Mientras bebía un café fuerte y dulce en la cafetería del otro lado de la calle, enfrente de la Roca Gris, Miguel Abrera, de treinta y nueve años, hojeaba un folleto que había recibido hacía poco por correo. Era un nuevo ejemplo de los extraños sucesos que había experimentado últimamente. La mayoría eran cosas simplemente raras o molestas. Aquello, en cambio, era preocupante.
Volvió a hojear el folleto. Luego lo cerró y se recostó en la silla, echando una mirada a su reloj. Todavía disponía de diez minutos antes de volver al trabajo.
Miguel era «especialista de mantenimiento», como lo llamaban en SSD, pero él le decía a todo el mundo que era conserje. Fuera cual fuese el título, las tareas que hacía eran las de un conserje. Su trabajo le gustaba, y lo hacía bien. ¿Por qué tenía que avergonzarse de su nombre?
Podría haberse tomado el descanso en el edificio, pero el café gratis que ofrecía la empresa era un asco, y ni siquiera te daban leche de verdad o crema. Además, no era muy hablador y prefería pasar el rato leyendo el periódico y tomando un café a solas. (Echaba de menos fumar, en cambio. Había jurado dejar de fumar en la sala de urgencias del hospital, y aunque Dios no había cumplido su parte del trato, había renunciado al tabaco de todos modos).
Cuando levantó la vista, vio que otro empleado de la empresa entraba en la cafetería: Tony Petron, un conserje veterano que trabajaba en el pasillo de dirección. Se saludaron con una inclinación de cabeza y Miguel se inquietó al pensar que quizá quisiera sentarse con él. Pero Petron fue a sentarse en el rincón, solo, para leer los correos electrónicos o los mensajes de su móvil y Miguel miró de nuevo el folleto, que iba dirigido a él personalmente. Después, mientras seguía bebiendo su café dulce, se puso a pensar en las otras cosas extrañas que le habían pasado últimamente.
Como lo de sus horarios. En SSD, sólo había que pasar por el torniquete y la tarjeta de identificación se encargaba de decirle al ordenador cuándo entrabas y cuándo salías. En cambio, un par de veces en los últimos meses, había visto errores en sus registros de entradas y salidas. Él siempre trabajaba cuarenta horas semanales y siempre le pagaban por cuarenta horas. Pero de vez en cuando, al mirar por casualidad sus horas de entrada y de salida, había visto que estaban equivocadas. Decían que entraba antes de su hora y que se marchaba también antes. O que no iba a trabajar un día entre semana y trabajaba un sábado. Pero no era cierto. Había hablado con su supervisor al respecto. El hombre se había encogido de hombros.
—Puede que el programa tenga algún error. Mientras no te ponga menos horas, no hay problema.
Y luego estaba el asunto de sus extractos bancarios. Hacía un mes, había visto con estupor que su saldo era diez mil dólares más alto de lo que debía ser, pero cuando había ido a la sucursal a que corrigieran el error, el saldo volvía a ser el auténtico. Y le había pasado ya tres veces. Uno de los ingresos equivocados ascendía a 70 000 dólares.
Y eso no era todo. Últimamente había recibido una llamada de una empresa acerca de una solicitud de hipoteca. Sólo que él no había pedido ninguna hipoteca. Su casa era de alquiler. Su mujer y él habían tenido la ilusión de comprar algo, pero después de que ella y su hijo pequeño murieran en el accidente de coche, no había tenido ánimos para pensar en comprarse una casa.
Preocupado, había consultado su historial de crédito. Pero en él no figuraba ninguna solicitud de hipoteca. No había notado nada raro, salvo que su solvencia crediticia había subido de manera significativa. Eso también resultaba chocante. Aunque, naturalmente, de aquel error no se había quejado.
Pero ninguna de esas cosas le preocupaba tanto como aquel folleto.
Estimado señor Abrera:
Como sin duda sabe, en diversos momentos de nuestras vidas pasamos por experiencias traumáticas y sufrimos pérdidas difíciles de superar. Es comprensible que en momentos así cueste seguir adelante. A veces incluso se llega a pensar que el peso del dolor es demasiado grande y se considera la posibilidad de tomar medidas drásticas y desafortunadas.
En Servicios de Ayuda Psicológica al Superviviente conocemos los obstáculos que afrontan personas como usted, que han sufrido una pérdida traumática. Nuestro personal especializado puede ayudarlo a superar momentos difíciles combinando la intervención médica con la terapia de grupo e individual para devolverle la serenidad y recordarle que, en efecto, merece la pena seguir viviendo.
