El mejor día es el domingo.
Porque la mayoría de los domingos soy libre de hacer lo que más me gusta.
Colecciono cosas.
Todo lo que se pueda imaginar. Si me llama la atención y puedo meterlo en la mochila o en el maletero, lo colecciono. No soy una rata cambalachera, como dirían algunos. Esos roedores dejan algo en lugar de lo que se llevan. Yo, cuando encuentro algo, me lo quedo. Nunca me desprendo de ello. Nunca.
El domingo es mi día favorito. Porque es el día de descanso de las masas, de los dieciséis que llaman hogar a esta ciudad increíble. Hombres, mujeres, niños, abogados, artistas, ciclistas, cocineros, ladrones, esposas y amantes (también colecciono DVD), políticos, corredores y comisarios de exposiciones… Es alucinante la cantidad de cosas que hace la gente para divertirse.
Vagan como antílopes felices por la ciudad y los parques de Nueva Jersey, de Long Island, del interior del estado.
Y yo puedo cazarlos a placer.
Que es lo que estoy haciendo ahora mismo, después de haberme librado de las demás distracciones del domingo, tan aburridas: almuerzo, película y hasta una invitación para jugar al golf. Ah, y las celebraciones religiosas, siempre tan populares entre los antílopes, con tal, claro, de que la visita a la iglesia vaya seguida del susodicho almuerzo dominical o de nueve hoyos dándole a la pelotita.
Salir a cazar…
Ahora mismo estoy pensando en mi última transacción. Tengo bien guardado su recuerdo en mi colección mental: la transacción con Alice Sanderson, 3895-0967-7524-3630, que tenía muy, muy buena pinta. Hasta que le clavé el cuchillo, claro.
Alice 3895, con aquel lindo vestido rosa que le marcaba los pechos y las caderas (también pienso en ella como 95-65-90, pero es una broma por mi parte). Bastante guapa, perfume con olor a flores asiáticas.
Los planes que había previsto para ella sólo tenían que ver en parte con el cuadro de Harvey Prescott que tuvo la suerte de comprar (o la desgracia, según se mire). En cuanto me asegurara de que lo había recibido, iba a sacar la cinta aislante y a pasarme un par de horas con ella en la cama. Pero lo echó todo a perder. Justo cuando me estaba acercando a ella por la espalda, se giró y soltó aquel grito horrible. No tuve más remedio que cortarle el cuello como si fuera una piel de tomate, coger mi precioso Prescott y salir pitando de allí. Por la ventana, por decirlo así.
No, no puedo dejar de pensar en Alice 3895, tan guapa ella, con su vestidito rosa y su piel que olía a flores como una casa de té. En resumen, que necesito una mujer.
Camino por las aceras mirando a los dieciséis a través de mis gafas de sol. Ellos, en cambio, no me ven a mí. Y es lo que quiero: me visto para ser invisible y para eso no hay mejor sitio que Manhattan.
Doblo esquinas, me deslizo por un callejón, compro algo (en efectivo, claro), y luego me meto en una parte desierta de la ciudad, una antigua zona industrial cerca del Soho que se está convirtiendo en barrio residencial y comercial. Aquí todo está tranquilo. Y eso está bien. Quiero tomarme con calma mi transacción con Myra Weinburg, 9834-4452-6740-3418, una dieciséis a la que le eché el ojo hace tiempo.
Myra 9834, te conozco muy bien. Lo sé todo de ti.
Myra 9834 vive en Waverley Place, Greenwich Village, en un edificio que el propietario quiere vender mediante un plan de desahucio. (Yo lo sé, pero los pobres inquilinos no lo saben aún, y a juzgar por sus ingresos y por su historial de crédito, para la mayoría va a ser una auténtica putada).
La bella, exótica y morena Myra 9834 estudió en la Universidad de Nueva York y lleva varios años trabajando en una agencia de publicidad aquí, en la ciudad. Su madre todavía vive, pero su padre murió. Lo atropellaron y el responsable se dio a la fuga, su detención sigue pendiente después de tantos años. Por delitos así, la policía no echa precisamente el resto.
En este momento Myra 9834 no tiene novio y debe de andar escasa de amistades porque hace poco cumplió treinta y dos años y lo celebró pidiendo cerdo moo shu en el Hunan Dinasty de la Cuarta Avenida Oeste (no es mala elección) y comprando una botella de Caymus Conundrum blanco por veintiocho dólares en Village Wines, un sitio carísimo. Se resarció de aquella solitaria velada, imagino, con una excursión posterior a Long Island un sábado, coincidiendo con un corto desplazamiento de otros miembros de su familia y conocidos y una gruesa factura, con copioso Brunello, en un restaurante de Garden City que el Newsday ponía por las nubes.
