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Desde que Amelia Sachs pasaba de vez en cuando la noche y los fines de semana con Rhyme, se habían operado ciertos cambios en la casa victoriana del criminalista. Cuando había vivido allí solo, después del accidente y antes de conocer a Sachs, la casa estaba más o menos limpia y ordenada (dependiendo de si había despedido o no al ayudante o a la asistenta de turno), pero nunca había podido calificársela de «hogareña». Las paredes carecían por completo de cualquier toque personal: no las adornaban los certificados, los diplomas, las condecoraciones y medallas que había recibido durante su encomiable desempeño como jefe de la brigada de criminología del Departamento de Policía de Nueva York. Tampoco había fotografías de sus padres, Teddy y Anne, ni de la familia de su tío Henry.

A Sachs aquello no le había gustado.

—Es importante —le había dicho, sermoneándolo—. Tu pasado, tu familia. Estás purgando tu propia historia, Rhyme.

Él nunca había visto la casa de Amelia, que no tenía acceso para discapacitados, pero sabía que sus habitaciones estaban atiborradas de vestigios de su historia personal. Había visto muchas de las fotografías, claro: Amelia Sachs de pequeña, una niña muy guapa y pecosa (las pecas habían desaparecido hacía tiempo), pero poco risueña; Amelia en su época del instituto, con herramientas de mecánico en la mano; Amelia de vacaciones cuando ya tenía edad para ir a la universidad, flanqueada por su padre, un policía sonriente, y por su madre, una mujer de semblante severo; Amelia cuando había sido modelo de publicidad y de revistas, luciendo esa elegante frigidez que estaba tan en boga (y que Rhyme sabía que no era otra cosa que desprecio por el modo en que se trataba a las modelos como simples perchas para ropa).

Había centenares de fotografías más, hechas casi siempre por su padre, el hombre de la Kodak siempre lista.

Sachs había observado las paredes desnudas de Rhyme y a continuación había echado mano de algo que sus asistentes personales, incluido Thom, tenían vedado: las cajas del sótano, docenas de cajas de cartón repletas de pruebas materiales de la vida previa del criminalista, de su vida del Antes, vestigios ocultos de los que se hablaba tan poco como de su exmujer. Muchos de aquellos certificados, diplomas y fotografías familiares llenaban ahora las paredes y la repisa de la chimenea.

Entre ellas, la fotografía que Rhyme miraba en ese instante, en la que se le veía a él de adolescente, flaco y en ropa de correr, tras participar en una carrera del instituto. Aparecía con el pelo revuelto y una nariz prominente, a lo Tom Cruise, doblado hacia delante con las manos en las rodillas. Seguramente acababa de correr una milla. Él nunca había sido un velocista; prefería el lirismo, la elegancia de las distancias más largas. Correr era, en su opinión, «un proceso». A veces no paraba ni siquiera tras cruzar la línea de meta.

Su familia habría estado en las gradas. Tanto su padre como su tío residían en los alrededores de Chicago, aunque no cerca. La casa de Lincoln estaba al Oeste, en los extensos y llanos descampados que en aquel entonces todavía eran en parte tierras de labor, objetivo ineludible tanto de promotores sin escrúpulos como de tornados aterradores. Henry Rhyme y su familia, en cambio, vivían en Evanston, a orillas del lago, y eran hasta cierto punto inmunes a ambas lacras.

Henry iba dos veces por semana a dar sus clases de física avanzada en la Universidad de Chicago, un largo viaje en dos trenes a través de las muchas divisorias sociales de la ciudad. Su esposa, Paula, enseñaba en la Northwestern. La pareja tenía tres hijos: Robert, Marie y Arthur, los tres bautizados en honor de científicos, los más famosos de los cuales eran Oppenheimer y Curie. Art se llamaba así por Arthur Compton, que en 1942 dirigía el célebre Laboratorio Metalúrgico de la Universidad de Chicago, la institución que había servido como tapadera al proyecto de generar la primera reacción nuclear en cadena controlada del mundo. Los tres habían asistido a buenas universidades: Robert, a la Northwestern Medical; Marie, a la de California-Berkeley, y Arthur, al MIT.

