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Amelia Sachs no tenía elección. Tenía que atacar. Enseguida. Parapetándose tras el cuerpo de Jorgensen, se lanzó hacia Gordon, que sangraba agazapado, cogió del suelo la pistola Taser y le disparó.

Las agujas de las pistolas de electrochoque no son tan veloces como las balas y Gordon cayó hacia atrás justo a tiempo para que errara el blanco. Ella empuñó la barra de hierro de Jorgensen y se abalanzó contra él. Gordon se incorporó apoyándose en una rodilla, pero cuando Sachs estaba apenas a tres metros de distancia consiguió levantar la pistola y disparar una bala directamente hacia ella en el instante en que la detective le lanzaba un golpe con la barra de hierro. El proyectil se estrelló en el chaleco antibalas. El dolor la dejó aturdida, pero la bala le había dado muy por debajo del plexo solar, donde un disparo la habría dejado momentáneamente paralizada y sin respiración.

La barra de hierro golpeó a Gordon en la cara, emitiendo un ruido sordo, casi inaudible. El asesino gritó de dolor, pero no se desplomó. Siguió sosteniendo con firmeza la Glock. Sachs viró en la única dirección por la que podía escapar, a su izquierda, y corrió por el desfiladero de cacharros que atestaba aquel sórdido lugar.

Sólo cabía calificarlo de «laberinto». Un angosto pasillo abierto entre sus colecciones: peines, juguetes (montones de muñecas; de una de ellas procedía sin duda el pelo encontrado en la escena de uno de los crímenes anteriores), tubos de pasta de dientes cuidadosamente enrollados, cosméticos, tazas, bolsas de papel, ropa, zapatos, latas de comida vacías, llaves, bolígrafos, herramientas, revistas, libros… No había visto tantos trastos juntos en toda su vida.

La mayoría de las lámparas estaban apagadas, pero había un par de bombillas de poca potencia que cubrían el lugar con una especie de velo amarillento, y la pálida luz de las farolas de la calle se colaba por entre las persianas sucias y las hojas de periódicos pegadas a los cristales. Había rejas en todas las ventanas. Sachs tropezó varias veces y consiguió sujetarse antes de caer sobre un montón de porcelana o un enorme recipiente lleno de alfileres.

Cuidado, cuidado…

Una caída sería fatal.

A punto de vomitar por el impacto que había recibido en el estómago, pasó entre dos altos montones de revistas National Geographic y, sofocando un grito, agachó la cabeza a tiempo en el instante en que Gordon doblaba una esquina a doce metros de distancia y, al verla, haciendo una mueca de dolor por el brazo roto y el golpe que había recibido en la cara, disparaba dos veces con la mano izquierda. Falló los dos tiros. Comenzó a avanzar hacia ella. Sachs metió el codo tras una torre de revistas satinadas y las arrojó en cascada hacia el pasillo, bloqueándolo por completo. Mientras se alejaba a gatas, oyó dos disparos más.

Gordon había disparado siete balas (Sachs siempre contaba los disparos), pero era una Glock: aún quedaban ocho proyectiles. Buscó una salida, incluso una ventana sin rejas por la que pudiera arrojarse, pero en aquel lado de la casa no había ninguna. En las paredes había estanterías repletas de estatuillas y baratijas de porcelana. Oyó cómo Gordon mascullaba y apartaba las revistas caídas pataleando furiosamente.

Su cara apareció por encima de los montones mientras intentaba trepar por encima, pero las cubiertas de las revistas resbalaban como hielo y se escurrió dos veces, soltando un grito al intentar apoyarse en el brazo roto. Finalmente consiguió trepar hasta arriba, pero antes de que pudiera levantar la pistola se quedó paralizado de horror, boquiabierto.

—¡No! ¡Por favor, no!

Sachs tenía ambas manos en una librería llena de jarrones antiguos y figurillas de porcelana.

—¡No! No lo toques. ¡Por favor!

Ella había recordado lo que les dijera Terry Dobyns acerca de perder cualquier cosa de su colección.

—¡Lánzame la pistola! ¡Vamos, Peter!

No creía que fuera a obedecer, pero enfrentado a la horrenda posibilidad de perder lo que contenía la estantería, el asesino dudó.

El conocimiento es poder.

—No, no, por favor… —Un susurro patético.