Miguel Abrera nunca había pensado en suicidarse, ni siquiera en sus momentos más bajos, justo después del accidente, hacía año y medio. Le resultaba inconcebible quitarse la vida.
Haber recibido aquel folleto era de por sí preocupante, pero lo que realmente le inquietaba eran dos cosas: primero, que se lo hubieran mandado directamente a su nueva dirección, en vez de reenviárselo desde la antigua. Ni sus psicólogos ni nadie en el hospital donde habían fallecido su mujer y su hijo sabían que se había mudado hacía un mes.
Y, segundo, el párrafo final:
Ahora que ha dado el paso fundamental de recurrir a nuestros especialistas, nos gustaría concertar una sesión de evaluación sin coste alguno en el momento más conveniente para usted. No lo deje para más adelante, Miguel. ¡Nosotros podemos ayudarlo!
Él no había dado ningún paso para ponerse en contacto con aquel servicio.
¿De dónde habían sacado su nombre?
Bien, seguramente sería una extraña concatenación de coincidencias. Tendría que pensar en ello más tarde. Era hora de volver a SSD. Andrew Sterling era el jefe más amable y considerado que podía pedirse, pero a Miguel no le cabía duda de que los rumores eran ciertos: revisaba las horas de entrada y salida de todos los empleados personalmente.
A solas en la sala de reuniones de SSD, Ron Pulaski miró la pantalla del teléfono móvil mientras se paseaba frenético por la habitación, siguiendo (pensó) el dibujo de una cuadrícula como si inspeccionara la escena de un crimen. Tal y como le había dicho Jeremy, no había cobertura. Tendría que utilizar la línea fija. ¿Estaría vigilada?
De pronto cobró conciencia de que, a pesar de que había accedido a ayudar a Lincoln Rhyme en aquel asunto, corría grave peligro de perder lo que para él era lo más importante de su vida después de su familia: su trabajo como agente del Departamento de Policía de Nueva York. Pensó en lo poderoso que era Andrew Sterling. Si se las había ingeniado para arruinarle la vida a un periodista de un diario importante, un joven agente de policía no tendría ni la más mínima posibilidad de salir victorioso frente al consejero delegado de SSD. Si lo descubrían, sería detenido. Su carrera se habría acabado. ¿Qué le diría a su hermano? ¿Qué les diría a sus padres?
Estaba furioso con Lincoln Rhyme. ¿Por qué diablos no se había opuesto al plan de robar los datos? No tenía por qué hacer aquello.
Sí, claro, detective, lo que usted diga.
Era una perfecta locura.
Luego, sin embargo, se acordó del cadáver de Myra Weinburg, que tanto se parecía a Jenny, de sus ojos mirando hacia arriba, de su pelo rozándole la frente. Y se descubrió inclinándose hacia delante, sujetando el teléfono bajo la barbilla y marcando el nueve para llamar al exterior.
—Aquí Rhyme.
—Detective, soy yo.
—Pulaski —bramó el criminalista—, ¿dónde demonios te has metido? ¿Y desde dónde llamas? Es un número bloqueado.
—Hasta ahora no me he quedado solo —replicó Pulaski—. Y mi móvil aquí no funciona.
—Bueno, vamos a ponernos en marcha.
—Estoy delante de un ordenador.
—Muy bien, te paso con Rodney Szarnek.
El objeto del robo era aquello de lo que Lincoln Rhyme había oído hablar a su gurú informático: el espacio vacío del disco duro de un ordenador. Sterling aseguraba que en los ordenadores no quedaba constancia de qué empleados descargaban dosieres. Pero cuando Szarnek les había hablado de los datos que flotaban en el éter del sistema informático de SSD, Rhyme había preguntado si entre ellos podía haber información acerca de quién había descargado archivos.
Szarnek opinaba que era muy posible. Afirmaba que introducirse en innerCircle sería imposible (ya lo había intentado), pero que tenía que haber un servidor mucho más pequeño que se encargaba de las operaciones administrativas, como las descargas y el horario de los empleados. Si Pulaski podía meterse en el sistema, él podría guiarlo para que extrajera datos del espacio vacío. Después los reconstruiría y vería si algún empleado había descargado dosieres de las víctimas y de los inculpados.
—Vale —dijo Szarnek al ponerse al teléfono—. ¿Estás dentro del sistema?
—Estoy leyendo un CD que me han dado.
