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Un vecino.

El que ha llamado era un vecino que vive un poco más arriba, en el número 697 de la calle 91 Oeste. Acaba de llegar del trabajo. Se suponía que tenían que llevarle un paquete, pero no ha llegado. En la tienda le han dicho que seguramente lo habrían entregado en el número 679, mi dirección. Un baile de números.

Frunzo el ceño y le digo que no me han entregado nada. Que vuelva a preguntar en la tienda. Me dan ganas de rebanarle el pescuezo por haber interrumpido mi escarceo con Amelia 7303, pero, naturalmente, sonrío con aire comprensivo.

Lamenta haberme molestado. Que usted también pase un buen día, menos mal que han acabado con las obras que estaban haciendo en la calle, ¿verdad?

Y ahora vuelvo a pensar en Amelia 7303. Pero al cerrar la puerta siento un sobresalto de pánico. De pronto me he dado cuenta de que se lo he quitado todo (el teléfono, las armas, el espray de defensa propia y la navaja), menos la llave de las esposas. Debe de tenerla en el bolsillo.

El vecino me ha distraído. Sé dónde vive y me las pagará por ello. Pero por ahora vuelvo a toda prisa a mi Armario, sacándome la navaja del bolsillo. ¡Deprisa! ¿Qué estará haciendo ahí dentro? ¿Estará llamando para decirles dónde pueden encontrarla?

¡Intenta quitármelo todo! La odio. La odio muchísimo…

El único progreso que había hecho Amelia Sachs en ausencia de Gordon había sido dominar su pánico.

Había intentado frenéticamente alcanzar la llave, pero sus piernas y sus brazos permanecían inmovilizados bajo el montón de periódicos y no conseguía mover las caderas de modo que pudiera meter la mano dentro del bolsillo.

Sí, había logrado mantener a raya la claustrofobia, pero el dolor iba apoderándose de ella rápidamente. Notaba calambres en las piernas dobladas y una afilada esquina de papel se le clavaba en la espalda.

Su esperanza de que la persona que había llamado fuera su salvación se extinguió. La puerta de la guarida del asesino se abrió de nuevo. Oyó los pasos de Gordon. Un momento después levantó la vista del lugar donde yacía en el suelo y lo vio mirándola. Rodeó la montaña de papel hasta colocarse a un lado y entornó los ojos al ver que las esposas seguían intactas.

Sonrió, aliviado.

—Así que soy el número Cinco Dos Dos.

Ella hizo un gesto de asentimiento y se preguntó cómo lo habría descubierto. Seguramente torturando al capitán Malloy, lo cual la puso aún más furiosa.

—Prefiero un nombre que tenga relación con algo. La mayoría de los dígitos son aleatorios. En la vida hay demasiado azar. Ese fue el día en que me descubristeis, ¿verdad? Mes cinco, día veintidós. Tiene sentido. Me gusta.

—Si se entrega, haremos un trato.

—¿Un trato? —Soltó una risa cínica y aterradora—. ¿Qué trato iba a hacer nadie conmigo? Los asesinatos han sido premeditados. No saldría jamás de la cárcel. Vamos. —Desapareció un momento y regresó con una lona de plástico que desplegó en el suelo, delante de ella.

Con el corazón acelerado, Sachs miró la lona manchada de sangre marrón. Recordando lo que les había dicho Terry Dobyns sobre los acumuladores, comprendió que le preocupaba que su colección se manchara de sangre.

Gordon sacó su grabadora y la puso sobre un montón de periódicos cercano, uno no muy grande, de sólo un metro de alto. El periódico de arriba era el New York Times del día anterior. En la esquina superior izquierda había un número escrito con esmero: 3529.

Fuera lo que fuese lo que intentara Gordon, iba a sufrir por ello. Sachs estaba dispuesta a usar sus dientes, sus rodillas, sus pies. Iba a hacerle daño.

Deja que se acerque. Hazte la desvalida, la vulnerable.

Que se acerque.

—¡Por favor! Esto duele… No puedo mover las piernas. Ayúdeme a estirarlas.

—No, dices que no puedes moverlas para que me acerque y así puedas intentar arrancarme la tráquea de un mordisco.

Exacto.

—No. ¡Por favor!

—Amelia Siete Tres Cero Tres… ¿Crees que no me he informado sobre ti? El día en que tú y Ron Cuarenta y dos Ochenta y cinco vinisteis a SSD, entré en los rediles y me estuve informando sobre vosotros. Tu archivo es muy revelador. Caes muy bien en el departamento, por cierto. Y creo que también les asustas. Eres muy independiente, vas a tu aire. Conduces deprisa, disparas bien, eres especialista en inspección forense y sin embargo has formado parte de cinco equipos tácticos en los últimos dos años… Así que sería absurdo que me acercara a ti sin tomar las debidas precauciones, ¿no crees?

Sachs apenas prestaba atención a sus palabras. Vamos, pensaba. Acércate. ¡Vamos!

Se apartó y regresó con una Taser, una pistola de descargas eléctricas.

