—De acuerdo, el ordenador ayudó —reconoció Lincoln Rhyme.
Se refería a innerCircle, a la base de datos Atalaya y a otros programas de SSD.
—Pero sobre todo fueron las pruebas —añadió tajantemente—. El ordenador me dio una orientación general. Nada más. A partir de ahí, fue cosa nuestra.
Era bien pasada la medianoche y Rhyme estaba hablando con Sachs y Pulaski, sentados ambos en el laboratorio cercano. Ella había regresado de la casa de 522, donde los médicos le habían informado de que Robert Jorgensen sobreviviría: el disparo no había afectado a ningún órgano vital ni a los principales vasos sanguíneos. Jorgensen se encontraba en la unidad de cuidados intensivos del Columbia-Presbyterian.
Rhyme prosiguió explicándoles cómo había averiguado que Sachs estaba en casa del guardia de seguridad de SSD. Le habló del enorme dosier que SSD tenía sobre ella. Mel Cooper lo abrió en el ordenador para que Sachs pudiera verlo. Al ver la cantidad de información que contenía, la detective palideció.
—Lo saben todo —murmuró—. No tengo ni un solo secreto.
El criminalista le explicó que el sistema les había proporcionado la lista de sus movimientos después de que saliera de la comisaría de Brooklyn.
—Pero el ordenador sólo podía darnos una indicación general de tu itinerario. De tu paradero no sabía nada. Seguí mirando el plano y me di cuenta de que ibas en dirección a SSD, lo cual, por cierto, no dedujo su puñetero ordenador. Llamé y el guardia del vestíbulo me dijo que acababas de pasar media hora allí, preguntando por distintos empleados. Pero nadie sabía dónde habías ido después.
Sachs les contó cómo le había conducido su pista hasta SSD: el hombre que había entrado en su casa había perdido un comprobante de caja de una cafetería situada junto al edificio de la empresa.
—Pensé que tenía que significar que el asesino era un empleado o alguien muy relacionado con SSD. Pam pudo ver su ropa: chaqueta azul, vaqueros y una gorra. Deduje que los guardias de seguridad sabrían qué empleados habían ido vestidos así a trabajar hoy. Los que estaban de servicio no se acordaban de haber visto a nadie así, por lo que les pedí el nombre y la dirección de los guardias que libraban esta tarde. Y me fui a hablar con ellos. —Hizo una mueca—. No se me ocurrió que Cinco Dos Dos fuera uno de ellos. ¿Cómo descubriste tú que era un guardia, Rhyme?
—Bueno, sabía que estabas buscando a un empleado, pero ¿era uno de los sospechosos u otra persona? El maldito ordenador no servía de ninguna ayuda, así que recurrí a las pruebas. Nuestro asesino era un empleado que llevaba zapatos cómodos y muy poco elegantes y llevaba encima rastros de leche en polvo. Era fuerte. ¿Significaba eso que desempeñaba un trabajo físico en los peldaños más bajos de la compañía? ¿Un conserje, un repartidor, un encargado del correo? Entonces me acordé de la pimienta de cayena.
—Espray de pimienta —dijo Sachs, suspirando—. Claro. No era comida.
—Exacto. El arma principal de un guardia de seguridad. ¿Y el dispositivo de ocultamiento de voz? Se pueden comprar en las tiendas de equipamiento para seguridad. Así que hablé con el jefe de seguridad de SSD, Tom O’Day.
—Sí. Hablamos con él allí. —Sachs hizo un gesto de asentimiento mirando a Pulaski.
—Me contó que muchos de los guardias de seguridad sólo trabajaban media jornada, lo que daría a Cinco Dos Dos tiempo de sobra para entregarse a su afición favorita fuera de la oficina. Le expliqué a O’Day cuáles eran las otras pruebas. Los trozos de hojas que encontramos podían proceder de las plantas que hay en el comedor de los guardias de seguridad. Y allí tienen leche en polvo, no leche auténtica. Le hablé del perfil que había hecho Terry Dobyns y le pedí la lista de todos los guardias que eran solteros y no tenían hijos. Luego cotejó sus nombres con los registros de asistencia de los últimos dos meses y con las horas de todos los asesinatos.
—Y diste con uno que siempre estaba fuera de la oficina. John Rollins, también llamado Peter Gordon.
—No, descubrí que John Rollins estaba siempre en la oficina a la hora de los asesinatos.
—¿En la oficina?
—Evidentemente. Entraba en el sistema de gestión de la oficina y cambiaba los registros de asistencia para procurarse una coartada. Le pedí a Rodney Szarnek que comprobara los metadatos. Y sí, era nuestro hombre. Así que di el aviso.
