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—Te agradezco que me hayas hecho un hueco, Mark.

Whitcomb, el subdirector del departamento de autorregulación, sonrió afablemente. Pulaski dedujo que debía de encantarle su trabajo si estaba trabajando todavía a esas horas: eran más de las nueve y media. Claro que él también estaba todavía de servicio, se dijo.

—¿Otro asesinato? ¿Y ha sido el mismo tipo?

—Estamos casi seguros de que sí.

El joven arrugó el ceño.

—Lo siento. Dios mío. ¿Cuándo ha sido?

—Hace unas tres horas.

Estaban en el despacho de Whitcomb, mucho más acogedor que el de Sterling. Y más desordenado, lo que lo hacía tanto más confortable. Whitcomb dejó a un lado el cuaderno en el que estaba haciendo anotaciones y le indicó una silla. Pulaski se sentó y reparó en las fotografías familiares que tenía sobre la mesa y en los bonitos cuadros que adornaban las paredes junto con diversos diplomas y certificados profesionales. Había mirado de un lado a otro por los pasillos desiertos y se alegraba enormemente de que Cassel y Gillespie, los matones del colegio, no estuvieran por allí.

—Oye, ¿esa es tu mujer?

—Mi hermana. —Whitcomb le dedicó una sonrisa, pero Pulaski había visto otras veces aquella expresión. Parecía decir: «Es un tema doloroso». ¿Habría muerto su hermana?

No, se trataba de la otra respuesta.

—Estoy divorciado. Tengo muchísimo trabajo aquí. Cuesta tener una familia. —El joven movió el brazo, refiriéndose a SSD, dedujo Pulaski—. Pero es un trabajo importante. Importante de verdad.

—Seguro que sí.

Tras intentar en vano hablar con Andrew Sterling, había llamado a Whitcomb, que había accedido a reunirse con él y entregarle los registros horarios de ese día, para ver cuál de los sospechosos estaba fuera de la oficina a la hora del asesinato del guarda.

—Tengo café.

Pulaski reparó en que tenía una bandeja de plata sobre la mesa con dos tazas de porcelana.

—Me he acordado de cómo te gusta.

—Gracias.

El hombre delgado sirvió el café.

El agente probó un sorbo. Estaba bueno. Estaba deseando que llegara el día en que mejorara su economía y pudiera permitirse una cafetera eléctrica. Le encantaba el café.

—¿Todos los días trabajas hasta tan tarde?

—Muy a menudo. La normativa gubernamental es muy dura en cualquier sector, pero en el de la información el problema es que nadie está seguro de qué es lo que quiere. Por ejemplo, los estados pueden recaudar un montón de dinero vendiendo datos de permisos de conducción. En algunos sitios los ciudadanos ponen el grito en el cielo y se prohíbe esa práctica. Pero en otros estados está totalmente aceptada.

»En algunos lugares, si te hackean la empresa, tienes que notificar a tus clientes qué información han robado, sean los datos del tipo que sean. En otros estados sólo hay que decirles si es información financiera. Y en algunos no hay que decirles nada. Es un lío. Pero tenemos que estar siempre alerta.

Al pensar en el robo de datos, Pulaski sintió una punzada de mala conciencia por haber sustraído los datos del espacio vacío del ordenador de SSD. Whitcomb había estado con él más o menos a la hora en que había descargado los archivos. ¿Se metería en un lío si se enteraba Sterling?

—Bueno, aquí tienes. —Le pasó unas veinte páginas de registros horarios pertenecientes a ese día.

Pulaski las hojeó, comparando los nombres con el de su lista de sospechosos. Se fijó primero en la hora a la que había salido Miguel Abrera de trabajar: poco después de las cinco de la tarde. Luego le dio un vuelco el corazón cuando su mirada se posó por casualidad en el nombre de Sterling: el consejero delegado se había marchado segundos después que Miguel, como si estuviera siguiendo al conserje… Enseguida, sin embargo, se dio cuenta de que había cometido un error: era Andy Sterling, el hijo, quien había salido de trabajar a esa hora. Su padre se había marchado antes, sobre las cuatro, y había regresado hacía apenas media hora, seguramente después de una cena de trabajo y de tomar unas copas.

De nuevo se enfadó consigo mismo por haber leído mal la hoja. Y había estado a punto de llamar a Lincoln Rhyme al ver que las dos horas de salida estaban tan próximas. Qué vergüenza habría pasado. Piensa mejor, se dijo, enfadado.

En cuanto a los otros sospechosos, Faruk Mameda, el altanero técnico del turno de noche, había estado en SSD a la hora del asesinato. Los registros relativos a Wayne Gillespie, el director de operaciones técnicas, revelaban que se había marchado media hora antes que Abrera y que había vuelto a la oficina a las seis y se había quedado un par de horas. Pulaski sintió una mezquina desilusión porque aquello pareciera eliminar al matón de la lista de sospechosos. Todos los demás se habían marchado con tiempo suficiente de seguir a Miguel hasta el cementerio o de llegar antes que él y esperarlo allí. De hecho, la mayoría de los empleados estaban a esa hora fuera de la oficina. Sean Cassel, vio Pulaski, había estado fuera casi toda la tarde, pero había vuelto hacía media hora.

