37

—Metadatos —dijo Rodney Szarnek por el manos libres desde el laboratorio de informática del Departamento de Policía de Nueva York.

Le estaba explicando a Lincoln Rhyme cómo era probable que 522 hubiera averiguado que su «experto» era en realidad un policía de incógnito.

Sachs, que estaba allí cerca con los brazos cruzados, pellizcándose la manga, le recordó lo que le había dicho Calvin Geddes, de Privacidad Ya.

—Son datos sobre datos. Insertos en los documentos.

—Exacto —confirmó Szarnek al oír su comentario—. Seguramente vio que el currículum lo creamos anoche.

—Mierda —murmuró Rhyme.

En fin, no se puede pensar en todo.

Y luego:

Pero tienes que hacerlo cuando te enfrentas a un hombre que lo sabe todo.

Y ahora el plan que podía haber servido para atraparlo se había venido abajo. Era la segunda vez que fallaban.

Y lo que era peor aún: habían mostrado sus cartas. Del mismo modo que ellos habían descubierto su estratagema del suicidio, él había descubierto cómo actuaban y ahora tenía una defensa contra futuras tácticas.

El conocimiento es poder…

Szarnek añadió:

—Le he pedido a alguien de la Carnegie Mellon que rastree las direcciones de todas las personas que visitaron sus páginas web esta mañana. Media docena de referencias tenían su origen en Nueva York, pero procedían de terminales públicos, sin rastro de los usuarios. Dos eran de servidores proxy europeos, y los conozco: no van a cooperar.

Naturalmente.

—Ahora tenemos alguna información procedente de los archivos de espacio vacío que sacó Ron de SSD. Está tardando un poco. Estaban… —Al parecer decidió evitarles la explicación técnica y añadió—: Muy embarullados, pero ya hemos juntado varios fragmentos. Parece que en efecto alguien reunió dosieres y los descargó. Tenemos un nym, quiero decir un apodo o un nombre cifrado. Corredor. Eso es todo por ahora.

—¿Alguna idea de quién es? ¿Un empleado, un cliente, un pirata informático?

—No, ninguna. He llamado a un amigo del FBI para pedirle que lo buscaran en su base de datos de apodos conocidos y direcciones de correo electrónico. Han encontrado unos ochocientos Corredores, pero ninguno en el área metropolitana. Dentro de poco sabremos algo más.

Rhyme pidió a Thom que escribiera el nombre «Corredor» en la lista de sospechosos.

—Hablaremos con SSD, a ver si alguien reconoce ese nombre.

—¿Y el listado de clientes del CD?

—Tengo a una persona revisándolo manualmente. El código que escribí sólo nos ha servido hasta cierto punto. Hay demasiadas variables: productos de consumo distintos, bonos de transporte, tarjetas de telepeaje… La mayoría de las empresas se bajaron cierta información de las víctimas, pero estadísticamente de momento no destaca ningún sospechoso.

—Está bien.

Rhyme desconectó.

—Lo hemos intentado —dijo Sachs.

Intentarlo…

Él levantó una ceja, un gesto que no significaba absolutamente nada.

Sonó el teléfono y en el identificador de llamadas apareció el nombre de Sellitto.

—Orden: responder… Lon, ¿alguna…?

—Linc.

Algo iba mal. A través del altavoz, su voz sonó hueca, temblorosa.

—¿Otra víctima?

Sellitto carraspeó.

—Esta vez ha sido uno de los nuestros.

Alarmado, Rhyme miró a Sachs, que se había inclinado involuntariamente hacia el teléfono y había descruzado los brazos.

—¿Quién? Dínoslo.

—Joe Malloy.

—No —musitó Sachs.

Rhyme cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo de su silla.

—Claro, por supuesto. Esa era la trampa, Lon. Lo tenía todo planeado. —Bajó la voz—. ¿Se ha empleado a fondo?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sachs.

Rhyme contestó en voz baja:

—No se ha limitado a matar a Malloy, ¿verdad?

La voz temblorosa de Sellitto era penosa de escuchar.

—No, Linc, no.

—¿De qué estáis hablando? ¡Decídmelo! —gritó Sachs bruscamente.

Rhyme la miró a los ojos, dilatados por el espanto que sentían ambos.

—Lo preparó todo porque quería información. Y torturó a Joe para conseguirla.

—Dios mío.

—¿No es así, Lon?

El corpulento detective suspiró. Tosió.

