Una transacción maravillosa.
Ya estoy satisfecho. Camino por la calle contento y feliz, repasando las imágenes que acabo de guardar en mi colección. Imágenes de Myra 9834. Las visuales las guardo en la memoria. Las demás están en la grabadora digital.
Camino por la calle viendo dieciséis a mi alrededor.
Los veo avanzar en tromba por las aceras. En coches, en autobuses, en taxis, en furgonetas.
Los veo a través de las ventanas, indiferentes a mí mientras los estudio.
Dieciséis… No, no soy el único que llama así a los seres humanos, desde luego que no. En absoluto. Es una denominación muy común en el sector. Pero seguramente yo soy el único que prefiere pensar en la gente como dieciséis, el único al que reconforta esa idea.
Un número de dieciséis dígitos es mucho más preciso y eficaz que un nombre. Los nombres me ponen nervioso. Y eso no me gusta. No es bueno para mí, ni para nadie, que me ponga nervioso. Los nombres… ¡Ah, son terribles! Los apellidos Jones y Brown, por ejemplo. Equivalen cada uno aproximadamente a un 0,6 por ciento de la población de Estados Unidos. Moore, un 0,3 por ciento y, en cuanto al favorito de todo el mundo, Smith, asciende a la friolera de un 1 por ciento. Hay casi tres millones de Smith en el país. (Y en cuanto a los nombres de pila, por si a alguien le interesa: ¿John? No. Ese es el segundo, con un 3,2 por ciento. El que se lleva la palma es James, con un 3,3 por ciento).
Así que pensad en las consecuencias. Oigo a alguien decir «James Smith». Y bien, ¿a qué James Smith se refiere cuando hay cientos de miles de ellos? Y me refiero sólo a los vivos. Porque si sumamos todos los James Smith de la historia…
Ay, Dios mío.
Me vuelvo loco sólo con pensarlo.
Me pongo nervioso…
Y las consecuencias de los errores pueden ser muy graves. Supongamos que estamos en Berlín en 1938. ¿Es Herr Wilhelm Frankel el Wilhelm Frankel judío o el gentil? Hay una enorme diferencia, y se piense lo que se piense de ellos, esos chicos de las camisas pardas eran unos genios totales rastreando identidades (¡y usaban ordenadores para hacerlo!).
Los nombres generan errores. Los errores son ruido. El ruido es contaminación. Y la contaminación hay que eliminarla.
Podría haber decenas de Alices Sanderson, pero sólo hay una Alice 3895 que sacrificó su vida para que yo tuviera un retrato de familia pintado por mi querido señor Prescott.
¿Y en cuanto a Myra Weinburg? No, de esas no hay tantas, seguramente. Pero sí más de una. Y sin embargo únicamente Myra 9834 se ha sacrificado para que yo esté satisfecho.
Me apostaría algo a que hay un montón de DeLeon Williams, pero sólo uno, el número 6832-5794-8891-0923, va a ir a la cárcel de por vida por violar y asesinar a Myra Weinburg para que yo sea libre para hacerlo otra vez.
En este momento voy camino de su casa (técnicamente, camino de la casa de su novia, por lo que he averiguado), cargado con pruebas suficientes para asegurarme de que el pobre hombre sea condenado por violación y asesinato después de que el jurado delibere más o menos una hora.
DeLeon 6832.
Ya he llamado a Emergencias, una transacción en la que he informado de que un Dodge viejo de color beige (el coche que conduce) se ha alejado a toda velocidad del lugar del crimen conducido por un varón negro.
—¡Le he visto las manos! ¡Las tenía todas llenas de sangre! ¡Manden a alguien enseguida! ¡Los gritos eran horribles!
¡Qué perfecto sospechoso vas a ser, Deleon 6832! La mitad de los violadores actúan bajo los efectos del alcohol o las drogas (DeLeon 6832 ahora bebe cerveza con moderación, pero hace unos años pertenecía a Alcohólicos Anónimos). La mayoría de las víctimas de violación conoce a sus agresores (DeLeon 6832 hizo una vez unos trabajos de carpintería en la tienda de alimentación en la que compraba habitualmente la difunta Myra 9834, de modo que es lógico suponer que se conocían, aunque probablemente no sea así).