Robert había muerto hacía diez años en un accidente en Europa y Marie estaba trabajando en China, en temas medioambientales. En cuanto a los Rhyme de la generación anterior, sólo quedaba uno de los cuatro: la tía Paula, que vivía en una residencia geriátrica, entre recuerdos vívidos y coherentes de hacía sesenta años y confusos fragmentos del presente.

Rhyme siguió mirando fijamente su fotografía. Era incapaz de apartar la mirada, se acordaba de aquella competición… Cuando daba clases en la facultad, el profesor Henry Rhyme manifestaba su satisfacción levantando sutilmente una ceja. En cambio, cuando estaba en las gradas del campo de deportes, se levantaba de un salto, silbaba y jaleaba a Lincoln gritándole: «¡Aprieta, aprieta, tú puedes!». A menudo era también quien llegaba primero para animarlo en la línea de meta.

Supuso que después de la competición habría salido con Arthur a dar una vuelta. Pasaban juntos todo el tiempo que podían, para compensar la falta de hermanos: Robert y Marie eran mucho mayores que Arthur, y Lincoln era hijo único.

Así que los dos chicos se habían adoptado mutuamente. La mayoría de los fines de semana y todos los veranos, los hermanos postizos salían de aventuras, a menudo en el Corvette de Arthur (el tío Henry, a pesar de ser profesor, ganaba varias veces lo que el padre de Lincoln; Teddy Rhyme también era científico, pero se sentía más cómodo trabajando en el anonimato). Sus salidas eran las típicas de los adolescentes: chicas, partidos de fútbol, cine, discusiones, hamburguesas y pizza, beber cerveza a escondidas y explicar el mundo. Y, claro, más chicas.

Ahora, sentado en su silla de ruedas, Lincoln se preguntaba cómo él y Arthur se habían distanciado.

Arthur, su hermano adoptivo…

Que no había ido a verlo después de que su columna se quebrara como un trozo de madera defectuosa.

¿Por qué, Arthur? Dime por qué.

El sonido del timbre de la casa hizo descarrilar sus recuerdos. Thom giró hacia el pasillo y un momento después entró en la habitación un hombre calvo y de complexión delgada vestido de esmoquin. Mel Cooper se subió las gruesas gafas por su fina nariz y saludó a Rhyme con una inclinación de cabeza.

—Buenas.

—¿Y eso? —preguntó el criminalista mirando el esmoquin.

—Es por el concurso de baile. Si hubiéramos quedado finalistas, no habría venido, ya lo sabes. —Se quitó la chaqueta y la pajarita y a continuación se enrolló las mangas de la camisa con volantes—. Bueno, ¿qué tenemos? ¿Cuál es ese caso único del que me hablabas?

Rhyme lo puso al corriente.

—Lamento lo de tu primo, Lincoln. Creo que nunca te había oído hablar de él.

—¿Qué opinas del modus operandi?

—Si estás en lo cierto, es brillante. —Cooper miró el diagrama del homicidio de Alice Sanderson.

—¿Alguna idea? —preguntó Rhyme.

—Bueno, la mitad de las pruebas halladas en casa de tu primo estaban en el coche o en el garaje. Es mucho más fácil colocarlas ahí que dentro de la casa.

—Es justo lo que yo estaba pensando.

Sonó otra vez el timbre. Un momento después, el criminalista oyó los pasos de su asistente, que volvía solo. Se preguntó si les habrían entregado un paquete, pero de inmediato su mente dio un brinco: era domingo. Las visitas podían ir en ropa de calle y con zapatillas deportivas que no harían ruido al pisar el suelo de la entrada.

Claro.

El joven Ron Pulaski dobló la esquina e inclinó la cabeza tímidamente. Ya no era un novato, llevaba varios años trabajando como patrullero uniformado. Parecía nuevo en el oficio, sin embargo, y por tanto para Rhyme seguía siendo un novato. Seguramente lo sería siempre.

Calzaba, en efecto, unas Nike silenciosas, y encima de los vaqueros azules lucía una camisa hawaiana muy chillona. Llevaba el pelo rubio cortado de punta, con mucho estilo, y tenía la frente marcada claramente por una cicatriz, vestigio de una agresión casi fatal que había sufrido durante su primer caso con Rhyme y Sachs. El brutal ataque le había causado daños cerebrales y Pulaski había estado a punto de dejar el cuerpo. Finalmente, sin embargo, había superado la rehabilitación a base de esfuerzo y había decidido seguir en la policía de Nueva York, inspirado en gran medida por el ejemplo de Rhyme (cosa que sólo le había dicho a Sachs, naturalmente, no al propio Rhyme, al que la noticia le había llegado a través de la detective).

