Un cazarrecompensas.
Habían atrapado a un puñetero cazarrecompensas.
O, como puntualizó él mismo, a un «especialista en recuperación de fianzas».
—¿Cómo cojones ha pasado? —quiso saber Lincoln Rhyme.
—Estamos intentando averiguarlo —contestó Lon Sellitto, que aguardaba, sudoroso y polvoriento, junto a la obra. A su lado, con las esposas puestas, estaba sentado el hombre que había seguido a Roland Bell.
No estaba exactamente detenido. De hecho, no había hecho nada malo. Tenía licencia para portar armas y sólo había intentado efectuar la detención de un hombre al que creía un criminal perseguido por la justicia. Sellitto, sin embargo, estaba cabreado y había ordenado que lo esposaran.
Roland Bell estaba al teléfono, intentando averiguar si 522 había sido visto en algún lugar de aquella zona, pero de momento los equipos de detención no habían detectado a nadie que encajara con su somera descripción del asesino.
—Podría estar en Tombuctú —le dijo Bell a Sellitto al cerrar el teléfono.
—Miren… —comenzó a decir el cazarrecompensas desde el bordillo donde estaba sentado.
—Cállate —bramó el corpulento detective por tercera o cuarta vez, y retomó su conversación con Rhyme—. Ha seguido a Roland, se ha acercado a él y parecía que iba a liquidarlo, pero por lo visto sólo iba siguiendo a un tipo en busca y captura. Pensaba que Roland era un tal William Franklin. Se parecen, Franklin y Roland. El tal Franklin vive en Brooklyn, se saltó la fecha de un juicio por atraco a mano armada y posesión de armas. La empresa que le prestó el dinero para la fianza lleva seis meses detrás de él.
—Esto es obra de Cinco Dos Dos, ¿sabes? Ha encontrado a ese tal Franklin en el sistema y ha mandado al cazarrecompensas detrás de él para mantenernos distraídos.
—Lo sé, Linc.
—¿Alguien ha visto algo útil? ¿Había alguien vigilándonos?
—No. Roland acaba de hablar con todos los equipos.
Silencio. Luego Rhyme preguntó:
—¿Cómo ha sabido que era una trampa?
Aunque esa no era la cuestión principal. En realidad, sólo había un interrogante para el que quisieran respuesta, y era: «¿qué diablos está tramando?».
¿Es que creen que soy idiota?
¿Pensaban que no iba a sospechar?
A estas alturas ya han oído hablar de los proveedores de servicios de conocimiento. Sobre cómo predecir el comportamiento de los dieciséis basándose en su conducta pasada y la de otros. Un concepto que forma parte de mi vida desde hace mucho, mucho tiempo. Debería formar parte de la vida de todo el mundo. ¿Cómo reaccionará tu vecino de al lado si haces tal cosa? ¿Cómo reaccionará si haces tal otra? ¿Cómo se comporta una mujer cuando la acompañas a un coche mientras te ríes? ¿Y cuando te quedas callado y hurgas en tu bolsillo en busca de algo?
He estudiado sus transacciones desde el momento en que empezaron a interesarse por mí. Las he clasificado, las he analizado. A veces han estado brillantes. Por ejemplo, esa trampa suya: informar de la investigación a clientes y empleados de SSD y esperar a que echara un vistazo a los ficheros del Departamento de Policía de Nueva York sobre el caso de Myra 9834. Estuve a punto de hacerlo, me faltó muy poco para dar al «Intro» y empezar la búsqueda, pero tuve la corazonada de que había algo raro. Ahora sé que tenía razón.
¿Y la conferencia de prensa? Ah, esa transacción olía a gato encerrado desde el principio. Pautas de conducta predecibles y asentadas que no encajaban. Porque ¿desde cuándo las autoridades municipales y la policía convocan a los periodistas a esas horas de la noche? Y la terna que se subió al estrado, saltaba a la vista que era una farsa.
Naturalmente, podía ser cierto: hasta los mejores algoritmos de lógica difusa y predicción de conducta se equivocan de vez en cuando. En todo caso me convenía asegurarme. No podía hablar con ninguno de Ellos directamente, ni siquiera de pasada.
Así que hice lo que se me da mejor.
Miré en los armarios, me asomé a los datos silenciados a través de mi ventana secreta. Averigüé más cosas acerca de los tipos que se habían subido al estrado en la conferencia de prensa: Rob Scott, el teniente de alcalde, y el capitán Malloy, el supervisor de la investigación que están llevando a cabo contra mí.
Y también sobre el otro, el profesor. El doctor Carlton Soames.
Salvo… que no era tal cosa.
Era un señuelo de la policía.
En el motor de búsqueda aparecían referencias a un tal profesor Soames, tanto en la página web de la Carnegie Mellon como en la suya personal. Su currículum estaba también convenientemente alojado en diversas páginas.
Pero sólo tardé unos segundos en descifrar el código de esos documentos y examinar los metadatos. Todo lo relativo al falso profesor había sido redactado y subido ayer mismo.
¿Es que creen que soy idiota?
Si hubiera tenido tiempo, podría haberme enterado de quién era el poli. Podría haber ido al archivo de la página web de la cadena de televisión, haber buscado la conferencia de prensa, congelado una imagen de la cara del tipo y hecho un escáner biométrico. Habría cotejado esa imagen con los archivos del Departamento de Tráfico de la zona y con las fotografías de personal de la policía y el FBI y habría dado con su verdadera identidad.
Pero habría sido un montón de trabajo, y además no me hacía falta. No me importaba quién fuera. Lo único que necesitaba era distraer a la policía y ganar tiempo para localizar al capitán Malloy. Ese sí era una fuente de información fiable sobre la operación.
