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—Vale, ¿qué ha pasado? —le preguntó Rhyme a Pulaski con aspereza.

El novato estaba a cinco kilómetros de allí, en Manhattan, en la casa que Andrew Sterling hijo tenía en el Upper East Side.

—¿Has entrado? ¿Sachs está ahí?

—Creo que no es Andy, señor.

—¿Crees o no es él?

—No es él.

—Explícate.

El policía le contó que, en efecto, Andy Sterling había mentido acerca de sus actividades del domingo. Pero no para ocultar su papel como asesino y violador. Le había dicho a su padre que había tomado el tren de Westchester para ir a hacer senderismo, pero lo cierto era que había ido en coche, tal y como había dicho por descuido al hablar con Pulaski.

Delante de este y de dos agentes del Servicio de Emergencias, el joven había confesado entre balbuceos por qué había mentido a su padre diciéndole que había tomado el tren. Andy no tenía permiso de conducir.

Pero su novio sí. Andrew Sterling podía ser el mayor proveedor de información del mundo, pero ignoraba que su hijo era homosexual, y el joven nunca había reunido el valor suficiente para decírselo.

Una llamada a su novio confirmó que habían estado ambos fuera de la ciudad a la hora de los asesinatos. Y el centro de operaciones de la tarjeta de telepeaje confirmó que así era.

—Maldita sea. Está bien, vuelve aquí, Pulaski.

—Sí, señor.

Mientras caminaba por la acera en sombras, Lon Sellitto iba pensando: Mierda, debería haberle pedido también la pistola a Cooper. Pero, naturalmente, una cosa era pedir prestada una insignia si estabas suspendido, y otra muy distinta un arma. Eso podría haber convertido aquel lío en un marrón de la hostia, si llegaba a oídos de Asuntos Internos.

Y además les daría motivos fundados para suspenderlo cuando se aclarara el asunto del análisis antidroga.

Drogas… Menuda mierda.

Encontró la dirección que buscaba, la de Carpenter, una casa en un barrio tranquilo del Upper East Side. Las luces estaban encendidas, pero no vio a nadie dentro. Se acercó a la puerta y pulsó el timbre.

Le pareció oír ruidos en el interior. Pasos. Una puerta.

Y luego nada durante un minuto largo.

Acercó instintivamente la mano al lugar donde siempre llevaba el arma.

Mierda.

Por fin, la cortina de una ventana lateral se abrió y volvió a caer. Se abrió la puerta y Sellitto se encontró frente a un hombre de complexión robusta, con el pelo peinado hacia atrás. Miraba fijamente su insignia dorada que había tomado prestada. Parpadeó desconcertado.

—Señor Carpenter…

Sin que le diera tiempo a decir nada más, el desconcierto de Carpenter pareció desvanecerse y su rostro se crispó en una mueca de pura rabia.

—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Maldita sea!

Hacía años que Lon Sellitto no se enzarzaba en una pelea con un sospechoso, y de pronto se dio cuenta de que aquel hombre podía darle una paliza con toda facilidad y a continuación rebanarle el pescuezo.

¿Por qué diablos no le he pedido la pistola a Cooper, pasara lo que pasase?

Pero resultó que la ira de Carpenter no iba dirigida contra él, sino, curiosamente, contra el presidente de SSD.

—Ha sido ese cabrón de Andrew Sterling, ¿verdad? ¿Les ha llamado él? Me ha implicado en esos asesinatos de los que no paran de hablar. Dios mío, ¿qué voy a hacer? Seguramente ya estoy en el sistema y Atalaya habrá mandado mi nombre a listas de todo el país. Ay, Dios. ¡Qué puto imbécil he sido por enredarme con SSD!

La preocupación de Sellitto disminuyó. Guardó la insignia policial y le pidió que saliera. Carpenter obedeció.

—Entonces, ¿tengo razón? Andrew está detrás de esto, ¿a que sí? —gruñó Carpenter.

El detective no contestó, pero le preguntó dónde estaba a la hora del asesinato de Malloy, ese mismo día.

Carpenter se lo pensó.

—Estaba en reuniones. —Le dio el nombre de varios empleados de un gran banco de la ciudad y sus números de teléfono.

—¿Y el domingo por la tarde?

—Mi novia y yo tuvimos invitados. Para almorzar.

Una coartada fácil de verificar.

Sellitto llamó a Rhyme para contarle lo que había averiguado. Habló con Cooper, que le dijo que comprobaría las coartadas. Después desconectó y se volvió hacia un agitado Bob Carpenter.

—Ese capullo es el tío más vengativo con el que he hecho negocios.