Después, su mirada cambió. En un instante sus ojos se volvieron negros puntos, y Sachs comprendió que iba a disparar.

Lanzó la estantería contra otra y noventa kilos de cerámica se hicieron añicos en el suelo con un espantoso estruendo que sin embargo ahogó el aullido visceral y espeluznante de Peter Gordon.

Dos estantes más de feas figurillas, tazas y platos se sumaron a la demolición.

—¡Lánzame la pistola o rompo todo lo que hay aquí!

Pero Gordon había perdido por completo el control.

—Voy a matarte, voy a matarte, voy a matarte… —Disparó dos veces más, pero para entonces Sachs ya se había puesto a cubierto. Nada más superar Gordon el montón de revistas, había comprendido que dispararía y había evaluado la posición que ocupaban ambos. Dando un rodeo, había retrocedido hacia la puerta del armario de delante, mientras él seguía en la parte trasera de la casa.

Pero para llegar a la puerta y ponerse a salvo, tendría que pasar corriendo ante la puerta de la habitación en la que, a juzgar por los ruidos, Gordon se había puesto a rebuscar entre las estanterías y el montón de objetos rotos. ¿Era consciente el asesino de su dilema? ¿Estaba esperándola, apuntando hacia la galería de tiro que tendría que atravesar para llegar a la puerta del armario?

¿O había rodeado la barricada y se estaba acercando por una ruta que ella desconocía?

En medio de la penumbra, se oían pequeños ruidos por todas partes. ¿Eran sus pasos? ¿O sólo los crujidos de la madera?

Sintió el hormigueo del pánico y se giró bruscamente. No veía a Gordon. Sabía que tenía que moverse, y cuanto antes. ¡Vamos! ¡Ahora! Respiró hondo sin hacer ruido, procuró ignorar el dolor de sus rodillas y, manteniéndose agachada, pasó corriendo por delante de la barricada de revistas.

No hubo disparos.

Gordon no estaba allí. Se paró en seco, con la espalda pegada a la pared, y procuró controlar su respiración.

Tranquila, tranquila…

Maldita sea. ¿Dónde, dónde, dónde? ¿Por este pasillo de cajas de zapatos, por este de latas de tomate, o por este de ropa bien doblada?

Más crujidos. No sabía de dónde venían.

Un sonido leve, como un soplo de viento, o como una respiración.

Por fin tomó una decisión:

¡Corre! ¡Ahora! ¡Derecha hacia la puerta!

Y ojalá no esté detrás de ti ni haya llegado a la entrada por otro pasadizo.

¡Vamos!

Echó a correr, dejando atrás otros pasillos, desfiladeros de libros, de objetos de cristal, de pinturas, de cables y equipamiento electrónico, de latas de conserva. ¿Iba bien?

Sí, sí. Delante de ella estaba la mesa de Gordon, rodeada de cuadernos amarillos. El cadáver de Robert Jorgensen yacía en el suelo.

¡Más deprisa! ¡Muévete! Olvídate del teléfono de la mesa, se dijo tras pensar fugazmente en llamar a emergencias.

Sal de aquí. Sal ya.

Corrió hacia la puerta del armario.

Cuanto más se acercaba, mayor era su pánico. Esperaba un disparo en cualquier momento.

Ya sólo faltaban cinco metros…

Quizá Gordon creyera que se había escondido en la parte de atrás. Quizás estaba de rodillas, llorando enloquecido por la destrucción de su preciosa porcelana.

Tres metros…

Dobló una esquina y se demoró el tiempo justo para agarrar la barra de hierro, resbaladiza por la sangre de Gordon.

No, sal de una vez.

Entonces se detuvo, conteniendo la respiración.

Lo vio justo delante de ella, silueteado por el resplandor de la luz procedente de la puerta del armario. Comprendió desesperada que, en efecto, había tomado otra ruta para llegar hasta allí. Levantó la pesada barra de hierro.

Gordon no la vio al principio, pero su esperanza de pasar sin que la viera se desvaneció cuando el asesino se volvió hacia ella y, dejándose caer al suelo, la apuntó con el arma. En ese instante, la imagen de su padre y, a continuación, la de Lincoln Rhyme inundaron sus pensamientos.

Ahí está Amelia 7303, la tengo en el punto de mira.