—Eh… Eso significa que sólo te han dado acceso pasivo. Eso tenemos que mejorarlo. —Le ordenó teclear diversas órdenes incomprensibles para él.
—Me dice que no tengo autorización para hacer esto.
—Voy a intentar darte acceso. —Le dio una serie de órdenes aún más confusas. Pulaski se equivocó varias veces y comenzó a ponerse colorado. Estaba furioso consigo mismo por equivocarse de letra o por darle a la barra invertida, en vez de a la normal.
La herida en la cabeza…
—¿No puedo usar el ratón y buscar lo que se supone que tengo que encontrar?
Szarnek le explicó que el sistema operativo era Unix, no los más amables que fabricaban Windows o Apple. Había que teclear largas órdenes y escribirlas con toda precisión.
—Ah.
Pero finalmente la máquina respondió dándole acceso, y Pulaski sintió un enorme arrebato de orgullo.
—Ahora conecta el disco duro —dijo Szarnek.
El joven policía se sacó del bolsillo un disco duro portátil de ochenta gigabytes y lo conectó al puerto USB del ordenador. Siguiendo las instrucciones de Szarnek, cargó un programa que convertiría el espacio vacío del servidor en archivos separados, los comprimiría y los grabaría en el disco duro portátil.
Dependiendo del tamaño del espacio sin uso, la operación podía llevar unos minutos o varias horas.
Se abrió una ventanita y el programa informó a Pulaski de que estaba «trabajando».
El agente se recostó en la silla y estuvo echando una ojeada a la información del CD, que seguía apareciendo en la pantalla. Pero los datos sobre los clientes eran en su mayoría un galimatías para él. El nombre del cliente de SSD saltaba a la vista, lo mismo que su dirección, su número de teléfono y los nombres de las personas autorizadas para acceder al sistema, pero la mayor parte de la información estaba en archivos.rar o .zip que al parecer contenían listas de correo comprimidas. Bajó hasta el final del documento: 1120 páginas.
Madre mía…
Tardarían muchísimo tiempo en analizar todos aquellos datos y descubrir si algún cliente había recopilado información sobre las víctimas y…
Sus cavilaciones se vieron interrumpidas por unas voces que se acercaban por el pasillo.
Ay, no, ahora no.
Cogió con cuidado el pequeño disco duro, que zumbaba suavemente, y se lo guardó en el bolsillo del pantalón. Emitía una especie de chasquido, muy leve, pero Pulaski estaba seguro de que se oía desde el otro lado de la habitación. El cable USB se veía claramente.
Las voces estaban cada vez más cerca.
Una era la de Sean Cassel.
Más cerca aún…
¡Marchaos, por favor!
En la pantalla apareció otra ventanita:
Trabajando…
Mierda, pensó Pulaski, y corrió un poco la silla hacia delante. El enchufe y la ventanita se verían a las claras si alguien entraba en la sala, aunque sólo avanzara dos pasos.
De pronto asomó una cabeza por la puerta.
—Hola, sargento Friday —dijo Cassel—. ¿Qué tal va eso?
El policía se tensó. Cassel iba a ver el disco duro. Tenía que verlo.
—Bien, gracias. —Movió la pierna delante del puerto USB para tapar el cable y el enchufe. El gesto le pareció demasiado obvio.
—¿Qué le está pareciendo el Excel?
—Bien. Me gusta mucho.
—Excelente. Es el mejor. Y además se pueden exportar los archivos. ¿Maneja mucho el Power Point?
—No, no mucho.
—Bueno, puede que algún día lo maneje, sargento. Cuando sea jefe de policía. Y el Excel es estupendo para controlar los gastos domésticos. Así podría mantenerse al día de sus inversiones. Ah, y además tiene algunos juegos. Le gustarían.
Pulaski sonrió mientras su cabeza latía con tanta fuerza como zumbaba el disco duro.
Cassel le guiñó un ojo y desapareció.
Si el Excel trae juegos, yo me como el disco, hijo de puta arrogante.
Se secó las palmas de las manos en los pantalones que Jenny le había planchado esa mañana, como hacía todas las mañanas o la noche anterior, si tenía que salir muy temprano o de madrugada.
Por favor, Dios mío, no dejes que pierda mi trabajo, rogó. Se acordó del día en que su hermano gemelo y él habían hecho el examen para ingresar en el cuerpo de policía.
