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Los Tombs.

De acuerdo, ya no era los Tombs, el edificio original del siglo XIX. Ese hacía ya mucho tiempo que no existía, pero todo el mundo seguía llamando así a aquel sitio: el Centro de Detención de Manhattan, en pleno cogollo de la ciudad. Sentado allí, Arthur Rhyme sentía latir su corazón con un golpeteo desesperado, el mismo golpeteo que lo había acompañado casi constantemente desde el día de su arresto.

Para él, aquel lugar era simplemente el infierno, daba igual que se llamara los Tombs, el Centro de Detención de Manhattan o el Centro Bernard Kerik (así se había llamado una temporada, hasta que el anterior jefe de policía y el director de prisiones se fueron a pique en medio de un escándalo).

El auténtico infierno.

Iba vestido con un mono naranja igual que el resto de los reclusos, pero su parecido con ellos acababa ahí. Medía un metro ochenta, pesaba ochenta y seis kilos, llevaba el pelo castaño muy corto, al estilo empresarial, y era completamente distinto a los demás hombres que estaban allí en espera de juicio. No, él no estaba cachas ni tintado (así llamaban, había descubierto, a estar tatuado), no se afeitaba la cabeza ni era tonto, ni negro, ni latino. El tipo de delincuentes en el que encajaba (hombres de negocios acusados de delitos de guante blanco) no vivían en los Tombs hasta que eran juzgados: salían bajo fianza. Las faltas que cometían, fueran cuales fuesen, no se consideraban merecedoras de la fianza de dos millones de dólares que le habían impuesto a él.

Así pues, los Tombs eran su hogar desde el 13 de mayo: el periodo más largo y angustioso de su vida.

Y el más desconcertante.

Quizá conociera a la mujer a la que presuntamente había matado, pero ni siquiera se acordaba de ella. Sí, había estado en la galería del Soho que al parecer también frecuentaba ella, pero no recordaba que hubieran hablado. Y sí, le encantaba la obra de Harvey Prescott y le había dolido muchísimo tener que desprenderse de su cuadro después de perder el trabajo. Pero ¿robar uno? ¿Matar a alguien? ¿Es que estaban locos o qué? ¿Es que tengo pinta de asesino?

Para él era un misterio irresoluble, como el teorema de Fermat: conocía la explicación matemática, pero seguía sin entenderlo. ¿La sangre de aquella mujer en su coche? Estaba claro que alguien le había tendido una trampa. Cabía incluso la posibilidad de que hubiera sido la propia policía.

Después de diez días en los Tombs, la defensa de O. J. Simpson[5] comenzaba a parecerle un poco menos rocambolesca.

Pero ¿por qué, por qué, por qué? ¿Quién estaba detrás de aquello? Pensó en las cartas furibundas que había escrito cuando en Princeton prescindieron de él. Algunas eran estúpidas, mezquinas y amenazadoras. Pues bien, había mucho desequilibrado en el mundo académico. Tal vez quisieran vengarse de él por el revuelo que había levantado. Y luego estaba esa alumna de su clase que había intentado ligar con él. Le había dicho que no, que no quería tener una aventura. Y se había puesto furiosa.

Atracción fatal.

La policía había hecho averiguaciones sobre la chica y había llegado a la conclusión de que no se hallaba detrás del asesinato, pero ¿hasta qué punto se habían esforzado por verificar su coartada?

Recorrió con la mirada la amplia zona común, a las decenas de talegueros, como llamaban a los reclusos en la jerga de la prisión. Al principio lo habían mirado como a una curiosidad. Su prestigio parecía haber subido cuando se enteraron de que estaba allí por asesinato, pero había vuelto a desplomarse cuando corrió la voz de que la víctima no había intentado robarle droga ni ponerle los cuernos: dos razones aceptables para matar a una mujer.

Después, cuando quedó claro que no era más que uno de esos blancos que la habían cagado, la vida se volvió un infierno.

Lo empujaban, lo desafiaban, le quitaban el cartón de leche, igual que en el colegio. Lo del sexo no era como creía la gente. Allí no. Allí estaban todos recién detenidos y podían mantener la polla dentro del mono durante un tiempo. Pero varios de sus nuevos «amigos» le habían asegurado que su virginidad no duraría mucho tiempo cuando llegara a una cárcel de internamiento prolongado, como Attica, sobre todo si le caía una condena de las gordas: de veinticinco años a cadena perpetua.

Le habían dado puñetazos en la cara cuatro veces, le habían puesto la zancadilla en dos ocasiones y el psicópata Aquilla Sanchez lo había tirado al suelo y lo había sujetado allí, chorreándole sudor en la cara mientras le gritaba en espanglish, hasta que un par de guripas (o sea, de guardias) se lo quitaron de encima.

Se había meado en los pantalones en dos ocasiones y había vomitado una docena de veces. Era un gusano, era basura, no merecía la pena follárselo.

De momento.

Y le latía tan fuerte el corazón que tenía la sensación de que iba a estallarle en cualquier momento, como le había pasado a su padre, Henry Rhyme, aunque el afamado catedrático no había muerto en un sitio inmundo como los Tombs, claro, sino en la acera de una facultad debidamente señorial, en Hyde Park, Illinois.