La mujer que ha destruido cientos de mis tesoros, la que me lo quitaría todo, la que me privaría de todas mis transacciones futuras y expondría mi Armario ante el mundo. No tengo tiempo de divertirme con ella. No hay tiempo para grabar sus gritos. Debe morir. Inmediatamente.

La odio, la odio, la odio, la odio, la odio, la odio, la odio, la odio, la odio, la odio, la odio…

Nadie va a quitarme nada, nunca más.

Apunta y aprieta el gatillo.

Amelia Sachs se tambaleó hacia atrás en el instante en que la pistola disparó delante de ella.

Luego otro disparo. Dos más.

Al caer al suelo se tapó la cabeza con los brazos, aturdida al principio, luego cada vez más consciente del dolor.

Me muero… me muero…

Sólo que… sólo que la única sensación dolorosa procedía de sus rodillas artríticas, que habían golpeado violentamente el suelo al caer, no de las balas que debían haber impactado en su cuerpo. Se llevó la mano a la cara, al cuello. No había herida, no había sangre. Gordon no podía haber fallado desde aquella distancia.

Pero había fallado.

Entonces echó a correr hacia ella. Con la mirada fría y los músculos rígidos como el hierro, Sachs ahogó un gemido y asió la barra de hierro.

Pero él pasó de largo sin mirarla siquiera.

¿Qué ocurría? Se incorporó despacio, con una mueca de dolor. Ahora que ya no veía el resplandor de la puerta abierta del armario, la silueta fue haciéndose cada vez más nítida. No era Gordon, sino John Harvison, un detective al que conocía de la cercana comisaría número veinte. Empuñaba firmemente su Glock mientras se acercaba con cautela al cadáver del hombre al que acababa de matar.

Sachs comprendió de pronto que Peter Gordon se había ido acercando a ella por detrás, sigilosamente, y había estado a punto de dispararle por la espalda. Desde donde estaba situado no había visto a Harvison agachado en la puerta del armario.

—Amelia, ¿estás bien? —preguntó con urgencia el detective.

—Sí, estoy bien.

—¿Hay alguien más?

—Creo que no.

Sachs se levantó y se reunió con Harvison. Al parecer, todos sus disparos habían dado en el blanco: se habían incrustado directamente en la frente de Gordon. Los daños producidos por las balas eran enormes. La sangre y la masa encefálica habían salpicado el retrato de familia de Prescott colgado encima del escritorio.

Harvison era un hombre vehemente, cuarentón, varias veces condecorado por su valor en situaciones de peligro extremo y por haber detenido a importantes traficantes de drogas. Adoptó una actitud puramente profesional y, sin hacer caso del rocambolesco escenario, aseguró el lugar de los hechos. Recogió la Glock que Gordon tenía aún en la mano ensangrentada y se la guardó junto con el cargador en el bolsillo. Apartó también la Taser a distancia prudencial, aunque era muy improbable que Gordon resucitara milagrosamente.

—John —susurró Sachs, mirando el cuerpo destrozado del asesino—. ¿Cómo…? ¿Cómo demonios me has encontrado?

—Radiaron un aviso a todos los agentes disponibles advirtiendo de que se estaba produciendo una agresión en esta casa. Yo estaba a una manzana de aquí, en un asunto de drogas, así que vine enseguida. —La miró—. Fue ese tipo con el que trabajas quien llamó.

—¿Quién?

—Rhyme. Lincoln Rhyme.

—Ah. —No le sorprendió la respuesta, a pesar de que planteaba nuevos interrogantes.

Oyeron un suave gemido. Se volvieron. Procedía de Jorgensen. Sachs se agachó.

—Avisa a una ambulancia. Todavía está vivo. —Aplicó presión en la herida de bala.

Harvison sacó su radio y dio el aviso.

Un momento después, dos agentes del Servicio de Emergencias cruzaron violentamente la puerta con las armas en la mano.

—El asesino ha sido abatido —les informó Sachs—. Seguramente no hay nadie más. Pero registren esto para asegurarse.

—Claro, detective.

Harvison y uno de los agentes de Emergencias comenzaron a recorrer los pasillos abarrotados. El otro policía se detuvo y le dijo a Sachs:

—Esta casa da escalofríos. ¿Alguna vez había visto algo así, detective?

Ella no estaba de humor para charlar.

—Tráigame vendas o una toalla. Dios, seguro que entre todos estos trastos tiene que haber media docena de botiquines. Necesito algo para parar la hemorragia. ¡Deprisa!