Sonó el teléfono.
Lincoln Rhyme miró la pantalla del ordenador cercano, en la que aparecía el prefijo 44.
Al fin. Esta vez, sí.
—Orden: contestar al teléfono.
—Detective Rhyme —dijo la impecable voz de acento británico. Pero el timbre de voz de la inspectora Longhusrt nunca dejaba traslucir nada.
—Dígame.
Una vacilación. Y después:
—Lo siento muchísimo.
Rhyme cerró los ojos. No, no, no…
Longhurst continuó:
—Aún no hemos hecho el anuncio oficial, pero quería decírselo antes de que salga en la prensa.
Así pues, el asesino se había salido con la suya después de todo.
—Entonces, ¿el reverendo Goodlight ha muerto?
—Oh, no, está perfectamente.
—Pero…
—Pero Richard Logan ha conseguido eliminar a su verdadero objetivo, detective.
—¿Ha…? —Su voz se apagó mientras las piezas del rompecabezas empezaban a cobrar sentido. Su verdadero objetivo…—. Oh, no… ¿A por quién iba en realidad?
—A por Danny Krueger, el traficante de armas. Ha muerto, junto con dos de sus escoltas.
—Ah, sí, comprendo.
—Al parecer —continuó Longhurst—, cuando Danny dejó el negocio, varios carteles de Sudáfrica, Somalia y Siria concluyeron que era demasiado arriesgado que siguiera con vida. Les ponía nerviosos que hubiera circulando por ahí un extraficante con escrúpulos de conciencia. Contrataron a Logan para matarlo. Pero la red de seguridad de Danny en Londres era demasiado hermética, de modo que Logan necesitaba sacarlo de allí, hacerlo salir a la luz.
El reverendo había servido simplemente como elemento de distracción. El propio asesino había hecho correr el rumor de que andaba tras Goodlight. Y había obligado a británicos y americanos a recurrir a Danny para que les ayudara a salvarlo.
—Y la cosa, me temo, no acaba ahí —prosiguió la inspectora—. Se ha llevado todos los archivos de Danny. Todos sus contactos, todas las personas para las que ha estado trabajando: confidentes, señores de la guerra de los que podíamos servirnos, mercenarios, pilotos, fuentes de financiación… Ahora, todos los posibles testigos tendrán que ocultarse. A los que no maten en el acto, claro. Habrá que sobreseer una docena de casos criminales.
—¿Cómo lo ha conseguido?
La inspectora suspiró.
—Se ha hecho pasar por nuestro enlace francés, D’Estourne.
Así pues, el zorro había estado desde el principio dentro del gallinero.
—Deduzco que interceptó al verdadero D’Estourne en Francia cuando iba a cruzar el túnel del Canal, lo mató y enterró su cadáver o lo arrojó al mar. Una maniobra brillante, debo decir. Conocía a fondo la vida del francés y el funcionamiento del organismo para el que trabajaba. Hablaba un francés perfecto… y un inglés con perfecto acento francés. Incluso empleaba a la perfección las frases hechas.
»Hace un par de horas, se presentó un individuo en un edificio del campo de tiro de Londres. Logan lo mandó a entregar un paquete. Trabajaba para Tottenham Parcel Express, una empresa de mensajería. Llevan uniformes grises. ¿Recuerda las fibras que encontramos? Y el asesino ha pedido un mensajero en concreto, alegando que ya lo conocía. Se da la circunstancia de que es rubio.
—El tinte de pelo.
—Exacto. Un tipo de fiar, dijo Logan. Por eso quería que fuera él en concreto. Todo el mundo estaba tan concentrado en la operación, siguiendo los pasos del mensajero por el campo de tiro y buscando cómplices y posibles artefactos explosivos que el asesino pudiera utilizar como distracción, que la gente de Birmingham bajó la guardia. El asesino se limitó a llamar a la puerta de la habitación de Danny Krueger en el hotel Du Vin mientras la mayor parte de sus escoltas estaba abajo, en el bar, tomando una pinta. Empezó a disparar con esas condenadas balas de punta hueca. Las heridas eran espantosas. Danny y dos de sus hombres murieron en el acto.
