Sonó el teléfono y Lincoln Rhyme se enfadó por la interrupción. Estaba pensando en su Señor X y en el mecanismo de producción de pruebas falsas, si en efecto era eso lo que había ocurrido, y no quería distracciones.
Pero la realidad le salió al paso: vio en el identificador de llamadas el número 44, el prefijo de Inglaterra, y al instante dijo:
—Orden: contestar al teléfono.
Clic.
—¿Sí, inspectora Longhurst? —Había renunciado al tuteo. Las relaciones con Scotland Yard exigían cierta formalidad.
—Hola, detective Rhyme —contestó—. Hay novedades por aquí.
—Usted dirá.
—Danny Krueger se ha enterado por uno de sus antiguos colaboradores. Por lo visto Richard Logan se marchó de Londres para recoger algo en Manchester. No sabemos qué, pero sabemos que en Manchester hay un floreciente comercio de armas ilegales.
—¿Alguna idea de dónde está exactamente?
—Danny todavía está intentando averiguarlo. Sería estupendo poder atraparlo aquí en vez de esperar a que llegue a Londres.
—¿Danny está siendo sutil? —Rhyme se acordaba del sudafricano, al que había visto por videoconferencia. Era grandullón, expansivo y tostado por el sol, y su barriga y el anillo de oro que lucía en el meñique sobresalían de manera alarmante. El criminalista había colaborado en un caso relacionado con Darfur, y Krueger y él habían pasado algún tiempo hablando sobre el trágico conflicto de la región.
—Bueno, sabe lo que se hace. Es sutil cuando tiene que serlo. Y feroz como un sabueso cuando lo exige la situación. Conseguirá la información si es que hay forma de conseguirla. Estamos trabajando con nuestros colegas de Manchester para tener listo un equipo de asalto. Volveremos a llamarlo cuando sepamos algo más.
Rhyme le dio las gracias y colgaron.
—Vamos a atraparlo, ya lo verás —afirmó Sach. Ella también tenía mucho interés en encontrar a Logan. Había estado a punto de morir debido a una de sus conspiraciones.
Recibió una llamada. Escuchó unos instantes y dijo que estaría allí en diez minutos.
—Los archivos de esos dos casos de los que me habló Flintlock. Ya están listos. Voy a buscarlos. Ah, y puede que Pam se pase por aquí.
—¿Qué se trae entre manos?
—Está estudiando con un amigo de Manhattan. Un noviete.
—Qué bien. ¿Quién es?
—Un chico de clase. Estoy deseando conocerlo. Pam no habla de otra cosa. Se merece que haya alguien decente en su vida, claro, pero no quiero que se precipite. Me quedaré más tranquila cuando lo vea y lo cale.
Rhyme asintió con la cabeza cuando Sachs se marchó, pero tenía la mente en otra parte. Con la mirada fija en la pizarra blanca que contenía la información del caso de Alice Sanderson, ordenó al teléfono que hiciera otra llamada.
—¿Diga? —respondió una suave voz masculina. De fondo se oía un vals. A todo volumen.
—Mel, ¿eres tú?
—¿Lincoln?
—¿Qué es esa música horrenda? ¿Dónde estás?
—En el Concurso de Baile de Nueva Inglaterra —contestó Mel Cooper.
Rhyme suspiró. Platos que fregar, sesiones de tarde, bailes de salón… Odiaba los domingos.
—Pues te necesito. Tengo un caso. Un caso único.
—Contigo son todos únicos, Lincoln.
—Este es más único que los demás, y perdona el disparate lingüístico. ¿Puedes venir? Has dicho Nueva Inglaterra. No me digas que estás en Boston o en Maine.
—En Manhattan. Y me parece que estoy libre. A Gretta y a mí acaban de eliminarnos. Van a ganar Rosie Talbott y Bryan Marshall. Está cantado. —Lo dijo con cierto énfasis—. ¿Cuándo quieres que esté ahí?
—Ya.
Cooper se rio.
—¿Cuánto tiempo vas a necesitarme?
—Un rato, quizás.
—¿Hasta las seis de la tarde, por ejemplo? ¿O más bien hasta el miércoles?
