Mel Cooper había fruncido el ceño.
—El almacén donde asesinó a Joe… Lo tiene alquilado una empresa propietaria de un periódico para almacenar el papel para reciclar, pero hace meses que no se utiliza cotidianamente. Lo raro es que no está claro quién es el dueño.
—¿Qué quieres decir?
—He revisado todos los documentos del registro. Está arrendado a una cadena de tres empresas y la propiedad es de una corporación de Delaware que a su vez pertenece a un par de empresas de Nueva York. El propietario final parece estar en Malasia.
522 lo sabía, y sabía también que no corría ningún riesgo torturando allí a su víctima. Pero ¿cómo lo había sabido?
Porque es el hombre que todo lo sabe.
Sonó el teléfono del laboratorio y Rhyme miró la pantalla.
Con las malas noticias que hemos tenido en el caso de 522, por favor, que esta sea buena.
—Inspectora Longhurst.
—Detective Rhyme, sólo quería ponerle al día de las novedades. Por aquí las cosas están dando fruto. —Su voz denotaba una extraña excitación.
Le explicó que D’Estourne, el agente del equipo que pertenecía a los servicios de seguridad franceses, había hecho un viaje relámpago a Birgmingham y contactado con unos argelinos pertenecientes a una comunidad musulmana de West Bromwich, a las afueras de la ciudad. Se había enterado de que un estadounidense encargó un pasaporte y la documentación de tránsito necesaria para viajar al norte de África y de allí a Singapur. Les adelantó una suma importante de dinero y ellos le prometieron tener listos los papeles mañana por la noche. Tenía previsto irse a Londres en cuanto los recogiera para acabar el trabajo.
—Estupendo —dijo Rhyme, sonriente—. Eso significa que Logan ya está allí, ¿no cree? En Londres.
—Estoy convencida de ello —contestó la inspectora—. Probando los ángulos de disparo para mañana, cuando nuestro doble se reúna con la gente del MI5 en el campo de tiro.
—Exacto.
Así pues, Richard Logan había encargado la documentación y pagado una suma importante por ella para que la operación se centrara en Birmingham mientras él se iba a Londres a concluir su misión: matar al reverendo Goodlight.
—¿Qué dice la gente de Danny Krueger?
—Que habrá un barco esperando en la costa sur para llevarlo a Francia en un suspiro.
«En un suspiro». A Rhyme le encantó aquello. Aquí los polis no hablan así.
Pensó de nuevo en la casa donde se había alojado Logan cerca de Manchester y en el asalto a la ONG de Goodlight en Londres. ¿Habría algo que podía haber visto si hubiera «recorrido la cuadrícula» en ambos lugares a través de una cámara de alta definición? ¿Alguna pista minúscula que les hubiera pasado inadvertida y que podría haberles dado una idea más clara de dónde y cuándo iba a actuar el asesino? Si era así, la prueba ya había desaparecido. Tendría que confiar en que hubieran hecho las deducciones correctas.
—¿Con qué efectivos cuenta?
—Tenemos diez agentes en torno al campo de tiro, todos ellos de paisano o camuflados. —Agregó que Danny Krueger, junto con el agente francés y otro equipo táctico, se estaban dejando ver «sutilmente» por Birmingham.
La inspectora había ordenado, además, que se reforzara el dispositivo de seguridad en el lugar donde se hallaba oculto el reverendo. No tenían indicios de que Logan hubiera descubierto su paradero, pero aun así no quería correr ningún riesgo.
—Pronto sabremos algo, detective.
Nada más despedirse de la inspectora Longhurst, su ordenador emitió un tintineo.
¿Señor Rhyme?
Leyó en la pantalla, delante de él. Se había abierto una ventanita y en ella aparecía una imagen del cuarto de estar de Amelia Sachs. Rhyme vio a Pam sentada ante el teclado, escribiéndole un mensaje instantáneo.
El criminalista habló con ella sirviéndose del sistema de reconocimiento de voz.
Hola pam cosmos te vas
Dichoso ordenador. Tal vez debería pedirle a Rodney Szarnek, su gurú digital, que le instalara un programa nuevo.
