Mientras aguardaba el regreso de Sachs, Lincoln Rhyme escuchó distraídamente las explicaciones de Lon Sellitto acerca de por qué las pruebas de los casos anteriores (la violación y el robo de monedas) no habían podido localizarse.
—Y eso es raro de cojones.
Rhyme estuvo de acuerdo, pero, olvidándose al instante de la procaz afirmación del detective, volvió a fijar la atención en el dosier de SSD sobre su primo, colocado a su lado, en el atril de lectura automatizado. Intentaba ignorarlo, pero el documento lo atraía como un imán a una aguja. Echando un vistazo a las páginas se dijo que quizá, como había sugerido Sachs, pudieran hallar algo útil allí dentro. Después reconoció que, sencillamente, tenía curiosidad.
STRATEGIC SYSTEMS DATACORP. DOSIERES DE INNERCICLE®
Arthur Robert Rhyme
Número de sújeto SSD: 3480-9021-4966-2083
Estilo de vida
Dosier 1A. Preferencias de productos de consumo
Dosier 1B. Preferencias de servicios de consumo
Dosier 1C. Viajes
Dosier 1D. Sanidad
Dosier 1E. Preferencias de ocio
Financiero/académico/profesional
Dosier 2A. Historial académico
Dosier 2B. Historial de empleo e ingresos
Dosier 2C. Historial de crédito / situación actual y calificación crediticia
Dosier 2D. Preferencias de productos y servicios empresariales
Administrativo/jurídico
Dosier 3A. Registro civil
Dosier 3B. Censo electoral
Dosier 3C. Historial jurídico
Dosier 3D. Historial delictivo
Dosier 3E. Cumplimiento de la normativa
Dosier 3F. Inmigración y nacionalización
La información aquí contenida es propiedad de Strategic Systems Datacorp Inc. (SSD). Su uso está sujeto a la licencia de uso suscrita entre SSD y sus clientes, tal y como aparece definido en el Contrato Marco de Servicios. ©Strategic Systems Datacorp, Inc. Todos los derechos reservados.
Ordenando al atril que fuera pasando las hojas, Rhyme echó un vistazo al denso documento de treinta páginas. Algunos apartados estaban llenos de datos, otros casi vacíos. La información sobre el censo electoral estaba expurgada, y partes de los historiales de crédito y cumplimiento de la normativa remitían a otros ficheros, seguramente debido a que la legislación limitaba el acceso a dichos datos.
Se detuvo en la extensa lista de productos de consumo que compraban Arthur y su familia (a cuyos miembros se denominaba con la inquietante expresión de «sujetos adheridos»). No cabía duda de que cualquier persona que hubiera leído el dosier sabría lo suficiente sobre sus hábitos de consumo y sobre dónde compraba como para poder implicarlo en el asesinato de Alice Sanderson.
Rhyme descubrió que Arthur había pertenecido a un club de campo del que se había dado de baja hacía un par de años, presumiblemente porque perdió su trabajo. Se fijó en los paquetes vacacionales que había comprado y le sorprendió que se hubiera aficionado al esquí. Además, o él o uno de sus hijos debía de tener problemas de sobrepeso porque alguien de la familia se había apuntado a un programa dietético. La familia entera era, además, miembro de un gimnasio. Vio una compra de joyas a plazos en torno a la época navideña, efectuada en una joyería de un centro comercial de Nueva Jersey. Gemas pequeñas montadas en un engarce voluminoso, se dijo el criminalista: un regalo de consolación hasta que llegaran mejores tiempos.
Al ver una de las entradas, se echó a reír. Igual que a él, a Arthur parecía gustarle el buen whisky: de hecho, su nueva marca favorita era Glenmorangie.
Sus coches eran un Prius y un Cherokee.
La sonrisa del criminalista se borró, sin embargo, al acordarse de otro vehículo. Estaba pensando en el Corvette rojo de Arthur, el coche que le regalaron sus padres cuando cumplió diecisiete años, el coche en el que Arthur se había ido a Boston para estudiar en el MIT.
