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Roland Bell no estaba tan tranquilo como parecía.

Viudo y padre de dos hijos, tenía una bonita casa a las afueras y una novia en Carolina del Norte a la que estaba a punto de proponer matrimonio, y todos esos asuntos domésticos tendían a inclinar el fiel de la balanza hacia el lado negativo cuando te pedían que hicieras de cebo en una misión encubierta.

Aun así, Bell no podía evitar cumplir con su deber, y especialmente tratándose de un tipo como aquel 522, un violador y un asesino, una variedad criminal por la que sentía particular aborrecimiento. Y, a decir verdad, tampoco le molestaba la emoción trepidante de operaciones como aquella.

«Todos encontramos nuestro nivel», solía decir su padre cuando él era pequeño, y en cuanto se había dado cuenta de que no se refería a una herramienta extraviada, Bell había abrazado aquella máxima como la piedra angular de su existencia.

Llevaba la chaqueta desabrochada y la mano preparada para sacar su pistola preferida, un ejemplo de las mejores armas italianas, y apuntar y disparar. Se alegraba de que Lon Sellitto se hubiera callado. Necesitaba oír acercarse a aquel tipo, y el golpeteo de la perforadora ya hacía bastante ruido. Aun así, concentrándose intensamente, oyó el arañar de unos zapatos por la acera, a su espalda.

Unos diez metros.

Sabía que el equipo de detención estaba delante de él, aunque no pudiera verlos ni ellos a él debido a la curva cerrada que describía la acera. El plan era que detuvieran a 522 en cuanto lo permitiera la situación y no hubiera peatones en peligro. Aquella parte de la acera todavía era visible desde una calle cercana y desde el solar en obras, y calculaban que el asesino no atacaría hasta que Bell estuviera más cerca de los agentes de la unidad táctica. Pero parecía estar avanzando más deprisa de lo que habían previsto.

Bell confió, sin embargo, en que esperara todavía unos minutos: si estallaba allí un tiroteo, podían correr peligro los trabajadores de la obra y algunos peatones.

El aspecto logístico de la detención se evaporó de su mente, sin embargo, cuando oyó dos cosas al mismo tiempo: el sonido de los pasos de 522 echando a correr hacia él y, lo que era mucho más alarmante, la alegre cháchara en español de dos mujeres, una de ellas empujando un carrito de bebé, que salieron de detrás del edificio situado junto a él. Los agentes de la unidad táctica habían cortado el acceso a la acera, pero al parecer nadie había avisado a los administradores de los edificios cuyas puertas traseras daban a ella.

Bell miró hacia atrás y vio que las mujeres caminaban entre él y 522, que lo miraba fijamente mientras corría hacia él. Llevaba en la mano una pistola.

—¡Tenemos problemas! Hay dos civiles en medio. ¡El sospechoso va armado! Repito, va armado. ¡Corred!

Bell echó mano de su Beretta, pero una de las mujeres gritó al ver a 522 y saltó hacia atrás, chocando con el policía, que cayó de rodillas. Su arma fue a parar a la acera. El asesino parpadeó, sorprendido, y se detuvo, preguntándose sin duda por qué un profesor universitario iba armado. Sin embargo se repuso enseguida y apuntó a Bell, que estaba echando mano de su otra pistola.

—¡No! —gritó el asesino—. ¡Ni lo intentes!

El agente no pudo hacer otra cosa que levantar las manos. Oyó decir a Sellitto:

—El primer equipo estará ahí en treinta segundos, Roland.

El asesino no dijo nada, se limitó a gruñir a las mujeres para que huyeran, cosa que hicieron. Después dio un paso adelante y apoyó la pistola en el pecho de Bell.

Treinta segundos, pensó el detective respirando trabajosamente.

Podrían haber sido una eternidad.

El capitán Joseph Malloy salió del aparcamiento del número uno de Police Plaza molesto por no haber tenido noticias de la operación en la que iba a participar el detective Roland Bell. Sabía que Sellitto y Rhyme estaban ansiosos por encontrar al asesino y había accedido a regañadientes a convocar aquella conferencia de prensa falsa, pero le parecía que era pasarse de la raya y temía que se armara un escándalo si fracasaba el plan.

Qué diablos, se armaría de todos modos si funcionaba. Una de las reglas elementales del gobierno municipal era no fastidiar a la prensa. Y menos aún en Nueva York.

Estaba metiendo la mano en el bolsillo para sacar su móvil cuando sintió que algo le tocaba la espalda. Un contacto insistente y enérgico. Una pistola.

No, no…

Se le desbocó el corazón.

Oyó entonces una voz tranquila.

—No se vuelva, capitán. Si se vuelve me verá la cara y por tanto morirá. ¿Entendido? —Sin saber por qué, a Malloy le sorprendió que su voz sonara tan cultivada.

—Espere…

—¿Entendido?