La mayoría de los violadores tiene treinta años o menos (da la casualidad de que DeLeon 6832 tiene justamente esa edad). A diferencia de los camellos y los drogadictos, no suelen tener antecedentes, como no sea por violencia de género, y a mi chico lo condenaron una vez por agredir a una novia, ¿a que es perfecto? Los violadores proceden en su inmensa mayoría de las clases sociales más bajas y económicamente más desfavorecidas (DeLeon 6832 lleva meses en paro).
Y ahora, señoras y señores del jurado, tengan presente que dos días antes de la violación el imputado compró una caja de preservativos Trojan-Enz, como los dos que se hallaron junto al cadáver de la víctima. (En cuanto a los dos que se han usado en realidad, los míos, hace rato que han desaparecido, claro está. Los restos de ADN son muy peligrosos, sobre todo ahora que en Nueva York se están recogiendo muestras en todos los delitos, no sólo en los casos de violación. Y en Gran Bretaña pronto sacarán muestras a todo el que reciba una citación por cambiar de sentido donde no debía o porque su perro caga en la acera).
Hay otro dato que la policía debería tener en cuenta si hace bien su trabajo. DeLeon 6832 es un veterano de guerra, sirvió en Irak, y hay ciertas dudas respecto a qué fue de su pistola del calibre 45 cuando dejó el ejército. No pudo devolverla. Se había «perdido» en combate.
Pero, curiosamente, hace unos años compró munición del calibre 45.
Si la policía se entera, lo cual puede suceder con facilidad, tal vez llegue a la conclusión de que su sospechoso va armado. Y si indaga un poco más descubrirá que recibió tratamiento en un hospital de la Administración de Veteranos por síndrome de estrés postraumático.
¿Un sospechoso armado e inestable?
¿Qué agente de policía no se sentiría inclinado a disparar primero?
Ojalá. No siempre estoy del todo seguro sobre los dieciséis que elijo. Nunca se sabe, con las coartadas inesperadas. O con los jurados idiotas. Puede que DeLeon 6832 acabe el día de hoy metido en una bolsa negra. ¿Por qué no? ¿No me merezco un poquito de buena suerte en compensación por el nerviosismo que me ha dado Dios? La vida no siempre es fácil, ¿sabes?
Debería tardar como media hora en llegar a pie a su casa, aquí, en Brooklyn. Estoy disfrutando del paseo, a gusto y satisfecho todavía por mi transacción con Myra 9834. Me pesa la mochila en la espalda. No contiene solamente las pruebas que tengo que colocar y el zapato que ha dejado la huella delatora de DeLeon 6832, sino que está llena con los tesoros que he encontrado hoy paseando por la calle. Por desgracia sólo llevo en el bolsillo un pequeño trofeo de Myra 9834, un trozo de su uña. Me gustaría tener algo más personal, pero en Manhattan se toman muy en serio los asesinatos y llama mucho la atención que falte algún miembro.
Aprieto un poco el paso mientras disfruto del redoble de la mochila sobre mi espalda, de este domingo despejado de primavera y de los recuerdos de mi transacción con Myra 9834.
Mientras disfruto de la perfecta tranquilidad de saber que, aunque seguramente soy la persona más peligrosa de la ciudad de Nueva York, soy también invulnerable, prácticamente invisible para todos los dieciséis que podrían hacerme daño.
Se fijó en la luz.
Un destello de la calle.
Rojo.
Otro destello. Azul.
DeLeon Williams aflojó la mano con la que sujetaba el teléfono. Estaba llamando a un amigo, intentando localizar a su antiguo jefe. El negocio de carpintería se había venido abajo y el tipo se había largado de la ciudad dejando un montón de deudas, entre ellas los más de cuatro mil dólares que le debía a él, DeLeon, su empleado de más confianza.
—Leon —estaba diciendo su amigo al otro lado de la línea—, yo no sé dónde está ese capullo. A mí también me dejó colgado…
—Luego te llamo.
Clic.
Le sudaban las palmas de las grandes manos cuando miró a través de la cortina que Janeece y él acababan de colocar ese mismo sábado (a Williams no le había sentado bien que tuviera que pagarlas ella. Odiaba estar en el paro). Notó que los destellos procedían de las sirenas de dos coches de policía sin distintivos. Salieron un par de detectives desabrochándose las chaquetas, y no porque el día de primavera fuera especialmente caluroso. Los coches se dirigieron a bloquear las intersecciones.
Los detectives miraron a su alrededor con cautela. Luego, destrozando su última esperanza de que se tratara de una extraña coincidencia, se dirigieron al Dodge beige de Williams, miraron la matrícula y echaron un vistazo dentro. Uno habló por su radio.
