—Hola.
Pam Willoughby sonrió al entrar en el vestíbulo de la casa, cuya puerta le había abierto Thom. Dijo hola a todos los presentes, que la saludaron con una sonrisa a pesar de las terribles noticias acerca de Arthur Rhyme. Thom le preguntó qué tal le habían ido las clases.
—Genial. Estupendamente. —Luego bajó la voz y preguntó—: Amelia, ¿tienes un minuto?
Sachs miró a Rhyme, que señaló a la niña con la cabeza como diciendo:
No podemos hacer nada respecto a Art hasta que sepamos algo más. Adelante.
Salió al pasillo con Pam. Es curioso lo de los jóvenes, pensó: se les nota todo en la cara. Sus estados de ánimo, al menos, aunque no siempre los motivos que hay detrás. En lo tocante a Pam, Sachs deseaba a veces tener la habilidad de Kathryn Dance para descubrir cómo se sentía la muchacha y qué estaba pensando. Esa tarde, en cambio, su felicidad se veía a la legua.
—Sé que estás ocupada —le dijo.
—No pasa nada.
Entraron en el salón, al otro lado del vestíbulo de la casa.
—¿Y bien? —Sachs sonrió con aire cómplice.
—Bueno, he hecho lo que me dijiste, ¿sabes? Le he preguntado directamente a Stuart por la otra chica.
—¿Y?
—Es sólo que antes salían juntos, antes de que me conociera. Incluso me habló de ella hace un tiempo. Se encontraron por la calle y estuvieron hablando, nada más. Ella es muy acaparadora, ¿sabes? Ya era así cuando salían juntos, por eso entre otras cosa no quiso seguir con ella. Cuando los vio Emily, estaba intentando abrazarlo y él intentaba escabullirse. Nada más. Va todo genial.
—Oye, felicidades. Entonces, ¿definitivamente no hay enemigo a la vista?
—Así es. Además, tiene que ser cierto, porque Stuart no podría salir con ella. Podría perder su trabajo y… —se interrumpió de pronto.
A Sachs no le hacía falta ser policía para darse cuenta de que se había ido de la lengua sin querer.
—¿Perder su trabajo? ¿Qué trabajo?
—Bueno, ya sabes.
—No exactamente, Pam. ¿Por qué iba a perder su trabajo?
La chica se sonrojó y se quedó mirando la alfombra oriental que había a sus pies.
—Como ella está en su clase este año…
—¿Es profesor?
—Sí.
—¿De tu instituto?
—Este año no. Está en el Jefferson. Yo lo tuve el año pasado. Así que no importa que nos…
—Espera, Pam… —Sachs hizo memoria—. Me dijiste que estaba en el instituto.
—Te dije que lo había conocido en el instituto.
—¿Y lo del club de poesía?
—Bueno…
—Es el monitor —dijo la detective con una mueca—. Y el entrenador de fútbol, no un jugador.
—No te mentí exactamente.
Lo primero es no dejarse llevar por el pánico, se dijo Sachs. No serviría de nada.
—Bueno, Pam, eso es… —¿Qué demonios es? Tenía tantas preguntas… Hizo la primordial—: ¿Cuántos años tiene?
—No lo sé. No es tan mayor. —La chica levantó los ojos. Tenían una mirada dura.
Sachs la había visto en actitud desafiante, enfurruñada y decidida. Pero nunca la había visto así: atrapada y a la defensiva, casi feroz.
—¿Pam?
—Creo que cuarenta y uno o algo así.
La regla de no dejarse llevar por el pánico empezó a desmoronarse.
¿Qué demonios debía hacer? Sí, Amelia Sachs siempre había querido tener hijos, alentada por los recuerdos maravillosos que tenía de su padre, pero no había dedicado mucho tiempo a pensar en la ardua labor de la paternidad.
«Sé razonable», esa es la directriz, se dijo. Pero en aquel momento era tan efectiva como el «No te dejes llevar por el pánico».
—Bueno, Pam…
—Sé lo que vas a decir. Pero no se trata de eso.
Sachs no estaba tan segura. Hombres y mujeres juntos… Hasta cierto punto, siempre se trataba de eso. Pero no podía pararse a pensar en el aspecto sexual del problema. Sólo alimentaría el pánico y destruiría su capacidad de razonar.
—Stuart es distinto. Conectamos… Quiero decir que con los chicos del instituto siempre es lo mismo, deportes o videojuegos. Es tan aburrido…
—Pam, hay muchos chicos que leen poesía y que van al teatro. ¿No hay ningún chico en el club de poesía?
—No es lo mismo… No le cuento a todo el mundo lo que me pasó, lo de mi madre y todo eso. Pero a Stuart se lo conté y lo entendió. Él también lo ha pasado muy mal. Su padre murió cuando él tenía mi edad. Tuvo que pagarse los estudios trabajando en dos o tres sitios a la vez.
—No es buena idea, cariño. Hay problemas que tú ahora ni siquiera puedes imaginar.
—Es muy bueno conmigo. Me encanta estar con él. ¿No es eso lo más importante?
—Es parte de ello, pero no lo es todo.
Pam cruzó los brazos con aire desafiante.
