32

Lincoln Rhyme había recobrado fuerzas.

Thom había vuelto a preparar algo de comer y, aunque el criminalista por lo general no disfrutaba especialmente de la comida, le habían gustado los sándwiches de pollo hechos con pan casero que preparaba su asistente.

—Es la receta de James Beard —había dicho Thom, pero aquella referencia al afamado cocinero y escritor culinario no le dijo nada a Rhyme.

Sellitto había engullido un sándwich y se había llevado otro al marcharse a casa («Están aún mejor que los de atún», había aseverado) y Mel Cooper había pedido la receta del pan para Gretta.

Sachs estaba sentada delante del ordenador, enviando unos correos electrónicos. Rhyme iba a preguntarle qué hacía cuando sonó el timbre.

Un momento después, Thom hizo entrar en el laboratorio a Terry Dobyns, el psicólogo de la policía de Nueva York al que Rhyme conocía desde hacía años. Estaba un poco más calvo y tenía algo más de barriga que cuando se habían conocido, durante el amargo periodo que siguió al accidente que lo dejó paralizado, cuando Dobyns se había pasado horas seguidas sentado junto a él. Seguía teniendo, sin embargo, los mismos ojos bondadosos y perspicaces que recordaba Rhyme y una sonrisa tranquilizadora y comprensiva. El criminalista era escéptico respecto a los perfiles psicológicos, prefería la ciencia forense, pero tenía que reconocer que Dobyns había ofrecido de cuando en cuando hipótesis brillantes y muy útiles respecto a los criminales a los que él perseguía.

Dobyns saludó a todo el mundo, aceptó el café de Thom y declinó la comida. Se sentó en un taburete junto a la silla de ruedas de Rhyme.

—Está bien pensado lo del acumulador. Creo que tienes razón. Y primero déjame decirte que he hablado con la gente del grupo de trabajo y que han buscando entre los acumuladores conocidos que hay en la ciudad. No hay muchos y lo más probable es que no sea ninguno de ellos. He descartado a las mujeres, puesto que me habéis dicho lo de las violaciones. De los hombres, la mayoría son mayores o están discapacitados. Los únicos dos que encajan en el perfil viven en Staten Island y en el Bronx y estaban con trabajadores sociales o con miembros de su familia a la hora del asesinato del domingo.

Rhyme no se sorprendió: 522 era demasiado listo para no borrar su rastro, pero había confiado en que hubiera al menos una pequeña pista y le irritó hallarse de nuevo ante un callejón sin salida.

Dobyns no pudo evitar sonreír. Habían tratado de aquel asunto hacía años. Rhyme nunca se había sentido a gusto expresando su rabia o su frustración personales. En lo profesional, en cambio, siempre se le había dado de maravilla.

—Pero puedo daros algunas ideas que tal vez os ayuden. Bien, permitidme que os hable de los acumuladores. Es una variedad de trastorno obsesivo-compulsivo. Se da cuando un sujeto se halla ante conflictos o tensiones que le superan emocionalmente. Concentrarse en un solo comportamiento es mucho más sencillo que afrontar el problema subyacente. Lavarse las manos y contar son síntomas de trastorno obsesivo-compulsivo. Y también lo es amontonar cosas.

»Ahora bien, es raro que alguien que acumula cosas obsesivamente sea peligroso per se. Hay ciertos riesgos para la salud: plagas de animales e insectos, moho y riesgo de incendio. Pero, fundamentalmente, los acumuladores sólo quieren que les dejen en paz. Si pudieran, vivirían rodeados por su colección de cosas y nunca saldrían de casa.

»Vuestro amigo, en fin, es un tipo raro. Una mezcla de narcisismo, comportamiento antisocial y afán de amontonar cosas provocado por un trastorno obsesivo-compulsivo. Si quiere algo, por ejemplo monedas coleccionables o cuadros, o gratificación sexual, tiene que conseguirlo. Sin lugar a dudas. Matar no supone nada para él si de ese modo consigue lo que quiere y al mismo tiempo puede proteger su colección. De hecho, yo llegaría al extremo de afirmar que matar lo tranquiliza. Los seres humanos le producen estrés. Lo decepcionan, lo dejan en la estacada. Pero los objetos inanimados, los periódicos, las cajas de puros, los caramelos, incluso los cadáveres, esos los puede uno guardar en su guarida. Nunca te traicionan. Imagino que no estaréis interesados en los factores relativos a su infancia que pueden haber forjado su personalidad.