Myra 9834 duerme con una camiseta de Victoria’s Secret: lo deduzco del hecho de que tenga cinco de una talla demasiado grande para llevarlas en público. Se levanta temprano pensando en sus galletas danesas marca Entenmann (nunca bajas en grasa, estoy orgulloso de ella por eso) y en su café Starbucks hecho en casa: rara vez va a una cafetería. Lo cual es una lástima, porque me gusta observar en persona al antílope al que le he echado el ojo, y Starbucks es uno de los mejores sitios del mundo para hacerlo. Sale de su apartamento sobre las ocho y veinte y se va a trabajar a Manhattan, a la agencia Maple, Reed & Summers, donde es ejecutiva de cuentas júnior.
Adelante sin desfallecer. Sigo mi camino este domingo, con mi gorra de béisbol de lo más corriente (en la zona metropolitana, las llevan el 87,3 por ciento de los hombres que se cubren la cabeza con alguna prenda). Y, como siempre, con los ojos bajos. Si crees que un satélite no puede grabar tu cara sonriente desde una distancia de cincuenta kilómetros allá arriba, en el espacio, piénsatelo mejor: en algún lugar, en una docena de servidores alrededor del mundo, hay centenares de fotografías tuyas tomadas desde el cielo, y más te vale que cuando te las hicieron sólo estuvieras guiñando los ojos para que no te deslumbrara el sol mientras mirabas el dirigible de Goodyear o una nube en forma de corderito.
Mi pasión por el coleccionismo incluye no sólo esos datos cotidianos, sino la psique de los dieciséis que me interesan, y Myra 9834 no iba a ser una excepción. Sale con cierta frecuencia a tomar una copa con amigas después del trabajo y he notado que paga a menudo la cuenta, demasiado a menudo en mi opinión. Está claro que intenta comprar su cariño, ¿verdad que sí, doctor Phil[3]? Seguramente tuvo acné durante su adolescence terrible porque sigue yendo a un dermatólogo de vez en cuando, aunque las facturas son bajas. Puede que esté pensando en hacerse la dermoabrasión (totalmente innecesaria, por lo que he podido ver) o que sólo quiera asegurarse de que los granos no van a volver a aparecer como ninjas en plena noche.
Después, tras tres rondas de cosmopolitans con las chicas o una visita al gimnasio, se va a casa a hablar por teléfono, o a pasar el rato con el sempiterno ordenador o viendo la tele por cable, el paquete básico, no el premium. (Me encanta rastrear sus hábitos televisivos. Los programas que elige sugieren una extrema lealtad: cambió de cadena cuando cambió Seinfeld, y deshizo dos citas para pasar la noche con Jack Bauer[4]).
Luego, a la cama, donde a veces le gusta darse una pequeña alegría (la delata el hecho de que compra pilas AA, y su cámara digital y su iPod son recargables).
Naturalmente, esos son los datos de su vida cotidiana. Pero hoy hace un domingo espléndido, y los domingos son distintos. Es cuando Myra 9834 se monta en su amada y carísima bicicleta y sale a recorrer las calles de su ciudad.
La ruta varía. A lo mejor va a Central Park, o a los parques de Riverside o Prospect, en Brooklyn. Pero sea cual sea el camino que elija Myra 9834, hay una parada que hace invariablemente hacia el final de su ruta: la tienda de delicatessen Hudson’s Gourmet, en Broadway. Después, con la perspectiva de una buena comida y una buena ducha por delante, toma el camino más rápido para llegar a casa en bici, que, debido a la locura del tráfico en el centro, pasa justo por delante de donde me encuentro en este momento.
Estoy enfrente de un patio que da al loft de la planta baja de un edificio. Los dueños del loft son Maury y Stella Griszinski (figúrate, lo compraron hace diez años por 278 000 dólares). Pero los Griszinski no están en casa, porque están disfrutando de un crucero primaveral por Escandinavia. Han dado orden de que no les repartan el correo y no han contratado a cuidadores de mascotas ni a regadores de plantas. Y no hay sistema de alarma.
Todavía no hay rastro de ella. Mmm. ¿Habrá surgido algo? Quizás esté equivocado.
Claro que rara vez me equivoco.