Y del día en que se habían graduado. Y de la ceremonia de jura del puesto, de su madre llorando, de cómo se habían mirado su padre y él. Eran algunos de los mejores momentos de su vida.
¿Iría a perder todo eso? Maldita sea. De acuerdo, Rhyme es un tipo brillante y a nadie le importaba más que a él atrapar a un asesino, pero ¿infringir así la ley? Qué demonios, Rhyme estaba en su casa, sentado en su silla mientras otros le servían. A él no le pasaría nada.
¿Por qué tenía que ser él el cordero sacrificial?
Aun así, se concentró en su tarea furtiva. Vamos, vamos, le pedía al programa de recogida de datos. Pero el programa seguía funcionando lentamente y se limitaba a asegurarle que estaba en ello. No aparecía ninguna barra que fuera rellenándose, ni ninguna cuenta atrás como en las películas.
Trabajando…
—¿Qué ha sido eso, Pulaski? —preguntó Rhyme.
—Unos empleados. Se han ido.
—¿Cómo va eso?
—Bien, creo.
—¿Crees?
—Está… —Apareció otro mensaje en la pantalla: Completado. ¿Quiere crear un archivo nuevo?
—Vale, ya ha acabado. Me pide crear un archivo.
Szarnek se puso al teléfono.
—Este es el momento crítico. Haz exactamente lo que te diga. —Le dio instrucciones sobre cómo crear los archivos, comprimirlos y trasladarlos al disco duro portátil. Con las mano temblorosas, Pulaski hizo lo que pedía. Estaba cubierto en sudor. En apenas unos minutos concluyó su tarea.
—Ahora vas a tener que borrar tu rastro y dejarlo todo como estaba, para asegurarnos de que nadie haga lo que acabas de hacer tú y te descubra.
Szarnek le hizo entrar en los ficheros de registro y teclear varias órdenes. Por fin concluyó el proceso.
—Ya está.
—Muy bien, largo de ahí, novato —dijo Rhyme en tono apremiante.
Pulaski colgó, desconectó el disco duro, volvió a guardárselo en el bolsillo y salió del sistema. Se levantó y, al salir al pasillo, parpadeó con sorpresa al ver que el guardia de seguridad se había acercado. Se dio cuenta de que era el mismo que había acompañado a Amelia a los rediles de datos, caminando justo detrás de ella como si estuviera conduciendo a una cleptómana al despacho del director de la tienda para esperar allí a la policía.
¿Habría visto algo?
—Agente Pulaski, voy a acompañarlo al despacho de Andrew. —No sonreía y sus ojos no dejaban traslucir nada.
Condujo al policía por el pasillo. Con cada paso que daba, el disco duro le rozaba la pierna. Parecía estar al rojo vivo. Volvió a mirar al techo. Eran planchas acústicas: no se veían las puñeteras cámaras.
La paranoia llenaba los pasillos, más radiante aún que la blanquísima iluminación.
Cuando llegaron, Sterling le indicó con una seña que entrara en el despacho mientras pasaba varias hojas de papel en las que estaba trabajando.
—Agente, ¿tiene ya lo que necesita?
—Sí, lo tengo. —Pulaski levantó el CD con la lista de clientes como un niño aplicado en la escuela.
—Ah, muy bien. —Los ojos verdes claros del consejero delegado lo recorrieron de los pies a la cabeza—. ¿Y qué tal va la investigación?
—Va bien. —Fue lo primero que se le vino a la cabeza. Se sintió como un idiota. ¿Qué habría dicho Amelia Sachs? No tenía ni idea.
—¿De veras? ¿Había algo interesante en la lista de clientes?
—Sólo le he echado un vistazo para asegurarme de que podíamos leerla sin problemas. Volveremos a examinarla en el laboratorio.
—El laboratorio. ¿En Queens? ¿Es ahí donde trabajan?
—Allí hacemos parte del trabajo, sí, pero también en otros sitios.
Sterling no respondió a su evasiva, se limitó a esbozar una sonrisa afable. Era diez o doce centímetros más bajo que Pulaski, pero el joven se sintió como si fuera él quien tuviera que levantar la vista para mirarlo. Sterling lo acompañó al despacho exterior.
—Bien, si surge algo más, avísennos. Apoyamos su labor al cien por cien.
—Gracias.
—Martin, haz esas gestiones de las que hablamos antes y luego acompaña abajo al agente Pulaski.
—Puedo salir solo.
—Él le acompañará. Que pase una buena noche. —Sterling regresó a su despacho. La puerta se cerró.
