3

—Hacía mucho tiempo.

Sentada en el laboratorio, Judy Rhyme, macilenta y con las manos unidas, se esforzaba denodadamente por mirar a cualquier parte salvo a los ojos del criminalista.

Había dos respuestas a su estado físico que enfurecían a Rhyme: cuando las visitas luchaban agónicamente por fingir que su invalidez no existía, y cuando la consideraban un motivo para convertirse en sus mejores amigos, para bromear y soltar tacos como si hubieran hecho la guerra juntos. Judy pertenecía a la primera categoría: sopesaba cuidadosamente sus palabras antes de colocarlas con delicadeza ante él. Aun así, era de la familia, más o menos, y Rhyme conservó la paciencia y procuró no mirar el teléfono.

—Mucho, sí —contestó.

Thom se estaba encargando de los cumplidos que a él siempre se le olvidaban. Había ofrecido a Judy un café que permanecía intacto sobre la mesa, ante ella, como un objeto de atrezo. Rhyme había vuelto a mirar el whisky con expresión anhelante, pero su ayudante no le había hecho caso.

La mujer, atractiva y de pelo oscuro, parecía en mejor forma, más fuerte y atlética, que la última vez que la había visto, unos dos años antes del accidente. Se arriesgó a mirar a la cara al criminalista.

—Siento que no hayamos venido. De veras. Quería venir.

No se refería a una visita de cortesía previa al accidente. Se refería a que no hubieran ido a verlo para mostrarle su simpatía después. Los supervivientes de una catástrofe son capaces de interpretar lo que no se dice en una conversación tan claramente como lo que sí se dice.

—¿Recibiste las flores?

En aquel entonces, después del accidente, Rhyme había estado aturdido por la medicación, por el trauma físico y por la lucha psicológica a brazo partido con lo inconcebible: el hecho de que nunca volvería a caminar. No recordaba que ellos le hubieran mandado flores, pero estaba seguro de que se las había mandado la familia. Se las había mandado un montón de gente. Mandar flores es fácil; ir de visita, no.

—Sí, gracias.

Silencio. Una ojeada involuntaria, veloz como una centella, a sus piernas. La gente piensa que, si no puedes caminar, algo les pasa a tus piernas. Pero no, las piernas están bien. El problema es decirles lo que tienen que hacer.

—Tienes buen aspecto —comentó Judy.

Rhyme ignoraba si lo tenía o no. Nunca se lo planteaba.

—Y he oído que te has divorciado.

—Sí.

—Lo siento.

¿Por qué?, se preguntó Rhyme. Pero era una pregunta cínica y asintió con la cabeza para agradecerle su gesto.

—¿Qué es de Blaine?

—Vive en Long Island. Volvió a casarse. No mantenemos mucho contacto. Es lo que suele ocurrir cuando no se tienen hijos.

—Lo pasé muy bien aquella vez en Boston, cuando vinisteis a pasar un fin de semana largo. —Una sonrisa que no lo era en realidad. Pintada, como una máscara.

—Sí, fue agradable.

Un fin de semana en Nueva Inglaterra. Salir de compras, una excursión al sur, a Cape Cod, un pic-nic a la orilla del mar. Rhyme recordaba haber pensado en lo bonito que era aquello. Al ver las rocas verdes de la costa, se le habían agolpado las ideas en la cabeza y había decidido empezar una colección de algas procedentes de los alrededores de Nueva York para la base de datos del laboratorio de criminalística de la policía. Había pasado una semana recorriendo en coche la zona metropolitana, tomando muestras.

Y durante aquel viaje para ver a Arthur y Judy, Blaine y él no se habían peleado ni una sola vez. Hasta el trayecto de vuelta a casa, con parada en un hotel de Connecticut, había sido agradable. Recordaba haber hecho el amor en la terraza trasera de su habitación, entre el olor embriagador de la madreselva.

Después de aquella visita, no había vuelto a ver a su primo en persona. Habían mantenido una sola conversación más, muy breve, por teléfono. Luego había sobrevenido el accidente, y después silencio.

—Arthur pareció desaparecer de la faz de la Tierra.

Judy se rio, avergonzada.

—¿Sabes que nos mudamos a Nueva Jersey?

