Sachs regresó de su visita a Police Plaza mucho más deprisa que si hubiera ido en transporte público o hubiera hecho caso de los semáforos. Rhyme comprendió que había puesto la sirena en el capó de su coche, un Camaro SS de 1969 que había pintado de rojo vivo hacía un par de años, a juego con el color que él prefería para sus sillas de ruedas. Aprovechaba cualquier excusa para revolucionar el enorme motor y quemar goma de los neumáticos, como si aún fuera una adolescente.
—He hecho copias de todo —dijo al entrar en la habitación llevando una gruesa carpeta. Hizo una mueca de dolor al ponerla sobre la mesa de examen.
—¿Estás bien?
Amelia Sachs padecía de artritis, la tenía desde siempre, y engullía pastillas de glucosamina, condroitina y Advil o Naprosyn como si fueran gominolas, pero rara vez reconocía su estado ante los demás. Temía que, si se enteraban, los jefes decidieran sentarla detrás de una mesa por motivos de salud. Incluso cuando estaba a solas con Rhyme, quitaba importancia a los dolores que sufría. Ese día, sin embargo, reconoció:
—Algunos pinchazos son peores que otros.
—¿Quieres sentarte?
Negó con la cabeza.
—Bueno, entonces, ¿qué tenemos?
—El informe, el inventario de pruebas materiales y copias de las fotografías. Los vídeos no. Los tiene el fiscal.
—Vamos a ponerlo todo en la pizarra. Quiero ver la escena principal del crimen y la casa de Arthur.
Sachs se acercó a una pizarra blanca, una de las muchas que había en el laboratorio, y fue transcribiendo los datos mientras Rhyme la observaba.
—Madre mía, las pruebas son fulminantes, Rhyme —dijo Sachs al apartarse y poner los brazos en jarras.
—¿Y usar un teléfono de prepago? Y referencias a «Art». Y en cambio no aparece su dirección de casa, ni del trabajo, lo cual sugiere una aventura extramatrimonial. ¿Algún otro dato?
—No, aparte de las fotografías.
—Pégalas en la pizarra —ordenó Rhyme mientras seguía observando el esquema.
Lamentó no haber inspeccionado él mismo el lugar de los hechos, por mediación de Amelia Sachs, claro está, como hacían a menudo sirviéndose de un micrófono con auriculares o una videocámara de alta definición que llevaba ella. Los encargados de hacer la inspección de la escena del crimen parecían haber hecho un buen trabajo, aunque no magnífico. No había fotografías de las otras habitaciones del apartamento y el cuchillo… Miró la fotografía del arma ensangrentada, bajo la cama. Un agente de policía levantaba el faldón del colchón para que el fotógrafo tomara la fotografía. ¿No se veía el cuchillo con el faldón bajado (lo que supondría que el homicida podía, lógicamente, haberlo olvidado en el frenesí del momento) o sí se veía? Si era así, podría deducirse que el autor de los hechos lo había dejado allí intencionadamente, a fin de que la policía encontrara la prueba.
Observó la fotografía del material de embalaje hallado en el suelo, en el que supuestamente había llegado envuelto el lienzo de Prescott.
—Algo no encaja —murmuró Rhyme.
Sachs, que seguía de pie junto a la pizarra, lo miró.
—El cuadro —continuó el criminalista.
—¿Qué pasa con él?
—Lagrange sugirió dos posibles móviles. Uno, que Arthur robara el Prescott como tapadera porque quería matar a Alice para que lo dejara en paz.
—Sí.
—Pero —añadió Rhyme— para que el homicidio pareciera motivado por un robo, un asesino listo no habría robado la única cosa del apartamento que podía relacionarlo con él. Recuerda que Art había tenido un Prescott. Y tenía en casa folletos de sus exposiciones.
—Claro, Rhyme, eso no tiene sentido.
—Y pongamos que Arthur quería de verdad el cuadro y no podía permitirse comprarlo. Pues bien, es muchísimo más seguro y más fácil entrar en la casa y llevárselo durante el día, cuando la dueña está trabajando, que asesinarla para conseguirlo.
La actitud de su primo también le parecía chocante, aunque no atribuyera gran importancia a esas cosas al valorar la posible inocencia o culpabilidad de un sospechoso.
—Tal vez no estuviera haciéndose el inocente. Tal vez sea inocente. ¿Fulminantes, dices? No. Demasiado fulminantes.
Pensó para sus adentros: Supongamos que no fue él. Si era así, las consecuencias eran significativas. Porque aquel no era un simple caso de confusión de identidad: las pruebas coincidían con demasiada exactitud, incluyendo una relación concluyente entre la sangre de la víctima y el coche de Arthur. No, si su primo era inocente, cabía deducir que alguien se había tomado muchas molestias para tenderle una trampa.