Rhyme cerró los ojos.
—Así que los papeles de tránsito falsos no significaban nada.
—Era todo una maniobra de distracción. Me temo que estamos en un lío espantoso. Y los franceses ni siquiera me devuelven las llamadas… No quiero ni pensarlo.
Lincoln Rhyme no pudo evitar preguntarse qué habría pasado si hubiera seguido en el caso, si hubiera inspeccionado el alojamiento del asesino en Manchester a través de la cámara de alta definición. ¿Habría visto algo que desvelara la verdadera índole de los planes del asesino? ¿Habría llegado a la conclusión de que las pruebas de Birmingham también eran falsas? ¿O quizás algo lo habría llevado a concluir que la persona que había alquilado la habitación, el hombre al que tanto ansiaba atrapar, se estaba haciendo pasar por el agente de seguridad francés?
¿Habría descubierto algo en la oficina de la ONG de Londres en la que supuestamente había entrado el asesino?
—¿Y el nombre Richard Logan? —preguntó.
—Al parecer no es el suyo. Un sobrenombre falso. Le ha robado la identidad a otra persona. Por lo visto es sorprendentemente fácil hacerlo.
—Eso tengo entendido —comentó Rhyme con amargura.
—Hay una cosa extraña, detective —agregó Longhurst—. La bolsa que el mensajero tenía que entregar en el campo de tiro… Dentro había…
—Un paquete dirigido a mí.
—Pues sí.
—¿Es un reloj de pulsera o de pared, por casualidad? —preguntó el criminalista.
Longhurst soltó una risa incrédula.
—Un reloj de mesa bastante cursi, victoriano. ¿Cómo lo ha sabido?
—Una simple corazonada.
—Nuestros artificieros lo han inspeccionado. Está limpio.
—No, no será un artefacto explosivo. Inspectora, haga el favor de guardarlo en una bolsa de plástico sellada y enviármelo por servicio urgente. Y me gustaría ver su informe cuando esté terminado.
—Naturalmente.
—Y mi colaboradora…
—La detective Sachs.
—Exacto. Querrá entrevistar por videoconferencia a todos los implicados.
—Reuniré a todos los dramatis personae.
A pesar de la ira y la consternación que sentía, Rhyme tuvo que sonreír al oír aquella expresión. Adoraba a los británicos.
—Ha sido un privilegio trabajar con usted, detective.
—Lo mismo digo, inspectora. —Colgó con un suspiro.
Un reloj victoriano.
Rhyme miró la repisa de la chimenea, en la que había un reloj de bolsillo Breguet, antiguo y bastante valioso, regalo del mismo asesino. Se lo habían entregado en casa justo después de que el asesino escapara de Rhyme un gélido día de diciembre, no hacía tanto tiempo.
—Thom, whisky, por favor.
—¿Pasa algo?
—No, nada. No es la hora del desayuno y quiero tomarme un whisky. He pasado mi examen físico con matrícula de honor y que yo sepa no eres un baptista fanático dispuesto a arrearme con su Biblia. ¿Por qué demonios crees que pasa algo?
—Porque has dicho «por favor».
—Muy gracioso. Hoy rebosas ingenio.
—Eso intento. —Pero arrugó el ceño mientras observaba a Rhyme como si hubiera notado algo extraño en su expresión—. ¿Uno doble, quizá? —preguntó suavemente.
—Eso sería encantador —respondió Rhyme con un inglés muy británico.
Thom le sirvió un buen vaso de Glenmorangie y le acercó la pajita a la boca.
—¿No me acompañas?
Su asistente pestañeó. Luego se echó a reír.
—Luego, quizás.
Era la primera vez, pensó Rhyme, que le ofrecía una copa a su cuidador.