—¿De veras?

—Él enseñaba en Princeton. Pero lo dejó.

—¿Qué ocurrió?

—Era profesor adjunto e investigador. Decidieron no ofrecerle un contrato de profesor titular, Art dice que por motivos políticos. Ya sabes cómo son esas cosas en las universidades.

Henry Rhyme, el padre de Arthur, era un reputado catedrático de física de la Universidad de Chicago: esa rama de la familia Rhyme tenía una fuerte inclinación por la carrera académica. Cuando estaban en el instituto, Arthur y Lincoln debatían acerca de las ventajas de dedicarse a la investigación y a la enseñanza universitaria o al sector privado.

—Si te dedicas a la enseñanza, puedes hacer una contribución de peso a la sociedad —le había dicho Art mientras tomaban una cerveza, todavía más o menos ilegal a su edad, y había conseguido no echarse a reír cuando Lincoln había contestado, como era de rigor:

—Sí, y además las becarias están buenísimas.

No le sorprendió que Art hubiera optado por trabajar en la universidad.

—Podría haber seguido como profesor adjunto, pero renunció. Estaba muy enfadado. Pensó que conseguiría otro puesto enseguida, pero no fue así. Estuvo sin trabajo una temporada. Acabó en una empresa privada, de fabricación de instrumental médico. —Otra mirada automática, esta vez a la sofisticada silla de ruedas. Se sonrojó como si hubiera cometido un desliz—. No era el trabajo de sus sueños y no estaba muy contento. Estoy segura de que quería venir a verte, pero seguramente se avergonzaba porque no le hubiera ido del todo bien. Quiero decir que siendo tú tan famoso y todo eso…

Por fin un sorbo de café.

—Teníais tantas cosas en común… Erais como hermanos. Me acuerdo de Boston, de las historias que contasteis. Estuvimos despiertos hasta las tantas, riendo. Cosas que no sabía de él. Y Henry, mi suegro, cuando vivía hablaba constantemente de ti.

—¿De veras? Me escribía mucho. De hecho, recibí una carta suya unos días antes de que muriera.

Rhyme tenía numerosos recuerdos indelebles de su tío, pero una imagen destacaba en especial: la de aquel hombre alto, calvo y de cara colorada echando el cuerpo hacia atrás y soltando una estruendosa carcajada en plena cena de Nochebuena, una carcajada que avergonzaba a la docena de familiares reunidos en torno a la mesa, a todos excepto al propio Henry, a su paciente esposa y al joven Lincoln, que también reía. Le gustaba mucho su tío y solía ir a visitar a Art y a la familia, que vivía a unos cincuenta kilómetros de distancia, en Evanston, Illinois, a orillas del lago Michigan.

Rhyme, sin embargo, no estaba de humor para la nostalgia y sintió alivio al oír que se abría la puerta y que sonaban siete pasos firmes entre el umbral y la alfombra. Supo quién era por los andares. Un momento después entró en el laboratorio una pelirroja alta y delgada, vestida con vaqueros y camiseta negra debajo de una blusa de color burdeos. Llevaba la blusa suelta y en lo alto de la cadera se veía el extremo de una pistola Glock negra.

Mientras Amelia Sachs sonreía y le daba un beso en la boca, el criminalista advirtió de soslayo que el gesto de Judy cambiaba. El mensaje era claro y Rhyme se preguntó qué era exactamente lo que la inquietaba: haber cometido el lapsus de no preguntarle si tenía pareja o haber dado por sentado que un tullido no podía tenerla, o al menos que no podía tener una pareja tan impresionantemente atractiva como Sachs, que había sido modelo antes de ingresar en la academia de policía.

Las presentó. Sachs escuchó con preocupación la historia de la detención de Arthur Rhyme y preguntó cómo estaba sobrellevando Judy la situación. Luego dijo:

—¿Tenéis hijos?

Rhyme cayó entonces en la cuenta de que, mientras reparaba en el desliz de Judy, él mismo había cometido uno al olvidar preguntarle por su hijo, de cuyo nombre no se acordaba. Resultó que la familia había aumentado. Además de Arthur hijo, que estaba en el instituto, tenían dos hijos más.

