—Escúcheme. Mi compañera ha desaparecido. Y necesito consultar unos archivos.
Rhyme estaba hablando con Andrew Sterling a través de una cámara web de alta definición.
El jefe de SSD estaba de vuelta en su austero despacho de la Roca Gris. Permanecía sentado, muy tieso, en lo que parecía ser una silla de madera sencilla. Irónicamente, su actitud imitaba la rígida postura del criminalista en su TDX. Sterling dijo con voz suave:
—Ya ha hablado con Sam Brockton. Y también con el inspector Glenn. —Su voz no traslucía ni un atisbo de inquietud. Ni tampoco emoción alguna, a pesar de que su rostro exhibía una sonrisa cordial.
—Quiero ver el dosier de mi pareja, la detective con la que ha hablado, Amelia Sachs. Su dosier completo.
—¿Qué quiere decir con «completo», capitán Rhyme?
El criminalista advirtió que lo había llamado por su rango, un dato no muy conocido.
—Sabe perfectamente a qué me refiero.
—No, no lo sé.
—Quiero ver su dosier Tres E, «Cumplimiento de la Normativa».
Otra vacilación.
—¿Por qué? Carece de importancia. Sólo es información técnica de registros administrativos. Datos protegidos por la Ley de Privacidad.
Pero Sterling estaba mintiendo. Kathryn Dance, la agente de la Oficina de Investigación de California, le había enseñado algunos fundamentos de kine (lenguaje gestual) y análisis de la comunicación. Una vacilación antes de responder suele ser señal de engaño, pues el sujeto trata de formular una respuesta verosímil, pero falsa. Uno habla rápidamente cuando dice la verdad. No hay nada que elucubrar.
—Entonces, ¿por qué no quiere que lo vea?
—Es que no hay razón para… No le serviría para nada.
Mentira.
Los ojos verdes de Sterling permanecieron en calma, aunque una vez se desviaron hacia un lado y Rhyme comprendió que había mirado hacia el lugar donde Ron Pulaski aparecía en su pantalla. El joven agente estaba al fondo del laboratorio, en pie detrás de Rhyme.
—Entonces respóndame a una pregunta.
—¿Sí?
—Acabo de hablar con un informático del Departamento de Policía de Nueva York. Le he pedido que calculara el tamaño del dosier de mi primo.
—¿Sí?
—Me ha dicho que un dosier de treinta páginas de texto tendría más o menos un tamaño de veinticincos kas.
—Me preocupa tanto como a usted el bienestar de su compañera, pero…
—Eso lo dudo mucho. Ahora escúcheme.
Sterling reaccionó levantando ligeramente una ceja.
—Un dosier típico ocupa unos veinticinco kilobytes de datos, pero según su folleto tienen ustedes más de quinientos petabytes de información. Son tantos datos que para la mayoría de la gente resulta inconcebible.
Sterling no respondió.
—Si un dosier tiene veinticinco kas de media, una base de datos que incluyera a todos los seres humanos vivos ocuparía unos ciento cincuenta mil millones de kas, como mucho. Pero innerCircle tiene más de quinientos trillones de kas. ¿Qué hay en el resto del espacio del disco duro de innerCircle, Sterling?
Otra vacilación.
—Pues montones de cosas… Los gráficos y las fotografías ocupan gran cantidad de espacio. Datos administrativos, por ejemplo.
Mentira.
—Y dígame, ¿por qué existen los dosieres de cumplimiento de la normativa? ¿Quién tiene que cumplir con qué?
—Nos cercioramos de que el archivo de todas las personas se ajuste a las exigencias de la ley.
—Sterling, si no me manda ese archivo dentro de cinco minutos, me iré derecho al Times con la historia de cómo ha ayudado y dado cobertura a un criminal que ha utilizado sus datos para violar y asesinar. Los chicos de la División de Cumplimiento de la Normativa de Washington no van a salvarlo de esos titulares. Y saldrá en primera plana, eso se lo garantizo.