El criminalista bebió un sorbo del licor ambarino mientras miraba fijamente el reloj de bolsillo. Pensó en la nota que había enviado el asesino junto con el reloj. Hacía tiempo que la había memorizado:
El reloj de bolsillo es un Breguet. Mi favorito, entre los muchos relojes con los que me he topado este último año. Fue fabricado a principios del siglo XIX y está provisto de escape cilíndrico de rubí, calendario perpetuo y dispositivo antichoque o contra caídas. Confío en que, a tenor de nuestras recientes aventuras, el cuadrante con las fases de la luna sea de su agrado. Hay en el mundo muy pocos relojes como este. Se lo ofrezco como obsequio, en señal de respeto. Nadie me ha impedido nunca llevar a cabo un trabajo; es usted tan bueno como el que más. (Diría que tan bueno como yo, pero no sería cierto: a fin de cuentas, no me han atrapado).
Dé cuerda al Breguet de cuando en cuando, pero con delicadeza; él se encargará de contar el tiempo hasta que volvamos a encontrarnos.
Un consejo: yo que usted, aprovecharía cada segundo.
Eres bueno, le dijo Rhyme para sus adentros al asesino.
Pero yo también lo soy. La próxima vez acabaremos la partida.
Después, se interrumpieron sus cavilaciones. Entornó los ojos y, apartándolos del reloj, los fijó en la ventana. Algo había llamado su atención.
Un hombre vestido con ropa informal se había detenido en la acera, al otro lado de la calle. Rhyme acercó su TDX a la ventana y echó un vistazo. Bebió otro sorbo de whisky. El hombre estaba de pie junto a un banco repintado de oscuro, delante de la pared de piedra que bordeaba Central Park. Miraba fijamente la casa con las manos en los bolsillos. No pareció advertir que estaba siendo observado desde el otro lado del ventanal.
Era su primo, Arthur Rhyme.
Avanzó, estuvo a punto de cruzar la calle, pero luego se detuvo. Retrocedió de nuevo hacia el parque y se sentó en uno de los bancos que miraban hacia la casa, junto a una mujer que, vestida con chándal, bebía agua y balanceaba el pie mientras escuchaba su iPod. Arthur se sacó un trozo de papel del bolsillo, lo miró y volvió a guardárselo. Sus ojos se fijaron de nuevo en la casa.
Qué curioso. Se parece a mí, pensó Rhyme. En todos sus años de camaradería y separación, jamás se había percatado de ello.
De pronto, sin saber por qué, lo asaltaron las palabras que había pronunciado su primo una década antes:
¿Lo intentaste alguna vez con tu padre? ¿Cómo crees que se sentía teniendo un hijo como tú, cien veces más listo que él? Te ibas constantemente porque preferías estar con tu tío. ¿Le diste alguna oportunidad a Teddy?
—¡Thom! —gritó el criminalista.
No hubo respuesta.
Gritó de nuevo, aún más fuerte.
—¿Qué? —preguntó su asistente—. ¿Ya te has acabado el whisky?
—Necesito una cosa. Del sótano.
—¿Del sótano?
—Eso acabo de decir. Hay un par de cajas viejas ahí abajo. Tendrán escrito «ILLINOIS».
—Ah, esas. La verdad, Lincoln, es que hay como treinta.
—Las que sean.
—Un par, no.
—Necesito que les eches un vistazo y me busques una cosa.
—¿Qué?
—Un trozo de cemento en un estuchito de plástico. De unos siete centímetros por siete.
—¿Cemento?
—Es un regalo para una persona.
—Dios mío, me muero de ganas de que llegue Navidad para ver qué pones en mi calcetín. ¿Para cuándo lo…?
—Para ahora mismo. Por favor.
Un suspiro. Thom desapareció.
Rhyme siguió observando a su primo, que a su vez miraba fijamente la puerta de la casa. Arthur, sin embargo, no se movió.
Un largo trago de whisky.
Cuando volvió a mirar, el banco del parque estaba vacío.
Su marcha repentina lo alarmó, y también le dolió. Avanzó rápidamente con la silla de ruedas, acercándose todo lo posible a la ventana.
Y vio a Arthur sorteando el tráfico, camino de la casa.
Un largo silencio. Después, por fin, sonó el timbre.
—Orden —dijo rápidamente Rhyme a su siempre solícito ordenador—: abrir la puerta de la calle.