—Pero, Rhyme, no entiendo cómo consiguió los dosieres Cinco Dos Dos. Tenía acceso a todos los rediles de datos, pero allí registran a todo el mundo cuando sale, incluso a él. Y no tenía acceso online a innerCircle.
—Esa era la única pega, sí. Y tenemos que agradecérselo a Pam Willoughby. Fue ella quien me ayudó a solucionarlo.
—¿Pam? ¿Cómo?
—¿Recuerdas que nos dijo que no se podían descargar las fotos de esa red social, OurWorld, pero que los chicos hacían fotografías de la pantalla?
Bueno, no se preocupe, señor Rhyme. Mucha veces, a la gente no se le ocurre la respuesta obvia…
—Me di cuenta de que así era cómo Cinco Dos Dos obtenía la información. No necesitaba descargar dosieres de miles de páginas. Sólo copiaba lo que necesitaba saber sobre las víctimas y los chivos expiatorios, seguramente de madrugada, cuando sólo estaba él en los rediles. ¿Recuerdas que encontramos esos restos de hojas de cuaderno? Y ni los rayos equis del puesto de seguridad ni el detector de metales detectan papel. A nadie se le habría ocurrido.
Sachs dijo que había visto un millar, quizá, de cuadernos amarillos rodeando la mesa de Gordon en su escondrijo.
Lon Sellitto llegó de jefatura.
—Ese cabrón está muerto —masculló—, pero yo sigo figurando en los archivos como un puto yonqui. Lo único que me dicen es «estamos en ello».
Tenía, sin embargo, una buena noticia. El fiscal del distrito iba a reabrir todos los casos en los que presuntamente 522 había manipulado las pruebas. Arthur Rhyme iba a ser puesto en libertad inmediatamente, y la situación de los demás imputados se revisaría lo antes posible. Era muy probable que estuvieran libres antes de un mes.
Sellitto añadió:
—He estado informándome sobre la casa donde vivía Cinco Dos Dos.
La vivienda del Upper West Side tenía que costar varias decenas de millones. Era un misterio cómo había podido costeársela Peter Gordon trabajando como guardia de seguridad.
Pero el detective tenía la respuesta.
—La casa en absoluto era suya. La escritura está a nombre de una tal Fiona McMillan, una viuda de ochenta y nueve años sin parientes cercanos. La señora McMillan sigue pagando los impuestos y las facturas sin faltar a un solo pago. Lo curioso es que nadie la ha visto en los últimos cinco años.
—Aproximadamente la época en que SSD se trasladó a Nueva York.
—Imagino que Gordon consiguió toda la información que necesitaba para suplantarla y luego la mató. Mañana van a empezar a buscar el cadáver. Comenzarán por el garaje y luego continuarán en el sótano. —El teniente añadió—: Estoy organizando el funeral en recuerdo de Joe Malloy. Es el sábado, por si queréis ir.
—Claro —contestó el criminalista.
Sachs le tocó la mano y dijo:
—Da igual que sea un patrullero o un mando: todos son familia y duele lo mismo perderlos.
—¿Es de tu padre? —preguntó Rhyme—. Suena a algo que habría dicho él.
Una voz les interrumpió desde el pasillo:
—Eh… Llego tarde, lo siento. Acabo de enterarme de que habéis cerrado el caso. —Rodney Szarnek entró en el laboratorio seguido por Thom. Llevaba un montón de papeles impresos y de nuevo parecía dirigirse al ordenador de Rhyme y a su sistema integrado de mando: a las máquinas, no a las personas.
—¿Tarde? —preguntó Rhyme.
—El sistema ha terminado de estructurar los archivos de espacio vacío que robó Ron. Bueno, que tomó prestados. Venía para acá para enseñároslos cuando me he enterado de que habéis cazado a ese tipo. Imagino que ya no os hacen falta.
—Sólo por curiosidad, ¿qué has encontrado?
Szarnek se acercó con varios papeles impresos y los desplegó delante de Rhyme. Eran incomprensibles. Palabras, números y símbolos, y entre medias grandes espacios en blanco.
—No sé leer griego.
—Ja, qué gracia. Lo que no lees es idioma geek.
Rhyme no se molestó en contestar. Preguntó:
—Resumiendo, ¿qué pone?
—Que Corredor, ese apodo que encontré, se descargó en secreto un montón de información de innerCircle y luego borró sus huellas. Pero no eran los dosieres de las víctimas ni de nadie relacionado con el caso.
—¿Sabes su nombre? —preguntó Sachs—. ¿El de Corredor?
—Sí. Un tal Sean Cassel.
La detective cerró los ojos.
—Corredor… Y dijo que estaba entrenándose para un triatlón. No se me ocurrió.