Pam, sin embargo, entendió el mensaje sin problemas.
Bien, escribió.
¿Y ud?
Bien.
¿Está Amelia?
No. Está trabajando en un ocaso.
:-K rollo. Quiero ablar con ella. La he llamado, pero no lo coge.
¿Podemos acero lago por…?
Maldita sea. Rhyme suspiró y lo intentó otra vez.
¿Podemos hacer algo por ti?
No gracias
Una pausa. La vio echar un vistazo a su móvil. Volvió a fijar la mirada en el ordenador y escribió:
Me llama Rachel. Ahora vuelvo.
Dejó la cámara web encendida, pero se volvió para hablar por teléfono. Se puso una enorme mochila sobre las rodillas y hurgó en ella, abrió un libro y encontró dentro unas notas. Pareció leerlas en voz alta.
Rhyme estaba a punto de concentrarse de nuevo en las pizarras cuando miró la ventanita de la cámara web.
Algo había cambiado.
Frunció el ceño y acercó la silla, alarmado.
En casa de Sachs parecía haber alguien más. ¿Era posible? Costaba estar seguro, pero al mirar con más atención vio que, en efecto, había un hombre allí, escondido en el pasillo a oscuras, a unos cinco metros de Pam.
Rhyme entornó los párpados, alejó la cabeza de la pantalla todo lo que pudo. Un intruso con la cara oculta por una gorra. Y llevaba algo en la mano. ¿Era una pistola? ¿Un cuchillo?
—¡Thom!
Pero su asistente no podía oírle. Naturalmente, había ido a sacar la basura.
—Orden: marcar el número fijo de Sachs.
Por suerte la unidad de control hizo exactamente lo que le pedía.
Vio que Pam miraba el teléfono colocado junto al ordenador, pero no hizo caso. No era su casa: dejaría que saltara el contestador. Siguió hablando por su móvil.
El hombre se asomó a la habitación. Su cara, oscurecida por la visera de la gorra, apuntaba directamente hacia ella.
—¡Orden: mensaje instantáneo!
Se abrió la ventana en la pantalla.
—Orden: escribir «Pam, signo de exclamación». Orden: enviar.
Pan sin no de exclamación.
¡Joder!
—Orden: escribir «Pam peligro márchate enseguida». Orden: enviar.
El mensaje se transmitió casi intacto.
¡Pam, léelo, por favor!, suplicó Rhyme para sus adentros. ¡Mira la pantalla!
Pero la chica estaba absorta en su conversación. Su cara ya no reflejaba despreocupación. La discusión se había vuelto seria.
El criminalista llamó a la policía y el operador le aseguró que un coche llegaría a la casa en cinco minutos. Pero el intruso estaba sólo a unos segundos de distancia de Pam, que seguía completamente ajena a su presencia.
Rhyme sabía que era 522, desde luego. Había torturado a Malloy para obtener información sobre todos ellos. Y Amelia Sachs era la primera en su lista de futuras víctimas. Sólo que no sería Amelia. Sería aquella muchacha inocente.
Su corazón latía con violencia, una sensación que se traducía en un feroz dolor de cabeza. Probó otra vez con el teléfono. Cuatro pitidos.
Hola, soy Amelia. Por favor, deja tu mensaje al oír la señal.
Lo intentó otra vez.
—Orden: escribir «Pam llámame punto Lincoln punto».
Pero ¿qué iba a decirle que hiciera si conseguía hablar con ella? Sachs tenía armas en su casa, pero no sabía dónde las guardaba. Pam era una chica fuerte y deportista, y el intruso no parecía mucho más corpulento que ella. Pero iba armado. Y, teniendo en cuenta dónde estaba ella, podía estrangularla o clavarle un cuchillo en la espalda antes de que advirtiera su presencia.
Y sucedería delante de sus ojos.
Pam giró por fin la silla hacia el ordenador. Iba a ver el mensaje.
Bien, sigue girándote.