Pensó en sus respectivas partidas hacia la universidad. Para Arthur fue un momento trascendental, y para su padre también. Henry Rhyme estaba entusiasmado porque su hijo hubiera sido admitido en una facultad tan prestigiosa. Pero los planes de los primos (compartir casa, rivalizar por las chicas, eclipsar a los otros cerebritos) se fueron a pique. Lincoln, al que no aceptaron en el MIT, se marchó a la Universidad de Illinois-Champagne/Urbana, que le ofrecía una beca completa (y que en aquel entonces gozaba de cierto renombre por estar ubicada en la ciudad donde nació HAL, el ordenador narcisista de la película de Stanley Kubrick 2001, una odisea en el espacio).
Teddy y Anne estaban encantados de que su hijo fuera a estudiar en una universidad de su estado natal, y lo mismo podía decirse de su tío. Henry le dijo a su sobrino que confiaba en que fuera a menudo a Chicago para seguir ayudándolo con sus investigaciones y quizás incluso en sus clases, de vez en cuando.
—Siento que Arthur y tú no vayáis a estar juntos —le dijo su tío—. Pero os veréis en verano y en vacaciones. Y estoy seguro de que tu padre y yo podremos hacer alguna que otra escapada a Boston para que os veáis.
—Estaría bien —había respondido Lincoln.
Pero se había callado que, aunque estaba hecho polvo por no haber sido aceptado en el MIT, su rechazo tenía una parte buena, y era que no quería volver a ver a su primo mientras viviera.
Y todo por el Corvette rojo.
El incidente había tenido lugar poco después de la cena de Nochebuena en la que ganó aquel trozo histórico de cemento, un gélido día de febrero, el mes que, con sol o con nubes, en Chicago es el más implacable del año. Lincoln iba a competir en un concurso de ciencias de la Universidad Northwestern de Evanston. Le preguntó a Adrianna si quería acompañarlo, pensando que tal vez después se atrevería a pedirle que se casara con él.
Pero ella no podía: iba a ir a comprar con su madre a los grandes almacenes Marshall Field’s, en el centro de Chicago, atraída por las rebajas. Lincoln se llevó una desilusión, pero no le dio más importancia y se concentró en el concurso. Quedó el primero del grupo de los mayores y luego él y sus amigos recogieron sus proyectos y salieron fuera. Con los dedos azules por el frío y el aliento formando nubes de vapor a su alrededor en medio del aire cortante, cargaron las cosas en la panza del autobús y corrieron hacia la puerta.
Fue entonces cuando alguien gritó:
—¡Eh, mirad! ¡Menudo cochazo!
Un Corvette rojo estaba cruzando el campus.
Su primo Arthur iba al volante. Lo cual no era raro: su familia vivía cerca de allí. Lo que sorprendió a Lincoln, en cambio, fue que la chica que iba sentada a su lado parecía Adrianna.
¿Sí? ¿No?
No podía estar seguro.
La ropa coincidía: una chaqueta de cuero marrón y un sombrero de piel que parecía idéntico al que el propio Lincoln le había regalado por Navidad.
—Venga, Linc, mueve el culo, que tenemos que cerrar la puerta.
Lincoln, sin embargo, se quedó donde estaba, mirando fijamente el coche que dobló derrapando la esquina de la calle blanca y gris.
¿Podía haberle mentido Adrianna? ¿La chica con la que estaba pensando en casarse? Parecía imposible. ¿Y, además, engañándolo con Arthur?
Formado en ciencias, Lincoln procedió a analizar meticulosamente los datos con objetividad.
Hecho número uno: Arthur y Adrianna se conocían. Su primo la había conocido unos meses antes, en el despacho del orientador del instituto de Lincoln, donde ella trabajaba después de clase. Era muy fácil que hubieran intercambiado sus números de teléfono.
Hecho número dos: Arthur, comprendió de pronto Lincoln, había dejado de preguntarle por ella. Era extraño. Solían pasar mucho tiempo hablando de chicas, y últimamente Art no había mencionado a Adrianna ni una sola vez.
Qué sospechoso.
Hecho número tres: tras pensarlo bien, llegó a la conclusión de que Adie se había mostrado esquiva al negarse a acompañarlo a la feria de ciencias. (Y él no le había dicho que iba a celebrarse en Evanston, lo que significaba que no habría dudado en circular por sus calles cuadriculadas en compañía de Art.) Los celos se apoderaron de él. ¡Por Dios que iba a darle un pedazo del Stagg Field! ¡Una astilla de la sagrada cruz de la ciencia moderna! Se acordó de otras veces en que Adie se había negado a verlo en circunstancias que, vistas en retrospectiva, parecían un tanto extrañas. Contó tres o cuatro.