—Pues no, la verdad, Terry —contestó Sachs, y sonrió a Rhyme, que estaba negando con la cabeza.

—En primer lugar, va a necesitar espacio. Espacio a montones. Y teniendo en cuenta el precio de la vivienda en esta zona, o es muy ingenioso o muy rico. Los acumuladores tienden a vivir en casas aisladas, grandes y viejas, o en casas de pueblo. Nunca alquilan. No soportan la idea de que el casero tenga derecho a entrar en su vivienda. Y las ventanas estarán pintadas de negro o tapadas. Tiene que mantener fuera el mundo exterior.

—¿Cuánto espacio? —preguntó Sachs.

—Habitaciones, habitaciones y más habitaciones.

—Algunos de los empleados de SSD deben de tener mucho dinero —comentó Rhyme—. La gente de dirección.

—Bueno, dado que vuestro amigo se desenvuelve tan bien, tiene que llevar una doble vida. Vamos a llamarlas la vida «secreta» y la «fachada». Necesita manejarse en el mundo real para aumentar su colección y mantenerla. Así que guardará las apariencias. Seguramente parte de su casa parecerá normal, o puede que tenga una segunda casa. Preferiría vivir en su guarida secreta, claro, pero si lo hiciera, si sólo viviera en ella, la gente empezaría a sospechar. Así que también tendrá una vivienda similar a la que tendría cualquier persona de su estatus socioeconómico. Puede que las dos viviendas se comuniquen o estén cerca la una de la otra. El piso de abajo podría ser normal y en el de arriba tendría su colección. O en el sótano, quizás.

»En cuanto a su personalidad, en su vida de cara a la galería desempeñará un papel casi opuesto a como es en realidad. Pongamos que la auténtica personalidad de Cinco Dos Dos es taimada y mezquina. Pues en público parecerá comedido, tranquilo, maduro y cortés.

—¿Podría parecer un hombre de negocios?

—Es fácil que así sea. Y hará su papel muy bien. Porque tiene que hacerlo. Eso lo pone furioso, lo llena de resentimiento, pero sabe que, si no lo hace, su colección podría correr peligro, y eso es sencillamente inaceptable para él.

Dobyns echó un vistazo a los esquemas con los datos. Hizo un gesto de asentimiento.

—Bien, veo que tenéis dudas respecto a si tiene hijos. Dudo mucho que los tenga. Lo más probable es que coleccione juguetes. Eso también estaría relacionado con su infancia. Estará soltero, además. Es raro encontrar a un acumulador casado. Su obsesión por coleccionar es demasiado intensa. No querrá compartir su tiempo ni su espacio con otra persona y, francamente, le costará encontrar una pareja lo bastante dependiente como para soportarlo.

»En cuanto al tabaco y las cerillas… Acumula cigarrillos y librillos de cerillas, pero dudo mucho que fume. La mayoría de los acumuladores tienen montones inmensos de periódicos y revistas, objetos inflamables. Este asesino no es tonto. No se arriesgaría a provocar un incendio porque podría destruir su colección. O al menos desvelar su secreto cuando llegaran los bomberos. Y probablemente no tiene particular interés en la numismática ni en el arte. Está obsesionado con coleccionar por el solo hecho de coleccionar. Lo que colecciona es secundario.

—Entonces, ¿es probable que no viva cerca de una tienda de antigüedades?

Dobyns soltó una risa.

—Eso es justamente lo que parecerá su guarida. Pero, naturalmente, sin clientes. Bien, no se me ocurre mucho más, salvo deciros lo peligroso que es. Por lo que me habéis contado, ya habéis interferido en sus planes varias veces. Eso lo pone furioso. Matará a cualquiera que ponga en peligro su botín, lo matará sin pensárselo dos veces. No me cansaré de repetíroslo.

Dieron las gracias a Dobyns. El psicólogo les deseó buena suerte y se marchó. Sachs actualizó los datos del asesino basándose en lo que les había dicho.

—¿Ha sido de ayuda? —preguntó Cooper.

Rhyme sólo pudo encogerse de hombros.

—¿Qué opinas tú, Sachs? ¿Podría ser alguna de las personas con las que hablaste en SSD?

Ella se encogió de hombros.

—Yo diría que Gillespie es el que más se le aproxima. Parecía simplemente raro. Pero Cassel fue el que me pareció más astuto en cuestión de apariencias. Arlonzo-Kemper está casado, lo que lo elimina de la competición, según Terry. Y a los técnicos no los vi. Los entrevistó Ron.