—Sólo serán un par de minutos —dijo Martin. Levantó el teléfono y se volvió ligeramente para que no le oyera.
Pulaski se acercó a la puerta y miró a un lado y otro del pasillo. Alguien salió de un despacho. Estaba hablando en voz baja por el móvil. Al parecer, en aquella parte del edificio los móviles funcionaban bien. Miró al policía entornando los ojos, se despidió rápidamente de su interlocutor y cerró el teléfono.
—Disculpe, ¿el agente Pulaski?
Asintió con la cabeza.
—Soy Andy Sterling.
Claro, el hijo del señor Sterling.
Los ojos oscuros del joven se clavaron con aplomo en los del agente. Su apretón de manos pareció, en cambio, indeciso.
—Creo que me ha llamado. Y mi padre me ha dejado un mensaje diciéndome que tenía que hablar con usted.
—Sí, así es. ¿Tiene un minuto?
—¿Qué necesita saber?
—Estamos preguntando a ciertas personas sobre sus movimientos, el domingo por la tarde.
—Fui a hacer senderismo a Westchester. Fui hasta allí en coche, llegué sobre mediodía y volví a…
—No, no, no es usted quien nos interesa. Sólo necesito comprobar dónde estuvo su padre. Dijo que lo llamó sobre las dos desde Long Island.
—Pues sí, así fue. Pero no cogí la llamada. No quise interrumpir la caminata. —Bajó la voz—. A Andrew le cuesta separar los negocios del placer, pensé que querría que viniera a la oficina y no me apetecía que me fastidiara el día libre. Le devolví la llamada después, sobre las tres y media.
—¿Le importa que eche un vistazo a su teléfono?
—No, en absoluto. —Abrió el teléfono y desplegó la lista de llamadas entrantes. Había hecho y recibido varias llamadas el domingo por la mañana, pero por la tarde sólo aparecía una, procedente del número que le había dado Sachs, el de la casa de Sterling en Long Island.
—Muy bien. Con eso basta. Se lo agradezco.
El joven pareció preocupado.
—Es terrible, por lo que he oído. ¿Han violado y asesinado a alguien?
—Así es.
—¿Están cerca de atrapar al culpable?
—Tenemos varias pistas.
—Qué bien. A la gente así habría que ponerla en fila y fusilarla.
—Gracias por su tiempo.
Cuando el joven se alejó, apareció Martin y miró la espalda en retirada de Andy.
—Si me acompaña, agente Pulaski. —Con una sonrisa que muy bien podría haber sido una mueca de desaprobación, echó a andar hacia el ascensor.
Pulaski se sentía consumido por una especie de energía nerviosa. El disco duro ocupaba por completo sus pensamientos. Estaba seguro de que cualquiera podía verlo silueteado en su bolsillo. Comenzó a hablar sin ton ni son.
—Entonces, Martin…, ¿lleva mucho tiempo en la empresa?
—Sí.
—¿También es informático?
Una sonrisa distinta, tan poco significativa como la otra.
—No, qué va.
Echaron a andar por el pasillo, blanco y negro, estéril. Pulaski detestaba estar allí. Se sentía asfixiado, claustrofóbico. Quería salir a la calle, quería estar en Queens, en el sur del Bronx. Ni siquiera el peligro le importaba. Quería marcharse de allí, bajar la cabeza y echar a correr.
Un hormigueo de pánico.
El periodista no sólo perdió su trabajo, sino que fue procesado por allanamiento. Pasó seis meses en prisión.
También estaba desorientado. Iban por un camino distinto al que había seguido para llegar al despacho de Sterling. Martin dobló una esquina y cruzó una puerta gruesa.
El patrullero dudó al ver lo que había delante: un puesto de control con tres guardias de seguridad muy serios, además de un detector de metales y una unidad de rayos equis. Aquello no eran los rediles de datos, de modo que no había sistema de borrado de datos como en otras partes del edificio, pero no podría pasar de contrabando el disco duro portátil sin que lo detectaran. Cuando había estado allí antes con Amelia Sachs, no habían pasado por ningún puesto de seguridad como aquel. Ni siquiera había visto uno parecido.
—Creo que la última vez no pasamos por uno de estos —le dijo al asistente, intentando aparentar despreocupación.
—Eso depende de si una persona ha estado a solas dentro del edificio en algún momento —explicó Martin—. Un ordenador se encarga de evaluarlo y nos lo hace saber. —Sonrió—. No se lo tome como algo personal.