Williams bajó los párpados, desesperado, y un suspiro de repulsión salió de sus pulmones.
Ella había empezado otra vez.
Ella…
El año anterior, se había liado con una mujer que tenía varios hijos. No sólo era atractiva, sino también lista y amable. O eso le había parecido al principio. Pero poco después de que empezaran a salir en serio, se había convertido en una bruja odiosa. Celosa, malhumorada, vengativa. Inestable. Había estado con ella unos cuatro meses y habían sido los peores de su vida. Y había pasado gran parte de ese tiempo protegiendo a los hijos de su propia madre.
De hecho, había acabado en la cárcel por sus buenas acciones. Una noche, Leticia dio un puñetazo a su hija por no fregar suficientemente bien una cazuela. Williams la agarró instintivamente del brazo mientras la niña huía llorando. Calmó a la madre y el asunto parecía zanjado, pero unas horas después estaba sentado en el porche pensando en cómo podía alejar a los niños de ella, devolviéndoselos quizás a su padre, cuando llegó la policía para detenerlo.
Leticia había presentado una denuncia por maltrato, alegando como prueba la magulladura del brazo por el que la había agarrado. Williams se quedó petrificado. Explicó lo que había pasado, pero los policías no tuvieron más remedio que detenerlo. El caso fue a juicio, pero él se negó a que la niña subiera al estrado para defenderlo, aunque la pequeña quería hacerlo. Fue declarado culpable de agresión y condenado a servicios a la comunidad.
Pero durante el juicio había puesto de manifiesto la crueldad de Leticia. El fiscal le creyó y pasó el nombre de la mujer al Departamento de Servicios Sociales. Un trabajador social se presentó en la casa para investigar las condiciones de vida de los niños, que fueron sacados de allí y cuya custodia se entregó finalmente a su padre.
Leticia entonces comenzó a acosar a Williams. Había pasado así mucho tiempo, pero luego, hacía unos meses, había desaparecido, y él empezaba a pensar que estaba a salvo…
Y ahora esto. Sabía que Leticia estaba detrás.
Dios mío, ¿cuánto puede aguantar un hombre?
Volvió a mirar. ¡No! ¡Los detectives habían sacado las pistolas!
Lo invadió una oleada de horror. ¿Había hecho Leticia daño a uno de sus hijos y lo había acusado a él? No le habría sorprendido.
Le temblaron las manos y comenzó a llorar gruesas lágrimas que corrieron por su cara ancha. Sentía el mismo pánico que se había apoderado de él en el desierto, durante la guerra, cuando se había vuelto hacia su compañero justo a tiempo de ver al sonriente soldado de Alabama convertido en un amasijo sanguinolento por culpa del proyectil de un lanzagranadas iraquí. Hasta ese momento, Williams había estado más o menos bien. Le habían disparado, le había salpicado arena como consecuencia de los balazos, se había desmayado por el calor. Pero ver a Jackson convertido en una cosa le había afectado profundamente. El síndrome de estrés postraumático con el que luchaba desde entonces volvió a apoderarse de él ahora.
Un miedo absoluto y paralizante.
—No, no, no, no. —Jadeaba, le costaba respirar. Había dejado de tomar sus medicinas hacía meses, creyendo que estaba mejor.
Ahora, al ver a los detectives desplegarse en torno a la casa, pensó ciegamente: ¡Sal de aquí cagando leches! ¡Huye!
Tenía que alejarse de allí. Para demostrar que Janeece no tenía nada que ver con él, para salvarles a ella y a su hijo (dos personas a las que quería de veras) tenía que desparecer. Puso la cadena de la puerta delantera, echó el cerrojo y corrió arriba a buscar una bolsa en la que metió todo lo que se le ocurrió, sin ton ni son: espuma de afeitar pero no cuchillas, calzoncillos pero no camisas, zapatos sin calcetines…
Cogió también otra cosa del armario.
Su pistola del ejército, una Colt calibre 45. Estaba descargada (jamás se le ocurriría disparar a nadie), pero podía utilizarla para abrirse paso entre la policía, o para robar un coche a mano armada si era preciso.
Sólo podía pensar: ¡Corre! ¡Huye!
DeLeon Williams echó un último vistazo a la fotografía de Janeece y él, con el niño, en una visita al parque de atracciones. Se echó a llorar otra vez; luego se limpió los ojos, se colgó la bolsa del hombro y, empuñando la pesada pistola, comenzó a bajar las escaleras.