Con un gorjeo electrónico, se abrió en la pantalla la ventana del identificador de llamadas. Era Lon Sellitto. El detective había vuelto a casa, pero al parecer seguía trabajando en el Plan Experto que había ideado con Rhyme poco antes.

—Orden: contestar al teléfono. Lon, ¿cómo va eso?

—Está todo preparado, Linc.

—¿En qué punto estamos?

—Pon las noticias de las once y te enterarás. Yo me voy a la cama.

Rhyme desconectó y encendió el televisor que había en un rincón del laboratorio.

Mel Cooper dijo buenas noches. Estaba guardando sus cosas en el maletín cuando su ordenador emitió un tintineo. Miró la pantalla.

—Amelia, aquí tienes un correo.

Ella se acercó y se sentó.

—¿Es de la Policía del Estado de Colorado, sobre Gordon? —preguntó Rhyme.

Sachs no dijo nada, pero el criminalista notó que levantaba una ceja mientras leía el extenso documento. Metió un dedo entre su pelo largo y rojo, recogido en una coleta, y se rascó el cuero cabelludo.

—¿Qué es?

—Tengo que irme —dijo, y se puso en pie rápidamente.

—¿Qué ocurre, Sachs?

—No es sobre el caso. Llámame si me necesitas.

Y sin más salió por la puerta, dejando tras de sí una nube de misterio tan sutil como el aroma del jabón de lavanda que era desde hacía poco tiempo su favorito.

El caso 522 avanzaba rápidamente.

Pero los policías siempre tenían que conjugar sus investigaciones con otros aspectos de sus vidas, a menudo haciendo malabarismos para conseguirlo.

Por ese motivo aguardaba Sachs, inquieta, delante de una pulcra casa de Brooklyn, no muy lejos de la suya. Hacía una noche agradable. Una brisa delicada, con olor a lilas y a mantillo, bailaba a su alrededor. Apetecía sentarse en el bordillo de la acera o en las gradas de una puerta, en vez de hacer lo que ella se disponía a hacer.

Lo que tenía que hacer.

Dios, odio esto.

Pam Willoughby apareció en la puerta. Llevaba un chándal y el pelo recogido en una coleta. Estaba hablando con otra de las niñas que vivían en el hogar de acogida, otra adolescente. Sus rostros tenían esa expresión conspiradora y al mismo tiempo ingenua que las jovencitas llevan como si fuera maquillaje. Dos perros retozaban a sus pies: Jackson, el minúsculo habanero, y Cosmic Cowboy, un briard mucho más grande, pero igual de juguetón que vivía con la familia de acogida de Pam.

La policía quedaba allí de vez en cuando con la chica y luego iban a ver una película, a Starbucks o a tomar un helado. La cara de Pam solía iluminarse cuando veía a Sachs.

Esa noche no fue así.

La detective salió del coche y se apoyó contra el capó caliente. Pam cogió a Jackson en brazos y se reunió con ella mientras la otra chica la saludaba con la mano y volvía a entrar en la casa con Cosmic Cowboy.

—Perdona que venga tan tarde.

—No pasa nada. —La muchacha tenía una actitud cautelosa.

—¿Qué tal los deberes?

—Los deberes son deberes. Unos están bien y otros son un rollo.

Cierto: lo mismo podía decir la propia Sachs.

Acarició al perrillo, al que Pam abrazaba celosamente. Solía comportarse así con sus cosas. Siempre se negaba a que otra persona le llevara la mochila o las bolsas de la compra. Sachs suponía que le habían quitado tantas cosas que se aferraba con todas sus fuerzas a todo lo que podía.

—Bueno, ¿qué pasa?

No se le ocurrió ningún modo de abordar el tema con suavidad.

—He hablado con tu amigo.

—¿Con qué amigo? —preguntó Pam.

—Con Stuart.

—¿Qué?

Sobre su cara angustiada caía la luz fragmentada por las hojas de un gingko.

—Tenía que hacerlo.

—No, no tenías que hacerlo.

—Pam, estaba preocupada por ti. Tengo un amigo en el departamento que se dedica a hacer comprobaciones de seguridad sobre personas y le he pedido que se informara sobre él.

—¡No!

—Quería ver si estaba ocultando algo.

—¡No tenías derecho a hacer eso!

