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Otro asesinato.

Y no había ninguna duda de que era obra de 522.

Rhyme y Sellitto recibían notificación inmediata de todos los homicidios que se cometían en Nueva York. Cuando llegó la llamada de la Oficina de Detectives, sólo hicieron falta un par de preguntas para descubrir que la víctima, el guarda de un cementerio, había sido asesinado junto a la tumba de la esposa y el hijo de un empleado de SSD, con toda probabilidad por un hombre que había seguido a dicho empleado hasta allí.

Demasiadas coincidencias, naturalmente.

El empleado, un conserje, no era sospechoso. Estaba hablando con otro visitante a la entrada del cementerio cuando oyeron los gritos del guarda.

—Muy bien. —Rhyme hizo un gesto de asentimiento—. ¿Estás bien, Pulaski?

—Sí, señor.

—Llama a alguien de SSD, a ver si puedes averiguar dónde han estado todos los sospechosos de nuestra lista estas últimas dos horas.

—De acuerdo. —Otra sonrisa estoica. Estaba claro que aquel sitio no le gustaba ni pizca.

—Y Sachs…

—Yo me encargo de inspeccionar el lugar del asesinato en el cementerio. —Ya se disponía a marcharse.

Cuando Sachs y Pulaski se marcharon, Rhyme llamó a Rodney Szarnek a la Unidad de Delitos Informáticos de la Policía de Nueva York. Le explicó lo del último asesinato y dijo:

—Deduzco que estará ansioso por saber qué hemos descubierto. ¿No ha entrado nadie en la trampa?

—Nadie de fuera del departamento. Sólo ha habido una búsqueda. Alguien del despacho del capitán Malloy, de la Casa Grande. Estuvo leyendo los archivos unos veinte minutos y luego se desconectó.

¿Malloy? Rhyme se rio para sus adentros. Sellitto había mantenido informado al capitán, como le había ordenado, pero al parecer Malloy no podía sacudirse su prurito de investigador y estaba reuniendo toda la información que podía, quizá con intención de ofrecerles alguna sugerencia. Rhyme tendría que llamarlo para contarle lo de la trampa y decirle que los archivos cebo no contenían ninguna información útil.

El informático dijo:

—He dado por sentado que podían ver los archivos, por eso no te he llamado.

—No tiene importancia. —Rhyme desconectó. Estuvo largo rato mirando los esquemas de las pruebas—. Lon, tengo una idea.

—¿Cuál? —preguntó Sellitto.

—Nuestro chico va siempre un paso por delante de nosotros. Hemos estado tratando todo este asunto como si fuera un asesino corriente. Pero no lo es.

El hombre que todo lo sabe…

—Quiero probar algo un poco distinto. Y quiero ayuda.

—¿De quién?

—De los mandamases.

—Eso es muy vago. ¿De quién exactamente?

—De Malloy. Y de alguien del ayuntamiento.

—¿Del ayuntamiento? ¿Para qué, joder? ¿Por qué crees que van a molestarse siquiera en cogerte la llamada?

—Porque tienen que hacerlo.

—¿Esa es una razón?

—Tienes que convencerlos, Lon. Necesitamos sacarle ventaja a ese tipo. Y tú puedes hacerlo.

—¿Hacer qué exactamente?

—Creo que necesitamos un experto.

—¿De qué clase?

—Un experto en informática.

—Tenemos a Rodney.

—Rodney no es precisamente lo que tengo en mente.

Lo habían matado a puñaladas.

Con eficacia, sí, pero también de forma gratuita: clavándole primero la hoja en el pecho y asestándole después múltiples cuchilladas con ensañamiento, furiosamente, dedujo Sachs. Aquel era otro aspecto de 522. Había visto heridas como aquellas en otros casos: los cortes, enérgicos y mal dirigidos, sugerían que el asesino había perdido el control.

Eso era bueno para los investigadores. Los criminales que se dejan dominar por sus emociones son descuidados. Son menos discretos y dejan más pruebas que los que practican el autocontrol. Pero, como había descubierto Amelia Sachs durante su época de patrullera, ello tiene una pega, y es que son también mucho más peligrosos. Las personas tan enloquecidas y peligrosas como 522 no distinguían entre sus víctimas intencionadas, los transeúntes inocentes y la policía.

Cualquier amenaza, cualquier contratiempo, tenían que resolverlo de manera inmediata y tajante. Y al diablo con la lógica.

A la luz desabrida de las lámparas halógenas que había montado el equipo de inspección forense y que bañaban el cementerio con un resplandor irreal, Sachs contempló a la víctima, que yacía de espaldas, con los pies separados debido a los pataleos de sus últimos estertores. Una enorme mancha de sangre en forma de coma se alejaba del cuerpo, impregnando el asfalto del cementerio de Forest Hills y una franja de hierba.

