27

Ni siquiera oyendo la voz de Judy, cuya familiaridad lo reconfortaba hasta el punto de hacerle llorar, Arthur Rhyme podía dejar de pensar en aquel tipo blanco lleno de tatuajes, Mick, el esperpento adicto a la metanfetamina.

Hablaba solo sin parar, se metía las manos en los pantalones cada cinco minutos y parecía fijar sus ojos en él con la misma frecuencia.

—Cariño, ¿estás ahí?

—Perdona.

—Tengo que decirte una cosa —dijo Judy.

Sobre el abogado, sobre el dinero, sobre los niños. Fuera lo que fuese, sería demasiado para él. Estaba a punto de estallar.

—Adelante —susurró, resignado.

—Fui a ver a Lincoln.

—¿Qué?

—Tenía que hacerlo… Tú no pareces creer al abogado, Art. Esto no va a arreglarse por sí solo.

—Pero… te dije que no lo llamaras.

—Bueno, esto afecta a toda la familia, Art. No se trata sólo de lo que tú quieres. Estamos yo y los niños. Deberíamos haberlo hecho antes.

—No quiero que intervenga. No, vuelve a llamarlo y dile que gracias, pero que estamos bien.

—¿Bien? —balbuceó Judy Rhyme—. ¿Estás loco?

A veces creía que su esposa era más fuerte que él. Y seguramente también más lista. Se había puesto furiosa cuando había renunciado a Princeton porque no le ofrecieron el puesto de profesor titular. Dijo que se estaba comportando como un niño con una rabieta. Ojalá le hubiera hecho caso.

Judy continuó balbuceando:

—Tienes la idea de que John Grisham se va a presentar en el juicio en el último momento y va a salvarte. Pero eso no va a pasar. Dios mío, Art, deberías estar agradecido porque haga algo.

—Y lo estoy —replicó rápidamente: las palabras se le escaparon a todo correr, como ardillas—. Es sólo que…

—¿Qué? Lincoln estuvo a punto de morir, tiene todo el cuerpo paralizado y ahora vive en una silla de ruedas. Y lo ha dejado todo para demostrar que eres inocente. ¿Se puede saber en qué estás pensando? ¿Es que quieres que tus hijos crezcan con su padre en prisión por asesinato?

—Claro que no. —Se preguntó de nuevo si Judy creía de veras que no conocía a Alice Sanderson, la mujer asesinada. No pensaba que la había matado, desde luego, pero sin duda se estaría preguntando si había tenido amantes.

—Tengo fe en el sistema, Judy. —Dios, qué inane sonaba aquello…

—Pues Lincoln es el sistema, Art. Deberías llamarlo para darle las gracias.

Titubeó. Luego preguntó:

—¿Qué ha dicho?

—Hablé con él ayer mismo. Llamó para preguntarme por tus zapatos. Algo relacionado con las pruebas. Pero no he vuelto a saber de él.

—¿Fuiste a verlo o sólo llamaste?

—Fui a su casa. Vive en Central Park West. Su casa es muy bonita.

Se le vinieron a la mente una docena de recuerdos de su primo en rápida sucesión.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó.

—Lo creas o no, está casi igual que cuando lo vimos en Boston. Bueno, no, la verdad es que ahora parece estar en mejor forma.

—¿Y no puede andar?

—No puede moverse. Sólo mueve la cabeza y los hombros.

—¿Y su exmujer? ¿Siguen viéndose Blaine y él?

—No, Lincoln tiene otra pareja. Una policía. Es muy guapa. Alta, pelirroja. La verdad es que me llevé una sorpresa. Supongo que no debería, pero me la llevé.

¿Alta y pelirroja? Arthur pensó enseguida en Adrianna e intentó hacer a un lado aquel recuerdo. Pero se negaba a marcharse.

Dime por qué, Arthur. Dime por qué lo hiciste.

Un gruñido de Mick. Otra vez tenía las manos metidas en los pantalones. Sus ojos odiosos volaron hacia Arthur.

—Lo siento, cariño. Gracias por llamar a Lincoln.

Sintió de pronto un aliento caliente en el cuello.

—Tú, suelta el teléfono.

Había un latino detrás de él.

—Suelta el teléfono.

—Judy, tengo que dejarte. Aquí sólo hay un teléfono. Ya he gastado mi tiempo.

—Te quiero, Art.

—Te…

El latino dio un paso adelante y Arthur colgó y regresó a su banco en un rincón de la zona de detención. Se sentó mirando el suelo delante de sí, aquella marca en forma de riñón. La miró fijamente.