—¿Sirve de algo? —preguntó Whitcomb.

—Un poco. ¿Te importa que me lo quede?

—No, adelante.

—Gracias. —Dobló las hojas y se las guardó en el bolsillo.

—Ah, he hablado con mi hermano. Viene el mes próximo. No sé si te apetecerá, pero se me ha ocurrido que a lo mejor te interesa conocerlo. A tu hermano y a ti, quizá. Podríais contaros historias de polis. —Whitcomb sonrió azorado, como si aquello fuera lo último que podía apetecerle a un agente de policía. Que no lo era, podría haberle dicho Pulaski. A los polis les encantaban las historias de polis.

—Ya sabes —añadió—. Si el caso está ya resuelto para entonces. O ¿cómo decís vosotros?

—Cerrado.

—Como en The Closer, esa serie de la tele, claro… Si está cerrado. Seguramente no te puedes tomar una cerveza con un sospechoso.

—Tú no eres sospechoso, Mark —contestó Pulaski, riendo—. Pero sí, seguramente es mejor esperar. Veré si mi hermano puede venir.

—Mark —dijo una voz suave detrás de ellos.

Pulaski se volvió y vio a Andrew Sterling, pantalones de vestir negros y una camisa blanca con las mangas enrolladas. Una sonrisa amable.

—Agente Pulaski, está aquí tan a menudo que debería ponerlo en nómina.

Una sonrisa avergonzada.

—Lo he llamado, pero ha saltado el buzón de voz.

—¿En serio? —El consejero delegado arrugó el entrecejo. Luego sus ojos verdes se enfocaron—. Claro. Hoy Martin se ha ido temprano. ¿Podemos ayudarlo en algo?

El policía estaba a punto de hablarle de los registros horarios cuando Whitcomb se le adelantó:

—Ron me estaba diciendo que ha habido otro asesinato.

—No, ¿de veras? ¿Ha sido la misma persona?

Pulaski comprendió que había cometido un error. Saltarse a Andrew Sterling era una estupidez. A fin de cuentas, no creía que fuera el culpable o que intentara ocultar algo. Sólo había querido conseguir la información lo antes posible… y, francamente, también evitar encontrarse con Cassel o Gillespie, lo cual podría haber sucedido si hubiera ido a pedir los registros horarios al pasillo de dirección.

De pronto, sin embargo, cayó en la cuenta de que había conseguido información sobre SSD de una fuente que no era el propio Sterling: un pecado, cuando no directamente un crimen.

Se preguntó si el empresario notaba su malestar.

—Creemos que sí —dijo—. Al parecer, el asesino tenía en principio intención de asesinar a un empleado de esta empresa, pero acabó matando a un transeúnte.

—¿A qué empleado?

—A Miguel Abrera.

Sterling reconoció el nombre de inmediato.

—De mantenimiento, sí. ¿Se encuentra bien?

—Sí. Un poco impresionado, pero está bien.

—¿Por qué quería matarlo a él? ¿Creen ustedes que sabe algo?

—No puedo decírselo —contestó Pulaski.

—¿Cuándo ha ocurrido?

—Sobre las seis o las seis y media de esta tarde.

Alrededor de los ojos de Sterling aparecieron leves arrugas cuando entornó los párpados.

—Tengo una idea. Lo que debería hacer es consultar los registros de entrada y salida de los sospechosos, agente. Así reduciría la lista de los que tienen coartada.

—Yo…

—Yo me ocupo, Andrew —se apresuró a decir Whitcomb, sentándose ante su ordenador—. Las sacaré de recursos humanos. No tardaré mucho —añadió dirigiéndose a Pulaski.

—Bien —dijo Sterling—. Y avíseme con lo que encuentre.

—Sí, Andrew.

El consejero delegado se acercó y miró a los ojos a Pulaski. Le estrechó la mano con firmeza.

—Buenas noches, agente.

Después de que se marchara, Pulaski dijo:

—Gracias. Debería habérselo pedido a él primero.

—Sí, deberías. He dado por sentado que lo habías hecho. Lo único que no soporta Andrew es que le oculten cosas. Si tiene la información, aunque sean malas noticias, está contento. Tú has visto su lado razonable. El lado no razonable no parece muy distinto, pero lo es, te lo aseguro.

—No te meterás en un lío, ¿verdad?

Una risa.