—Henry, que tiene nueve años. Y una niña, Meadow, que tiene seis.

—¿Meadow? —preguntó Sachs con sorpresa, por motivos que Rhyme no fue capaz de deducir.

Judy se rio, azorada.

—Y además vivimos en Jersey. Pero no tiene nada que ver con Los Soprano. Nació antes de que la viera.

¿Los Soprano?

Judy rompió el breve silencio:

—Seguramente te estarás preguntando por qué llamé a ese policía para conseguir tu número. Pero primero tengo que decirte que Art no sabe que estoy aquí.

—¿No?

—De hecho, si te digo la verdad, a mí tampoco se me había ocurrido. Estoy tan angustiada y duermo tan poco que me cuesta pensar con claridad. Pero hace un par de días estaba hablando con Art en el centro de detención y me dijo: «Sé que lo estás pensando, pero no llames a Lincoln. Esto tiene que ser un caso de confusión de identidad o algo así. Vamos a aclararlo. Prométeme que no lo llamarás». No quería causarte molestias, ya sabes cómo es Art, tan bueno, siempre pensando en los demás.

Rhyme asintió con una inclinación de cabeza.

—Pero cuanto más lo pensaba, más lógico me parecía. No se me ocurriría pedirte que muevas algunos hilos ni nada que no sea correcto, pero he pensado que quizá podrías hacer una llamada o dos. Darme tu opinión.

Rhyme se imaginaba qué tal sentaría aquello en la Casa Grande. Como asesor forense del Departamento de Policía de Nueva York, su labor consistía en llegar a la verdad condujera esta adonde condujese, pero obviamente los jefes preferían que ayudara a condenar a los detenidos, no a exculparlos.

—He estado mirando tus recortes de prensa…

—¿Mis recortes?

—Art guarda libros de recortes de la familia. Tiene recortados artículos sobre tus casos. A montones. Has hecho cosas increíbles.

Rhyme dijo:

—Bueno, no soy más que un funcionario.

Judy expresó por fin una emoción espontánea: una sonrisa al mirarlo a los ojos.

—Art decía que no se creía tu modestia ni por un segundo.

—¿En serio?

—Pero sólo porque tú tampoco te la creías.

Sachs se rio.

Rhyme soltó una risa que pensó que sonaría sincera. Luego se puso serio.

—No sé qué podré hacer, pero cuéntame lo que ha pasado.

—Fue hace una semana, el jueves doce. Los jueves Art siempre sale temprano de trabajar. De camino a casa, corre un buen rato por un parque estatal. Le encanta correr.

Rhyme se acordó de las muchas veces en que, siendo niños (habían nacido con escasos meses de diferencia), corrían por las aceras o por los campos verde amarillentos que había cerca de sus casas del Medio Oeste. Volaban los saltamontes y los mosquitos se les pegaban a la piel sudorosa cuando paraban a coger aliento. Art parecía siempre en mejor forma, pero Lincoln había conseguido entrar en el equipo de atletismo de su facultad. Su primo no había querido intentarlo.

Dejó a un lado los recuerdos y se concentró en lo que estaba diciendo Judy.

—Salió del trabajo sobre las tres y media y se fue a correr. Llegó a casa como a las siete o siete y media. No estaba raro, se comportó como siempre: se dio una ducha, cenamos… Pero al día siguiente se presentó en casa la policía, dos agentes de Nueva York y uno de Nueva Jersey. Le hicieron unas preguntas y registraron el coche. Encontraron sangre, no sé… —Su voz conservaba aún un vestigio del trauma que había sufrido aquella espantosa mañana—. Registraron la casa y se llevaron algunas cosas. Y luego volvieron para detenerlo. Por asesinato. —Le costó pronunciar la palabra.

—¿Qué había hecho, supuestamente? —preguntó Sachs.

—Dijeron que había matado a una mujer y que le había robado un cuadro raro. —Resopló con amargura—. ¿Robar un cuadro? ¿Para qué, si puede saberse? ¿Y matar a una mujer? Dios mío, Arthur no ha hecho daño a nadie en toda su vida. Es incapaz de algo así.

—Esa sangre que encontraron… ¿Han hecho análisis de ADN?