Aun así, se resistía a creerlo. Avanzó trabajosamente entre la nieve hasta una cabina telefónica, llamó a su casa y preguntó por ella.
—Lo siento, Lincoln, ha salido con unos amigos —le dijo su madre.
Unos amigos…
—Ah. Probaré a llamarla más tarde. Oiga, señora Waleska, ¿al final han ido hoy a Marshall Field, a las rebajas?
—No, son la semana que viene. Tengo que preparar la cena, Lincoln. Abrígate bien. Fuera hace un frío horroroso.
—Sí, es verdad. —Lo sabía de buena tinta: estaba en una cabina abierta, con el mentón temblando y sin deseo alguno de recoger de entre la nieve los sesenta céntimos que se le habían caído de la mano temblorosa después de que intentara repetidamente meter las monedas por la ranura.
—¡Por Dios, Lincoln, sube al autobús!
Más tarde, esa noche, llamó a Adriana y durante un rato consiguió mantener con ella una conversación normal antes de preguntarle qué tal le había ido el día. Ella le contó que había disfrutado yendo de compras con su madre, pero que había una aglomeración espantosa. Locuaz y parlanchina, le dio demasiadas explicaciones. Parecía culpable de todas todas.
Pero aun así Lincoln necesitaba pruebas.
Así que mantuvo las apariencias. La siguiente vez que Art fue de visita, dejó a su primo en el cuarto de juegos de abajo, salió a hurtadillas con un rodillo para recoger pelos de perro (del mismo tipo de los que usaban ahora los equipos forenses en la escena de un crimen) y recogió pruebas materiales del asiento delantero del Corvette.
Lo metió todo en una bolsa de plástico y, cuando volvió a ver a Adrianna, recogió varias muestras de pelo de su gorro de piel y su abrigo. Se sintió envilecido, abrasado por la vergüenza y la humillación, pero eso no le impidió comparar las hebras que había recogido en uno de los microscopios compuestos del instituto. Eran idénticas: tanto el pelo del sombrero como las fibras sintéticas del abrigo.
La chica con la que estaba pensando en casarse había estado engañándolo.
Y por la cantidad de fibras que había en el coche de Art llegó a la conclusión de que se había subido a él más de una vez.
Finalmente, una semana después, los vio en el coche. Ya no le quedó ninguna duda.
No se retiró de la liza cortésmente, ni hecho una furia. Sencillamente, se retiró. Sin ánimos para una confrontación, dejó que su relación con Adrianna fuera diluyéndose. Las pocas veces que salieron estuvieron marcadas por la rigidez y salpicadas de incómodos silencios. Para consternación de Lincoln, ella parecía enfadada por su creciente indiferencia. Maldita sea, ¿acaso creía que podía tenerlo todo? Parecía enfadada con él a pesar de que era ella quien lo estaba engañando.
También se distanció de su primo. Su excusa fueron los exámenes finales, las competiciones de atletismo y aquel golpe de suerte disfrazado de infortunio: no haber sido admitido en el MIT.
Siguieron viéndose de tarde en tarde (compromisos familiares, ceremonias de graduación), pero entre ellos todo había cambiado radicalmente. Y de Adrianna no dijeron ni una sola palabra. Al menos hasta muchos años después.
Toda mi vida cambió. De no ser por ti, todo habría sido distinto…
Rhyme sintió que le palpitaban las sienes. No podía sentir frío en las palmas de las manos, pero dedujo que las tenía sudorosas. Sus dolorosas cavilaciones se vieron interrumpidas, sin embargo, cuando Amelia Sachs cruzó por fin la puerta.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
Mala señal. Si hubiera sacado algo en claro de su conversación con Calvin Geddes, lo habría dicho enseguida.
—No —reconoció Rhyme—. Todavía estamos esperando noticias de Ron sobre las coartadas y nadie ha picado en la ratonera de Rodney.
Sachs aceptó el café que le ofreció Thom y cogió medio sándwich de pavo de una bandeja.
—El de ensalada de atún está mejor —comentó Lon Sellitto—. La ha hecho él.
—Con este me vale. —Se sentó junto a Rhyme y le ofreció un bocado.
Pero el criminalista no tenía apetito y sacudió la cabeza.
—¿Qué tal le va a tu primo? —preguntó ella, lanzando una ojeada al dosier abierto en el atril.