—Más vale que llames a tu supervisor y le digas que te reasigne. Espero que no se prolongue más allá del miércoles.
—Tendré que darle algún nombre. ¿Quién dirige la investigación? ¿Lon?
—Permíteme expresarlo así: sé un poco impreciso.
—Bueno, Lincoln, tú te acuerdas de lo que es ser policía, ¿verdad? Lo de ser un poco impreciso no cuela. Ser muy concreto, sí.
—No hay exactamente un detective principal.
—¿Estás solo? —preguntó, indeciso.
—No exactamente. Están Amelia y también Ron.
—¿Nadie más?
—Y tú.
—Entiendo. ¿Quién es el sospechoso?
—La verdad es que los sospechosos ya están en prisión. Dos están condenados y el otro a la espera de juicio.
—¿Y tienes tus dudas de que hayan sido ellos?
—Algo así.
Mel Cooper, detective de la Unidad de Investigación Forense del Departamento de Policía de Nueva York, estaba especializado en el trabajo de laboratorio y era uno de los agentes más eficaces del cuerpo, así como uno de los más sagaces.
—Ah. Así que quieres que te ayude a descubrir cómo la cagaron mis jefes y detuvieron a tres personas inocentes, y que luego les convenza de que abran tres investigaciones costosísimas para descubrir a los verdaderos culpables, a los que, dicho sea de paso, tampoco va a hacerles ninguna gracia saber que no van a irse de rositas después de todo. O sea, una especie de putada en cadena, ¿no, Lincoln?
—Pídele disculpas a tu novia de mi parte, Mel. Ven cuanto antes.
Sachs estaba a medio camino de su Camaro SS rojo cuando oyó gritar:
—¡Eh, Amelia!
Al volverse vio a una adolescente guapa, de largo cabello castaño con mechas rojas y un par de bonitos piercings en ambas orejas. Iba cargada con dos bolsas de loneta. Su cara, salpicada de delicadas pecas, irradiaba felicidad.
—¿Te vas? —le preguntó a Sachs.
—Un caso de los gordos. Tengo que ir al centro. ¿Quieres que te lleve?
—Claro. Cogeré el tren en City Hall. —Pam subió al coche.
—¿Qué tal? ¿Has estudiado mucho?
—Ya sabes.
—¿Dónde está tu amigo? —Sachs miró a su alrededor.
—Acaba de irse.
Stuart Everett era alumno del mismo instituto de Manhattan al que iba Pam. Llevaban varios meses saliendo. Se habían conocido en clase y enseguida habían descubierto que compartían la misma pasión por los libros y la música. Formaban parte del club de poesía del instituto, lo cual tranquilizaba a Sachs. Al menos no era un motero, ni uno de esos deportistas que caminaban arrastrando los nudillos por el suelo.
Pam arrojó al asiento de atrás una de sus bolsas, que contenía libros de texto, y abrió la otra. Asomó la cabeza un perro de cabeza peluda.
—Hola, Jackson —dijo Sachs, acariciándole la cabeza.
El diminuto habanero agarró la galleta que le ofreció la detective. La había sacado de un soporte para vasos cuyo único fin era servir de almacén de golosinas para perros: sus hábitos de aceleración y viraje eran poco propicios para mantener los líquidos en sus recipientes.
—¿No te ha acompañado hasta aquí? Menudo caballero.
—Tenía partido de fútbol. Es muy deportista. ¿La mayoría de los chicos son así?
Sachs soltó una risa irónica mientras se incorporaba al tráfico.
—Sí.
Parecía una pregunta extraña viniendo de una chica de su edad. La mayoría lo sabían ya todo sobre los chicos y los deportes. Pero Pam Willoughby no era como la mayoría de las chicas de su edad. Su padre había muerto en una misión de paz de la ONU siendo ella muy pequeña y su madre, una mujer inestable, se había lanzado al submundo de la ultraderecha política y religiosa, y había ido fanatizándose progresivamente. Estaba cumpliendo cadena perpetua por asesinato: era la responsable del atentado contra Naciones Unidas cometido unos años antes, en el que habían muerto seis personas. Amelia Sachs y Pam se habían conocido entonces, cuando la detective había salvado a la niña de un secuestrador en serie. Luego había desaparecido y hacía poco tiempo que, por pura coincidencia, Sachs había vuelto a rescatarla.