Sellitto le dijo que, en efecto, había sido SSD quien les había procurado su nombre. Al oír la noticia, el hombre cerró los ojos un momento. Su cólera comenzaba a refluir, dando paso a la angustia.

—¿Qué les ha dicho de mí?

—Por lo visto descargó usted información sobre las víctimas justo antes de que fueran asesinadas. En varios asesinatos que han tenido lugar en los últimos meses.

—Esto es lo que pasa cuando Andrew se cabrea —repuso Carpenter—. Se toma la revancha. Pero no pensé que sería así… —Frunció el entrecejo—. ¿En los últimos meses? Esas descargas… ¿De cuándo son las más recientes?

—De las últimas dos semanas.

—Entonces no he podido ser yo. Tengo prohibido el acceso al sistema de Atalaya desde principios de marzo.

—¿Prohibido?

Carpenter hizo un gesto de asentimiento.

—Por orden de Andrew.

Sonó el teléfono de Sellitto. Era Mel Cooper. El técnico le explicó que al menos dos de las fuentes habían confirmado la coartada de Carpenter. El detective le pidió que llamara a Rodney Szarnek para que comprobara de nuevo los datos del CD que le habían dado a Pulaski. Cerró el teléfono y le dijo a Carpenter:

—¿Por qué le prohibieron el acceso?

—Verá, lo que pasa es que tengo una empresa de almacenamiento de datos y…

—¿Almacenamiento de datos?

—Almacenamos datos que procesan empresas como SSD.

—Pero ¿no como en un almacén donde se guardan mercancías?

—No, no. Es todo almacenaje informático. Tenemos nuestros servidores en Nueva Jersey y Pensilvania. El caso es que… En fin, podría decirse que me dejé seducir por Andrew Sterling. Todo su éxito, su dinero… Me dieron ganas de dedicarme yo también a la minería de datos, como SSD, no sólo a almacenarlos. Pensaba abrirme un hueco en el mercado, en un par de sectores en los que SSD no es tan fuerte. En realidad no era nada ilegal, no intentaba competir.

Sellitto advirtió una nota de desesperación en su voz al intentar justificar Carpenter lo que había hecho.

—Era cosa de poco, pero Andrew se enteró y me expulsó de innerCircle y Atalaya. Amenazó con demandarme. He intentado negociar con él, pero hoy me ha echado. Bueno, ha puesto fin a nuestro contrato. Pero la verdad es que no he hecho nada malo. —Se le quebró la voz—. Eran sólo negocios…

—¿Y cree que Sterling ha manipulado los archivos informáticos para que parezca usted el asesino?

—Bueno, ha tenido que ser alguien de SSD.

Total que Carpenter no es sospechoso, se dijo Sellitto, y esto es una pérdida de tiempo de tres pares de cojones.

—No tengo más preguntas. Buenas noches.

Pero el hombre había cambiado de estado de ánimo. Su ira se había desvanecido por completo y en su lugar había aparecido una expresión que a Sellitto le pareció de desesperación, o de miedo, quizá.

—Espere, agente, no me malinterprete. Me he precipitado. No es que esté sugiriendo que ha sido Andrew. Me he puesto como loco, pero ha sido sólo un pronto. No se lo dirá, ¿verdad?

El detective miró hacia atrás mientras se alejaba. El empresario parecía estar a punto de echarse a llorar.

Así pues, otro sospechoso era inocente.

Primero, Andy Sterling. Ahora, Robert Carpenter. Al regresar a casa de Rhyme, Sellitto llamó de inmediato a Rodney Szarnek, y el informático se comprometió a averiguar dónde estaba el error. Volvió a llamar diez minutos después. Lo primero que dijo fue:

—Eh… Uf.

Rhyme suspiró.

—Venga, sigue.

—Vale. Carpenter sí que se bajó listas suficientes para tener la información que habría necesitado para matar a las víctimas e inculpar a los detenidos, pero ha sido a lo largo de dos años. Todo ello como parte de campañas de márquetin legales. Y desde marzo, nada.

—Dijiste que se había descargado la información justo antes de los crímenes.

—Eso es lo que ponía en la hoja de cálculo propiamente dicha, pero los metadatos demuestran que alguien de SSD ha cambiado las fechas. La información sobre tu primo, por ejemplo, se la descargó hace dos años.

—Así que alguien de SSD alteró los datos para despistarnos y conducirnos hasta Carpenter.

—Exacto.

—Ahora la gran pregunta: ¿quién demonios alteró los datos? Esa persona es Cinco Dos Dos.

Pero el informático dijo:

—No hay más información codificada en los metadatos. El administrador y los ficheros de acceso de superusuario no están…

—No a secas. ¿Esa es la respuesta abreviada?