Pulaski pestañeó al ver a Cooper en esmoquin y luego los saludó a ambos con una inclinación de cabeza.

—¿Has dejado los platos impolutos, Pulaski? ¿Las plantas regadas? ¿Las sobras guardadas en bolsas de congelación?

—He venido enseguida para acá, señor.

Estaban repasando el caso cuando oyeron la voz de Sachs desde la puerta.

—Una fiesta de disfraces. —Estaba mirando el esmoquin de Cooper y la estrafalaria camisa de Pulaski—. Estás muy apuesto —le dijo al detective—. Es el término apropiado para alguien con esmoquin, ¿no? «¿Apuesto?».

—Por desgracia, ahora mismo la única palabra que se me viene a la cabeza es «semifinalista».

—¿Gretta se lo ha tomado bien?

Su bella novia escandinava estaba, les dijo, «tomando algo por ahí con unos amigos y ahogando sus penas en aquavit, su bebida patria. Pero, si queréis que os dé mi opinión, no hay quien se la beba».

—¿Cómo está tu madre?

Cooper vivía con su madre, una enérgica y vivaracha señora de Queens.

—Está bien. Ha ido a almorzar al embarcadero del lago.

Sachs preguntó también por la esposa y los dos hijos de Pulaski. Luego añadió:

—Gracias por venir en domingo. Les has dicho cuánto se lo agradecemos, ¿verdad? —le preguntó a Rhyme.

—Seguro que sí —masculló él—. Y ahora, si podemos ponernos manos a la obra… ¿Qué tienes ahí? —Miró el gran sobre marrón que llevaba Sachs.

—El inventario de pruebas y las fotografías del robo de monedas y la violación.

—¿Dónde están las pruebas físicamente?

—Archivadas en el almacén de pruebas materiales de Long Island.

—Bueno, echemos un vistazo.

Como había hecho con el expediente de Arthur Rhyme, Sachs cogió un rotulador y comenzó a escribir en otra pizarra en blanco.

—Así pues, si el asesino robó las monedas, se las quedó. Y ese polvo «que no coincide con nada de lo hallado en el lugar de los hechos»… Probablemente significa que procedía de la casa del asesino. Pero ¿qué tipo de polvo es? ¿Es que no lo analizaron? —Rhyme meneó la cabeza—. Está bien, quiero ver las fotografías. ¿Dónde están?

—Voy por ellas. Espera.

Sachs buscó cinta adhesiva y pegó las fotografías en una tercera pizarra. Rhyme se acercó y observó con los ojos entornados las decenas de fotografías tomadas en el lugar de los hechos. La vivienda del coleccionista de monedas era muy pulcra; la del sospechoso lo era menos. La cocina, donde habían aparecido la moneda y el cuchillo, debajo del fregadero, estaba atestada de cosas y la encimera se veía cubierta de platos sucios y envoltorios de comida. Sobre la mesa había un montón de correo que parecía publicidad, en su mayoría.

—El siguiente —ordenó Rhyme—. Vamos. —Intentó que su voz no sonara cargada de impaciencia.

—¿El presunto asesino guardó los calcetines manchados de sangre y se los llevó a casa? Qué idiotez. Esas pruebas están amañadas. —Rhyme releyó los datos—. ¿Cuál es la «nota de más abajo»?

Sachs la encontró: eran unas pocas líneas escritas por el detective a cargo del caso y dirigidas al fiscal, acerca de posibles problemas con la instrucción. Sachs se la enseñó a Rhyme.

Stan:

Un par de fallos potenciales a los que posiblemente intente agarrarse la defensa:

—Posibles problemas de contaminación: se hallaron restos de tabaco similares en el lugar de los hechos y en la vivienda del imputado, pero ni la víctima ni el sospechoso fumaban. Se interrogó a los agentes que efectuaron la detención y al personal que se encargó de la inspección de la escena del crimen, pero todos ellos aseguraron al detective encargado del caso que dichos restos no procedían de ellos.

—No se encontró material genético vinculante, con excepción de la sangre de la víctima.