—Tienes razón, pero lo he hecho de todos modos. Y acabo de recibir un correo de mi amigo. —Sintió que los músculos de su estómago se le contraían. Enfrentarse a asesinos, conducir a 270 por hora, eso no era nada. Ahora, en cambio, sentía una agitación profunda.

—¿Y qué pasa? ¿Es un puto asesino? —le espetó Pam—. ¿Un asesino en serie? ¿Un terrorista?

Sachs titubeó. Quería tocar el brazo de la muchacha. Pero no lo hizo.

—No, cariño, pero… está casado.

En medio de la luz moteada, la vio pestañear.

—¿Está… casado?

—Lo siento. Su mujer también es profesora. En un colegio privado, en Long Island. Y tiene dos hijos.

—¡No! Te equivocas.

Sachs vio que tenía la mano libre tan apretada que sin duda se le habían agarrotado los músculos. La ira inundó sus ojos, pero apenas había sorpresa en ellos. La detective se preguntó si estaría reviviendo ciertos recuerdos. Tal vez Stuart le había dicho que no tenía teléfono en casa, sólo un móvil. O quizá le había pedido que usara una cuenta de correo específica, no la que utilizaba para otros asuntos.

Y mi casa es un desastre. Me daría vergüenza que la vieras. Soy profesor, ¿sabes? Somos un poco distraídos… Tengo que buscarme una asistenta.

—Es un error —balbució Pam—. Tienes que haberte confundido con otro.

—Acabo de ir a verlo. Se lo he preguntado y me lo ha dicho.

—¡No es verdad! ¡Te lo estás inventando! —Sus ojos relampaguearon y una sonrisa fría cruzó su cara y fue a clavarse en el corazón de Sachs—. Estás haciendo lo mismo que hacía mi madre. Cuando no quería que hiciera algo, me mentía. Igual que tú ahora.

—Pam, yo nunca…

—¡Todo el mundo me quita cosas! ¡Tú no vas a quitarme esto! Lo quiero y él me quiere a mí, ¡y no vas a quitármelo! —Dio media vuelta y regresó hacia la casa con el perro firmemente agarrado bajo el brazo.

—¡Pam! —A Sachs se le quebró la voz—. No, cariño…

Antes de entrar, la chica lanzó una rápida mirada hacia atrás agitando el pelo, rígida como el hierro, y Amelia Sachs se alegró de que la luz de fondo le impidiera ver su rostro. No habría soportado ver el odio reflejado en ella.

La pifia del cementerio escuece todavía como una quemadura.

Miguel 5465 debería haber muerto. Debería estar pinchado con un alfiler en una tabla recubierta de terciopelo para que la policía lo examinara. Dirían «caso cerrado» y todo volvería a estar bien.

Pero no ha muerto. Esa mariposa se escapó. No puedo intentar de nuevo simular un suicidio. Han descubierto algo sobre mí. Han recabado ciertos datos…

Les odio, les odio, les odio…

Estoy al borde de coger mi navaja y salir a…

Cálmate. Cálmate. Pero con el paso de los años cada vez me cuesta más calmarme. He cancelado ciertas transacciones para esta noche (iba a celebrar el suicidio) y ahora me dirijo a mi Armario. Me ayuda rodearme de mis tesoros. Cruzo las habitaciones fragantes y me acerco varios objetos. Trofeos de diversas transacciones de este último año. Es tan agradable sentir la carne seca, las uñas y el pelo en la mejilla…

Pero estoy agotado. Me siento delante del cuadro de Harvey Prescott y levanto la mirada hacia él. La familia me devuelve la mirada. Como ocurre en la mayoría de sus retratos, sus ojos te siguen allá donde vayas.

Es reconfortante. E inquietante, también.

Quizás uno de los motivos por los que me gusta tanto su obra es que esa gente fue creada de la nada. No tienen recuerdos que los atormenten, que les pongan nerviosos, que les tengan en vela toda la noche y que los empujen a echarse a la calle, a coleccionar tesoros y trofeos.

Ah, los recuerdos…

Junio, cinco años. Padre me hace sentarme, guarda su cigarrillo sin encender y me explica que soy adoptado. «Te trajimos a casa porque te queríamos, te queríamos muchísimo y te queremos, aunque no seas hijo natural nuestro, lo entiendes, ¿verdad?». No exactamente, no. Lo miró con perplejidad. Madre retuerce entre las manos un pañuelo de papel húmedo. Farfulla que me quiere como si me hubiera parido. No, todavía más, aunque no entiendo por qué. Suena a mentira.