—¿A mi primo?
—¿Qué tal le va en el centro de detención? Tiene que ser bastante duro para él.
—No he tenido ocasión de hablar con él.
—Seguramente está demasiado avergonzado para ponerse en contacto contigo. Deberías llamarlo.
—Lo haré. ¿Qué te ha dicho Geddes?
Sachs reconoció que no había obtenido grandes revelaciones de su encuentro con Geddes.
—Ha sido principalmente una conferencia acerca del deterioro de la privacidad. —Le dio algunos de los datos más alarmantes: la recogida diaria de datos personales, las intrusiones, el peligro de EduServe, la inmortalidad de los datos, el registro de metadatos en los archivos de los ordenadores…
—¿Algo que a nosotros pueda sernos de utilidad? —preguntó Rhyme con sorna.
—Dos cosas. Primero, no está convencido de que Sterling sea inocente.
—Dijiste que tenía una coartada —señaló Lon Sellitto mientras cogía otro sándwich.
—Puede que no haya sido él en persona. Quizás esté sirviéndose de un tercero.
—¿Por qué? Es el consejero delegado de una gran empresa. ¿Qué podría salir ganando?
—Cuantos más delitos haya, más necesita la sociedad a SSD para que la proteja. Geddes afirma que Sterling quiere poder. Lo llamó «el Napoleón de los datos».
—Así que contrató a un asesino a sueldo para que rompiera ventanas y él pudiera intervenir y arreglarlas. —Rhyme hizo un gesto de asentimiento, un tanto impresionado por la idea—. Sólo que le ha salido el tiro por la culata. No imaginó que nos daríamos cuenta de que las bases de datos de SSD estaban detrás de los crímenes. Muy bien. Ponlo en la lista de sospechosos. Un sujeto no identificado a sueldo de Sterling.
—Bueno, Geddes también me ha dicho que hace unos años SSD compró una empresa de datos de Colorado. Su rapiñador principal (así es como llaman a los recolectores de datos) murió repentinamente.
—¿Algún nexo entre Sterling y su muerte?
—Ni idea. Pero merece la pena comprobarlo. Voy a hacer unas cuantas llamadas.
Sonó el timbre y Thom fue a abrir. Entró Ron Pulaski. Estaba sudoroso y muy serio. Rhyme sentía a veces el impulso de decirle que no se tomara las cosas tan a pecho, pero dado que él mismo era incapaz de hacerlo, suponía que una sugerencia semejante sonaría hipócrita.
El novato les explicó que había verificado casi todas las coartadas para el domingo.
—He hablado con la gente del telepeaje y han confirmado que Sterling pasó por el túnel de Midtown a la hora que dijo. He intentado hablar con su hijo para ver si su padre lo había llamado desde Long Island, para asegurarme. Pero había salido.
»Otra cosa —prosiguió Pulaski—. El director de recursos humanos… Su única coartada era su mujer. Ella lo ha respaldado, pero se comportaba como un ratoncillo asustado. Y hablaba igual que su marido: “SSD es el mejor sitio del mundo y bla, bla, bla”.
Rhyme, que en cualquier caso no se fiaba de los testigos, no le dio demasiada importancia. Una cosa que había aprendido de Kathryn Dance, la experta en kinesia y lenguaje corporal de la Oficina de Investigación de California, era que la gente a menudo parecía culpable cuando hablaba con la policía, incluso si le estaba contando la pura verdad.
Sachs se acercó a la lista de sospechosos y la actualizó.
La detective consultó su reloj.
—Ron, Mameda ya habrá llegado. ¿Podrías volver a SSD y hablar con él y con Shraeder? A ver dónde estaban ayer a la hora del asesinato de Myra Weinburg. Y el asistente de Sterling debería tener ya preparada la lista de clientes. Si no, quédate en su despacho hasta que la tenga. Hazte el importante. O, mejor aún, hazte el impaciente.
—¿Volver a SSD?
—Eso es.
Rhyme advirtió que por alguna razón no quería regresar allí.
—Claro. Pero deja que llame a Jenny para ver cómo van las cosas por casa. —Sacó su móvil y marcó un número de la agenda.
El criminalista dedujo de parte de la conversación que estaba hablando con su hijo pequeño y luego, cuando adoptó un tono aún más infantil, con su hija, una bebé. Desconectó.
Fue entonces cuando sonó su propio móvil. En la pantalla aparecía el prefijo 44.