Me fue fácil encontrar una orden de busca y captura en vigor de un tipo que guardaba cierto parecido con el policía que hacía el papel de Carlton Soames: un varón blanco de treinta y tantos años. Después sólo fue cuestión de llamar al prestamista, afirmar que era un conocido del prófugo y que lo había visto en el hotel Water Street. Describí la ropa que llevaba y colgué enseguida.
Mientras tanto, esperé en el aparcamiento, cerca de Police Plaza, donde el capitán Malloy aparca su Lexus de gama baja todas las mañanas entre las 07.48 y las 09.02 (el coche necesita hace tiempo un cambio de aceite y de neumáticos, según los datos del concesionario).
Sorprendí al enemigo a las 08.35 en punto.
Luego siguió el secuestro, el trayecto hasta el almacén del West Side y el uso juicioso del metal forjado para descargar la memoria de una base de datos admirablemente valerosa. Siento la satisfacción indecible y superior al placer sexual de saber que he completado una colección: las identidades de todos los dieciséis que van a por mí, de algunas de las personas vinculadas a Ellos y de cómo están llevando el caso.
Cierta información fue especialmente reveladora. (El apellido Rhyme, por ejemplo. Esa es la clave de por qué me encuentro en este aprieto, ahora lo entiendo).
Mis soldados emprenderán pronto la marcha, penetrarán en Polonia y en Renania…
Y, tal como esperaba, he conseguido una cosa para esa otra colección mía, una de mis favoritas, por cierto. Debería esperar a estar de vuelta en mi Armario, pero no puedo resistirme. Saco la grabadora y pulso el botón de rebobinado y luego el play.
Una feliz coincidencia: encuentro el instante exacto en que los gritos del capitán Malloy alcanzan un crescendo. Hasta a mí me dan escalofríos.
Despertó de un sueño inquieto, lleno de abruptas pesadillas. El nudo corredizo le había dejado la garganta dolorida por dentro y por fuera, pero lo peor era el picor de su boca reseca.
Arthur Rhyme recorrió con la mirada la habitación del hospital, oscura y sin ventanas. O, mejor dicho, la celda de la enfermería de los Tombs, no muy distinta a su propia celda o a aquella espantosa sala común donde había estado a punto de ser asesinado.
Entró un enfermero o un celador, examinó una cama vacía y anotó algo.
—Perdone —dijo con voz ronca—. ¿Puedo ver a un médico?
El hombre, un afroamericano corpulento, lo miró. Arthur sintió una oleada de pánico pensando que era Antwon Johnson que había robado un uniforme y se había colado allí con intención de acabar lo que había empezado.
Pero no, era otro. Aun así, sus ojos eran igual de fríos que los de Antwon y le dedicaron tan poca atención como a una mancha del suelo. Se marchó sin decir palabra.
Pasó media hora durante la cual Arthur se adormiló a ratos.
Después volvió a abrirse la puerta y levantó la mirada sobresaltado cuando entraron a otro paciente. Había tenido una apendicitis, dedujo. La operación había terminado y se estaba recuperando. Un celador lo ayudó a tumbarse en la cama. Le pasó un vaso.
—No te lo bebas. Enjuágate y escupe.
El hombre bebió.
—No, te estoy diciendo que…
El paciente vomitó.
—¡Joder! —El celador le arrojó un puñado de toallas de papel y se marchó.
El nuevo compañero de habitación de Arthur se quedó dormido agarrando las toallas.
Fue entonces cuando Arthur miró por la ventana de la puerta. Fuera había dos hombres, uno latino y el otro negro. Este último lo miró fijamente, con los ojos achicados, y le susurró algo al otro, que también miró un momento.
Había algo en su actitud y sus caras que le hizo comprender que su interés no obedecía a simple curiosidad por ver al preso al que había salvado Mick el pellizquero.
No, estaban memorizando su cara. ¿Para qué?
¿Ellos también querían matarlo?
Otra oleada de pánico. ¿Era sólo cuestión de tiempo que se salieran con la suya?
Cerró los ojos, pero luego decidió que no debía dormir. No se atrevía. Se acercarían a él cuando estuviera dormido, se le echarían encima si cerraba los ojos, si no permanecía atento a todo y a todos cada minuto del día.
Y ahora su angustia era absoluta. Judy le había dicho que Lincoln quizás había encontrado algo que podía demostrar su inocencia. Su mujer no sabía qué era, de modo que no tenía modo de deducir si su primo sólo estaba siendo optimista o si había descubierto alguna prueba concreta de que su detención había sido un error. Le enfurecía aquella vaga esperanza. Antes de hablar con su mujer, se había resignado a vivir en el infierno y a una muerte inminente.
Te estoy haciendo un favor, hombre. Joder, de todos modos te ahorcarías dentro de un mes o dos. Vamos, deja de resistirte…
Ahora, en cambio, al darse cuenta de que la libertad era posible, la resignación había cedido su lugar al pánico. Veía ante sí una esperanza que podían arrebatarle.
Su corazón comenzó a latir de nuevo frenéticamente.
Echó mano del botón de llamada. Lo pulsó una vez. Luego otra.
No hubo respuesta. Un momento después otros dos ojos aparecieron en la ventana. Pero no eran los de un médico. ¿Era uno de los reclusos que había visto antes? No lo sabía. El hombre lo miraba fijamente.
Luchando por dominar el miedo que recorría su columna como una corriente eléctrica, pulsó el botón otra vez y luego lo soltó.
Siguió sin haber respuesta.
Los ojos de la ventana pestañearon una vez y a continuación desaparecieron.