Pero el suelo estropeado no consiguió retener su atención. Estaba pensando en el pasado. Otros recuerdos se sumaron a los de Adrianna y su primo Lincoln: la casa familiar en la ribera norte del lago; la de Lincoln, en los barrios residenciales de la zona oeste; Henry, aquel rey severo que tenía por padre; su hermano Robert; y la tímida e inteligente Marie.

Pensó también en Teddy, el padre de Lincoln. (Había una historia interesante detrás de su mote: su nombre de pila no era Theodore; Arthur sabía por qué lo llamaban así, pero, curiosamente, no creía que Lincoln lo supiera). Siempre le había caído bien el tío Teddy. Un hombre afable, un poco tímido, un poco taciturno, pero ¿quién no lo sería viviendo a la sombra de un hermano mayor como Henry Rhyme? A veces, cuando Lincoln no estaba, Arthur iba a casa de Teddy y Anne, y en la salita de la familia, recubierta de paneles de madera, tío y sobrino veían una película antigua o hablaban sobre historia americana.

La mancha del suelo tomó la forma de Irlanda. Pareció moverse mientras Arthur la miraba con los ojos fijos, deseando estar muy lejos de allí, desaparecer por un agujero mágico y regresar a la vida de fuera.

Sintió una desesperación total. Y comprendió lo ingenuo que había sido. No había salidas mágicas de aquel atolladero, ni tampoco prácticas. Sabía que Lincoln era brillante. Había leído todos los artículos que encontraba sobre él en la prensa. Hasta alguno de sus escritos científicos: Efectos biológicos de ciertos materiales de nanopartículas

Comprendió de pronto, sin embargo, que su primo no podía hacer nada por él. Su caso no tenía remedio, iba a pasar el resto de su vida en la cárcel.

No, el papel de Lincoln encajaba a la perfección en aquel drama. Su primo (el familiar al que había estado más unido durante su infancia, su hermano adoptivo) debía estar presente en su caída.

Con una sonrisa amarga en la cara, levantó la vista de aquella mancha en el suelo. Y se dio cuenta de que había cambiado algo.

Qué extraño. El ala de detención estaba de pronto desierta.

¿Adónde había ido todo el mundo?

Oyó entonces unos pasos que se aproximaban.

Alarmado, miró hacia arriba y vio que alguien se acercaba a él a toda prisa arrastrando los pies. Su amigo Antwon Johnson. Una mirada fría.

Arthur comprendió entonces. ¡Alguien iba a atacarlo por la espalda!

Mick, claro.

Y Johnson venía en su auxilio.

Se levantó de un salto, se giró, tan asustado que tenía ganas de llorar. Buscó al yonqui, pero…

No. Allí no había nadie.

Fue entonces cuando sintió que Antwon Johnson le pasaba la horca por el cuello. Parecía casera, hecha con una camiseta hecha jirones y retorcida para formar una cuerda.

—¡No! ¿Qué…? —Sintió que el hombretón lo levantaba, que lo arrancaba del banco y lo arrastraba hasta la pared de la que sobresalía aquel clavo, el que había visto antes a dos metros del suelo. Gimió y comenzó a patalear.

—Chist. —Johnson recorrió con la mirada el entrante desierto de la sala.

Arthur siguió forcejeando, pero era como luchar contra un bloque de madera, contra un saco de cemento. Golpeó con los puños inútilmente el cuello y los brazos de Johnson y sintió entonces que lo levantaba del suelo. El negro lo alzó y colgó la horca casera del clavo. Soltó a Arthur, se apartó y se quedó mirando cómo se retorcía y pataleaba intentando liberarse.

¿Por qué, por qué, por qué?, intentaba preguntar Arthur, pero de sus labios sólo salían escupitajos de saliva. Johnson lo miraba con curiosidad. Sin ira, sin un brillo sádico en la mirada. Lo observaba sencillamente con tibio interés.

Y mientras su cuerpo temblaba y su vista se volvía borrosa, Arthur comprendió que todo había sido una trampa, que Johnson lo había salvado de los latinos por un único motivo: lo quería para él.

—Nnnnnn…

¿Por qué?

El negro mantuvo las manos junto a los costados y se inclinó hacia él.

—Te estoy haciendo un favor, hombre —susurró—. Joder, tú mismo te ahorcarías dentro de un mes o dos. No estás hecho para estar aquí. Venga, deja de resistirte. Tranquilízate, tira la toalla, ¿sabes lo que te digo?