El consejero delegado de SSD se echó a reír. Su semblante rebosaba confianza.
—No creo que eso vaya a pasar. Bien, capitán, tengo que decirle adiós.
—Sterling…
La pantalla quedó en negro.
Rhyme cerró los ojos, lleno de frustración. Dirigió su silla hacia las pizarras que contenían los esquemas con las pruebas y la lista de sospechosos. Se quedó mirando la letra de Thom y Sachs, alguna garabateada a toda prisa, otra escrita metódicamente.
Pero no se le ocurrió ninguna respuesta.
¿Dónde estás, Sachs?
Sabía que vivía en la cuerda floja, que él jamás le pediría que evitara las situaciones de alto riesgo que tanto parecían atraerla. Pero estaba furioso con ella por haber seguido su puñetera pista sin pedir refuerzos.
—¿Lincoln? —dijo Ron Pulaski con voz queda.
Rhyme levantó los ojos y vio que la mirada del joven agente se había vuelto extrañamente fría mientras contemplaba las fotografías del cadáver de Myra Weinburg.
—¿Qué?
Se volvió hacia el criminalista.
—Tengo una idea.
La cara, con la nariz vendada, llenaba la pantalla de alta definición.
—Sí que tienes acceso a innerCircle, ¿verdad? —preguntó Ron Pulaski a Mark Whitcomb con voz serena—. Dijiste que no tenías autorización, pero sí la tienes.
Whitcomb suspiró. Por fin dijo:
—Sí. —Miró fijamente un momento a la cámara web y enseguida desvió los ojos.
—Mark, tenemos un problema. Necesitamos tu ayuda.
Pulaski le explicó que Sachs había desaparecido y que Rhyme sospechaba que el archivo de Cumplimiento de la Normativa podía ayudarles a descubrir dónde había ido.
—¿Qué contiene el dosier?
—¿Un dosier de Cumplimiento de la Normativa? —susurró Whitcomb—. Está absolutamente prohibido acceder a ellos. Si se enteraran, podría ir a la cárcel. Y la reacción de Sterling… sería peor que la cárcel.
—No fuiste sincero con nosotros —le espetó Pulaski— y murió gente. —Luego añadió con más suavidad—: Somos de los buenos, Mark. Échanos una mano. No dejes que muera nadie más. Por favor.
El policía no dijo nada más. Dejó que se prolongara el silencio.
Buen trabajo, novato, pensó Rhyme, que en esta ocasión se conformaba con ocupar el asiento del copiloto.
Whitcomb hizo una mueca. Miró a su alrededor y luego al techo. ¿Temía que hubiera micrófonos o cámaras de vigilancia?, se preguntó Rhyme. Eso parecía, porque su voz rebosaba urgencia y resignación cuando dijo:
—Anota esto. No tenemos mucho tiempo.
—¡Mel! ¡Ven aquí! Vamos a entrar en innerCircle, el sistema de SSD.
—¿Ah, sí? Oh, oh, esto pinta mal. Primero Lon me requisa la insignia y ahora esto. —El técnico corrió al ordenador que había junto a Rhyme.
Whitcomb recitó la dirección de una página web y Cooper la escribió. En la pantalla aparecieron varios mensajes indicando que habían entrado en contacto con el servidor de seguridad de SSD. Whitcomb dio a Cooper un nombre de usuario temporal y, tras vacilar un momento, tres largos códigos de acceso compuestos por caracteres elegidos al azar.
Descargad el archivo de decodificación de la ventana del centro de la pantalla y hacer clic en «ejecutar».
Cooper obedeció y un momento después apareció otra pantalla.
Bienvenido, NGHF235. Por favor, introduce (1) el código de sujeto de 16 caracteres de SSD; o (2) el país y el número de pasaporte del sujeto; o (3) el nombre del sujeto, su domicilio actual, su número de la Seguridad Social y un número de teléfono.