Padre se marcha a su otro trabajo. Madre va a ocuparse de los otros niños, me deja solo para que reflexione sobre ello. Siento que me han arrebatado algo, pero no sé qué. Miro por mi ventana. Esto es precioso. Montañas, verde, aire fresco. Pero prefiero mi habitación y allí es adonde voy.

Agosto, siete años. Padre y madre se han estado peleando. Lydia, la mayor de nosotros, está llorando. No te vayas, no te vayas, no te vayas… Yo, por mi parte, hago planes por si pasa lo peor, acumulo provisiones. Comida y peniques: la gente nunca echa de menos un penique. Nadie puede impedirme coleccionarlos: 134 dólares de cobre mate o reluciente. Los tengo escondidos en cajas, en mi armario…

Noviembre, siete años. Padre regresa de donde ha pasado un mes, «arañando ese dólar que se escapa», como dice tantas veces. (Lydia y yo sonreímos cuando lo dice). Él pregunta dónde están los otros niños. Ella le dice que no podía ocuparse de todos.

—Haz cuentas. ¿En qué coño estás pensando? Coge el teléfono y llama al ayuntamiento.

—Tú no estabas aquí —grita ella.

Lydia y yo no sabemos cómo interpretar aquello, pero sabemos que eso no es bueno.

En mi armario hay 252 dólares, 33 latas de tomate, 18 de otras verduras y 12 de espaguetis. No es que me gusten los espaguetis de lata, pero los tengo. Eso es lo que importa.

Octubre, nueve años. Más asignaciones de niños. Ahora somos nueve. Ayudamos, Lydia y yo. Ella tiene catorce años y sabe ocuparse de los más pequeños. Le pide a padre que compre muñecas a las niñas porque ella nunca tuvo una y es importante, y él dice que cómo van a ganar dinero con el ayuntamiento si se lo gastan en chorradas.

Mayo, diez años. Vuelvo del colegio. Me ha costado un gran esfuerzo coger algunos de los peniques y comprarle una muñeca a Lydia. Tengo muchas ganas de ver cómo reacciona. Pero entonces veo que he cometido un error, he dejado la puerta del armario abierta. Padre está dentro, rompe las cajas para abrirlas. Los peniques yacen como soldados muertos en un campo de batalla. Se llena los bolsillos y se lleva las cajas.

—Lo robas, pues lo pierdes.

Lloro y le digo que me los he encontrado.

—Muy bien —dice, triunfante—. Yo también me los he encontrado, así que eso significa que ahora son míos. ¿Verdad, jovencito? ¿O vas a decirme que no? No puedes. Y, madre mía, aquí hay casi quinientos pavos. —Y se saca el cigarrillo de detrás de la oreja.

¿Quieres entender qué se siente cuando alguien te quita tus cosas, tus soldaditos, tus muñecas, tus peniques? Pues cierra la boca y tápate la nariz. Eso es lo que se siente, y no puedes aguantarlo mucho tiempo sin que pase algo terrible.

Octubre, once años. Lydia se ha ido. Sin dejar una nota. No se ha llevado la muñeca. Jason, de catorce años, viene a vivir con nosotros desde el reformatorio. Una noche se mete en mi cuarto. Quiere mi cama (la mía está seca, la suya no). Duermo en la suya. Todas las noches, durante un mes. Me quejo a padre. Me dice que cierre la boca. Necesitan el dinero y les dan una bonificación por los chavales con T. E. como Jason y… De pronto se calla. ¿Iba a referirse también a mí? No sé qué significa «T. E.». Entonces todavía no lo sé.

Enero, doce años. Destellos de luz roja. Madre está llorando, los otros niños de acogida también. La quemadura que tiene padre en el brazo duele, pero por suerte, dice el bombero, el gas para mecheros que había en el colchón no prende deprisa. Si fuera gasolina, habría muerto. Cuando se llevan a Jason, ojos oscuros bajo cejas oscuras, grita que no sabe cómo han llegado el gas y las cerillas a su cartera. ¡Que él no ha sido, no ha sido! Y tampoco colgó esas fotografías de personas quemadas vivas en su clase del colegio.

—¡Mira lo que has hecho! —le grita padre a madre.

—¡Tú querías la bonificación! —le responde ella chillando.

La bonificación por T. E.