—Creo que han intentado cargarle el muerto.
—¿Por qué?
—¿El móvil? —masculló—. Eso no nos importa ahora mismo. La pregunta relevante es cómo. Si despejamos esa incógnita, quizá lleguemos al quién. Tal vez averigüemos el porqué de paso, pero esa no es nuestra prioridad. Así que vamos a tomar como premisa de partida que otra persona, un Señor X, asesinó a Alice Sanderson y robó el cuadro y luego intentó inculpar a Arthur. Bien, Sachs, ¿cómo pudo hacerlo?
Un mueca de dolor (otra vez la artritis) y se sentó. Estuvo pensando un rato. Luego dijo:
—El Señor X estuvo siguiendo a Arthur y a Alice. Comprobó que a los dos les interesaba el arte, los vio coincidir en la galería y averiguó quiénes eran.
—El Señor X sabe que Alice tiene un Prescott. Quiere uno, pero no puede permitírselo.
—Exacto. —Sachs señaló la pizarra con la cabeza—. Así que se cuela en casa de Arthur, ve que tiene Pringles, espuma de afeitar Edge, fertilizante Tru Gro y cuchillos Chicago Cutlery. Roba algunas cosas para dejarlas en la escena del crimen. Sabe qué zapatos calza Arthur, así que puede dejar la pisada, y recoge un poco de tierra del parque con la pala de tu primo…
—Ahora pensemos en el doce de mayo. El Señor X se entera de algún modo de que los jueves Art siempre sale antes del trabajo y va a correr a un parque desierto, de modo que no tiene coartada. Va al apartamento de la víctima, la mata, roba el cuadro y llama desde un teléfono público para informar de que ha oído gritos y ha visto a un hombre llevar el cuadro a un coche que se parece un montón al de Arthur, añadiendo parte de un número de matrícula. Luego se va a casa de Arthur en Nueva Jersey y deja los rastros de sangre, la tierra, la toalla y la pala.
Sonó el teléfono. Era el abogado defensor de Arthur. Parecía tener prisa al reiterarles todo cuanto le había explicado el ayudante del fiscal del distrito. No dijo nada que pudiera ayudarles y, de hecho, varias veces intentó convencerlos de que presionaran a Arthur para que se declarara culpable y aceptara la reducción de condena.
—Van a condenarlo, está claro —afirmó—. Háganle ese favor. Le conseguiré quince años.
—Eso acabará con él —contestó Rhyme.
—No se trata de una cadena perpetua.
El criminalista se despidió de él gélidamente y colgó. Fijó de nuevo la mirada en la pizarra.
Entonces se le ocurrió otra cosa.
—¿Qué pasa, Rhyme? —La detective había notado que estaba mirando el techo.
—¿Crees que lo habrá hecho otras veces?
—¿A qué te refieres?
—Suponiendo que el objetivo, el móvil, fuera robar el cuadro, en fin, no es precisamente un golpe millonario. No es un Renoir que puedas vender por diez millones y luego desaparecer para siempre. Todo este asunto huele a negocio. Es posible que el homicida haya dado con un modo ingenioso de cometer crímenes y salir indemne. Y que vaya a seguir practicándolo hasta que alguien lo pare.
—Sí, tienes razón. Entonces deberíamos buscar otros robos de cuadros.
—No. ¿Por qué iba a limitarse a robar cuadros? Podría ser cualquier cosa. Pero hay un elemento en común.
Sachs arrugó el ceño. Luego contestó:
—El homicidio.
—Exactamente. Dado que el responsable inculpa a otra persona, tiene que matar a las víctimas porque podrían identificarlo. Llama a alguien de Homicidios. A casa, si es necesario. Estamos buscando circunstancias semejantes: un delito asociado, un robo quizá, la víctima asesinada y pruebas circunstanciales muy sólidas.
—Y tal vez una identificación de ADN que podría haber sido manipulada.
—Bien —dijo Rhyme, excitado ante la idea de que tal vez hubieran dado con algo—. Y si se está ciñendo a una fórmula, habrá también un testigo anónimo que llamó a la policía para proporcionar algunos datos concretos que permitieron la identificación del sospechoso.
Sachs se acercó al escritorio que había en un rincón del laboratorio y se sentó para hacer la llamada.