Cassel era el director de ventas de la empresa y uno de los sospechosos, se dijo Rhyme, y se fijó en la reacción de Pulaski ante la noticia: el joven agente parpadeó sorprendido y miró a Sachs con una ceja levantada y una sonrisa tenue, pero amarga. Rhyme se acordó de su reticencia a volver a SSD y de su azoramiento por no saber manejar una hoja de cálculo. Un roce entre él y Cassel era la explicación más plausible.
—¿Qué se traía Cassel entre manos? —preguntó Pulaski.
Szarnek hojeó los papeles.
—No sabría decíroslo exactamente. —Se detuvo y le pasó una hoja, encogiéndose de hombros—. Echa un vistazo, si quieres. Estos son algunos de los dosieres a los que accedió.
Pulaski meneó la cabeza.
—No conozco a ninguna de estas personas. —Leyó varios nombres en voz alta.
—Espera —dijo de pronto Rhyme—. ¿Cuál era el último?
—Dienko… Aquí se le menciona otra vez. Vladimir Dienko. ¿Lo conoces?
—Mierda —dijo Sellitto.
Dienko, el imputado en la investigación contra la mafia rusa cuyo caso había sido sobreseído a causa de problemas con los testigos y las pruebas materiales.
—¿Y el anterior? —preguntó Rhyme.
—Alex Karakov.
Karakov era un confidente que, tras declarar contra Dienko, había permanecido escondido bajo un nombre falso. Había desaparecido dos semanas antes del juicio y se le había dado por muerto, aunque nadie se explicaba cómo habían dado con él los hombres de Dienko. Sellitto cogió los papeles de Pulaski y estuvo ojeándolos.
—Dios mío, Linc. Direcciones, retiradas de efectivo en cajeros automáticos, registro de coches, llamadas telefónicas… Justo lo que necesita un asesino a sueldo para acercarse a su objetivo. Uf, y mira esto. Kevin McDonald.
—¿No era el imputado de un caso de crimen organizado en el que estuviste trabajando? —preguntó Rhyme.
—Sí. En Hell’s Kitchen. Tráfico de armas, conspiración, un poco de drogas y algo de extorsión. También se libró.
—Mel, pasa todos los nombres de esa lista por nuestro sistema.
De los ocho nombres que Rodney Szarnek había encontrado en los archivo reconstruidos, seis habían estado imputados por diversos delitos durante los tres meses anteriores y los seis habían sido puestos en libertad sin cargos o habían tenido la suerte de que los casos se sobreseyeran en el último momento debido a problemas inesperados con los testigos y las pruebas.
Rhyme se echó a reír.
—Esto sí que es pura chiripa.
—¿Qué? —preguntó Pulaski.
—Cómprate un diccionario, novato.
El agente suspiró y dijo con paciencia:
—No sé qué significa esa palabra, Lincoln, pero lo más probable es que no vaya a querer usarla nunca.
Todos los presentes se echaron a reír, Rhyme incluido.
—Touché. Lo que quiero decir es que nos hemos tropezado por casualidad con algo muy interesante, con permiso de Mel. El Departamento de Policía de Nueva York tiene archivos en los servidores de SSD, a través de PublicSure. Pues bien, Cassel ha estado descargándose información sobre diversas investigaciones, vendiéndosela a los imputados y borrando su rastro después.
—Me lo imagino perfectamente haciendo algo así —dijo Sachs—. ¿Verdad, Ron?
—No lo dudéis ni un minuto. —El joven agente añadió—: Espera… Fue Cassel quien nos dio el CD con los nombres de los clientes. Fue él quien señaló a Robert Carpenter.
—Claro —dijo Rhyme, asintiendo con la cabeza—. Alteró los datos para incriminar a Carpenter. Necesitaba alejar la investigación de SSD, no por el caso de Cinco Dos Dos, sino porque no quería que nadie mirara los archivos y descubriera que había estado vendiendo expedientes policiales. ¿Y quién mejor para arrojarlo a los lobos que alguien que había intentado convertirse en un competidor?
—¿Hay implicado alguien más de SSD? —le preguntó Sellitto a Szarnek.
—No, que yo sepa. Sólo Cassel.
Rhyme miró a Pulaski, que estaba observando la pizarra de las pruebas. Sus ojos tenían aquel mismo destello de dureza que el criminalista había advertido horas antes.
—Eh, novato, ¿lo quieres?
—¿El qué?
—El caso contra Cassel.
El joven se lo pensó, pero luego dejó caer los hombros y, echándose a reír, dijo:
—No, creo que no.
—Puedes encargarte de él.
—Sé que puedo, pero… Cuando lleve solo mi primer caso, quiero estar seguro de que lo hago por las razones adecuadas.
—Bien dicho, novato —masculló Sellitto, levantando su taza de café hacia el joven—. Puede que todavía podamos hacer algo de ti. En fin, ya que estoy suspendido por lo menos podré acabar esos trabajillos en la casa con los que Rachel me ha estado dando la lata. —El corpulento detective cogió una galleta y se dirigió a la puerta—. Buenas noches a todos.