Liberada de su familia de desequilibrados, Pam había sido enviada a un hogar de acogida en Brooklyn, no sin que antes la detective investigara a la pareja que iba a acogerla como un agente del Servicio Secreto planeando una visita presidencial. A Pam le gustaba vivir con su nueva familia, pero Sachs y ella seguían viéndose con frecuencia y estaban muy unidas. Su madre de acogida solía estar ocupada, tenía que cuidar de otros cinco chicos más pequeños, y la detective hacía el papel de hermana mayor.
Lo cual les venía de perlas a las dos. Sachs siempre había querido tener hijos, pero era complicado. Había previsto tener familia con su primer novio serio, un compañero de la policía con el que había vivido una temporada, pero se había llevado un tremendo chasco con él: imputado por extorsión y asalto, había acabado en prisión. Después había estado sola hasta conocer a Lincoln Rhyme, con el que estaba desde entonces. Rhyme no se entendía muy bien con los niños, pero era un hombre bueno, justo e inteligente, y sabía separar su severo profesionalismo de su vida doméstica. Muchos hombres no podían.
Tener familia, sin embargo, sería difícil en aquel momento de sus vidas: tenían que sobrellevar los peligros y las exigencias del trabajo policial, así como la energía inquieta que ambos sentían y la incertidumbre respecto a la salud de Rhyme. Tenían además que superar ciertos impedimentos físicos, aunque habían descubierto que el problema no era de Rhyme, que era perfectamente capaz de engendrar, sino de Sachs.
Así que de momento tendría que conformarse con su relación con Pam. Disfrutaba del papel que ejercía y se lo tomaba muy a pecho, y la chica empezaba a desprenderse de su reticencia a la hora de confiar en los adultos. Y Rhyme disfrutaba sinceramente de su compañía. Incluso la estaba ayudando a bosquejar un libro acerca de sus experiencias en el submundo de la ultraderecha que había de titularse Cautiverio. Thom le había dicho que tenía posibilidades de aparecer en el programa de Oprah.
Mientras adelantaba a un taxi, Sachs dijo:
—No me has contestado. ¿Qué tal los estudios?
—Genial.
—¿Estás preparada para el examen del jueves?
—Lo tengo todo controlado. No hay problema.
La detective soltó una carcajada.
—Hoy ni siquiera has abierto un libro, ¿a que no?
—Vamos, Amelia. ¡Hacía un día tan bueno! Ha hecho un tiempo horrible toda la semana. Teníamos que salir.
Sachs sintió el impulso de recordarle la importancia de sacar buenas notas en los exámenes finales. Pam era muy inteligente, tenía un cociente intelectual alto y un apetito voraz para los libros, pero tras su rocambolesca escolarización le sería difícil ingresar en una buena universidad. Sin embargo, parecía tan contenta que reculó.
—¿Qué habéis hecho, entonces?
—Pasear, nada más. Hemos ido hasta Harlem dando la vuelta al lago. Ah, y había un concierto junto al embarcadero, no era una banda conocida, claro, pero era alucinante lo bien que imitaban a Coldplay… —Se quedó pensando—. Hemos pasado casi todo el tiempo charlando. Sobre nada en particular. Eso es lo mejor, creo yo.
Amelia Sachs no podía estar en desacuerdo.
—¿Es mono?
—Ah, sí. Supermono.
—¿Tienes una foto?
—¡Amelia! Eso sería una cutrez.
—¿Qué te parece si en cuanto acabe este caso cenamos los tres juntos?
—¿Sí? ¿De veras quieres conocerlo?
—A cualquier chico que salga contigo le conviene saber que tienes a alguien que te cubre las espaldas. Alguien que lleva pistola y esposas. Bueno, agarra al perro. Hoy tengo ganas de conducir.
Redujo bruscamente de marcha, pisó a fondo el acelerador y sus neumáticos dejaron dos signos de exclamación grabados en el negro mate del asfalto.