—Correcto.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo.

—Gracias —masculló el criminalista, y colgó.

El hijo, eliminado; Carpenter, eliminado…

¿Dónde estás, Sachs?

Rhyme sintió un sobresalto. Había estado a punto de usar su nombre de pila. Pero entre ellos era un norma tácita llamarse por el apellido cuando se referían al otro. Lo otro traía mala suerte. Como si las cosas pudieran torcerse más aún.

—Linc —dijo Sellitto, señalando el tablero que contenía la lista de sospechosos—, lo único que se me ocurre es que nos informemos del paradero de todos. Ahora mismo.

—¿Y cómo lo hacemos, Lon? Tenemos un inspector que ni siquiera quiere que este caso exista. No parece que podamos… —Su voz se interrumpió al tiempo que fijaba los ojos en el perfil de 522 y en los esquemas con las pruebas.

Y también en el dosier de su primo, que seguía en el atril de lectura, a su lado.

Estilo de vida

Dosier 1A. Preferencias de productos de consumo.

Dosier 1B. Preferencias de servicios de consumo.

Dosier 1C. Viajes.

Dosier 1D. Sanidad.

Dosier 1E. Preferencias de ocio.

Financiero/académico/profesional

Dosier 2A. Historial académico.

Dosier 2B. Historial de empleo e ingresos.

Dosier 2C. Historial de crédito/situación actual y calificación crediticia.

Dosier 2D. Preferencias de productos y servicios empresariales.

Administrativo/jurídico

Dosier 3A. Registro civil.

Dosier 3B. Censo electoral.

Dosier 3C. Historial jurídico.

Dosier 3D. Historial delictivo.

Dosier 3E. Cumplimiento de la Normativa.

Dosier 3F. Inmigración y nacionalización.

Leyó varias veces el documento, rápidamente. Luego miró los demás documentos pegados en las pizarras con los esquemas de las pruebas. Algo no casaba.

Llamó a Rodney Szarnek.

—Rodney, dime una cosa: ¿cuánto espacio ocupa un documento de treinta páginas en un disco duro? Como el dosier de SSD que tengo aquí.

—Eh… ¿Un dosier? Sólo texto, imagino.

—Sí.

—Estaría en una base de datos, así que tenía que estar comprimido… Ponle unos veinticinco kas, máximo.

—Eso es muy poco, ¿verdad?

—Pues… como un pedo en el huracán del almacenamiento de datos.

Rhyme levantó los ojos al cielo al oír la respuesta.

—Tengo una pregunta más para ti.

—Vale. Dispara.

Le estallaba la cabeza y notaba el sabor a sangre del corte que se había hecho en la boca al chocar con la pared de piedra.

Sin apartarle la navaja del cuello, el asesino le había quitado el arma y la había llevado a rastras por la puerta del sótano y luego escaleras arriba, hasta el lado «visible» del edificio: la parte delantera, una casa moderna y austera que recordaba a la decoración en blanco y negro de SSD.

Después, la había conducido hasta una puerta, al fondo del cuarto de estar.

La puerta había resultado ser, irónicamente, un armario. El asesino apartó algunas prendas que olían a rancio y abrió otra puerta situada al fondo, la hizo entrar a rastras y le quitó el buscapersonas, la agenda electrónica, el teléfono móvil, las llaves y la navaja automática que llevaba en el bolsillo trasero de los pantalones. La empujó contra un radiador, entre altos montones de periódicos, y la esposó al metal oxidado. Sachs recorrió con la mirada el paraíso del acumulador: oscuro y mohoso, apestaba a viejo y a usado. No había visto tal acumulación de cachivaches y desperdicios en toda su vida. El asesino llevó sus cosas a una mesa grande y atiborrada. Sirviéndose de la navaja, comenzó a inutilizar los aparatos electrónicos. Procedía meticulosamente, regodeándose en cada componente que sacaba, como si estuviera diseccionando un cadáver y extrayendo sus órganos.

Ahora, Sachs lo observaba sentado a su escritorio, tecleando en su ordenador. Estaba rodeado por inmensas pilas de periódicos, torres de bolsas de papel dobladas, cajas de cerillas, recipientes de vidrio, cajas con etiquetas en las que se leía «cigarrillos», «botones» o «clips de papel», latas viejas y cajas de comida de las décadas de 1960 y 1970, productos de limpieza y centenares de envases más.

Pero Sachs no prestaba atención al inventario. Estaba reflexionando, atónita, acerca de cómo los había engañado. Cinco Dos Dos no era uno de sus sospechosos. En absoluto. Se habían equivocado respecto a los ejecutivos perdonavidas, los técnicos, los clientes, el hacker y el presunto asesino a sueldo contratado por Andrew Sterling para expandir el negocio.