—Escribid la información de la persona que os interesa.
Rhyme dictó los datos de Sachs. En la pantalla se leyó:
¿Confirma acceso a Dossier 3E, Cumplimiento de la Normativa?
Sí / No.
Cooper hizo clic en «Sí» y apareció otra ventana pidiéndole otro código de acceso.
Whitcomb lanzó otra mirada al techo y preguntó como si estuviera a punto de pasar algo trascendental:
—¿Listos?
—Listos.
Whitcomb les dio otra contraseña de dieciséis dígitos. Cooper la tecleó y pulsó «Intro».
Cuando el texto comenzó a llenar la pantalla del ordenador, el criminalista susurró asombrado:
—Dios mío…
Y no era fácil asombrar a Lincoln Rhyme.
RESTRINGIDO
EL ACCESO A ESTE DOSIER POR PARTE DE CUALQUIER PERSONA QUE NO DISPONGA DE UNA AUTORIZACIÓN A-18 O SUPERIOR SUPONE UNA VIOLACIÓN DE LAS LEYES FEDERALES
Y aquello era sólo el índice de contenidos. El dosier de Amelia Sachs tenía cerca de quinientas páginas.
Rhyme revisó rápidamente la lista y abrió varios bloques. Las entradas eran densas como madera.
—¿SSD tiene toda esta información? —susurró—. ¿De todos los ciudadanos estadounidenses?
—No —contestó Whitcomb—. De niños menores de cinco años hay muy poca, obviamente. Y en el caso de muchos adultos hay un montón de lagunas. Pero SSD hace todo lo que puede. Lo hace mejor cada día.
¿Mejor?, se preguntó Rhyme.
Pulaski señaló con la cabeza el folleto de ventas que había descargado Mel Cooper.
—¿Cuatrocientos millones de personas?
—Exacto. Y creciendo.
—¿Y se actualiza hora por hora? —preguntó Rhyme.
—A menudo en tiempo real.
—Entonces su agencia gubernamental, Whitcomb, esa tal «División de Cumplimiento de la Normativa»…, no tiene por objeto salvaguardar los datos, sino utilizarlos, ¿no es así? ¿Para encontrar a terroristas?
Whitcomb se quedó callado, pero puesto que ya había enviado el dosier a alguien que no tenía una autorización A-18, fuera eso lo que fuese, pareció llegar a la conclusión de que desvelar algún dato más no empeoraría su situación.
—Así es. Y no sólo terroristas. También otros delincuentes. SSD utiliza programas de predicción para descubrir quién va a cometer un delito, cuándo y cómo. Muchos de los chivatazos que reciben los agentes de policía y los departamentos de inteligencia proceden de presuntos ciudadanos anónimos que en realidad son avatares. Ficciones creadas por Atalaya e innerCircle. A veces hasta recogen recompensas, que luego se reenvían a la administración para volver a ser utilizadas.
Esta vez fue Mel Cooper quien preguntó:
—Pero ¿por qué una agencia gubernamental encarga ese trabajo a una compañía privada? ¿Por qué no lo hace ella misma?
—Tenemos que usar una empresa privada. El Departamento de Defensa intentó hacer algo así después del Once de Septiembre: el programa Conocimiento Total de la Información. Lo dirigieron un exconsejero de Seguridad Nacional, John Poindexter, y un ejecutivo de SAIC. Pero se cerró porque violaba la Ley de Privacidad. Y la opinión pública pensó que se parecía demasiado a un Gran Hermano. Pero SSD no está sujeta a las mismas trabas legales que la administración pública.
Whitcomb soltó una risa cargada de cinismo.
—Además, con todo el respeto para mis jefes, los de Washington no demostraron mucho talento. SSD, sí. Las dos palabras principales dentro del vocabulario de Andrew Sterling son «conocimiento» y «eficiencia». Y nadie las combina mejor que él.