Rhyme apoyó la cabeza en la silla de ruedas y observó a su compañera mientras hablaba por teléfono. Vio que tenía sangre seca en la uña del pulgar y una marca apenas visible encima de la oreja, medio escondida por el pelo liso y rojizo. Sachs hacía aquello con frecuencia: se rascaba el cuero cabelludo, se arrancaba la piel de las uñas, se hacía pequeñas heridas. Era al mismo tiempo una costumbre y un síntoma del estrés que la impulsaba a actuar.
Asintió con la cabeza mientras escribía y sus ojos adquirieron una expresión reconcentrada. También a Rhyme, aunque no pudiera sentirlo de manera directa, se le había acelerado el corazón. Amelia había descubierto algo importante. Su bolígrafo se había secado. Lo tiró al suelo y sacó otro tan rápidamente como sacaba la pistola en las competiciones de tiro.
Pasados diez minutos colgó.
—Escucha esto, Rhyme. —Se sentó a su lado en un sillón de mimbre—. Estaba hablando con Flintlock.
—Ah, buena elección.
El detective Joseph Flintick, cuyo apodo hacía referencia, intencionadamente o no, al pistolero de antaño, trabajaba ya en homicidios cuando Rhyme era todavía un novato. Aquel viejo gruñón estaba al tanto de casi todos los asesinatos que se habían cometido en la ciudad de Nueva York (y en muchas de los alrededores) en el curso de su larga carrera policial. A pesar de que a su edad debía estar visitando a sus nietos, Flintlock[2] seguía trabajando los domingos. Pero a Rhyme no le sorprendió.
—Se lo he contado todo y enseguida se le han ocurrido dos casos que pueden encajar con nuestro perfil. Uno fue un robo de monedas antiguas por valor de unos cincuenta mil dólares. El otro una violación.
—¿Una violación? —Aquello añadía al caso un elemento mucho más turbio y perturbador.
—Sí. En ambos casos hubo testigos anónimos que llamaron para denunciar el delito y aportaron información fundamental para la identificación de los responsables, como el testigo que llamó para contar lo del coche de tu primo.
—Ambos testigos eran hombres, claro.
—Sí. Y el municipio ofreció una recompensa, pero ninguno de los dos se presentó.
—¿Qué hay de las pruebas?
—Flintlock no las recuerda con precisión, pero me ha dicho que había pruebas circunstanciales y rastros materiales clarísimos. Lo mismo que en el caso de tu primo: cinco o seis tipos de pruebas genéricas asociadas en el lugar de los hechos y en casa de los sospechosos. Y en ambos casos se encontró sangre de la víctima en un trapo o una prenda de ropa en la vivienda de los sospechosos.
—Y apuesto a que en el caso de violación no se encontraron fluidos que pudieran cotejarse.
En la mayoría de los casos, los violadores son condenados porque dejan rastros de las Tres Eses: semen, saliva y sudor.
—No, ninguno.
—Y las personas anónimas que llamaron… ¿dieron sólo un número de matrícula parcial?
Sachs consultó sus notas.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Porque nuestro sujeto necesita ganar tiempo. Si diera el número completo de la matrícula, la policía iría derecha a casa del presunto sospechoso y el verdadero culpable no tendría tiempo de colocar las pruebas incriminatorias.
El asesino había pensado en todo.
—¿Y los sospechosos lo negaron todo? —preguntó el criminalista.
—Sí, totalmente. Se la jugaron con el jurado y perdieron.
—No, no, no, son demasiadas coincidencias —masculló Rhyme—. Quiero ver…
—Ya he pedido que saquen los expedientes del archivo de los casos resueltos.
Él se rio. Amelia iba un paso por delante de él, como siempre. Se acordó de cuando se habían conocido, hacía años. Ella era por entonces una patrullera desencantada que se disponía a abandonar el trabajo policial. Él, por su parte, estaba listo para abandonar mucho más que eso. Cuánto camino habían recorrido juntos desde entonces.
Rhyme habló dirigiéndose a su micrófono.
—Orden: llamar a Sellitto. —Estaba nervioso. Sentía aquel hormigueo especial, la emoción de la caza inminente.
Coge el maldito teléfono, pensó enfadado, y por una vez no estaba pensando en Inglaterra.
—Hola, Linc. —La voz de Sellitto, con su fuerte acento de Brooklyn, retumbó en la habitación—. ¿Qué…?
—Escucha, hay un problema.
—Estoy muy liado aquí.