Pulaski regresó de su misión en SSD con el disco duro gris, liso y brillante.

—Buen trabajo, novato —dijo Rhyme.

Sachs le guiñó un ojo.

—Tu primera operación secreta.

El joven policía hizo una mueca.

—No me ha parecido una misión. Más bien me parece un delito.

—Estoy seguro de que podemos encontrar motivos fundados si buscamos con atención —comentó Sellitto para tranquilizarlo.

Rhyme le dijo a Rodney Szarnek:

—Adelante.

El informático enchufó el disco duro al puerto USB de su desvencijado portátil y se puso a teclear con golpes firmes y certeros mientras miraba la pantalla.

—Bueno, bueno…

—¿Tienes un nombre? —preguntó Rhyme—. ¿Alguien de SSD que haya descargado los dosieres?

—¿Qué? —Szarnek soltó una risa—. No va así. Tardará un rato. Tengo que cargarlo en el servidor de Delitos Informáticos y luego…

—¿Cuánto vas a tardar? —gruñó Rhyme.

Szarnek pestañeó de nuevo como si se percatara por primera vez de que el criminalista estaba discapacitado.

—Depende del nivel de fragmentación, de la antigüedad de los archivos, de su ubicación, de su partición y después…

—Vale, vale, vale. Haz lo que puedas.

—¿Qué más has averiguado? —preguntó Sellitto.

Pulaski les habló de sus entrevistas con los otros dos técnicos que tenían acceso a todos los rediles de datos. Añadió que había hablado con Andy Sterling, cuyo teléfono móvil confirmaba que su padre lo había llamado desde Long Island a la hora del asesinato. Su coartada se sostenía. Thom puso al día los datos de los sospechosos.

Así pues, todas las personas de SSD que tenían acceso a innerCircle estaban ya al corriente de la investigación, y sin embargo el robot informático colocado en el fichero «HOMICIDIO DE MYRA WEINBURG» de la Policía de Nueva York no había informado de un solo intento de entrar en el sistema. ¿Estaba siendo cauto 522? ¿O acaso la trampa estaba fuera de lugar? ¿La hipótesis de que el asesino estaba relacionado con SSD estaba completamente equivocada? A Rhyme se le pasó por la cabeza que se habían dejado fascinar hasta tal punto por el poder de Sterling y su empresa que habían descuidado a otros posibles sospechosos.

Pulaski sacó un CD.

—Aquí están los clientes. Le eché un vistazo rápido. Hay unos trescientos cincuenta.

—Uf. —Rhyme hizo una mueca.

Szarnek cargó el disco y lo abrió con una hoja de cálculo. El criminalista echó una ojeada a los datos en la pantalla plana de su ordenador: casi mil páginas abarrotadas de texto.

—Ruido —dijo Sachs. Les explicó lo que le había dicho Sterling sobre los datos que resultaban inservibles por estar corrompidos, por ser demasiado escasos o demasiado prolijos.

El técnico rebuscó entre aquel alud de información: qué clientes habían comprado determinadas listas de datos recabados y procesados por SSD. Demasiada información. Pero entonces Rhyme tuvo una idea.

—¿Muestra la fecha y la hora a la que se descargaron los datos?

Szarnek examinó la pantalla.

—Sí.

—Vamos a averiguar quién descargó información justo antes de los crímenes.

—Muy bien, Linc —comentó Sellitto—. Cinco Dos Dos querrá que los datos estén lo más actualizados que sea posible.

Szarnek se quedó pensando.

—Creo que puedo crear un robot para extraer esa información. Puede que tarde un rato, pero sí, se puede hacer. Decidme cuándo fueron exactamente los crímenes.

—Eso está hecho. ¿Mel?

—Claro. —El técnico forense comenzó a compilar los datos del robo de las monedas, el robo del cuadro y las dos violaciones.

—Oye, ¿estás usando ese programa, el Excel? —le preguntó Pulaski a Szarnek.

—Sí.

—¿Qué es exactamente?

—Una hoja de cálculo básica. Se usa sobre todo para llevar el control de ventas y hacer cuentas. Pero ahora la gente la usa para un montón de cosas.

—¿Yo podría aprender a manejarlo?

—Claro. Puedes hacer un curso. En la New School o en Learning Annex, por ejemplo.

—Debería haberme puesto con ello ya. Voy a mirar esas academias.

Rhyme creyó comprender de pronto la reticencia de Pulaski a regresar a SSD.

—No te estreses por eso, novato —le dijo.