Los agentes que se habían encargado de entrevistar a las gentes del vecindario no habían encontrado ningún testigo, y Miguel Abrera, el conserje de SSD, no había podido añadir nada nuevo. Estaba profundamente impresionado por haber sido el objetivo potencial de un asesino y porque su amigo hubiera muerto. Durante sus frecuentes visitas a las tumbas de su mujer y su hijo, había llegado a conocer bastante bien al guarda del cementerio. Esa noche había experimentado la vaga sensación de que alguien lo había seguido desde el metro y hasta se había parado a mirar el escaparate de un bar, por si veía reflejado detrás de él a un posible atracador. Pero el truco no había funcionado, no había visto a nadie y había seguido caminando hasta el cementerio.

Enfundada en su mono blanco, Sachs indicó a dos agentes del laboratorio forense principal, situado en Queens, que hicieran fotografías y lo grabaran todo. Inspeccionó el cadáver y comenzó a recorrer la cuadrícula. Puso especial esmero. Era una escena importante. El asesinato había sido rápido y violento. Saltaba a la vista que el guarda había sorprendido a 522 y que habían luchado, lo que significaba que había más posibilidades de encontrar alguna prueba que les revelara nuevas pistas sobre el asesino y su residencia o lugar de trabajo.

Comenzó a recorrer la cuadrícula caminando por la escena del crimen paso a paso en una dirección y girando luego para inspeccionar de nuevo la misma zona en perpendicular.

A medio camino se paró bruscamente.

Un ruido.

Estaba segura de que era un chirrido metálico. ¿Una bala al alojarse en la recámara de un arma? ¿Una navaja abriéndose?

Miró a su alrededor rápidamente, pero sólo vio el cementerio envuelto en el ocaso. Amelia Sachs no creía en fantasmas, y normalmente los camposantos como aquel le parecían lugares apacibles, incluso reconfortantes. Ahora, sin embargo, apretó los dientes y comenzaron a sudarle las manos dentro de los guantes de látex.

Acababa de volverse hacia el cadáver cuando contuvo una exclamación de sorpresa al ver un destello allí cerca.

¿Era una farola vista a través de los arbustos?

¿O era 522 que se acercaba, cuchillo en mano?

Sin control…

No pudo evitar pensar que ya había intentado matarla una vez (la trampa que le había tendido con el agente federal, cerca de la casa de DeLeon Williams) y había fallado. Tal vez estuviera decidido a acabar lo que había empezado.

Regresó a su tarea, pero cuando casi había acabado de recoger pruebas, se estremeció. Otra vez movimiento, ahora al otro extremo de las luces, pero dentro del cementerio, cerrado por los agentes de patrullas. Guiñó los ojos para escudriñar entre el resplandor. ¿Había sido la brisa al agitar un árbol? ¿O un animal?

Su padre, un policía de pura cepa y una fuente inagotable de sabiduría callejera, le había dicho una vez: «Olvídate de los muertos, Amie, no pueden hacerte daño. Preocúpate de los que los mataron».

Aquel consejo era como un eco de la premisa de Rhyme: «Busca con cuidado, pero vigila tus espaldas».

Amelia Sachs no creía en un sexto sentido, al menos no como la gente solía pensar en lo sobrenatural. Para ella, el mundo natural era tan asombroso y nuestros sentidos y procesos mentales tan complejos y potentes que no necesitábamos facultades sobrehumanas para llegar a las deducciones más sutiles e intuitivas.

Estaba segura de que allí había alguien.

Salió del perímetro de la escena del crimen y se sujetó la Glock a la cadera. Tocó un par de veces la empuñadura para tenerla bien situada, por si necesitaba sacarla rápidamente. Regresó a la cuadrícula, acabó de recoger las pruebas y se volvió bruscamente hacia el lugar donde creía haber visto movimiento poco antes.

Las luces eran cegadoras, pero supo sin ninguna duda que había un hombre allí, entre las sombras del edificio, observándola desde la parte de atrás del crematorio. Quizá fuera un empleado, pero no iba a arriesgarse. Con la mano en la pistola, avanzó seis metros. Su mono blanco era como una diana en medio de la luz mortecina, pero decidió no perder tiempo quitándoselo.

Sacó su Glock y avanzó entre los arbustos, moviendo las piernas artríticas en una dolorosa carrera hacia la figura. Entonces se detuvo e hizo una mueca al ver el muelle de carga del crematorio, donde había visto al intruso. Tensó la boca, enfadada consigo misma. El hombre, una silueta recortada contra la luz de una farola, fuera del cementerio, era un policía. Vio el perfil de su gorra de patrullero y reconoció la postura aburrida y encorvada de un agente montando guardia. Gritó:

—¿Agente? ¿Ha visto a alguien por aquí?

