?
—Más que satisfecha, señor viceministro, estoy harta de contemplar instalaciones, cerebros y complejos físico-psíquicos que escapan a mi capacidad de comprensión, pese a haber sido entrenada telepáticamente para desempeñar este trabajo desde antes de emerger del seno materno.
—Pues yo tenía planeado mostrarle el gran cerebro de Wag, que no entrará en funcionamiento hasta la jornada Cero, para no poner sobre aviso a Wu Bortel…
—¡Oh, Tuhkaj, déjelo para mejor ocasión!
—Si lo que desea es descansar toda la jornada en su alojamiento…
—Perdón, querido amigo. Temo no haberme expresado bien. No deseo prescindir de su compañía, sino descansar de la contemplación de ese mundo mecanicista que me anonada. Si pudiéramos consagrar nuestro tiempo de hoy simplemente a charlar, aparte de hacerme más feliz, me serviría para formar una idea más ordenada de todo cuanto llevo visto. No olvide que el cerebro de los womeños es muy inferior al de vosotros, y en ocasiones nos cuesta gran trabajo seguiros en vuestras creaciones.
—¿Le parece que nos desplacemos a una de las zonas de recreo, y consumamos allí la jornada? ¿Tal vez junto al Surtidor Central?
A Elana le pareció la idea excelente, y el vice-ministro orientó hacia allá el antigravitador. Pasaron sobre las enhiestas torres metálicas que Elana ya sabía contenían las antenas emisoras del gran cerebro de Wag, y llegaron a la residencia del Surtidor Central, punto de reunión de los diplomáticos y embajadores extraplanetarios en Uka. Allí Tuhkaj imprimió una tablilla con las constantes psicobiológicas propias y las de su compañera, las introdujo en el sintetizador Urom, y éste, poco después, les servía, a él una enorme masa de glucosa y azufre, que era su golosina favorita, mientras que para la delegada fabricaba una mesa, una silla de espuma, y una bandeja de helados. Elana explicó al viceministro lo que era aquello, y Tuhkaj, que ya suponía que sería la golosina de su invitada, enrolló la cola para sentarse sobre ella, mientras Elana lo hacía en la silla, tras la mesa, montando una pierna sobre otra, con un gesto que al viceministro le pareció muy femenino.
—Puesto que lo que usted ha de transmitir a su gobierno es un resumen de la situación —dijo Tuhkaj—, trataré de exponérsela de la forma más concisa.
»Usted sabe que en las tres nebulosas que forman la Unión Z ha habido mundos que han tenido la fortuna de producir especies vivientes muy sensitivas a la comprensión de la evolución del universo. Los wagianos hemos sido una de tales especies afortunadas, y aunque vosotros los womeños, y en general todas las razas pensantes, llegarán en su día a una idéntica intelección, nosotros vamos muy por delante. Perdóneme la aparente pedantería…
La delegada de Woma hizo un gesto con la mano —los zarcillos, según Tuhkaj—, que quería indicar que no tenía por qué tratar de disimular lo que era demasiado evidente.
—Los womeños —prosiguió su interlocutor—, como otras especies de características parecidas a las suyas, sólo conocen de nosotros una faceta determinada… La que nos convenía que conocieran, la del adelanto técnico, la del dominio de energías y fuerzas. Sabemos mucho más que eso. Estamos filosófica y metafísicamente muy adelantados, y sin embargo no podíamos instruir a los «independientes», porque era preciso que, antes de eso, vosotros alcanzárais la madurez evolutiva. Sin embargo, en la actualidad hemos de saltar sobre tales prevenciones para justificar nuestra actitud. Os halláis en el estadio de creer en un creador, al que dais el nombre de Dios, por intuición. Nosotros hemos comprobado científicamente su existencia, pero también su vulnerabilidad, y la necesidad de destruirlo… o perecer bajo su poder.
Elana no le interrumpió. Tuhkaj apreció su deferente actitud al reprimir las docenas de preguntas que estarían bullendo en su cabeza, y prosiguió:
—Nuestro planeta Wag comprendió hace miles de generaciones el fenómeno evolutivo del universo tetradimensional del que nuestra nebulosa forma parte, al tiempo que su tecnología se depuraba y los problemas de desenvolvimiento y manutención económicas quedaban anulados por la invención de poderosas máquinas de síntesis. Desaparecida la necesidad de ocuparse en la proporción del sustento, la actividad de Wag se centró en la exploración de los demás mundos de la nebulosa, y después del descubrimiento de la velocidad negativa que permite el salto entre nebulosas próximas, se dedicó al establecimiento de contactos con ellas.
»La relación con mundos de similar grado de civilización desembocó en la comprobación de lo que ya los filósofos habían anunciado: la tendencia de unificación de las conciencias de cada individuo de cada planeta hacia la formación de una conciencia global planetaria.
»Se trazaron los esquemas de los cerebros mecánicos que habían de colectivizar el pensamiento, suma de los pensamientos individuales, y al mismo tiempo se construyó un sondeador psíquico, que averiguara qué cosa había fuera de este universo, para que, si el pensamiento planetario llegaba a ver fuera de él, no quedara demasiado sorprendido.
»El sondeador nos descubrió lo increíble e inesperado. No fuera, sino formando parte del universo mismo hay un ente de categoría psíquica: su propio creador, el ente que adoran los pueblos menos evolucionados, y en el que los demás ya no creíamos.
»Hace diez generaciones wajanas, un antepasado mío llevó la noticia al Coordinador General de este planeta: existía un creador, autodenominado Wu Bortel, inmerso en nuestro universo, capaz de conocer nuestro pensamiento individual, tal y como rezan las antiguas religiones; pero que por un desajuste temporal no lo consigue. Al descubrirlo, se fabricaron en los planetas baterías de lectores mentales, averiguando que, en su “subsconsciente”, pretende destruirnos. Desde entonces hemos trabajado en la Unión Z para adelantarnos y ganarle la partida.
»Y eso es lo que sucederá dentro de treinta jornadas».