—Pues sí, lo han hecho. Y al parecer coincide con la de la víctima. Pero esos análisis pueden equivocarse, ¿no?

—A veces —contestó Rhyme, y añadió para sus adentros: Muy raras veces.

—O puede que el verdadero asesino pusiera allí la sangre.

—Ese cuadro —dijo Sachs—, ¿Arthur tenía algún interés particular en él?

Judy se puso a juguetear con las pulseras de plástico blancas y negras que llevaba en la muñeca izquierda.

—El caso es que sí, antes tenía uno del mismo pintor. Le gustaba. Pero tuvo que venderlo cuando se quedó sin trabajo.

—¿Dónde encontraron el cuadro?

—No lo han encontrado.

—¿Y cómo saben que lo robaron?

—Alguien, un testigo, dijo que había visto a un hombre llevarlo del apartamento de la mujer a un coche más o menos a la hora a la que fue asesinada. Pero no es más que un terrible malentendido. Coincidencias… Tiene que ser eso, una extraña serie de coincidencias. —Se le quebró la voz.

—¿La conocía Arthur?

—Al principio dijo que no, pero luego, en fin, cree que quizá se hubieran visto alguna vez. En una galería de arte a la que va a veces. Pero dice que nunca habló con ella, que él recuerde. —Fijó los ojos en la pizarra blanca con el esquema del plan para capturar a Logan en Inglaterra.

Rhyme se estaba acordando de otros momentos que había pasado con Arthur.

Te echo una carrera hasta ese árbol… No, idiota… Ese arce de allí… ¡A ver quién toca primero el tronco! A la de tres. Una, dos… ¡ya!

¡No has dicho tres!

—Hay algo más, ¿verdad, Judy? Cuéntanoslo.

Rhyme dedujo que Sachs había adivinado algo en los ojos de la mujer.

—Es sólo que estoy angustiada. Por los niños, también. Para ellos es una pesadilla. Los vecinos nos tratan como a terroristas.

—Siento tener que insistir, pero es importante que conozcamos todos los datos. Por favor.

Había vuelto a sonrojarse y se agarraba con fuerza las rodillas. Rhyme y Sachs tenían una amiga policía, Kathryn Dance, que trabajaba en el CBI, la Oficina de Investigación de California. Estaba especializada en lenguaje gestual. Rhyme opinaba que aquella disciplina ocupaba un lugar secundario dentro de las ciencias forenses, pero respetaba a Dance y tenía algunas nociones sobre su campo de estudio. No le costó deducir que Judy Rhyme rebosaba estrés.

—Continúa —la animó Sachs.

—Es sólo que la policía encontró otras pruebas… Bueno, en realidad no eran pruebas. Nada parecido a pistas, pero… les hicieron pensar que quizás Art y esa mujer se estaban viendo.

—¿Qué opinas tú al respecto? —preguntó Sachs.

—Creo que no.

Rhyme reparó en el verbo atenuado. No lo había negado rotundamente, como en el caso del robo y el asesinato. Deseaba con toda su alma que no fuera cierto, pero seguramente había llegado a la misma conclusión a la que acababa de llegar él: que el hecho de que fueran amantes beneficiaba a Arthur. Era más probable robar a un desconocido que a una persona con la que uno se acostaba. Aun así, como esposa y madre que era, Judy pedía a gritos que la respuesta fuera no.

Levantó la vista y miró con menos recelo a Rhyme, al artilugio en el que estaba sentado y a los demás aparatos que definían su vida.

—No sé qué estaba pasando, pero Art no mató a esa mujer. Es imposible. Lo sé de corazón… ¿Podéis hacer algo?

Rhyme y Sachs se miraron. Él contestó:

—Lo siento, Judy, ahora mismo estamos en medio de un caso muy importante. Estamos a punto de atrapar a un asesino muy peligroso. No puedo dejar el caso a medias.

—No te estoy pidiendo eso, sólo que hagas algo, lo que sea. No se me ocurre qué más hacer. —Comenzó a temblarle el labio.

—Vamos a hacer algunas llamadas —añadió Rhyme—, averiguaremos lo que podamos. No puedo darte información que supuestamente no puedas conseguir a través de tu abogado, pero te diré con franqueza lo que opino sobre las posibilidades de éxito de la acusación.