—No, detective Sachs —respondió el hombre—. Claro que no.

—Gracias.

Acabó con las pruebas y dejó la escena del crimen en manos del forense de guardia.

Regresó a su coche, abrió el maletero y comenzó a quitarse el mono blanco. Estaba charlando con los otros agentes de la brigada de inspección forense de Queens. También ellos se habían quitado sus monos. Uno de ellos frunció el ceño y buscó a su alrededor algo que había perdido.

—¿Has perdido algo? —preguntó Sachs.

El hombre frunció las cejas.

—Sí. Estaba aquí mismo. Mi gorra.

Sachs se quedó paralizada.

—¿Qué?

—No está.

Mierda.

Arrojó su mono al maletero y corrió en busca del sargento de la comisaría local, que era el supervisor inmediato en la escena del crimen.

—¿Ha ordenado a alguien vigilar el muelle de carga? —preguntó casi sin aliento.

—¿Allí? En absoluto. No me he molestado. Teníamos toda la zona acordonada y…

Maldita sea.

Girándose, echó a correr hacia el muelle de carga con la Glock en la mano.

—¡Estaba aquí! —les gritó a los agentes que había cerca—. ¡Junto al crematorio! ¡Deprisa!

Se detuvo al llegar al antiguo edificio de ladrillo rojo y vio que la verja que daba a la calle estaba abierta. Un rápido registro de la zona no reveló ningún indicio del asesino. Salió a la calle y miró rápidamente a derecha e izquierda. Tráfico y espectadores curiosos, decenas de ellos, pero del sospechoso ni rastro.

Sachs regresó al muelle de carga y no se sorprendió al encontrar la gorra del agente tirada en el suelo, allí cerca. Estaba junto a una cartel que decía:

«DEPOSITEN AQUÍ LOS ATAÚDES».

Recogió la gorra, la guardó en una bolsa de pruebas y regresó junto a los demás agentes. Ella y un sargento de la comisaría local mandaron a varios policías por el vecindario por si alguien había visto al sospechoso. Después, regresó a su coche. Naturalmente, 522 estaría ya muy lejos, pero aun así no podía sacudirse un intenso desasosiego, debido sobre todo a que el asesino no había intentado escapar cuando la vio caminar hacia el crematorio, sino que había seguido tranquilamente en su sitio.

Aunque lo que más la llenaba de estupor era el recuerdo de su voz despreocupada llamándola por su nombre.

—¿Van a hacerlo? —preguntó Rhyme bruscamente tan pronto Lon Sellitto cruzó la puerta, de regreso de su misión en el centro. Había ido a hablar con el capitán Malloy y el teniente de alcalde Ron Scott sobre lo que el criminalista llamaba el «Plan Experto».

—No les ha hecho mucha gracia. Es caro y además…

—Tonterías. Ponme con alguien al teléfono.

—Espera, espera. Van a hacerlo. Ya están haciendo los preparativos. Sólo digo que han aceptado a regañadientes.

—Deberías haberme dicho desde el principio que han aceptado. Me trae sin cuidado cuánto protesten.

—Joe Malloy me llamará para darme los detalles.

A eso de las nueve y media de la noche se abrió la puerta y entró Amelia Sachs llevando las pruebas que había recogido en el lugar donde había sido asesinado el guarda del cementerio.

—Estaba allí —dijo.

Rhyme no la entendió.

—Cinco Dos Dos. En el cementerio. Estaba observándonos.

—No jodas —dijo Sellitto.

—Se marchó antes de que me diera cuenta. —Sostuvo en alto una gorra de patrullero y les explicó que había estado observándola disfrazado de policía.

—¿Para qué cojones ha hecho eso?

—Para reunir información —contestó Rhyme en voz baja—. Cuanto más sabe, más poder tiene y más vulnerables somos nosotros.

—¿Preguntasteis a la gente? —quiso saber Sellitto.

—Se encargó un equipo de la comisaría del distrito. Nadie vio nada.

—Él lo sabe todo. Y nosotros no sabemos nada.

Sachs vació la caja mientras Rhyme miraba ávidamente cada bolsa de pruebas que sacaba.

—Lucharon. Es posible que haya buenos restos materiales.

—Ojalá.

—He hablado con Abrera, el conserje. Dice que este último mes ha notado cosas extrañas. Sus registros de entrada y salida del trabajo estaban alterados y en su cuenta han aparecido ingresos que él no había hecho.

—Como Jorgensen —sugirió Mel Cooper—. ¿Usurpación de identidad?