—Sí. No…

—En la próxima esquina va a girar a la derecha, hacia ese callejón, y a seguir andando.

—Pero…

—No llevo silenciador en la pistola, pero el cañón está tan cerca de su cuerpo que nadie sabrá de dónde viene el sonido y yo me habré marchado antes de que caiga usted al suelo. Además, la bala lo atravesará y con tanta gente estoy seguro de que dará a alguien más. Y usted no quiere que eso ocurra.

—¿Quién es usted?

—Ya sabe quién soy.

Joseph Malloy llevaba toda la vida en la policía y, desde que su esposa había muerto a manos de un atracador enloquecido por las drogas, su trabajo se había convertido en algo más que una profesión: era una obsesión. Podía formar parte de la plana mayor, podía dedicarse a tareas administrativas, pero seguía teniendo el instinto que años atrás había afinado en las calles del distrito centro-sur. Comprendió de inmediato.

—Cinco Dos Dos.

—¿Qué?

Calma. Mantén la calma. Si estás tranquilo, no pierdes el control.

—Es el hombre que mató a esa mujer el domingo y al guarda del cementerio ayer por la tarde.

—¿Cinco Dos Dos? ¿Qué quiere decir?

—Así es como lo llamamos internamente en el departamento. Sujeto no identificado cinco, dos, dos. —Dale algunos datos. Haz que se relaje. Entabla conversación.

El asesino soltó una risa fugaz.

—¿Un número? Qué interesante. Ahora, tuerza a la derecha.

Bueno, si quisiera matarte ya estarías muerto. Sólo necesita saber algo, o bien quiere secuestrarte para negociar con la policía. Relájate. Está claro que no va a matarte. No quiere que le veas la cara. Vale, ¿Lon Sellitto dijo que lo llamaban «el hombre que todo lo sabe»? Pues consigue información sobre él que puedas usar tú.

Quizá consigas salir de esta a base de labia.

Quizá logres que baje la guardia y puedas acercarte a él lo bastante para matarlo con tus propias manos.

Joe Malloy era perfectamente capaz de hacerlo, tanto física como mentalmente.

Tras recorrer unos metros, 522 le pidió que se detuviera en el callejón. Le puso un gorro en la cabeza y se lo bajó para taparle los ojos. Bien. Un inmenso alivio.

Mientras no lo vea, seguiré vivo.

Le ató las manos con cinta aislante y lo cacheó. Poniéndole una mano con firmeza sobre el hombro, lo hizo avanzar y meterse en el maletero de un coche.

Un trayecto en coche en medio de un calor sofocante, el espacio reducido, las piernas dobladas. Un coche compacto.

De acuerdo, toma nota. No quema gasolina. Y tiene buena suspensión. Anotado. No huele a cuero. Anotado.

Malloy intentó llevar la cuenta de los cambios de dirección, pero era imposible. Prestó atención a los ruidos: el sonido del tráfico, un martillo neumático. Nada de raro en eso. Y gaviotas y la bocina de un barco.

¿De qué rayos va a servirte eso para saber dónde estás? Manhattan es una isla. ¡Consigue algo útil! Espera: la dirección asistida hace ruido. Eso sí sirve. Acuérdate.

Veinte minutos después se detuvieron. Malloy oyó el ruido de una puerta de garaje al cerrarse, una puerta grande, con engranajes o juntas que chirriaban. Se sobresaltó cuando el maletero se abrió de repente y soltó un corto grito. Lo envolvió un aire fresco, pero de olor mohoso. Respiró ansiosamente, llenándose los pulmones de aire a través de la lana húmeda del gorro.

—Salga.

—Quería decirle algunas cosas. Soy capitán de…

—Sé quién es.

—Tengo mucho poder en el departamento. —Malloy se sintió satisfecho. Su voz sonaba firme. Parecía razonable—. Podemos llegar a un acuerdo.

—Venga aquí. —522 lo ayudó a salir del maletero.

Luego lo hizo sentarse.

—Estoy seguro de que tiene motivos de queja, pero yo puedo ayudarlo. Dígame por qué hace esto, por qué comete esos crímenes.

Silencio. ¿Qué iba a ocurrir? ¿Tendría ocasión de luchar?, se preguntó Malloy. ¿O tendría que seguir abriéndose paso por la mente de aquel hombre? Ya lo habrían echado en falta. Quizá Sellitto y Rhyme ya se habrían dado cuenta de lo ocurrido.

Entonces oyó un ruido.

¿Qué era?

Varios chasquidos, seguidos por una voz electrónica de timbre metálico. El asesino parecía estar probando una grabadora.

Después, otro ruido: uno metálico, como si estuviera recogiendo herramientas.

Y finalmente el inquietante chirrido del metal al arañar el cemento cuando el asesino arrastró su silla, acercándola tanto a la de Malloy que sus rodillas se tocaron.