—¿Y eso, señor?

—Recuerda que la gente te toca las narices de mil maneras distintas. No des por sentado que ellos tienen razón y tú no sólo porque saben algo que tú ignoras. La cuestión es: ¿necesitas conocer ese programa para hacer mejor tu trabajo? Si es así, apréndelo. Si no, es una distracción y al diablo con ello.

El joven agente se rio.

—De acuerdo. Gracias.

Rodney Szarnek sacó el CD y el disco duro portátil, recogió su ordenador y se fue a la Unidad de Delitos Informáticos para seguir trabajando desde allí.

Cuando se marchó, Rhyme miró a Sachs, que estaba al teléfono, intentando recabar información sobre el «rapiñador» de datos que había muerto en Colorado unos años antes. No oía lo que decía, pero saltaba a la vista que estaba consiguiendo información relevante. Tenía la cabeza echada hacia delante, los labios húmedos y se tiraba ligeramente de un mechón de pelo. Sus ojos tenían una mirada intensa y reconcentrada. Era una pose extremadamente erótica.

Esto es ridículo, se dijo Rhyme. Concéntrate en el dichoso caso.

Sólo lo consiguió a medias.

Sachs colgó el teléfono.

—He conseguido algo de la Policía del Estado de Colorado. Ese rapiñador de datos se llamaba P. J. Gordon. Peter James. Un buen día se fue a montar en bici por el monte y no regresó. Encontraron su bici al fondo de un barranco, destrozada. Estaba junto a un río muy profundo. El cadáver apareció a unos treinta kilómetros río abajo, un mes después aproximadamente. Los análisis de ADN dieron positivo.

—¿Hubo investigación?

—No mucha. En esa zona se matan un montón de chicos con bicis, esquís y motos de nieve. Se consideró un accidente. Pero quedaron pendientes un par de interrogantes. Por de pronto, al parecer Gordon había intentado introducirse en los servidores de SSD en California, no en la base de datos, sino en los ficheros de la propia empresa y en los archivos personales de algunos empleados. Nadie sabe si consiguió entrar o no. He intentado encontrar a otras personas de su empresa, Rocky Mountain Data, para averiguar algo más. Pero ya no queda nadie. Parece que Sterling compró la compañía, se hizo con sus bases de datos y despidió a todo el mundo.

—¿Podemos llamar a alguien para preguntar por él?

—La policía del estado no encontró a ningún familiar.

Rhyme asintió lentamente con la cabeza.

—Muy bien, es una hipótesis interesante, si me permites emplear tu calificativo predilecto de esta semana, Mel. Ese tal Gordon está haciendo su propia cala en los archivos de SSD y descubre algo sobre Cinco Dos Dos. Cinco Dos Dos se da cuenta de que está en un aprieto, de que están a punto de descubrirlo. Entonces mata a Gordon y hace que parezca un accidente. Sachs, ¿la policía de Colorado guarda algún expediente del caso?

Ella suspiró.

—Está archivado. Van a buscarlo.

—Bien, quiero averiguar quién de SSD trabajaba ya en la empresa en esa época, cuando murió Gordon.

Pulaski llamó a Mark Whitcomb a SSD. Pasada media hora, Whitcomb volvió a llamarlo. Una conversación con recursos humanos desveló que en aquellas fechas trabajaban ya en la empresa docenas de empleados que seguían en ella, entre ellos Sean Cassel, Wayne Gillespie, Mameda y Shraeder, así como Martin, uno de los asistentes personales de Sterling.

Tanta gente significaba que el asunto de Peter Gordon no era una pista fiable. Rhyme confiaba, sin embargo, en que si conseguían el expediente completo de la Policía de Colorado, tal vez pudieran encontrar alguna pista que les condujera hasta alguno de los sospechosos.

Estaba mirando la lista cuando sonó el teléfono de Sellitto. El detective cogió la llamada. El criminalista vio que se ponía tenso.

—¿Cómo? —dijo bruscamente, mirando a Rhyme—. No jodas. ¿Qué ha pasado? Llámame en cuanto lo sepas.

Colgó. Apretó los labios y frunció fugazmente el ceño.

—Lo siento, Linc. Es tu primo. Le han atacado en el centro de detención. Han intentado matarlo.

Sachs se acercó a Rhyme y posó una mano en su hombro. Él notó su preocupación en aquel gesto.

—¿Cómo está?

—El director va a volver a llamarme, Linc. Está en la clínica de urgencias de allí. Todavía no saben nada.