Trastornos emocionales, ya lo he descubierto.

Recuerdos, recuerdos… ¡Ah, de algunas colecciones me desharía de buena gana, las dejaría en un contenedor si pudiera!

Sonrío a mi familia silenciosa, los Prescott. Luego vuelvo al problema que me ocupa: Ellos.

Ya estoy más tranquilo, el nerviosismo se ha embotado. Y confío en que, al igual que mi padre postrado, al igual que el angustiado Jason Stringfellow cuando se lo llevó la policía, al igual que los dieciséis chillando en el clímax de una transacción, aquellos que me persiguen (Ellos) estarán pronto muertos y convertidos en polvo. Y yo seguiré viviendo feliz con mi familia bidimensional y mis tesoros, aquí, en mi armario.

Mis soldados, mis datos, están a punto de entrar en batalla. Soy como Hitler en su búnker de Berlín ordenando a sus tropas de las Waffen-SS que salgan al encuentro de los invasores. Los datos son invencibles.

Veo ahora que son casi las once de la noche. La hora de las noticias. Necesito ver qué saben y qué no sobre la muerte en el cementerio. Pongo la televisión.

La cadena ha «conectado en directo» con el ayuntamiento. El teniente de alcalde, Ron Scott, un hombre de aspecto distinguido, está explicando que la policía ha creado un grupo de trabajo especial a fin de investigar una violación y un asesinato recientes, y el asesinato acaecido esta misma tarde en un cementerio de Queens que parece vinculado con el crimen anterior.

Scott presenta a Joseph Malloy, un inspector del Departamento de Policía de Nueva York que «les hablará del caso con más detalle».

Pero en realidad no lo hace. Enseña un retrato robot del asesino que se parece a mí tanto como a otros doscientos mil hombres más de la ciudad.

¿Blanco o de piel clara? Vamos, por favor.

Aconseja a la gente tener cuidado.

«Creemos que el homicida ha empleado técnicas de usurpación de identidad para acercarse a sus víctimas. Para ganarse su confianza».

Desconfíen, añade, de cualquiera a quien no conozcan y que sin embargo tenga datos sobre sus compras, cuentas bancarias, planes vacacionales o infracciones de tráfico.

«Incluso cosas de poca importancia a las que normalmente no prestarían atención».

De hecho, las autoridades municipales acaban de traer a un experto en seguridad y gestión de la información de la Universidad Carnegie Mellon. El doctor Carlton Soames va a pasar unos días ayudando a los investigadores y asesorándoles acerca del tema de la usurpación de identidad. Ese, creen, es el mejor modo de encontrar al asesino.

Soames tiene el pelo alborotado y parece el típico chaval de pueblo del Medio Oeste, pero con estudios. Una sonrisa torpe. El traje un poco torcido, las gafas un poco ahumadas, lo deduzco por su brillo asimétrico. ¿Y cuánto uso tiene ese anillo de casado? Mucho, me apostaría algo. Tiene pinta de haberse casado joven.

No dice nada, pero mira a la prensa y a la cámara como un animal asustado. El capitán Malloy continúa:

«En una época en la que están aumentando los casos de usurpación de identidad, con consecuencias cada vez más fulminantes…».

El calificativo, dicho irreflexivamente, resulta desafortunado.

«… nos tomamos muy en serio nuestra labor de proteger a los vecinos de esta ciudad».

Los periodistas se lanzan enseguida a la refriega, acribillan al teniente de alcalde, al capitán y al tímido profesor con preguntas dignas de un tercer grado. Malloy, por lo general, contesta con evasivas. La expresión «en curso» es su escudo.

El teniente de alcalde Ron Scott afirma que la ciudad no es peligrosa y que se está haciendo todo lo necesario para proteger a sus habitantes. La conferencia de prensa acaba bruscamente.

Volvemos a las noticias normales, si es que puede llamárselas así. Hortalizas contaminadas en Texas; una mujer atrapada en la trasera de una camioneta, en una inundación en Misuri. El presidente tiene un resfriado.

Apago el televisor y me siento en mi Armario en penumbra, preguntándome cuál es el mejor modo de procesar esta nueva transacción.

Se me ocurre una idea. Pero es tan obvia que soy escéptico. Y sin embargo (oh, sorpresa) sólo me hacen falta tres llamadas a hoteles cercanos al número uno de Police Plaza para averiguar dónde se aloja el doctor Carlton Soames.