—Ya. No, en absoluto.
El corazón le latía con violencia. Tenía las palmas de las manos húmedas. ¡No, no! No podía perder su trabajo. Era tan importante para él…
¿Qué demonios había hecho al acceder a aquello? Se dijo a sí mismo que intentaba detener al hombre que había asesinado a aquella mujer que tanto se parecía a Jenny. Un hombre odioso que no tenía reparos en matar si ello le convenía.
Aun así, se dijo, esto no está bien.
¿Qué dirían sus padres cuando les confesara que le habían detenido por robar datos? ¿Y su hermano?
—¿Lleva encima algún dispositivo informático, señor?
Pulaski le enseñó el CD. El guardia examinó el estuche. Llamó a un número utilizando una tecla de marcado rápido. Se tensó ligeramente y a continuación habló en voz baja. Metió el disco en el ordenador del puesto de control y echó un vistazo a la pantalla. Por lo visto, el CD aparecía en un listado de dispositivos autorizados. Aun así, el guardia lo pasó por la unidad de rayos equis y observó atentamente la imagen del estuche y el disco que contenía. La cinta transportadora llevó el CD hasta el otro lado del detector de metales.
Pulaski hizo amago de avanzar, pero un tercer guardia lo detuvo.
—Perdone, señor. Por favor, vacíe sus bolsillos y ponga aquí todo lo metálico.
—Soy policía —repuso Pulaski intentando parecer divertido.
El guardia contestó:
—Su departamento ha aceptado ceñirse a nuestras normas de seguridad, puesto que somos contratistas de la administración. Las normas se aplican a todo el mundo. Puede llamar a su supervisor para comprobarlo si lo desea.
Pulaski estaba atrapado.
Martin seguía observándolo atentamente.
—Póngalo todo en la cinta, por favor.
Vamos, piensa, se dijo Pulaski a sí mismo, rabioso. Tiene que ocurrírsete algo.
¡Piensa!
Tienes que echarle cara para salir de esta.
No puedo. No soy lo bastante listo.
Claro que sí. ¿Qué haría Amelia Sachs? ¿Y Lincoln Rhyme?
Se giró, se puso en cuclillas y pasó unos segundos desatándose con esmero los zapatos, tirando lentamente de los cordones. Se puso de pie, colocó los zapatos bruñidos en la cinta y puso sus armas, la munición, las esposas, la radio, monedas, varios bolígrafos y el teléfono en una bandeja de plástico.
Cuando comenzó a pasar por el arco, este detectó la presencia del disco duro y saltó con un agudo pitido.
—¿Lleva algo más encima?
Pulaski tragó saliva, meneó la cabeza y se palpó los bolsillos.
—No, nada.
—Tendremos que pasarle el detector de mano.
Salió. El segundo guardia le pasó el detector manual por el cuerpo y se detuvo a la altura de su pecho. El aparato lanzó un pitido ensordecedor.
El patrullero se echó a reír.
—Vaya, lo siento. —Se desabrochó un botón de la camisa y enseñó el chaleco antibalas—. El interior es una placa metálica. Lo había olvidado. Lo para todo, menos una bala de rifle encamisada.
—Ni una Desert Eagle, seguramente —comentó el guardia.
—Bueno, si quiere que le dé mi opinión, una pistola del calibre cincuenta es antinatural —bromeó Pulaski, y por fin consiguió hacer sonreír a los guardias. Comenzó a quitarse la camisa.
—No pasa nada. No creo que sea necesario hacer que se desnude, agente.
Pulaski se abrochó la camisa con manos temblorosas, justo por encima del lugar donde reposaba el disco duro: entre su camiseta interior y el chaleco antibalas. Se lo había metido allí al agacharse para quitarse los zapatos.
Recogió sus cosas.
Martin, que había rodeado el detector de metales, lo condujo a través de otra puerta. Llegaron al vestíbulo principal, una estancia enorme y severa, revestida de mármol gris en el que se veía grabada una versión gigantesca del logotipo de la torre vigía y la ventana.
—Que tenga un buen día, agente Pulaski —dijo Martin al dar media vuelta.
Pulaski siguió avanzando hacia las grandes puertas de cristal mientras intentaba controlar el temblor de sus manos. Por primera vez reparó en las numerosas cámaras de televisión que vigilaban el vestíbulo. Tuvo la impresión de que eran buitres posados apaciblemente en la pared, aguardando a que una presa herida dejara escapar un gemido y se desplomara.