Sin dejar de hablar por teléfono, la chica se acercó al ordenador, pero miró el teclado, no la pantalla.
¡Mira hacia arriba!, la instó Rhyme en silencio.
¡Por favor! ¡Lee el maldito mensaje!
Pero como todos los chicos de hoy en día, Pam no necesitaba mirar la pantalla para asegurarse de que había tecleado bien. Con el móvil sujeto entre la mejilla y el hombro, echó un rápido vistazo al teclado mientras golpeaba las teclas con rapidez.
Tengo que irme. Adiós señor Rhyme. Nos vemos:-)
La pantalla se volvió negra.
Amelia Sachs estaba incómoda en el lugar del crimen con el mono Tyvek, el gorro de cirujana y las fundas protectoras para los pies. Sentía claustrofobia y el olor acre que desprendía el almacén, un olor a papel húmedo, a sangre y a sudor, le daba náuseas.
Conocía poco al capitán Malloy, pero, como había dicho Sellitto, era «uno de los nuestros». Y estaba horrorizada por lo que le había hecho 522 para sacarle la información que quería. Casi había acabado de inspeccionar el lugar de los hechos y, al llevar fuera las bolsas de las pruebas, se alegró infinitamente de poder respirar el aire de la calle, aunque apestara a tubo de escape.
Seguía oyendo la voz de su padre. Una vez, siendo niña, se había asomado al dormitorio de sus padres y lo había visto con su uniforme de gala de la policía, enjugándose las lágrimas. Aquello la había impresionado. Fue la primera vez que lo vio llorar. Su padre le indicó con un gesto que entrara. Hermann Sachs, siempre sincero con su hija, la había hecho sentarse en una silla junto a la cama y le había explicado que un amigo suyo, un compañero de trabajo, había muerto de un disparo cuando intentaba impedir un robo.
«Amie, en este oficio todos somos familia. Seguramente pasas más tiempo con tus compañeros de trabajo que con tu mujer y tus hijos. Siempre que muere un policía, uno se muere también un poco. Da igual que sea un patrullero o un mando: todos son familia y duele lo mismo perderlos».
Ahora, Sachs sentía aquel dolor del que le había hablado su padre. Lo sentía muy profundamente.
—He acabado —les dijo a los miembros del equipo de inspección ocular que esperaban junto al furgón de emergencias. Había inspeccionado sola la escena del crimen, pero los agentes de Queens se habían encargado de la grabación en vídeo y de las fotografías, así como de inspeccionar las escenas secundarias: las rutas de entrada y de salida más probables.
Con un gesto afirmativo dirigido al patólogo de guardia y a sus ayudantes de la oficina del forense, dijo:
—Bueno, ya podéis llevarlo al depósito.
Los hombres, con sus monos y sus gruesos guantes verdes, entraron en el almacén. Mientras guardaba las pruebas en cajas de plástico para llevarlas al laboratorio de Rhyme, Sachs se detuvo.
Alguien estaba observándola.
Había oído un tintineo metálico, un chirrido de metal contra metal, cristal o cemento, procedente de un callejón desierto. Echó una rápida ojeada y le pareció ver una figura escondida junto al muelle de carga desierto de una fábrica que se había derrumbado hacía años.
Busca con cuidado, pero cúbrete la espalda…
Se acordó de la escena del crimen del cementerio, del asesino con la gorra de plato de policía, observándola. Experimentó el mismo desasosiego que entonces. Dejó las bolsas de pruebas y enfiló el callejón con la pistola en la mano. No vio a nadie.
Paranoia.
—¿Detective? —la llamó uno de los técnicos.
Siguió avanzando. ¿Había una cara detrás de aquella ventana mugrienta?
—Enseguida voy —contestó con un dejo de irritación.
El técnico dijo:
—Lo siento, es una llamada del detective Rhyme.
Para evitar distracciones, siempre apagaba su móvil cuando llegaba a la escena de un crimen.
—Dígale que lo llamo dentro de un momento.
—Detective, dice que se trata de una tal Pam. Ha pasado algo en su casa. Tiene que ir enseguida.