Pasan cinco minutos angustiosos. Saco de mi colección mental algunas imágenes del cuadro de Harvey Prescott. Las disfruto un rato y vuelvo a guardarlas. Miro a mi alrededor y me resisto al impulso delicioso de echar un vistazo al gran cubo de basura que hay aquí para ver qué tesoros contiene.
Quédate en la sombra. Mantente fuera del casillero. Sobre todo en momentos como este. Y evita las ventanas a toda costa. Te sorprendería la atracción que ejerce el voyeurismo, la cantidad de gente que puede estar observándote desde el otro lado de un cristal que para ti es sólo un reflejo o un resplandor.
¿Dónde está? ¿Dónde?
Si no hago pronto mi transacción…
Y entonces, ¡ah!, me da un vuelco el corazón al verla: Myra 9834.
Avanza despacio, con un piñón bajo, moviendo rítmicamente sus preciosas piernas. Pagó 1020 dólares por la bici. Más de lo que costó mi primer coche.
¡Ah!, lleva una ropa muy ajustada. Se me acelera la respiración. La deseo muchísimo.
Miro a un lado y otro de la calle. Está desierta, salvo por la mujer que avanza hacia mí, que ya está muy cerca, a menos de diez metros. Me acerco el teléfono apagado a la oreja, con mi bolsa de Food Emporium colgando de la mano. La miro una sola vez. Me subo al bordillo mientras mantengo una conversación animada y absolutamente ficticia. Me detengo para dejarla pasar. Frunzo el ceño, levanto la vista. Luego sonrió.
—¿Myra?
Afloja el pedaleo. Qué ceñida lleva la ropa. Contrólate, contrólate. Compórtate con naturalidad.
No hay nadie en las ventanas que dan a la calle. No hay tráfico.
—¿Myra Weinburg?
El chirrido de los frenos de la bicicleta.
—Hola. —Me saluda y se esfuerza por recordar quién soy, pero ello sólo se debe a que la gente es capaz de hacer cualquier cosa con tal de no sentirse ridícula.
Adopto absolutamente el papel del hombre de negocios maduro cuando me acerco a ella mientras le digo a mi amigo invisible que luego lo llamo y cierro el teléfono.
Dice frunciendo un poco el ceño mientras sonríe:
—Perdona, ¿eres…?
—Mike, el ejecutivo de cuentas de Ogilvy. Creo que nos conocimos… Sí, eso es. En la sesión de fotos para National Foods, donde David. Estábamos en el estudio dos. Me pasé por allí y estuve contigo y con… ¿cómo se llama? Richie. Vuestro cáterin era mejor que el nuestro.
Ahora, una sonrisa sincera.
—Ah, claro. —Se acuerda de David, de National Foods, de Richie y del cáterin del estudio de fotografía, pero no puede acordarse de mí porque no estuve. Y tampoco había nadie que se llamara Mike, pero no va a pararse a pensar en eso porque da la casualidad de que así se llamaba su difunto padre.
—Me alegro de verte —digo con mi mejor sonrisa, como diciendo «Vaya, qué casualidad»—. ¿Vives por aquí?
—En el Village. ¿Y tú?
Señalo con la cabeza la casa de los Griszinski.
—Ahí.
—Madre mía, un loft. Qué suerte.
Le pregunto por su trabajo y ella me pregunta por el mío. Entonces hago una mueca.
—Más vale que entre en casa. Me he quedado sin limones. —Levanto la bolsa con los cítricos de atrezo—. Tengo visita. —Bajo la voz al tiempo que se me ocurre una idea brillante—. Oye, no sé si tienes planes, pero vamos a tomar un almuerzo tardío. ¿Te apetece acompañarnos?
—Pues… gracias, pero estoy hecha un asco.
—Por favor… Mi pareja y yo hemos estado fuera todo el día, participando en una carrera benéfica. —Bonito toque, creo. Y totalmente improvisado—. Estamos más sudorosos que tú, te lo aseguro. Es un almuerzo muy informal. Será divertido. Hay un ejecutivo de cuentas sénior de Thompson. Y un par de chicos de Burston. Monísimos, pero heteros. —Me encojo de hombros, apenado—. Y también tenemos un actor sorpresa. No voy a decirte quién.
—Bueno…
—Anda, venga. Tienes cara de que te hace falta un cosmopolitan. Cuando nos vimos en el estudio, ¿no estuvimos de acuerdo en que era nuestra bebida favorita?