—Gracias, Lincoln.

—¿Quién es su abogado?

Les dio el nombre y el número de teléfono. Rhyme lo conocía, era un penalista caro, con mucho renombre, pero estaría muy ocupado y tenía más experiencia en delitos financieros que en crímenes violentos.

Sachs preguntó por el fiscal.

—Bernhard Grossman. Puedo conseguiros su número.

—No es necesario —dijo Sachs—, ya lo tengo. He trabajado con él otras veces. Es un hombre razonable. Imagino que le habrá ofrecido a tu marido una reducción de condena a cambio de que se confiese culpable.

—Sí, y nuestro abogado quería que aceptara, pero Arthur se negó. Sigue diciendo que es un error, que todo acabará por aclararse. Pero no siempre es así, ¿verdad? A veces la gente va a la cárcel, aunque sea inocente, ¿no es cierto?

Sí, así es, pensó Rhyme, y dijo:

—Vamos a hacer esas llamadas.

Judy se levantó.

—No sabes cuánto siento que hayamos dejado pasar tanto tiempo. Es inexcusable. —Para sorpresa de Rhyme, se acercó a la silla de ruedas sin vacilar y se inclinó para rozarle la mejilla con la suya.

El criminalista olió a sudor nervioso y a dos fragancias distintas, desodorante y laca, quizá. Perfume, no. No parecía de las que usaban perfume.

—Gracias, Lincoln. —Se acercó a la puerta y se detuvo. Dijo dirigiéndose a los dos—: Si descubres algo sobre Arthur y esa mujer, lo que sea, no pasa nada. Lo único que me importa es que no vaya a la cárcel.

—Haré lo que pueda. Te llamaremos si averiguamos algo concreto.

Sachs la acompañó a la puerta.

Cuando regresó, él dijo:

—Vamos a hablar primero con el abogado.

—Lo siento, Rhyme. —Al ver que él arrugaba el ceño, añadió—: Quiero decir que tiene que ser duro para ti.

—¿El qué?

—Pensar que han acusado de asesinato a un familiar cercano.

El criminalista se encogió de hombros, uno de los pocos gestos que aún podía hacer.

—Ted Bundy también era hijo de alguien. Y puede que también primo.

—Aun así. —Sachs levantó el teléfono. Al cabo de un rato consiguió dar con el abogado. Saltó el contestador y le dejó un mensaje. Rhyme se preguntó en qué hoyo de qué campo de golf estaría en ese momento.

Sachs llamó a continuación a Grossman, el ayudante del fiscal del distrito, que no estaba disfrutando del descanso dominical, sino en su despacho del centro de la ciudad. No se le había ocurrido relacionar el apellido del detenido con el del criminalista.

—Vaya, lo siento, Lincoln —dijo sinceramente—, pero la verdad es que es un buen caso, y no hablo por hablar. Si hubiera lagunas, te lo diría. Pero no las hay. El jurado lo condenará, eso es seguro. Le harías un gran favor si lo convences de que se declare culpable. Podría conseguir que le bajaran la pena a doce años.

Doce años, sin condicional. Arthur se moriría, pensó Rhyme.

—Te lo agradecemos —dijo Sachs.

El fiscal añadió que tenía un juicio complicado que empezaba al día siguiente y que no podía seguir hablando con ellos en ese momento. Les llamaría unos días después, si querían.

Les dio, sin embargo, el nombre del detective de la policía que había llevado el caso, Bobby Lagrange.

—Lo conozco —dijo Sachs, y lo llamó a casa. Respondió su buzón de voz, pero cuando probó a llamar a su móvil el detective respondió al instante.

—Lagrange.

El siseo del viento y el sonido de las olas revelaron a qué estaba dedicando el detective aquel día cálido y despejado.

Sachs se identificó.

—Ah, sí, claro. ¿Cómo te va, Amelia? Estoy esperando la llamada de un soplón. Estamos pendientes de un asunto en Red Hook y puede haber noticias en cualquier momento.

Así que no estaba en su barca de pesca.

—Puede que tenga que colgar a toda prisa.