El excompañero de Rhyme, el teniente detective Lon Sellitto, no estaba de muy buen humor últimamente. Un caso importante en el que había estado trabajando con la colaboración de distintos cuerpos policiales acababa de venirse abajo. El año anterior Vladimir Dienko, el matón de un jefe de la mafia rusa de Brighton Beach, había pasado a disposición judicial por chantaje y asesinato. Rhyme había colaborado en la investigación forense. Pero para sorpresa de todos, el caso contra Dienko y tres de sus colaboradores había sido sobreseído el viernes anterior después de que los testigos se esfumaran de la noche a la mañana o se negaran a declarar. Sellitto y varios agentes del FBI llevaban todo el fin de semana trabajando con la esperanza de dar con nuevos testigos y confidentes.
—Iré al grano. —Rhyme le explicó lo que habían descubierto sobre el caso de su primo, el de violación y el de robo de monedas.
—¿Otros dos casos? Qué raro. ¿Qué dice tu primo?
—Todavía no he hablado con él, pero lo niega todo. Quiero que esto se investigue.
—¿Que «se investigue»? ¿Qué cojones quieres decir con eso?
—No creo que lo hiciera Arthur.
—Es tu primo. Claro que no crees que lo hiciera él. Pero ¿tienes algo concreto?
—Todavía no. Por eso quiero que me ayudes. Necesito gente.
—Estoy metido hasta el cuello en el caso de Dienko, en Brighton Beach. En el que, dicho sea de paso, deberías estar ayudándonos si no estuvieras tan liado tomando el puto té con los ingleses.
—Esto podría ser un caso de los gordos, Lon. Otros dos casos que apestan a pruebas manipuladas. Y apuesto a que hay más. Sé lo mucho que te gustan los tópicos. ¿Es que no te subleva que «el asesino se vaya de rositas»?
—Puedes soltarme todas las frasecitas que quieras, Linc. Estoy ocupado.
—Es una frase hecha, Lon.
—Me la suda. Estoy intentando salvar la Conexión Rusa. En el ayuntamiento y el FBI están que trinan por lo que ha pasado.
—Pues mi más sentido pésame para ellos. Que te reasignen.
—Eso es un homicidio. Yo pertenezco a Delitos Mayores.
La División de Delitos Mayores de la Policía de Nueva York no investigaba asesinatos, pero la excusa que puso Sellitto hizo aflorar una sonrisa sarcástica a los labios de Rhyme.
—Investigas homicidios cuando quieres. ¿Desde cuándo te importan los protocolos de departamento?
—Vamos a hacer una cosa —refunfuñó el detective—. Hay un capitán que hoy está trabajando en el centro, Joe Malloy. ¿Lo conoces?
—No.
—Yo sí —dijo Sachs—. Es de fiar.
—Hola, Amelia. ¿Crees que sobrevivirás a la borrasca de hoy?
Sachs se rio. Rhyme gruñó:
—Muy gracioso, Lon. ¿Quién diablos es ese tipo?
—Es muy listo. No se anda por las ramas. Y no tiene sentido del humor. Supongo que eso te gustará.
—Cuánto cómico hay por aquí hoy —masculló Rhyme.
—Es bueno. Y una especie de cruzado. A su mujer la mataron en un atraco hace seis años.
Sachs hizo una mueca.
—No lo sabía.
—Sí, y se dedica al trabajo al cien por cien. Dicen que va derecho a un despacho de los de arriba. O quizás incluso a la puerta de al lado.
Se refería al ayuntamiento.
—Dale un toque —añadió Sellitto—, a ver si consigue que te manden a alguien.
—Quiero que vengas tú.
—No puede ser, Linc. Estoy dirigiendo una puñetera operación de vigilancia. Es una pesadilla. Pero mantenme informado y…
—Tengo que dejarte, Lon. Orden: desconectar teléfono.
—Le has colgado —dijo Sachs.
Rhyme soltó un gruñido y llamó a Malloy. Se pondría furioso si le saltaba el contestador.
Pero el detective respondió al primer pitido. Otro policía veterano que trabajaba los domingos. Bueno, el criminalista también lo había hecho a menudo, como demostraba su divorcio.
—Aquí Malloy.
Rhyme se identificó.
Una breve vacilación. Luego:
—Vaya, Lincoln. Creo que no nos conocemos, pero he oído hablar de ti, claro.
—Estoy con Amelia Sachs, una de vuestras detectives. Tengo puesto el manos libres, Joe.
—Buenas tardes, detective Sachs —dijo el capitán con voz crispada—. ¿En qué puedo ayudarles?
Rhyme le explicó el caso y su sospecha de que a Arthur le habían tendido una trampa.