¿Cómo había sucedido aquello? Un testigo y pruebas materiales… Era absurdo.

—Acepte la reducción de condena, señor Rhyme —le había dicho el ayudante del fiscal del distrito—. Se lo aconsejo.

Su letrado le había dicho lo mismo.

—Me conozco esto al dedillo, Art. Es como si estuviera leyendo un mapa en un puto GPS. Puedo decirte exactamente adónde irá a parar todo esto… y no acabará en inyección letal. Los de Albany no firmarían una condena a muerte ni aunque su vida dependiera de ello. Perdona, es un chiste muy malo, pero aun así te enfrentas a veinticinco años de cárcel. Puedo conseguirte quince. Acéptalos.

—Pero yo no he sido.

—Ya. La verdad es que eso importa bien poco, Arthur.

—¡Pero no fui yo!

—Ya.

—Pues no pienso declararme culpable y aceptar la reducción de condena. El jurado lo entenderá. Me verá. Se dará cuenta de que no soy un asesino.

Silencio. Y luego:

—Está bien.

Pero no estaba bien. Saltaba a la vista que estaba cabreado, a pesar de los seiscientos dólares y pico que se embolsaba a la hora. ¿Y de dónde demonios iban a sacar tanto dinero? Él…

De pronto alzó los ojos y vio que dos reclusos, dos latinos, estaban observándolo. Lo miraban inexpresivamente, sin cordialidad, sin dureza, sin desafío. Parecían sentir curiosidad.

Mientras se le acercaban, pensó si debía levantarse o quedarse donde estaba.

Quédate.

Pero baja la mirada.

Bajó la mirada. Uno de ellos se paró delante de él, poniendo sus zapatillas deportivas arañadas justo en su línea de visión.

El otro lo rodeó para ponerse a su espalda.

Iba a morir. Lo sabía. Daos prisa y acabemos con esto de una puta vez.

—Tú —dijo con voz potente el que estaba detrás de él.

Arthur miró al otro, al que tenía delante. Tenía los ojos enrojecidos, un pendiente grande y los dientes podridos. No fue capaz de decir nada.

—Tú —repitió el de atrás.

Tragó saliva. No quería, pero no pudo evitarlo.

—Mi colega y yo te estamos hablando. Eso es de mala educación. ¿Por qué te comportas como un capullo?

—Perdón, es que… Hola.

—Tú, ¿tú a qué te dedicas, tío? —preguntó el de la voz potente.

—Soy… —Se quedó en blanco. ¿Qué debo decirles?—. Soy científico.

El del pendiente:

—Joder, ¿científico? ¿Y qué haces? ¿Cohetes espaciales?

Se rieron.

—No, equipamiento médico.

—¿Como esa mierda, ya sabes, esa que dicen «ya» y te pegan una descarga eléctrica? ¿Como en Urgencias?

—No, es complicado.

El del pendiente arrugó el ceño.

—Me he explicado mal —se apresuró a decir Arthur—. No es que no podáis entenderlo. Es que es difícil de explicar. Sistemas de control de calidad para diálisis y…

El de la voz potente:

—Conque ganabas una pasta, ¿eh? Me han dicho que llevabas un traje muy bonito cuando te intubaron.

—¿Cuando me…? —Ah, cuando me imputaron—. No sé. Me lo compré en Nordstrom.

—¿Nordstrom? ¿Qué cojones es Nordstrom?

—Una tienda.

Mientras Arthur le miraba los pies, el del pendiente añadió:

—Lo que yo te diga, tú estabas forrado. ¿Cuánta pasta ganabas?

—Yo…

—¿Vas a decirnos que no lo sabes?

—Pues… —Sí, iba a decírselo.

—¿Cuánto ganas?

—No… Unos cien mil, creo.

—Joder.

Arthur no sabía si les parecía mucho o poco.

El de la voz potente se echó a reír.

—¿Tienes familia?

—No voy a deciros nada de ellos —contestó en tono desafiante.

—¿Tienes familia?

Arthur Rhyme miraba hacia otro lado, hacia la pared cercana. Entre los bloques de cemento sobresalía un clavo, supuso que destinado a sujetar una señal que alguien había retirado o robado hacía años.

—Dejadme en paz. No quiero hablar con vosotros —trató de que su voz sonara enérgica, pero habló como una chica a la que hubiera abordado un patoso en una fiesta.

—Estamos intentando hablar contigo civilizadamente, hombre.

¿Había dicho aquello de verdad? ¿Hablar civilizadamente?

Entonces pensó: Qué demonios, a lo mejor sólo quieren ser amables. Quizá pudieran hacerse amigos, vigilarle las espaldas. Bien sabía Dios que le hacían falta amigos. ¿Podría salvar la situación?

—Lo siento, es sólo que para mí todo esto es muy raro. Nunca me había metido en líos. Estoy…

—¿A qué se dedica tu mujer? ¿También es científica? ¿Es una chica lista?

