La vida es una lucha, naturalmente.
Mi ídolo (Andrew Sterling) y yo compartimos la pasión por los datos y valoramos ambos su misterio, su atractivo, su inmenso poder. Pero hasta que me introduje en este ámbito no pude apreciar el verdadero potencial de los datos como arma para difundir nuestra visión del mundo a todos los rincones del planeta. Reducir toda vida, toda existencia a números y observar luego cómo crecen y se hinchan hasta convertirse en algo trascendental.
El alma inmortal…
Yo estaba enamorado de SQL, el programa que marcó el primer estándar en la gestión de bases de datos, hasta que caí seducido por Andrew y Atalaya. ¿Y quién no? Su potencia y su elegancia son irresistibles. Y es gracias a él que he llegado a apreciar por completo el mundo de los datos, aunque sea indirectamente. Nunca me ha dirigido más que una cordial inclinación de cabeza en el pasillo o una pregunta sobre el fin de semana, a pesar de que se sabe mi nombre sin necesidad de mirar la tarjeta que llevo en el pecho (qué mente tan brillante, tan impresionante, la suya). Pienso en todas las noches que he pasado en su despacho, más o menos a las dos de la madrugada, con todo el edificio vacío, sentado en su silla y notando su presencia mientras leía sus libros con el lomo vuelto hacia arriba. Ni uno solo de esos libros de autoayuda tan pedantes y estúpidos que suelen leer los hombres de negocios, sino volúmenes y más volúmenes que dejaban entrever una visión mucho más amplia: libros sobre la conquista del poder y el territorio geográfico; sobre Estados Unidos bajo la doctrina decimonónica del Destino Manifiesto; sobre Europa bajo el Tercer Reich; sobre el mare nostrum en época romana; sobre el mundo entero bajo la férula de la Iglesia católica y el islam. (Todos ellos, por cierto, valoraban el incisivo poder de los datos).
¡Ah, las cosas que he aprendido con sólo oír de pasada a Andrew, con sólo saborear lo que escribía en borradores de memorias y cartas, y en el libro en el que está trabajando!
«Los errores son ruido. El ruido es contaminación. La contaminación ha de eliminarse».
«Únicamente cuando salimos vencedores podemos permitirnos ser generosos».
«Sólo los débiles transigen».
«O encuentras una solución a tu problema o dejas de considerarlo un problema».
«Hemos nacido para luchar».
«Quien comprende, gana; quien sabe, comprende».
Reflexiono sobre lo que pensará Andrew de lo que estoy haciendo y creo que se sentirá satisfecho.
Y ahora, la batalla contra Ellos avanza de nuevo.
En la calle, cerca de mi casa, presiono de nuevo el llavero y por fin oigo un suave pitido.
A ver, a ver… Ah, aquí está. Mira qué trozo de chatarra, un Honda Civic. Prestado, claro, porque el coche de Amelia 7303 está ahora en un depósito: un golpe del que me siento bastante orgulloso. Antes nunca se me había ocurrido intentarlo.
Me distraigo pensando en la bella pelirroja. Lo que ha dicho que saben Ellos, ¿será un farol? ¿Y lo de Peter Gordon? Es lo que tiene el conocimiento: la línea entre la verdad y la mentira es tan delgada… Pero no puedo arriesgarme. Tendré que esconder el coche.
Vuelvo a pensar en ella.
Sus ojos feroces, su cabello rojo, su cuerpo… No sé si podré esperar mucho más.
Trofeos…
Registro rápidamente el coche. Algunos libros, revistas, pañuelos desechables, varias botellas vacías de agua mineral, una servilleta de Starbucks, unas zapatillas deportivas con la goma desgastada, un ejemplar de la revista Seventeen en el asiento de atrás y un libro de texto sobre poesía… ¿Y a quién pertenece esta soberbia contribución de la tecnología japonesa al mundo? Según el registro, a Pamela Willoughby.
Me informaré un poco más sobre ella en innerCircle y luego iré a hacerle una visita. Me pregunto qué aspecto tendrá. Miraré en Tráfico para asegurarme de que merece la pena tomarse la molestia.
El coche arranca bastante bien. Sal con cuidado, que no se cabreen otros conductores. No quiero montar una escena.
Media manzana y al callejón.
¿Qué le gusta escuchar a la señorita Pam? Rock, música alternativa, hiphop, noticias y la radio pública. Las emisoras preseleccionadas son sumamente reveladoras.
Ya estoy haciendo planes para organizar una transacción con la chica: para conocerla mejor. Nos veremos en el funeral en memoria de Amelia 7303 (sin cuerpo, no hay entierro). Le ofreceré mis condolencias. Conocí a Amelia mientras trabajaba en el caso. Me cayó muy bien. Vamos, no llores, cielo. No pasa nada. ¿Sabes qué? ¿Qué te parece si quedamos? Puedo contarte todas las historias que me contó Amelia. Su padre. Y la interesante historia de cómo llegó su abuelo a este país. (Cuando me enteré de que estaba husmeando por allí, leí su dosier. Qué historia tan interesante). Tenemos que ser buenos amigos. Estoy realmente hecho polvo… ¿Qué te parece si tomamos un café? ¿Te gusta Starbucks? Yo voy todas las tardes, después de ir a correr por Central Park. ¡No! ¿Tú también?
Desde luego, parece que tenemos muchas cosas en común.
Vaya, ya está otra vez esa idea, cuando pienso en Pam. ¿Será muy fea?