—Y aunque no te dé clase ahora, de todos modos puede meterse en un buen lío. —Por alguna razón, al decir aquello Sachs sintió que ya había perdido la batalla.
—Dice que merece la pena correr ese riesgo.
No hacía falta ser Freud para deducirlo: una chica cuyo padre había muerto cuando ella era pequeña y cuya madre y cuyo padrastro eran terroristas… estaba abocada a enamorarse de un hombre mayor y considerado.
—Vamos, Amelia, no voy a casarme con él. Sólo estamos saliendo.
—Entonces, ¿por qué no te das un tiempo? Un mes. Sal con un par de chicos más. A ver qué pasa. —Es patético, se dijo Sachs. Sus argumentos sonaban a escaramuza de retaguardia.
Pam frunció el ceño exageradamente.
—¿Y para qué voy a hacer eso? Yo no voy por ahí intentando enganchar a un tío sólo por tener a alguien como todas las chicas de mi clase.
—Cariño, sé que sientes algo por él, pero tienes que esperar un tiempo. No quiero que sufras. Hay un montón de chicos maravillosos por ahí. Te convienen más, serás más feliz con ellos a largo plazo.
—No voy a cortar con él. Lo quiero. Y él a mí. —Recogió sus libros y dijo con frialdad—: Mejor me voy. Tengo deberes. —Se dirigió a la puerta, pero luego se detuvo y se volvió hacia ella—. Cuando tú te hiciste pareja del señor Rhyme —susurró—, ¿no te dijo todo el mundo que era una idiotez? ¿Que podías encontrar a alguien que no fuera en silla de ruedas? ¿Que había montones de «chicos maravillosos» por ahí? Apuesto a que sí.
Le sostuvo la mirada un momento, luego dio media vuelta y se marchó, cerrando la puerta a su espalda.
Sachs se dijo que sí, en efecto, alguien le había dicho eso mismo, prácticamente con esas mismas palabras.
¿Y quién, sino su propia madre?
Miguel Abrera, 5465-9842-4591-0243, el «especialista de mantenimiento», como se dice en la jerga de la empresa, ha salido del trabajo a su hora de siempre, en torno a las cinco de la tarde. Acaba de salir del vagón de metro, cerca de donde vive, en Queens, y yo voy justo detrás de él, camino de su casa.
Intento mantener la calma, pero no es fácil.
Ellos (la policía) están muy cerca, ¡muy cerca de mí! Y eso no había pasado nunca. En los años y años que llevo recogiendo datos han sido muchos los dieciséis muertos, las vidas arruinadas, la gente en prisión por mi causa, y nadie nunca se había acercado tanto. Desde que me enteré de las sospechas de la policía, he mantenido las apariencias, estoy seguro. Aun así, he estado analizando la situación como un loco, revisando los datos, buscando la pepita de oro que me diga qué saben Ellos y qué no. Hasta qué punto corro peligro. Pero no encuentro la respuesta.
¡Los datos tienen demasiado ruido!
Contaminación…
Estoy repasando cómo me he comportado últimamente. He tenido cuidado. Los datos pueden volverse en tu contra, desde luego. Pueden clavarte a la red como una mariposa Morpho menelaus azul en un tablero de terciopelo, con el aroma a almendras del cianuro. Pero los que sabemos de estas cosas también podemos servirnos de los datos para protegernos. Los datos pueden borrarse, pueden manipularse, pueden alterarse. Podemos añadir ruido a propósito. Podemos colocar el Conjunto de Datos A junto al Conjunto de Datos X de tal modo que dé la sensación de que A y X son mucho más parecidos de lo que en realidad son. O mucho más dispares.
Podemos hacer trampa de la manera más tonta. Los RFID, por ejemplo. Metes un transpondedor de telepeaje en la maleta de otra persona y parece que tu coche ha estado en diez sitios distintos durante el fin de semana, cuando en realidad no ha salido de tu garaje en todo ese tiempo. O piensa en lo fácil que es meter tu tarjeta de empleado en un sobre y enviarla a la oficina, donde pasará cuatro horas hasta que le pidas a alguien que recoja el paquete y te lo lleve a un restaurante del centro. Perdón, se me olvidó recogerlo. Gracias. La comida corre de mi cuenta… ¿Y qué muestran los datos? Pues que estabas matándote a trabajar en la oficina cuando en realidad a esas horas estabas limpiando tu navaja junto a un cadáver todavía caliente. El hecho de que nadie te viera en tu mesa es irrelevante. Aquí están mis registros de entrada y salida, agente… Nos fiamos de los datos, no del ojo humano. Hay docenas de trucos más que he perfeccionado.
Y ahora tengo que recurrir a una de las medidas más extremas.
Delante de mí, Miguel 5465 se detiene y mira hacia el interior de un bar. Tengo la seguridad de que no bebe casi nunca y, si entra a tomarse una cerveza, el horario se me descabalará un poco, pero eso no arruinará mis planes para esta tarde. Al final decide no tomarse esa cerveza y sigue caminando por la calle con la cabeza ladeada. La verdad es que lamento que no se haya dado ese gustazo, teniendo en cuenta que le queda menos de una hora de vida.