—Yo… —Las palabras que pensaba decir se evaporaron.

—¿Tiene buenas tetas?

—¿Te la follas por el culo?

—Atiende, científico de mierda, voy a decirte lo que vamos a hacer. La lista de tu mujer va a sacar dinero del banco, diez mil pavos, y va a ir a hacerle una visita a mi primo al Bronx y a…

Su voz de tenor se apagó.

Un recluso negro, de cerca de un metro noventa de alto, gordo y musculoso, con las mangas del mono enrolladas, se les acercó. Miraba a los dos latinos con los ojos entornados y expresión malévola.

—Vosotros, chihuahuas, largaos de aquí.

Arthur Rhyme se quedó helado. No habría podido moverse ni aunque alguien hubiera empezado a dispararle, lo cual no le habría sorprendido ni estando allí, en el reino de los magnetómetros.

—Que te jodan, negrata —respondió el del pendiente.

—Pedazo de mierda —añadió el de la voz potente, y el negro se rio, rodeó con el brazo al del pendiente y se lo llevó a un lado mientras le susurraba algo al oído. Los ojos del latino se empañaron y le hizo una seña con la cabeza a su compañero, que fue a reunirse con él. Se alejaron hacia la esquina del otro extremo del recinto, fingiéndose compungidos. De no haber estado tan asustado, tal vez a Arthur le habría hecho gracia la escena: parecían dos matones del colegio de sus hijos a los que alguien hubiera abochornado.

El negro se estiró y Arthur oyó el chasquido de una articulación. El corazón le latía aún más deprisa. Por su mente cruzó una plegaria a medio hacer: que el infarto lo fulminara allí mismo, en el acto.

—Gracias.

El negro contestó:

—Que te jodan. Y a esos dos capullos también. Tienen que entender cómo van aquí las cosas. ¿Entiendes lo que te digo?

No, no tenía ni idea, pero dijo:

—Aun así. Me llamo Art.

—Ya sé cómo te llamas, joder. Aquí todo el mundo lo sabe todo. Menos tú. Tú no sabes una mierda.

Arthur Rhyme, sin embargo, sabía una cosa con absoluta certeza: sabía que era hombre muerto. Así que dijo:

—Muy bien, entonces dime quién cojones eres tú, gilipollas.

La enorme cara del negro se volvió hacia él. Olió a sudor y a aliento impregnado de tabaco y pensó en su familia, primero en sus hijos y luego en Judy. En sus padres, primero en su madre y luego en su padre. Y después, curiosamente, pensó en su primo Lincoln. Se acordó de una carrera a través de un ardiente campo de Illinois, un verano, cuando eran adolescentes.

Te echo una carrera hasta ese roble. ¿Lo ves? Ese de allí. A la de tres. ¿Preparado? Una… dos… tres… ¡ya!

Pero el hombre se había dado la vuelta y se alejaba por el recinto, hacia otro recluso negro. Arthur cerró entonces los ojos y agachó la cabeza. Era un científico. Tenía el convencimiento de que la vida avanzaba mediante un proceso de selección natural en el que la justicia divina no desempeñaba papel alguno.

Ahora, sin embargo, hundido en una depresión tan implacable como las mareas invernales, no podía evitar preguntarse si existía algún sistema de retribución invisible pero tan seguro como la gravedad, y si no estaría funcionando en aquel instante, castigándolo por el daño que había hecho a lo largo de su vida. Había hecho mucho bien, sí. Había criado a sus hijos, les había inculcado tolerancia y amplitud de miras, había sido un buen compañero para su esposa, la había ayudado cuando le diagnosticaron un cáncer, había contribuido al gran corpus de la ciencia que enriquecía el mundo.

Y sin embargo también había cosas malas. Siempre las había.

Sentado allí, con su apestoso mono naranja, se esforzó por creer que si pensaba lo que debía, si hacía las debidas promesas y tenía fe en el sistema que apoyaba fielmente cada día de elecciones, podría regresar al otro lado de la balanza de la justicia, reencontrarse con su familia y retomar su vida.

Que con el empeño y la determinación necesarios, aunque tuviera que esforzarse hasta quedar sin aliento, podría vencer a la fatalidad igual que había vencido a Lincoln en aquel campo abrasado y polvoriento, corriendo con todas sus fuerzas camino del roble.

Que quizás aún tuviera salvación. Que tal vez…

—Aparta.

Dio un brinco al oír la orden a pesar de que había sido emitida con voz suave. Otro recluso, un blanco de pelo desgreñado, lleno de tatuajes pero escaso de dientes y nervioso a medida que las drogas se esfumaban de su organismo, se había acercado a él por la espalda. Se quedó mirando el banco en el que estaba sentado Arthur, aunque podría haber escogido cualquier otro sitio. Su mirada era pura malevolencia.

La esperanza momentánea de Arthur en un sistema de justicia moral científico y mensurable se esfumó de pronto, aniquilada por una sola palabra de aquel hombrecillo maltrecho pero peligroso.

Aparta…

Luchando por contener las lágrimas, Arthur Rhyme se apartó.