—No, no —dijo Rhyme—. Me apostaría algo a que Cinco Dos Dos estaba preparándolo todo para que ese hombre cargara con las culpas. Tal vez un suicidio. Si dejaba una nota en el cuerpo… ¿La tumba era de su mujer y su hijo?

—Exacto.

—Claro. Está desesperado, va a matarse. Confiesa todos los crímenes en su nota de suicidio y cerramos el caso. Pero el guarda del cementerio lo sorprendió con las manos en la masa. Y ahora Cinco Dos Dos está en un aprieto. No puede volver a intentarlo. Ahora estamos en guardia, no podrá engañarnos con un falso suicidio. Tendrá que intentar otra cosa. Pero ¿qué?

Cooper había empezado a inspeccionar las pruebas.

—En la gorra no hay pelos, ningún resto material… Pero ¿sabéis lo que tengo? Un trozo de adhesivo. Pero genérico. No puedo concretar su origen.

—Eliminó los restos con cinta adhesiva o con un rodillo antes de dejar la gorra —dijo Rhyme con una mueca. Ya nada de lo que hacía 522 le sorprendía.

El técnico anunció entonces:

—Del otro sitio, de cerca de la tumba, tengo una fibra. Es similar a la cuerda que utilizó en el crimen anterior.

—Bien. ¿Qué contiene?

Cooper preparó la muestra y la examinó. Un rato después dijo:

—Vale, tengo dos cosas. Lo más corriente es naftalina en un medio cristalino inerte.

—Bolas antipolillas —declaró Rhyme. Aquella sustancia figuraba entre las pruebas de un caso de envenenamiento que había investigado años antes—. Pero serán antiguas. —Explicó que el uso de la naftalina se había abandonado casi por completo en favor de materiales menos peligrosos—. O —añadió— puede que proceda del extranjero. En muchos países la normativa de seguridad sobre productos de consumo es menos exigente.

—También hay otra cosa. —Cooper señaló la pantalla del ordenador. La fórmula de la sustancia que mostraba era Na (C6H11NHSO2O)—. Y está ligada con lecitina, cera de carnaúba y ácido cítrico.

—¿Qué diablos es eso? —balbució Rhyme.

El técnico consultó otra base de datos.

—Ciclamato de sodio.

—Ah, un edulcorante artificial, ¿no?

—Eso es —contestó Cooper mientras seguía leyendo—. Prohibido por la Agencia de Fármacos y Alimentos hace treinta años. Hay quien sigue recusando la prohibición, pero no se han vuelto a fabricar productos que lo contengan desde los años setenta.

La mente de Rhyme dio entonces varios saltos, imitando el movimiento de sus ojos, que saltaban de un punto a otro de los esquemas de las pruebas.

—Cartón viejo. Moho. Tabaco seco. ¿Pelo de muñeca? ¿Refresco de hace décadas? ¿Y cajas de bolsas de naftalina? ¿Qué demonios se trae entre manos? ¿Es que vive cerca de una tienda de antigüedades? ¿O encima de una?

Prosiguieron con el análisis: restos microscópicos de sesquisulfuro de fósforo, el ingrediente principal de las cerillas; más polvo del World Trade Center; y hojas de dieffenbachia, también llamada «lotería». Una planta doméstica muy común.

Los demás restos materiales incluían fibras de papel de cuaderno amarillo, seguramente de dos tipos distintos, a juzgar por la variación del tono de los tintes. No eran, sin embargo, lo bastante característicos como para concretar su origen. Había, además, restos de aquella sustancia picante que había encontrado Rhyme en el cuchillo empleado para asesinar al coleccionista de monedas, esta vez en cantidad suficiente para examinar el granulado y el color.

—Es pimienta de cayena —anunció Cooper.

Sellitto refunfuñó:

—Antes, con eso se podía situar al sospechoso en un barrio latino. Ahora se puede comprar salsa picante en cualquier sitio. Desde los supermercados a los Seven Elevens.

Sólo había una pista más: una pisada en la tierra de una tumba recién excavada, cerca del lugar del asesinato. Sachs dedujo que era de 522 porque parecía haberla dejado alguien que hubiera ido corriendo desde esa zona hacia la salida del cementerio.

Al cotejar la huella electrostática con la base de datos de pisadas de calzado, descubrieron que los zapatos de 522 eran unos Skechers del número 45, muy gastados, una marca práctica, pero no especialmente elegante, y de un modelo que solían usar trabajadores y senderistas.

Mientras Sachs atendía una llamada, Rhyme le dijo a Thom que anotara los datos en la pizarra a medida que se los fuera dictando. Después se quedó mirando la información. Era mucho más abundante que cuando habían empezado y sin embargo no les llevaba a ninguna parte.