—Entendido. Te estoy llamando por el manos libres.

—Detective, soy Lincoln Rhyme.

Una vacilación.

—Ah, sí. —Una llamada de Lincoln Rhyme solía captar de inmediato la atención de los demás.

Rhyme le explicó lo de su primo.

—Espere… «Rhyme». Me chocó el nombre, ¿sabe? Por lo raro, quiero decir. Pero no lo relacioné. Y él no me dijo nada de usted. Ninguna de las veces que he hablado con él. Su primo. Caramba, lo siento.

—Detective, no quiero interferir en el caso, pero me he comprometido a hacer algunas llamadas para averiguar qué ha pasado. Sé que el caso ya está en manos del fiscal. Acabo de hablar con él.

—Quiero que sepa que la detención estaba absolutamente justificada. Hace cinco años que llevo casos de homicidio y más claro que este no he visto ninguno, como no sea un ajuste de cuentas entre bandas presenciado por un patrullero de la policía.

—¿Qué sucedió exactamente? La mujer de Art sólo me ha contado lo básico.

Con la voz crispada que adoptaban los policías al desgranar los detalles de un delito, desprovista por completo de emoción, Lagrange respondió:

—Su primo salió del trabajo temprano. Fue al apartamento de una mujer llamada Alice Sanderson, en el Village. Ella también había salido temprano ese día. No sabemos exactamente cuánto tiempo estuvo allí, pero alrededor de las seis de la tarde murió apuñalada y sustrajeron un cuadro de su casa.

—Un cuadro valioso, tengo entendido.

—Sí. Aunque no era un Van Gogh.

—¿Quién era el pintor?

—Un tal Prescott. Ah, y encontramos algunas cartas, folletos sobre Prescott que un par de galerías le habían mandado directamente a su primo, ¿sabe? No tenía buena pinta.

—Cuénteme más sobre el doce de mayo —dijo Rhyme.

—A eso de las seis, un testigo oyó gritos y unos minutos después vio a un hombre llevar un cuadro a un Mercedes azul claro aparcado en la calle. Se marchó a toda prisa. El testigo sólo vio las tres primeras letras de la matrícula, no le dio tiempo a ver el estado, pero buscamos en toda la zona metropolitana, redujimos bastante la lista e interrogamos a los propietarios. Uno de ellos era su primo. Fuimos mi compañero y yo a Jersey a hablar con él, le pedimos a un agente de allí que nos acompañara, por cuestión de protocolo, ya sabe. Vimos manchas que parecían de sangre en la puerta trasera y en el asiento de atrás. Debajo del asiento había una toalla ensangrentada. Coincidía con un juego que había en el apartamento de la víctima.

—¿Y los análisis de ADN dieron positivo?

—Era sangre de la víctima, sí.

—¿El testigo reconoció a Arthur en una ronda de identificación?

—No, fue un testigo anónimo. Llamó desde una cabina y no quiso dar su nombre. No quería meterse en líos. Pero no hacían falta testigos. Para los del laboratorio fue pan comido. Levantaron una huella de calzado en la entrada de la casa de la víctima, el mismo tipo de zapatos que llevaba su primo, y consiguieron algunas pruebas bastante sólidas.

—¿Pruebas genéricas?

—Sí, genéricas. Restos de espuma de afeitar, migas de aperitivos, restos del fertilizante para el césped que había en su garaje. Coincidían a la perfección con las que había en casa de la víctima.

No, no coincidían a la perfección, se dijo Rhyme. Las pruebas materiales se clasifican en varias categorías. Una prueba «individualizada» sólo puede tener un origen, lo mismo que el ADN o las huellas dactilares. Los indicios «genéricos» comparten ciertas características con materiales semejantes, pero no tienen necesariamente el mismo origen. Las fibras de moqueta, por ejemplo. La sangre obtenida en la escena de un crimen y analizada genéticamente puede coincidir a la perfección con la sangre de un sospechoso. Pero una fibra de moqueta recogida en la escena de un crimen sólo puede asociarse con fibras encontradas en casa del sospechoso, lo que permite al jurado inferir que estuvo en el lugar de los hechos.

—¿Qué opinas? ¿La conocía Arthur o no? —preguntó Sachs.