—Sí. Ha sido horrible, la verdad. Ha utilizado varias herramientas. Y por la cantidad de sangre, parece que Joe aguantó bastante tiempo. El muy cabrón lo remató de un disparo.

Sachs tenía la cara roja de furia. Manoseaba la empuñadura de su Glock.

—¿Joe tenía hijos? —preguntó entre dientes.

Rhyme recordó que la esposa del capitán había sido asesinada hacía un par de años.

—Una hija en California —respondió Sellitto—. Ya la he llamado.

—¿Estás bien? —preguntó Sachs.

—No, no estoy bien. —Otra vez se le quebró la voz.

Rhyme pensó que nunca lo había visto tan afectado.

Oyó en su cabeza la voz de Joe Malloy al reprocharle que hubiera «olvidado» informar sobre el caso 522. El capitán, elevándose sobre cualquier posible gesto mezquino, les había respaldado a pesar de que el criminalista y Sellitto no habían sido sinceros con él.

La labor policial iba antes que el ego.

Y 522 lo había torturado y asesinado sencillamente porque necesitaba información. Maldita información…

Luego, sin embargo, Rhyme recurrió a la pétrea dureza que llevaba dentro. A ese desapasionamiento que, como afirmaban algunos, era señal de un espíritu estragado, pero que, según creía él, le permitía hacer mejor su trabajo. Dijo con firmeza:

—Bien, sabéis lo que quiere decir esto, ¿verdad?

—¿Qué? —preguntó Sachs.

—Que ha declarado la guerra.

—¿La guerra? —inquirió Sellitto.

—Nos la ha declarado a nosotros. No va a esconderse, no a va a huir. «Jodeos», nos está diciendo. Va a contraatacar y cree que puede salirse con la suya. ¿Matar a un mando policial? Sí, desde luego. Ha dibujado el frente de batalla. Y ahora lo sabe todo sobre nosotros.

—Puede que Joe no se lo dijera —dijo Sachs.

—No, se lo dijo. Hizo todo lo que pudo por aguantar, pero al final se lo dijo. —No quería ni imaginarse por lo que habría tenido que pasar el capitán mientras intentaba guardar silencio—. No ha sido culpa suya, pero ahora estamos todos en peligro.

—Tengo que hablar con los jefes —dijo Sellitto—. Quieren saber qué ha salido mal. El plan no les gustaba desde el principio.

—No me cabe duda de que no. ¿Dónde ha sido?

—En un almacén, en Chelsea.

—Un almacén… Perfecto para un acumulador. ¿Tenía alguna relación con él? ¿Trabaja allí? ¿Os acordáis de los cómodos zapatos que usa? ¿O sólo lo encontró hurgando entre los datos? Quiero saber todo lo antedicho.

—Lo comprobaré —dijo Cooper. Sellitto le dio la dirección del almacén.

—Y tenemos que inspeccionar el lugar del crimen. —Rhyme miraba a Sachs, que asintió con la cabeza.

Cuando el detective colgó, el criminalista preguntó:

—¿Dónde está Pulaski?

—Volviendo de la operación con Roland Bell.

—Vamos a llamar a SSD. Tenemos que averiguar dónde estaban todos nuestros sospechosos a la hora de la muerte de Malloy. Algunos debían de estar en la oficina. Quiero saber quién no estaba. Y quiero saber algo sobre ese Corredor. ¿Crees que Sterling cooperará?

—Sí, desde luego —respondió Sachs, recordando lo solícito que se había mostrado desde el principio de la investigación. Activó el manos libres e hizo la llamada.

Contestó uno de los asistentes y ella se identificó.

—Hola, detective Sachs. Soy Jeremy. ¿En qué puedo ayudarla?

—Necesito hablar con el señor Sterling.

—Lo siento, pero no está disponible.

—Es muy importante. Ha habido otro asesinato. Un oficial de policía.

—Sí, lo he oído en las noticias. Lo siento mucho. Espere un momento. Martin acaba de entrar.

Oyeron una conversación en voz baja. Después les llegó otra voz a través del teléfono.

—Detective Sachs, soy Martin. Siento lo de ese nuevo asesinato, pero el señor Sterling no está en la oficina.

—Es muy importante que hablemos con él.

—Le haré saber que es urgente —contestó con calma el asistente.

—¿Y Mark Whitcomb o Tom O’Day?

—Espere un momento, por favor.