—¿Es primo tuyo? Cuánto lo siento. —Pero no parecía sentirlo especialmente. Seguramente le preocupaba más que Rhyme quisiera que intercediera para reducir los cargos. Oh, oh, indicios de prevaricación, en el mejor de los casos. O, en el peor, una investigación de Asuntos Internos y la intervención de la prensa. En el otro platillo de la balanza estaba, claro, el mal gesto de no ayudar a un hombre que procuraba valiosísimos servicios al Departamento de Policía de Nueva York. Y que además era paralítico. Y en el gobierno municipal prosperaba la corrección política.
La petición de Rhyme era, claro está, mucho más compleja. Añadió:
—Creo que hay muchas probabilidades de que el mismo sujeto haya cometido otros crímenes. —Le dio los datos del caso del robo de monedas y del de violación.
De modo que el departamento de policía al que pertenecía Malloy había detenido erróneamente no a una, sino a tres personas. Lo que significaba que tres casos criminales habían quedado sin resolver y el verdadero culpable seguía libre. Lo que presagiaba una auténtica pesadilla mediática.
—Bueno, es bastante raro. Irregular, ¿comprendes? Entiendo que seas tan leal con tu primo…
—Yo soy leal a la verdad, Joe —respondió Rhyme, sin importarle que sonara pedante.
—Pues…
—Sólo necesito que nos asignen a un par de agentes para revisar las pruebas de esos casos y patear un poco las calles, quizás.
—Ah, entiendo. Bien, perdona, Lincoln, pero es que no tenemos medios. Para algo así, no. Pero mañana se lo comento al subcomisario.
—¿Crees que podríamos llamarlo ahora mismo?
Otro titubeo.
—No, hoy tenía un compromiso.
Un almuerzo. Una barbacoa. Una sesión de tarde de El Jovencito Frankenstein o Spamalot.
—Se lo comentaré mañana en la reunión semanal. Es un caso curioso, pero no hagas nada hasta que te llame. Yo, u otra persona.
—Claro que no.
Colgaron. Rhyme y Sachs se quedaron callados unos segundos.
Un caso curioso.
Rhyme fijó la mirada en la pizarra blanca, en la que yacía el cadáver de una investigación policial muerta de un disparo nada más nacer.
Fue ella quien rompió el silencio:
—Me pregunto qué estará haciendo Ron.
—¿Qué te parece si se lo preguntamos? —Rhyme le dedicó una de sus raras sonrisas sinceras.
Sachs sacó su móvil, marcó un número de la agenda y puso el manos libres.
—Sí, señora, detective —contestó una voz juvenil.
Sachs llevaba años intentando que el patrullero Ron Pulaski la llamara «Amelia», pero normalmente no se atrevía.
—Está puesto el manos libres, Pulaski —le advirtió el criminalista.
—Sí, señor.
También a Rhyme le molestó que lo llamara «señor», pero en ese momento no le apetecía corregir al joven agente.
—¿Cómo está? —preguntó Pulaski.
—¿Importa eso? —respondió Rhyme—. ¿Qué estás haciendo? Ahora mismo. ¿Algo importante?
—¿Ahora mismo?
—Creo que es lo que acabo de preguntar.
—Estoy fregando los platos. Jenny y yo acabamos de almorzar con mi hermano y su mujer. Hemos ido al mercado de agricultores con los niños. Es una pasada. ¿Han ido alguna vez la detective Sachs y…?
—Entonces estás en casa. Sin hacer nada.
—Bueno, estoy fregando los platos.
—Pues déjalos y vente para acá. —Rhyme, que era civil, no tenía autoridad para dar órdenes a ningún miembro de la policía de Nueva York, ni siquiera a los guardias de tráfico.
Pero Sachs era detective de tercera clase. Aunque no podía ordenar a Pulaski que les ayudara, podía solicitar formalmente que le asignaran a un nuevo caso.
—Te necesitamos, Ron. Y puede que también te necesitemos mañana.
Ron Pulaski solía trabajar con Rhyme, Sachs y Sellitto. Al criminalista le había hecho gracia enterarse de que su colaboración con el célebre investigador forense había elevado el estatus del joven agente dentro del cuerpo. Estaba seguro de que su supervisor accedería a prestarle a Pulaski un par de días, siempre y cuando no llamara a Malloy ni a ninguna otra persona de la Central y se enterara de que en realidad no tenían asignado ningún caso.
Pulaski dio a Sachs el nombre de su superior en comisaría. Luego preguntó:
—Señor, ¿el teniente Sellitto también está trabajando en el caso? ¿Quieren que lo llame para que nos coordinemos?
—No —respondieron los dos a la vez.
Siguió un breve silencio. Luego Pulaski dijo en tono indeciso:
—Bueno, entonces estaré ahí lo antes que pueda, creo. Pero ¿puedo secar primero los vasos? Jenny odia que queden las marcas del agua.