—El imputado tiene coartada: un testigo ocular lo sitúa frente a su casa, a unos seis kilómetros del lugar de los hechos, sobre la hora del crimen. Se trata de un indigente al que el imputado daba dinero de vez en cuando.

—Tenía una coartada —señaló Sachs—, que el jurado obviamente no creyó.

—¿Qué opinas, Mel? —preguntó Rhyme.

—Sigo manteniendo mi teoría. Todo encaja sospechosamente bien.

Pulaski hizo un gesto de asentimiento.

—La laca de pelo, el jabón, las fibras, el lubricante… todo.

Cooper añadió:

—Son las alternativas obvias si uno quiere falsear una prueba. Y fijaos en el ADN: no hay restos genéticos del sospechoso en la escena del crimen, sino de la víctima en casa del sospechoso, donde es mucho más fácil colocarlos.

Rhyme siguió examinando atentamente las pizarras.

Sachs agregó:

—Pero no todas las pruebas materiales coinciden. El cartón viejo y el polvo no están vinculados a ninguno de los dos escenarios.

—Y el tabaco —dijo Rhyme—. Ni la víctima ni el detenido fumaban. Lo que significa que tal vez esos restos procedan del verdadero culpable.

—¿Qué hay del pelo de muñeca? —preguntó Pulaski—. ¿Significa que tiene hijos?

—Pega esas fotos —ordenó Rhyme—. Vamos a echarles un vistazo.

La Unidad de Inspección Forense había documentado profusamente el apartamento de la víctima, la casa y el garaje del detenido, al igual que los otros escenarios del crimen. Rhyme observó las fotografías.

—No hay muñecas, ni ningún juguete. Puede que el verdadero asesino tenga hijos o algún contacto con juguetes. Y fuma o tiene acceso a tabaco o cigarrillos. Sí, esto promete. Vamos a hacer un perfil del asesino. Lo llamaremos «Señor X». Pero necesitamos algo más para caracterizar a nuestro asesino… ¿Qué día es hoy?

—Veintidós del cinco —respondió Pulaski.

—Muy bien. Sujeto No Identificado Cinco Dos Dos. Sachs, si haces el favor… —El criminalista señaló con la cabeza una pizarra blanca—. Vamos a empezar con el perfil.

PERFIL DEL SNI 522

PRUEBAS MATERIALES NO FALSIFICADAS

Bien, era un comienzo, se dijo Rhyme, aunque no fuera muy sólido.

—¿Quieres que llamemos a Lon y a Malloy? —preguntó Sachs.

El criminalista puso mala cara.

—¿Y qué vamos a decirles? —Señaló la pizarra con la cabeza—. Sospecho que darían carpetazo a nuestra pequeña operación clandestina en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Quiere decir que no es oficial? —preguntó Pulaski.

—Bienvenido a la clandestinidad —respondió Sachs.

El joven policía intentó digerir la noticia.

—Por eso vamos disfrazados —agregó Cooper, señalando la lista de raso negro que adornaba los pantalones de su esmoquin. Es posible que guiñara un ojo, pero Rhyme no pudo verlo a través de sus gruesas gafas—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Sachs, llama a Inspección Forense de Queens. No podemos hacernos con las pruebas del caso de mi primo. El juicio aún no se ha celebrado y estarán bajo custodia en la oficina del fiscal. Pero a ver si alguien del almacén puede mandarnos las pruebas de esos dos casos anteriores: el de violación y el robo de monedas. Quiero el polvo, el cartón y la cuerda. Y, Pulaski, tú vete a la Casa Grande. Quiero que revises los expedientes de todos los casos de asesinato de los últimos seis meses.

—¿De todos?

—El alcalde ha limpiado la ciudad, ¿no te has enterado? Da gracias de que no estemos en Detroit o en Washington. A Flintlock se le han ocurrido estos dos casos, pero yo apostaría a que hay más. Tienes que buscar un delito asociado, un robo quizás, o una violación que acabaron en homicidio. Pruebas genéricas claras y una llamada anónima justo después del crimen. Ah, y un sospechoso que jura que es inocente.

—De acuerdo, señor.

—¿Y nosotros? —preguntó Mel Cooper.

—Nosotros, a esperar —masculló Rhyme como si dijera una obscenidad.