Y sin embargo era un empleado de SSD.

¿Por qué demonios no se había dado cuenta de lo que era obvio?

Cinco Dos Dos era el guardia de seguridad que la había llevado a visitar los rediles de datos, el lunes. Recordó el nombre que figuraba en su identificación. John. De apellido, Rollins. Debía de haberles visto a ella y a Pulaski llegar al puesto de seguridad del vestíbulo de SSD y enseguida se había ofrecido a acompañarlos al despacho de Sterling. Se había quedado por allí para averiguar el propósito de su visita. O quizás había sabido de antemano que iban a ir y lo había dispuesto todo para estar de guardia esa mañana.

El hombre que lo sabe todo…

Dado que el lunes Rollins la había escoltado por la Roca Gris sin traba alguna, debería haber deducido que los guardias de seguridad tenían acceso a todos los rediles de datos y al centro de admisión. Recordó que, una vez dentro de los rediles, no hacía falta código de acceso para entrar en innerCircle. Ignoraba cómo había sacado Rollins discos con datos, puesto que hasta él había sido registrado al salir de los rediles, pero de algún modo se las había arreglado para hacerlo.

Entornó los párpados con la esperanza de que disminuyera el dolor de su cráneo. No sirvió de nada. Levantó los ojos hacia la pared de enfrente del escritorio, donde colgaba un cuadro: un retrato fotorrealista de una familia. Naturalmente, el Harvey Prescott por el que había asesinado a Alice Sanderson, la mujer de cuya muerte estaba inculpado Arthur Rhyme.

Cuando sus ojos se acostumbraron por fin a la penumbra, observó atentamente a su adversario. Cuando la había acompañado por la sede de SSD, no se había fijado en él. Ahora podía verlo claramente: un hombre delgado, pálido, una cara anodina, pero de rasgos armoniosos. Sus ojos hundidos se movían velozmente, sus dedos eran muy largos y sus brazos fuertes.

El asesino notó su mirada. Se volvió y la miró de arriba abajo, con avidez. Luego fijó de nuevo la vista en el ordenador y siguió tecleando furiosamente. En el suelo, amontonados, había decenas de teclados, la mayoría de ellos rotos o con las letras borradas. Inservibles para cualquier otra persona. Pero, naturalmente, 522 era incapaz de tirarlos a la basura. A su alrededor había miles de cuadernos amarillos, llenos de una escritura minúscula y precisa: de ellos procedían los trozos de papel que habían encontrado en una de las escenas del crimen.

El olor a moho, a ropa y sábanas sucias era sofocante. El asesino debía de estar tan acostumbrado a aquel hedor que ni siquiera lo notaba. O quizá le gustaba.

Sachs cerró los ojos y recostó la cabeza en un montón de periódicos. Estaba desarmada, indefensa… ¿Qué podía hacer? Se sentía furiosa consigo misma por no haberle dejado a Rhyme un mensaje más detallado avisándole de dónde iba.

Indefensa…

Entonces, sin embargo, recordó unas palabras. El lema de todo el caso 522:

El conocimiento es poder.

Pues intenta conocerlo, maldita sea. Averigua algo sobre él que puedas usar como arma.

¡Piensa!

John Rollins, guardia de seguridad en SSD… Aquel nombre no le decía nada. No había salido a relucir en ningún momento de la investigación. ¿Cuál era su relación con SSD, con los crímenes, con los datos?

Escudriñó la habitación en sombras, mirando a su alrededor, abrumada por la cantidad de cachivaches que veía.

Ruido…

Concéntrate. Cada cosa a su tiempo.

Distinguió entonces algo en la pared del fondo que le llamó la atención. Era una de las colecciones del asesino: un enorme montón de tiques de telesilla de distintas estaciones de esquí.

Vail, Copper Mountain, Breckinridge, Beaver Creek[8]

¿Podía ser?

Bien, valía la pena jugársela.

—Peter —dijo con voz firme—, tú y yo tenemos que hablar.

Al oír aquel nombre, el asesino parpadeó y la miró. Pestañeó un momento, atónito. Casi como si hubiera recibido una bofetada.

Sí, había acertado: John Rollins era, cómo no, un nombre falso. Aquel hombre era en realidad Peter Gordon, el famoso rapiñador de datos que había muerto… o que supuestamente había muerto cuando SSD absorbió la empresa para la que trabajaba en Colorado, unos años antes.

—Nos intrigaba cómo habías fingido tu muerte. ¿Y el ADN? ¿Cómo te las arreglaste?

