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Se abrió la puerta y oyó los pasos del asesino adentrándose en la habitación hedionda y sofocante.

Amelia Sachs estaba agachada, le dolían las piernas y luchaba por sacar la llave de las esposas del bolsillo delantero de su pantalón. Pero rodeada por los altos montones de papeles, no había podido girarse lo suficiente para meter la mano en el bolsillo. Había palpado la llave a través de la tela, había notado su forma tentadora, pero no había conseguido deslizar los dedos por la abertura.

Se retorcía de frustración.

Más pasos.

¿Dónde, dónde?

Un intento más de alcanzar la llave… Casi, pero no.

Entonces los pasos de acercaron. Sachs se dio por vencida.

Bien, era hora de luchar. Por ella que no quedara. Había visto sus ojos, su ansia, su lujuria. Sabía lo que le esperaba en cualquier momento. No sabía cómo iba a hacerle daño teniendo las manos esposadas a la espalda y la cara y los hombros terriblemente doloridos por el forcejeo de un rato antes. Pero aquel cabrón pagaría cara cada caricia.

Pero ¿dónde estaba?

Los pasos se habían detenido.

¿Dónde? No tenía perspectiva de la habitación. El pasillo por el que debía pasar el asesino para llegar hasta ella tenía unos sesenta centímetros de ancho y se abría entre torres de periódicos mohosos. Veía su mesa y los montones de cacharros y revistas.

Vamos, ven a por mí.

Estoy lista. Haré que estoy asustada, me acobardaré. Los violadores buscan controlar a sus víctimas. Se sentirá poderoso y se descuidará en cuanto me vea acobardada. Entonces, cuando se acerque, me lanzaré a por su cuello con los dientes. Aguanta y no sueltes, pase lo que pase. Voy a…

Fue entonces cuando se derrumbó el edificio, cuando estalló una bomba.

Una marea aplastante cayó sobre ella, estrellándola contra el suelo, donde quedó inmovilizada.

Gimió de dolor.

Sólo pasado un minuto se dio cuenta de lo que había hecho el asesino: previendo quizá que iba a defenderse, había empujado los montones de periódicos.

Con las piernas y las manos paralizadas y el pecho, los hombros y la cabeza expuestos, estaba atrapada bajo centenares de periódicos malolientes.

La claustrofobia se apoderó de ella. Sintió un pánico indescriptible y dejó escapar un grito seco y entrecortado. Luchó por dominar su miedo.

Peter Gordon apareció al final del túnel. Sachs vio en una de sus manos la hoja de acero de una navaja de afeitar. En la otra llevaba una grabadora. La observó atentamente.

—Por favor —gimió ella. Su angustia era sólo en parte fingida.

—Eres preciosa —contestó él en voz baja.

Iba a decir algo más, pero el sonido del timbre, que sonaba allí al igual que en la parte principal de la casa, ahogó su voz.

Gordon se quedó parado.

El timbre sonó otra vez.

El asesino se incorporó y se acercó a la mesa, tecleó algo en el ordenador y observó la pantalla: posiblemente la imagen de una cámara de seguridad que mostraba al recién llegado. Arrugó el ceño.

El asesino dudó. Miró a Sachs y a continuación plegó cuidadosamente la navaja y se la guardó en el bolsillo de atrás.

Se acercó a la puerta del armario y la cruzó. Sachs oyó el chasquido de la cerradura. Una vez más, su mano comenzó a abrirse paso lentamente hacia el bolsillo y la pequeña llave metálica que contenía.

—Lincoln…

La voz de Bo Haumann sonaba distante.

—Dime —contestó Rhyme en voz baja.

—No era ella.

—¿Qué?

—La lectura de ese programa informático era correcta. Pero no era Amelia. —Le explicó que Sachs le había dado su tarjeta de crédito a una amiga, Pam Willoughby, para que hiciera la compra con la esperanza de que esa noche pudieran cenar juntas y hablar de «cosas personales»—. Imagino que eso es lo que leyó el sistema. La chica fue a una tienda, estuvo mirando escaparates y luego se paró aquí, en casa de una amiga. Estaban haciendo los deberes.

Rhyme cerró los ojos.

—De acuerdo. Gracias, Bo. Ya podéis retiraros. Lo único que podemos hacer es esperar.

—Lo siento, Lincoln —dijo Ron Pulaski.

El criminalista asintió con la cabeza.

Sus ojos se posaron en la repisa de la chimenea, donde había una fotografía de Sachs con casco negro, en la cabina de un Ford NASCAR. A su lado había una foto de ellos dos juntos, él en su silla y ella abrazándolo.

No pudo mirarla. Fijó los ojos en las pizarras.

¿Dónde estás, Sachs? ¿Dónde estás?

Miró los esquemas como hipnotizado, deseando que pudieran hablar. Pero aquellos pocos datos le daban tan pocas pistas como los datos de innerCircle al ordenador de SSD.

Lo sentimos. En este momento no pueden hacerse predicciones…