Szarnek recogió sus archivos y sus discos y los puso sobre una mesa. Thom firmó la tarjeta de cadena de custodia como representante de facto del criminalista. El informático se marchó, no sin antes recordarle a Rhyme:
—Y cuando le apetezca unirse al siglo veintiuno, detective, deme un toque. —Señaló los ordenadores.
Sonó el teléfono de Rhyme: era una llamada para Sachs, cuyo móvil despedazado tardaría algún tiempo en volver a estar operativo. Dedujo por la conversación que llamaban de la comisaría de Brooklyn para avisarla de que habían encontrado su coche en un depósito, no muy lejos de allí.
La detective quedó con Pam en ir a recogerlo a la mañana siguiente en el coche de la chica, que había sido encontrado en un garaje, detrás de la casa de Peter Gordon. Sachs subió a prepararse para dormir y Cooper y Pulaski se marcharon.
Rhyme se puso a redactar un informe para Ron Scott, el teniente de alcalde, describiendo el modus operandi de 522 y sugiriéndole que buscaran otros casos en los que hubiera culpado de sus crímenes a personas inocentes. Habría más pruebas en casa de Gordon, naturalmente, pero no podía ni imaginar la cantidad de trabajo que supondría inspeccionar aquel lugar.
Acabó de redactar el correo, lo envió y estaba especulando sobre cuál sería la reacción de Andrew Sterling al saber que uno de sus subalternos había estado vendiendo datos bajo cuerda cuando sonó su teléfono. La pantalla mostraba un número desconocido.
—Orden: contestar al teléfono.
Clic.
—¿Diga?
—Lincoln, soy Judy Rhyme.
—Vaya, hola, Judy.
—No sé si te has enterado. Han retirado los cargos. Ya ha salido.
—¿Ya? Sabía que estaban en ello, pero pensaba que tardarían un poco más.
—No sé qué decir, Lincoln. Supongo que gracias. De todo corazón.
—No hay de qué.
—Espera un momento —dijo Judy.
Rhyme oyó una voz sofocada y dedujo que había tapado el teléfono con la mano para hablar con uno de sus hijos. ¿Cómo se llamaban?
Entonces oyó:
—¿Lincoln?
Era curioso que la voz de su primo, una voz que hacía años que no oía, le resultara familiar al instante.
—Vaya, hola, Art.
—Estoy en la jefatura de policía. Acaban de soltarme. Han retirado todos los cargos.
—Bien.
Qué situación tan violenta.
—No sé qué decir. Gracias. Muchísimas gracias.
—De nada.
—Todos estos años… Debería haberte llamado antes. Es sólo que…
—No tiene importancia. —¿Qué demonios quería decir con eso?, se preguntó Rhyme. La ausencia de Art de su vida ni tenía importancia ni dejaba de tenerla. Lo que sintiera por su primo era simple relleno. Tenía ganas de colgar.
—No tenías por qué hacerlo.
—Había otras irregularidades. Era una situación extraña.
Lo cual tampoco significaba absolutamente nada. Lincoln Rhyme se preguntó por qué estaba deconstruyendo la conversación. Era una especie de mecanismo de defensa, supuso, y aquella idea le resultó tan tediosa como las demás. Quería colgar.
—¿Estás bien, después de lo que te pasó en el centro de detención?
—No fue nada grave. Me llevé un buen susto, pero ese tipo llegó a tiempo. Me bajó de la pared.
—Estupendo.
Silencio.
—Bueno, gracias otra vez, Lincoln. Poca gente habría hecho esto por mí.
—Me alegro de que haya salido bien.
—Tenemos que quedar. Judy, tú y yo. Y tu amiga. ¿Cómo se llama?
—Amelia.
—Tenemos que vernos. —Un largo silencio—. Será mejor que cuelgue. Tenemos que volver a casa, con los niños. Bueno, cuídate.
—Tú también. Orden: desconectar.
Rhyme fijó los ojos en el dosier de su primo.
El otro hijo…
Y comprendió que nunca «quedarían». Así que aquí se acaba, pensó, preocupado al principio porque con el clic de un teléfono al desconectarse algo que podría haber sido no llegara a ser nunca. Pero luego concluyó que aquel era el único final lógico para los acontecimientos de los tres días anteriores.
Pensando en el logotipo de SSD, se dijo que, en efecto, sus vidas habían coincidido de nuevo después de tantos años, pero que era como si permanecieran separados por una ventana sellada. Se habían observado mutuamente, habían cambiado unas palabras, pero hasta ahí había llegado su contacto. Ya iba siendo hora de que cada uno regresara a su mundo.