Dejó de teclear y se quedó mirando el cuadro. Por fin dijo:

—¿No es curioso lo de los datos? Creemos en ellos a pie juntillas. —Se volvió hacia ella—. Si lo dice el ordenador, enseguida creemos que es cierto. Y si además interviene el dios del ADN, entonces, definitivamente tiene que ser verdad. No se hacen más preguntas. Fin de la historia.

Sachs añadió:

—Entonces tú, Peter Gordon, desapareces. La policía encuentra tu bici y un cadáver en descomposición que lleva tu ropa. No queda mucho de él, después de servir de alimento a los animales, ¿verdad? Recogen muestras de pelo y de saliva de tu casa. Sí, el ADN encaja. No hay ninguna duda. Estás muerto. Pero en realidad el pelo y la saliva que había en tu baño no era tuyo, ¿verdad? Recogiste un poco de pelo del hombre al que mataste y lo dejaste en tu cuarto de baño. Y le cepillaste los dientes, ¿no es eso?

—También dejé un poquito de sangre en la Gillette. A vosotros los policías os chifla la sangre, ¿a que sí?

—¿Quién era el hombre al que mataste?

—Un chaval de California. Estaba haciendo autoestop en la I-Setenta.

Procura desconcertarlo: la información es tu única arma. ¡Úsala!

—No sabemos por qué lo hiciste, Peter. ¿Fue para sabotear la compra de Rocky Mountain Data por SSD? ¿O se trataba de otra cosa?

—¿Sabotearla? —susurró, perplejo—. No lo pillas, ¿verdad? Cuando Andrew Sterling y sus chicos de SSD vinieron a Rocky Mountain con intención de comprar la empresa, recogí todos los datos que pude encontrar sobre él y su compañía. ¡Y lo que descubrí era alucinante! Andrew Sterling es dios. Es el futuro de la información, lo que significa que es el futuro de la sociedad. Era capaz de encontrar datos que yo ni siquiera imaginaba que existieran y de utilizarlos como un arma, o como una medicina, o como agua bendita. Yo necesitaba formar parte de su obra.

—Pero no podías ser un rapiñador de datos para SSD. Al menos, para lo que tenías planeado, ¿no es cierto? Para tus… otras colecciones. Y viviendo como vivías. —Indicó con la cabeza las habitaciones atestadas.

El rostro del asesino se ensombreció, sus ojos se dilataron.

—Quería formar parte de SSD. ¿Crees que no? ¡Ah, los sitios a los que podría haber ido! Pero no me tocó jugar esa carta. —Se quedó callado; después hizo un ademán, señalando sus colecciones—. ¿Crees que habría elegido vivir así? ¿Crees que me gusta? —Su voz parecía a punto de quebrarse. Respirando agitadamente, esbozó una sonrisa tenue—. No, tenía que vivir fuera del casillero. No puedo sobrevivir de otro modo. Fuera… del… casillero.

—Así que simulaste tu muerte y asumiste una identidad falsa. Te buscaste un nombre nuevo y un número de la Seguridad Social, de alguien que había muerto.

La emoción había desaparecido.

—De un crío, sí. Jonathan Rollins, tres años de edad, de Colorado Springs. Conseguir una nueva identidad es fácil. Los survivalistas lo hacen continuamente. Se pueden comprar libros sobre el tema… —Esbozó una sonrisa—. Pero acuérdate de pagarlos en efectivo.

—Y conseguiste trabajo como guardia de seguridad. Pero ¿no podía reconocerte nadie en SSD?

—Nunca vi en persona a nadie de la empresa. Eso es lo fantástico del negocio de la minería de datos. Que puedes recoger datos sin salir para nada de la intimidad de tu propio Armario.

Su voz se apagó. Parecía inquieto, como si meditara sobre lo que le acababa de decir Sachs. ¿De veras estaban a punto de identificar a Rollins como Peter Gordon? ¿Iría alguien más a la casa a hacer averiguaciones? Pareció decidir que no podía correr ese riesgo. Cogió la llave del coche de Pam. Querría esconderlo. Examinó el llavero.

—Barato. Y sin RFID. Pero ahora todo el mundo estará comprobando las matrículas. ¿Dónde has aparcado?

—¿Crees que voy a decírtelo?

Gordon se encogió de hombros y se marchó.

Su estrategia (hacerse con algún dato y usarlo como arma) había funcionado. No era gran cosa, desde luego, pero al menos había ganado un poco de tiempo.

¿Bastaría, sin embargo, para hacer lo que tenía pensado: sacar la llave de las esposas del bolsillo de sus pantalones?