—¿No es ilegal? —inquirió Mel Cooper.
—Hay ciertas zonas grises —reconoció Whitcomb.
—Bien, ¿puede ayudarnos? Es lo único que quiero saber.
—Puede que sí.
—¿Cómo?
—Vamos a abrir el bloque de hoy de posicionamiento geográfico de la detective Sachs —explicó Whitcomb—. Yo me ocupo de teclear. —Comenzó a manejar el teclado—. Pueden ver lo que estoy haciendo en la ventana de abajo de su pantalla.
—¿Cuánto va a tardar?
Una risa sofocada, debido a la nariz rota.
—No mucho. Es muy rápido.
No había terminado de hablar cuando la pantalla se llenó de texto.
—¿Qué matrícula tiene? —preguntó Whitcomb—. Da igual, es más rápido usar su código. Veamos…
Se abrió una ventana y vieron un informe según el cual su Camaro había sido embargado y trasladado en grúa desde delante de su casa. No había ninguna información respecto al depósito al que había sido trasladado.
—Eso es cosa de Cinco Dos Dos —susurró Rhyme—. Tiene que serlo. Igual que lo de tu mujer, Pulaski. Y que el corte de luz aquí. Va a por todos nosotros de la manera que puede.
Whitcomb siguió tecleando y la información sobre el coche fue sustituida por un plano que mostraba las últimas ubicaciones incluidas en el perfil de posicionamiento geográfico. Estaba claro que Sachs se había trasladado desde Brooklyn hasta el distrito de Midtown. Pero allí se perdía su pista.
—¿Cuál es la última? —preguntó Rhyme—. El escáner de RFID. ¿Qué es?
—Una tienda leyó el chip de una de sus tarjetas de crédito —explicó Whitcomb—. Pero fue poco tiempo. Seguramente iba en el coche. Tendría que haber ido caminando muy deprisa para que la lectura sea tan breve.
—¿Todavía iba en dirección norte? —preguntó Rhyme.
—Esa es toda la información que tenemos. Pronto se actualizará.
—Ha tenido que tomar la calle Treinta y cuatro, hacia la autopista del West Side —comentó Mel Cooper—. E ir hacia el norte, como si fuera a salir de la ciudad.
—Hay un puente de peaje —dijo Whitcomb—. Si lo cruza, detectarán el número de matrícula. La chica de la que es el coche, Pam Willoughby, no tiene tarjeta de telepeaje. Si no, lo sabríamos por innerCircle.
Siguiendo las instrucciones de Rhyme, Mel Cooper (el policía de mayor graduación entre ellos) pidió que se emitiera una orden de localización de vehículos con el número de matrícula del coche de Pam y su modelo.
Rhyme llamó a la comisaría de Brooklyn, donde le dijeron que, en efecto, la grúa se había llevado el Camaro de Sachs. Pam y ella habían estado allí un momento, pero se habían marchado enseguida y no habían dicho adónde iban. El criminalista llamó a la chica al móvil. Estaba en la ciudad, con una amiga. Le confirmó que Sachs había descubierto una pista después de que alguien entrara en su casa de Brooklyn, pero que no le había dicho qué era ni adónde se dirigía.
Rhyme cortó la llamada.
Whitcomb dijo:
—Vamos a pasar las ubicaciones de GPS y todo lo que tenemos sobre ella y el caso por FORT, el programa de relaciones oscuras, y luego por Xpectations. Es un software predictivo. Si hay algún modo de averiguar adónde ha ido, es así.
Whitcomb volvió a mirar al techo. Hizo una mueca. Se levantó y caminó hacia la puerta. Rhyme vio que echaba el cierre y encajaba una silla bajo el pomo. Les dedicó una tenue sonrisa al volver a sentarse ante el ordenador. Comenzó a teclear.
—¿Mark? —dijo Pulaski.
—¿Sí?
—Gracias. Y esta vez lo digo en serio.