Tras un largo silencio, volvieron a oír la voz del joven:

—Me temo que Mark también está fuera. Y Tom está en una reunión. Les he dejado un mensaje. Tengo otra llamada, detective Sachs. Tengo que dejarla. Y siento muchísimo lo de su capitán.

—«Tú, que cruzarás de orilla a orilla en años venideros, eres para mí y para mis cavilaciones mucho más de lo que imaginas».

Sentada en un banco, mirando hacia el río East, Pam Willoughby sintió un vuelco en el corazón y comenzaron a sudarle las manos.

Miró hacia atrás y vio a Stuart Everett bañado por el sol que brillaba sobre Nueva Jersey. Camisa azul, vaqueros, americana, la bolsa de cuero colgada del hombro. Su cara juvenil, el mechón de pelo castaño sobre la frente, los labios finos a punto de romper en una sonrisa que a menudo nunca llegaba.

—Hola —dijo ella alegremente, y se enfadó consigo misma: quería hablar con aspereza.

—Hola. —Miró hacia el norte, hacia la base del puente de Brooklyn—. La calle Fulton.

—¿El poema? Lo sé. Es «Travesía en el ferri de Brooklyn».

De Hojas de hierba, la obra maestra de Walt Whitman. Después de que Stuart Everett mencionara el libro en clase, Pam se había comprado una edición cara pensando que así, de algún modo, estarían más unidos.

—No lo mandé leer en clase. ¿Y aun así lo conoces?

La joven no contestó.

—¿Puedo sentarme?

Ella asintió con un gesto.

Se quedaron callados. Pam olió su colonia. Se preguntó si se la habría comprado su mujer.

—Supongo que has hablado con tu amiga.

—Sí.

—Me cayó bien. Bueno, al principio, cuando llamó, pensé que iba a detenerme.

La expresión ceñuda de Pam se convirtió en sonrisa.

Stuart añadió:

—Estaba disgustada, pero eso está bien. Se preocupa por ti.

—Amelia es la mejor.

—No podía creer que fuera policía.

Es policía, y además investiga a mi novio. Vivir en la ignorancia no está tan mal, se dijo Pam. Tener demasiada información es un asco.

Stuart la cogió de la mano. Ella quiso apartarla, pero aquel impulso se desvaneció al instante.

—Mira, vamos a aclarar esta situación.

Pam mantuvo los ojos fijos en la distancia. Mirar los ojos castaños de Stuart, bajo aquellos párpados un poco caídos, sería una pésima idea. Contempló el río y el puerto, más allá. Todavía había ferris, pero el tráfico fluvial se componía en su mayor parte de barcos privados o cargueros. Se sentaba a menudo allí, junto al río, a observarlos. Obligada a vivir en la clandestinidad, en lo profundo de los bosques del Medio Oeste, con una madre trastornada y un hatajo de ultraderechistas fanáticos, había desarrollado una especie de fascinación por los ríos y los mares. Eran abiertos, libres y estaban en constante movimiento. Esa idea la reconfortaba.

—No he sido sincero, lo sé, pero mi relación con mi mujer no es lo que parece. Ya no me acuesto con ella. Hace mucho tiempo que no.

¿No era eso lo primero que decía un hombre en un momento como aquel?, se preguntó Pam. Ni siquiera había pensado en el sexo, sólo en el hecho de que estaba casado.

—No quería enamorarme de ti —continuó él—. Pensaba que seríamos amigos, pero resultaste ser distinta a todos los demás. Iluminaste algo dentro de mí. Eres preciosa, eso es evidente. Pero también eres, en fin, como Whitman. Nada convencional. Lírica. Una poeta a tu modo.

—Tienes hijos —dijo Pam sin poder remediarlo.

Una vacilación.

—Sí. Pero te gustarían. John tiene ocho años. Chiara está en el instituto. Tiene once. Son unos chicos maravillosos. Por eso seguimos juntos Mary y yo, es la única razón.

Su mujer se llamaba Mary. La chica se lo había estado preguntando.

Stuart le apretó la mano.

—Pam, no quiero separarme de ti.

Se inclinó hacia él, sintió el consuelo de su brazo rozando su cuerpo, olió su perfume seco y agradable, sin importarle quién le hubiera comprado la loción de afeitar. Pensó: Seguramente iba a decírmelo tarde o temprano.

—Iba a decírtelo dentro de una semana o así. Te lo juro. Estaba armándome de valor.

Ella sintió temblar su mano.