Ay, no… No…

Claro. Siendo guardia de seguridad, disponía de todo un arsenal de armas. Y desde aquella distancia no podía fallar. Quitó el seguro al arma y se estaba acercando cuando se detuvo y ladeó la cabeza.

Sachs también había oído un ruido. ¿Un goteo de agua?

No. Un cristal al romperse, como una ventana que se hiciera añicos a lo lejos.

Gordon arrugó el ceño. Dio un paso hacia la puerta que llevaba a la entrada del armario… y de pronto la puerta se abrió y el asesino retrocedió bruscamente.

Una figura que empuñaba una corta barra de hierro irrumpió en la habitación, parpadeando para orientarse en la oscuridad.

Gordon cayó violentamente al suelo, el aire escapó de sus pulmones y soltó la Taser. Haciendo una mueca de dolor, se puso de rodillas y echó mano del arma, pero el recién llegado blandió la barra de hierro y le golpeó con fuerza en el brazo. El asesino chilló. Le había roto un hueso.

—¡No, no! —Gordon entornó los ojos llorosos por el dolor y miró a su agresor.

—Ahora no eres tan Dios, ¿eh? —gritó el hombre—. ¡Hijo de puta!

Era Robert Jorgensen, el médico del hotelucho, el hombre al que Gordon había robado su identidad. Descargó con fuerza la barra metálica en el cuello y los hombros del asesino, sujetándola con las dos manos. La cabeza de Gordon se estrelló contra el suelo. Puso los ojos en blanco, se desmayó y quedó totalmente inmóvil.

Sachs pestañeó, mirando atónita al doctor.

¿Que quién es? Él es Dios y yo soy Job.

—¿Está bien? —preguntó Jorgensen, acercándose a ella.

—Quíteme estos periódicos de encima. Luego quíteme las esposas y póngaselas a él. ¡Deprisa! Tengo la llave en el bolsillo.

Jorgensen se puso de rodillas y comenzó a empujar los periódicos.

—¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó Sachs.

El hombre tenía los ojos dilatados, igual que durante su conversación en aquel hotel de mala muerte del Upper East Side.

—He estado siguiéndola desde que vino a verme. Ahora vivo en la calle. Sabía que me conduciría hasta él. —Señaló con la cabeza a Gordon, que seguía inmóvil y respiraba agitadamente.

Jorgensen cogía grandes montones de periódicos y los arrojaba lejos de ella.

—Era usted quien me seguía. En el cementerio y en el muelle de carga del West Side —dijo Sachs.

—Sí, era yo. Hoy la he seguido desde el almacén hasta su casa y luego hasta la comisaría, y después hasta ese edificio de oficinas en Midtown, ese gris. Y luego hasta aquí. La he visto entrar en el callejón y, como no salía, he empezado a preocuparme. He llamado a la puerta y ha salido a abrir. Le he dicho que era un vecino, que venía a buscar un paquete. He echado un vistazo dentro. No la he visto. He fingido que me iba y entonces lo he visto cruzar una puerta del cuarto de estar y sacar una navaja.

—¿No lo ha reconocido?

Jorgensen se tiró de la barba con una risa amarga.

—Seguramente sólo me conocía por mi foto del permiso de conducir. Y es de cuando todavía me molestaba en afeitarme… y podía permitirme ir a la peluquería para cortarme el pelo… Dios, cómo pesa esto.

—Dese prisa.

Jorgensen añadió:

—Gracias a usted por fin tenía la oportunidad de encontrarlo. Sé que tiene que detenerlo, pero primero quiero pasar un rato con él. ¡Tiene que dejarme! Voy a hacerle pagar por todo lo que me ha hecho pasar.

Sachs comenzó a recuperar la sensibilidad de las piernas. Miró hacia donde yacía Gordon.

—En el bolsillo delantero… ¿Puede coger la llave?

—Todavía no. Espere, voy a quitar algunos más…

Cayeron más periódicos al suelo. Un titular:

«LOS SAQUEOS CAUSAN DAÑOS MILLONARIOS DURANTE LOS APAGONES». Otro: «SIN AVANCES EN LA CRISIS DE LOS REHENES. TEHERÁN SE NIEGA A NEGOCIAR».

Por fin, retorciéndose, logró liberarse de los periódicos. Se levantó con torpeza hasta donde le permitían las esposas. Le dolían las piernas. Tambaleándose, se apoyó contra otro montón de periódicos y se volvió hacia Jorgensen.

—La llave de las esposas, deprisa.

Él metió la mano en su bolsillo, encontró la llave y estiró los brazos hacia su espalda. Una de las esposas se abrió con un suave chasquido y Sachs pudo incorporarse del todo. Se giró para coger la llave.

—Deprisa —dijo—. Vamos a…

Un disparo ensordecedor retumbó en la habitación. Sachs sintió que algo le salpicaba simultáneamente la cara y las manos cuando una bala disparada por Peter Gordon con su Glock se incrustó en la espalda de Jorgensen, rociándola con sangre y tejidos.

El médico dejó escapar un grito y se derrumbó sobre ella, haciéndola caer hacia atrás y salvándola así del segundo proyectil, que pasó silbando a su lado y fue a incrustarse en la pared, a escasos centímetros de su hombro.