—Afirma que no, pero hemos encontrado dos notas escritas por ella. Una en su despacho y otra en casa. En una decía: «ART: COPAS». En la otra sólo decía «ARTHUR». Nada más. Ah, y encontramos su nombre en la agenda de la chica.

—¿Su número de teléfono? —Rhyme había fruncido el ceño.

—No, un número de móvil de prepago. No tenemos los registros.

—Entonces, ¿supone que eran más que amigos?

—Se nos ha pasado por la cabeza. ¿Por qué si no iba a darle un número de prepago y no el de su casa o el de la oficina? —Lagrange se rio—. Por lo visto a ella no le importó. Le sorprendería lo que es capaz de aceptar la gente sin hacer preguntas.

No, no me sorprendería tanto, pensó Rhyme.

—¿Y el teléfono?

—Muerto. No lo hemos encontrado.

—¿Y creen ustedes que la mató porque le estaba presionando para que dejara a su mujer?

—Es lo que va a alegar el fiscal. Algo así.

Rhyme comparó lo que sabía de su primo, al que hacía más de una década que no veía, con aquella información. No podía ni confirmar ni negar la acusación.

—¿Hay alguien más que tenga un posible móvil? —preguntó Sachs.

—No, nadie. Su familia y sus amigos dicen que salía con hombres de vez en cuando, pero nada serio. No había tenido rupturas de pareja traumáticas. Llegué incluso a dudar si habría sido la esposa, Judy. Pero tenía coartada para esa hora.

—¿Arthur tenía alguna?

—No. Asegura que fue a correr, pero no hay nadie que pueda confirmarlo. En el parque estatal de Clinton, un sitio enorme. Y muy solitario.

—Por curiosidad —dijo Sachs—, ¿cómo se comportó durante el interrogatorio?

Lagrange se rio.

—Tiene gracia que lo preguntes: es lo más raro de todo el caso. Parecía aturdido. Como atontado de vernos allí. He detenido a un montón de gente a lo largo de mi carrera, algunos de ellos profesionales. Tipos con contactos, quiero decir. Y seguramente es el que mejor se ha hecho el inocente. Es un actor magnífico. ¿Recuerda eso de él, detective Rhyme?

El criminalista no contestó.

—¿Qué ha sido del cuadro?

Un silencio.

—Esa es otra. No lo hemos recuperado. No estaba en casa del detenido, ni en el garaje, pero la gente de criminalística encontró tierra en el asiento trasero del coche y en su garaje. Coincidía con la tierra del parque al que iba a correr el detenido todas las noches, cerca de su casa. Suponemos que lo enterró en alguna parte.

—Una pregunta, detective —añadió Rhyme.

Un silencio al otro lado de la línea, durante el cual una voz dijo algo indescifrable y se oyó de nuevo el aullido del viento.

—Adelante.

—¿Puedo ver el expediente del caso?

—¿El expediente? —No era una pregunta, en realidad. Sólo quería ganar tiempo para pensárselo—. Es un caso muy sólido. Y hemos seguido el procedimiento al pie de la letra.

—No nos cabe ninguna duda —dijo Sachs—. Pero el caso es que tenemos entendido que ha rechazado la reducción de condena.

—Ah, ¿y quieren convencerlo para que la acepte? Sí, lo entiendo. Es lo mejor para él. Bien, yo sólo tengo copias, las pruebas y todo lo demás lo tiene el ayudante del fiscal del distrito, pero puedo conseguirles los informes. ¿Dentro de un día o dos les parece bien?

Rhyme negó con la cabeza. Sachs respondió:

—Si pudieras hablar con Archivos y decirles que voy a ir a recoger el archivo en persona…

Volvió a oírse el viento a través del teléfono. Luego el sonido cesó bruscamente. Lagrange debía de haberse puesto a refugio.

—Sí, de acuerdo, voy a llamarles ahora mismo.

—Gracias.

—No hay de qué. Buena suerte.

Después de que colgaran, Rhyme esbozó una breve sonrisa.

—Ha sido un buen toque, eso de la reducción de condena.

—Una tiene que conocer a su público —repuso Sachs, y colgándose el bolso del hombro se dirigió a la puerta.