Quizá tenga que esperar para meterla en el maletero. Primero tengo que encargarme de Thom Reston… y de un par de cosas más. Pero al menos esta noche tengo a Amelia 7303.
Me meto en el garaje y guardo el coche. Se quedará aquí hasta que cambie la matrícula y lo lance al fondo del embalse de Croton. Pero no puedo pensar en eso ahora. Estoy muy nervioso haciendo planes para la transacción con mi amiga pelirroja, que me espera en casa, en mi Armario, como una esposa a su marido tras un duro día de trabajo en la oficina.
Lo sentimos. En este momento no puede hacerse una predicción. Por favor, introduzca más datos e inténtelo de nuevo.
A pesar de haber consultado la base de datos más grande del mundo, a pesar de que el software de tecnología punta examinaba cada detalle de la vida de Amelia Sachs a la velocidad de la luz, el programa no obtenía resultados.
—Lo siento —dijo Mark Whitcomb tocándose con cuidado la nariz.
La pantalla de alta definición del sistema de videoconferencia hacía que la herida resaltara aún más. Tenía mal aspecto. Ron Pulaski le había dado un buen golpe.
—No hay suficientes detalles —continuó el joven, sorbiendo por la nariz—. La calidad de los resultados depende de los datos que se introduzcan. El programa trabaja mejor con una pauta de conductas. Lo único que nos dice es que la detective Sachs ha ido a un sitio al que no había ido nunca antes, al menos no por esa ruta.
Derecha a casa del asesino, pensó Rhyme lleno de frustración.
¿Dónde diablos estaba?
—Un momento. El sistema se está actualizando…
La pantalla cambió después de un parpadeo.
—¡La tengo! —balbució Whitcomb—. Varios RFID la han detectado hace unos veinte minutos.
—¿Dónde? —murmuró Rhyme.
Whitcomb les mostró los datos en pantalla. Estaba en una calle tranquila del Upper East Side.
—Dos incidencias en tiendas. La duración del primer escáner de RFID es de dos segundos. El segundo ha sido un poco más largo, ocho segundos. Puede que se haya detenido a comprobar una dirección.
—¡Llamad a Bo Haumann enseguida! —gritó Rhyme.
Pulaski marcó el número y un momento después el jefe del Servicio de Emergencias de la policía se puso al teléfono.
—Bo, tengo una pista sobre Amelia. Ha ido en busca de Cinco Dos Dos y ha desaparecido. Tenemos un sistema informático vigilando sus movimientos. Hace unos veinte minutos estaba cerca del seiscientos cuarenta y dos de la Ochenta y ocho Este.
—Podemos estar ahí en diez minutos, Linc. ¿Habrá rehenes?
—Yo diría que sí. Llámame en cuanto sepas algo.
Colgaron.
Rhyme pensó en el mensaje que le había dejado Sachs en el buzón de voz. Parecía tan frágil, aquel hatillo de datos digitales.
Oyó perfectamente su voz:
Tengo una pista, una buena pista, Rhyme. Llámame.
No pudo evitar preguntarse si aquella habría sido su última comunicación.
El Equipo A de la Unidad del Servicio de Emergencias de Bo Haumann se hallaba junto a la puerta de una casa de gran tamaño, en el Upper East Side: cuatro agentes acorazados, provistos de MP-5, subfusiles negros y compactos. Procuraban mantenerse apartados de las ventanas.
Haumann tenía que reconocer que no había visto nada parecido en todos sus años en el ejército y la policía. Lincoln Rhyme estaba utilizando un programa informático que había seguido los pasos de Amelia Sachs hasta aquella zona, sólo que no había sido a través de su teléfono móvil, o de un transmisor, o de un rastreador GPS. Tal vez aquel fuera el futuro del trabajo policial.
El programa no les había dado la ubicación concreta de aquella casa, un domicilio privado, pero un testigo había visto a una mujer pararse delante de las dos tiendas en las que el ordenador había localizado a Sachs y dirigirse luego a aquella casa, al otro lado de la calle.
Donde presumiblemente la retenía el asesino al que apodaban 522.
Finalmente, llamó el equipo que vigilaba la parte de atrás de la casa.
—Equipo Be a Uno. En nuestros puestos. No vemos nada. ¿En qué piso está? Cambio.
—Ni idea. Vamos a entrar y registrarlo todo. Moveos deprisa. Lleva un buen rato ahí dentro. Voy a pulsar el timbre. Cuando venga a abrir, entramos.
—Recibido, cambio.
—Equipo Ce. Dentro de tres o cuatro minutos estaremos en la azotea.
—¡Daos prisa! —gruñó Haumann.
—Sí, señor.
Haumann llevaba años trabajando con Amelia Sachs. La detective tenía más huevos que muchos hombres que trabajaban a sus órdenes en el Servicio de Emergencias. No estaba seguro de que le cayera bien (era tozuda, brusca y a menudo se colaba en primera línea cuando debía quedarse atrás), pero la respetaba, de eso no había duda.
Y no iba a dejarla en manos de un violador como 522. Hizo un gesto de asentimiento al detective de la Unidad de Emergencias que esperaba en el pórtico de la casa, vestido de paisano para que, cuando llamara a la puerta, el asesino no los descubriera con sólo mirar por la mirilla. En cuanto abriera, los agentes agazapados junto a la fachada se abalanzarían sobre él. El agente se abrochó la chaqueta y asintió.
—Maldita sea. —Impaciente, Haumann llamó por radio al equipo de la parte de atrás—. ¿Estáis ya en vuestros puestos o no?