—Veo las caras de mis hijos y me digo que no puedo deshacer la familia. Y luego llegas tú, la persona más increíble que he conocido nunca… Hace tanto tiempo que me siento solo…

—Pero ¿qué hay de las fiestas? —preguntó ella—. Yo quería que hiciéramos algo juntos en Acción de Gracias o en Navidad.

—Seguramente podré escaparme de una de ellas. Por lo menos, parte del día. Sólo tenemos que planearlo con tiempo. —Bajó la cabeza—. El caso es que no puedo vivir sin ti. Si tienes paciencia, encontraremos una solución.

Pam pensó en la única noche que habían pasado juntos. Una noche secreta de la que nadie sabía nada. En casa de Amelia Sachs, un día que su amiga se quedó a dormir con Lincoln Rhyme y tuvieron la casa para ellos solos. Fue mágico. Deseó que todas las noches de su vida pudieran ser como aquella.

Apretó la mano de Stuart aún más fuerte.

—No puedo perderte —susurró él.

Se arrimó un poco más, sentado en el banco. Pam encontraba consuelo en cada centímetro cuadrado de contacto entre sus cuerpos. Incluso había escrito un poema sobre él en el que describía su mutua atracción como «gravitatoria»: una de las fuerzas fundamentales del universo.

Apoyó la cabeza en su hombro.

—Te prometo que no volveré a ocultarte nada. Pero, por favor… Tengo que seguir viéndote.

Pensó en los momentos maravillosos que había pasado, momentos que para cualquier otra persona parecerían tonterías, insignificancias.

Nada de eso.

El consuelo era como agua cálida sobre una herida: se llevaba el dolor.

Mientras habían estado en fuga, Pam y su madre habían vivido rodeadas de hombres mezquinos que les pegaban «por su bien» y que no dirigían la palabra a sus esposas o hijos, salvo para corregirles o mandarles callar.

Stuart ni siquiera pertenecía al mismo universo que aquellos monstruos.

—Dame sólo un poco más de tiempo —susurró él—. Todo se arreglará, te lo prometo. Seguiremos viéndonos como hasta ahora… Oye, tengo una idea. Sé que querías viajar. El mes que viene hay un congreso de poesía en Montreal. Podría pagarte el billete de avión, conseguirte una habitación. Podrías asistir a las conferencias. Y tendríamos las tardes libres.

—Te quiero. —Pam se inclinó hacia su cara—. Entiendo que no me lo hayas dicho, de verdad.

Él la abrazó con fuerza y la besó en el cuello.

—Pam, estoy tan…

De pronto, ella se apartó y apretó su mochila contra el pecho como un escudo.

—Pero no, Stuart.

—¿Qué?

Pam pensó que el corazón nunca le había latido tan deprisa.

—Llámame cuando te divorcies y entonces ya veremos. Pero hasta entonces, no. No puedo seguir viéndome contigo.

Había dicho lo que creía que diría Amelia Sachs en un momento como aquel. Pero ¿podía comportarse igual y no echarse a llorar? Amelia no lloraría. Ni pensarlo.

Compuso una sonrisa mientras se esforzaba por dominar el dolor. La angustia y la soledad acabaron en un instante con su sentimiento de bienestar. El calor se congeló, convertido en aristas de hielo.

—Pero, Pam, tú lo eres todo para mí.

—¿Y tú qué eres para mí, Stuart? No puedes serlo todo. Y no estoy dispuesta a conformarme con menos. —Que no se te quiebre la voz, se dijo—. Si te divorcias, volveré contigo. ¿Vas a divorciarte?

Él bajó sus ojos seductores.

—Sí —murmuró.

—¿Enseguida?

—Ahora mismo no puedo. Es complicado.

—No, Stuart, es muy sencillo. —Se levantó—. Por si no volvemos a vernos, te deseo lo mejor. —Comenzó a alejarse rápidamente, camino de la casa de Amelia, que estaba allí cerca.

Bien, quizás Amelia no lloraría, pero ella no podía seguir conteniendo el llanto. Caminó en línea recta por la acera con los ojos arrasados en lágrimas y, por miedo a flaquear, no se atrevió a mirar atrás ni a pensar en lo que había hecho.

Pensaba, en cambio, en una cosa acerca de su encuentro con Stuart que imaginaba que algún día le parecería divertida:

Qué frase de despedida tan chorra. Ojalá se me hubiera ocurrido algo mejor.