—Mientras no se entere de que he sacado los registros horarios una hora antes de que lo sugiriera…

Mientras caminaba hacia el ascensor acompañado por Whitcomb, Pulaski miró hacia atrás. Allí, al fondo del pasillo, estaba Andrew Sterling hablando con Sean Cassel. Tenían las cabezas agachadas y el director de ventas asentía. Al agente se le aceleró el corazón. Después, Sterling se alejó. Cassel se volvió y, mientras limpiaba sus gafas con el pañito negro, lo miró directamente. Sonrió a modo de saludo. Su expresión, advirtió el policía, dejaba claro que no le sorprendía lo más mínimo verlo allí.

Se oyó el tintineo que anunciaba la llegada del ascensor y Whitcomb le indicó que entrara.

En el laboratorio de Rhyme sonó el teléfono. Ron Pulaski informó de lo que había descubierto en SSD acerca de las idas y venidas de los sospechosos. Sachs anotó la información en el esquema de sospechosos.

Sólo dos de ellos estaban en la oficina a la hora del asesinato: Mameda y Gillespie.

—Así pues, podría ser cualquier de los otros cinco —masculló Rhyme.

—El edificio estaba prácticamente vacío —comentó el joven agente—. Había pocas personas trabajando a esa hora.

—No hace falta que estén allí —señaló Sachs—. Los ordenadores hacen todo el trabajo.

Rhyme le dijo a Pulaski que se fuera a casa con su familia. Se recostó en el reposacabezas de la silla y miró fijamente la pizarra.

Pero ¿era 522 uno de ellos?, se preguntó Rhyme nuevamente. Pensó en lo que había dicho Sachs sobre el concepto de «ruido» en la minería de datos. ¿Eran aquellos nombres simple ruido? ¿Distracciones para desviarlos de la verdad?

Hizo girar en redondo su TDX y volvió a mirar de frente las pizarras. Había algo que no encajaba. Pero ¿qué era?

—Lincoln…

—Chist.

Algo que había leído o de lo que había oído hablar. No, un caso de hacía años. Pero se le escapaba. Resultaba frustrante. Como intentar rascarse un picor en la oreja.

Se dio cuenta de que Cooper estaba mirándolo. También eso le molestó. Cerró los ojos.

Casi…

¡Sí!

—¿Qué pasa?

Al parecer había hablado en voz alta.

—Creo que ya lo tengo. Thom, tú sigues la cultura popular, ¿no?

—¿Se puede saber qué quieres decir con eso?

—Lees periódicos y revistas. Miras los anuncios. ¿Todavía se fabrican cigarrillos Tareyton?

—Yo no fumo. Nunca he fumado.

—Antes luchar que apagarlo —anunció Sellitto.

—¿Qué?

—Ese era el anuncio en los años sesenta. Gente con un ojo morado.

—No lo recuerdo.

—Mi padre solía fumar esa marca.

—¿Todavía se fabrica? Es lo que estoy preguntando.

—No lo sé. Pero no se ve mucho.

—Exacto. Y el otro tabaco que encontramos también era viejo. Así que, fume o no, cabe suponer que colecciona cigarrillos.

—Cigarrillos. ¿Qué clase de coleccionista es ese?

—No, no sólo cigarrillos. Ese refresco antiguo con edulcorante artificial. Quizá latas o botellas. Y bolas de naftalina, cerillas, pelo de muñeca… Y el moho, Stachybotrys chartarum, y el polvo de las Torres Gemelas. No creo que signifique que vive en el centro. Creo que sencillamente hace años que no limpia… —Una risa amarga—. ¿Y con qué otra cosa que colecciona nos las hemos visto últimamente? Con datos. Cinco Dos Dos es un coleccionista obsesivo… Creo que es un acumulador.

—¿Un qué?

—Acumula cosas. Nunca tira nada. Por eso todo es tan viejo.

—Sí, creo que he oído hablar de eso —comentó Sellitto—. Es muy raro. Y da grima.

Rhyme había inspeccionado una vez el lugar donde había muerto un acumulador compulsivo, aplastado por un montón de libros. O, mejor dicho, había quedado inmovilizado y había tardado dos días en morir a causa de las lesiones internas. Había descrito la causa de la muerte como «desagradable». No había estudiado a fondo aquel trastorno, pero sabía que en Nueva York había un grupo de trabajo especializado en ayudar a los acumuladores de cosas a recibir tratamiento psicológico y a protegerlos a ellos y a sus vecinos de las consecuencias de su comportamiento compulsivo.

—Vamos a llamar a nuestro psicólogo de referencia.

—¿A Terry Dobyns?

—Puede que conozca a alguien del grupo que trabaja con los acumuladores. Decidle que lo mire. Y que venga en persona.

—¿A estas horas? —preguntó Cooper—. Son más de las diez.

Rhyme ni siquiera se molestó en pronunciar la sentencia que remachaba el día: «Nosotros no estamos durmiendo. ¿Por qué iban a dormir los demás?». Le bastó con una mirada para hacerse entender.