Ah, estupendo.
—Orden: responder al teléfono.
—¿Detective Rhyme?
—Inspectora Longhurst.
—Sé que está trabajando en ese otro caso, pero he pensado que quizá le interese conocer las novedades.
—Naturalmente. Adelante, por favor. ¿Cómo está el reverendo Goodlight?
—Está bien, aunque un poco asustado. Insiste en que en el piso franco no entre ningún agente ni ningún guardia de seguridad nuevo. Sólo se fía de los que llevaban semanas con él.
—Es lógico.
—Tengo a un agente controlando a todo el que se acerca. Antes pertenecía a un regimiento de fuerzas especiales. Son los mejores en ese campo. Bien, hemos registrado el piso franco de Oldham de arriba abajo. Quería contarle lo que hemos encontrado. Limaduras de cobre y plomo, compatibles con balas fresadas o de punta roma. Unos cuantos granos de pólvora. Y rastros muy escasos de mercurio. Mi experto en balística dice que podría estar fabricando una bala de punta hueca.
—Sí, es cierto. Con mercurio líquido en el núcleo. Causa heridas espantosas.
—También encontraron algo de grasa de la que se emplea para lubricar la caja de los rifles. Y en el lavabo había restos de tinte para cabello. Y varias fibras de color gris oscuro: algodón bastante grueso, con almidón para ropa. Según nuestras bases de datos, coincidente con el tejido que se utiliza en la confección de uniformes.
—¿Creen que puede haber dejado esas pistas a propósito?
—Nuestros técnicos forenses dicen que no. Los restos eran minúsculos.
Un francotirador rubio, de uniforme…
—Hemos tenido otro incidente que ha hecho saltar las alarmas por aquí: un intento de allanamiento en una organización no gubernamental sin ánimo de lucro, cerca de Piccadilly. Ha sido en las oficinas de la Agencia de Ayuda al Este de África, el grupo del reverendo Goodlight. Llegaron los guardias y el intruso escapó. Tiró a la alcantarilla la ganzúa que había usado para abrir la puerta, pero tuvimos suerte y un tipo que pasaba por la calle vio dónde la tiraba. En fin que, resumiendo, nuestra gente la encontró y hemos descubierto restos de tierra en la ganzúa. Contenía un tipo de lúpulo que crece exclusivamente en Warwickshire. Había sido procesado para la fabricación de bitter.
—¿De bitter? ¿La variedad de cerveza, quiere decir?
—Sí, en efecto. Da la casualidad de que aquí, en Scotland Yard, tenemos una base de datos de bebidas alcohólicas. Y de sus ingredientes.
Igual que la mía, se dijo Rhyme.
—¿De veras?
—La organicé yo misma —repuso la inspectora.
—Excelente. ¿Y?
—La única fábrica que utiliza ese lúpulo está cerca de Birmingham. Bien, tenemos una imagen de la persona que intentó entrar en la organización no gubernamental, grabada por las cámaras de seguridad, y debido al lúpulo se me ocurrió revisar las cámaras de seguridad de Birmingham. En efecto, la misma persona llegó a la estación de New Street varias horas después y se bajó del tren con una mochila de gran tamaño. Pero me temo que la perdimos entre el gentío.
Rhyme se quedó pensándolo. La gran pregunta era: ¿había sido depositado el lúpulo en la ganzúa para despistar a la policía? Era la clase de cosa de la que sólo podía hacerse una idea examinando en persona el lugar de los hechos o teniendo en sus manos la prueba. Ahora, en cambio, tenía que conformarse con lo que Sachs denominaba «un pálpito».
¿Era una pista falsa o no?
Tomó una decisión.
—Inspectora, no me lo creo. Creo que Logan está jugando a un doble juego. Lo ha hecho otras veces. Quiere que nos centremos en Birmingham mientras él sigue adelante con el atentado de Londres.
—Me alegra que lo diga, detective. También yo me inclino por esa hipótesis.
—Deberíamos seguirle la corriente. ¿Dónde se encuentran los miembros del equipo?
—Danny Krueger está en Londres, con su gente. Y también el agente del FBI. El agente francés y el de la Interpol estaban verificando pistas en Oxford y Surrey. Pero no han sacado nada en claro.
—Yo que usted los llevaría a todos a Birmingham. Inmediatamente. De manera sutil, pero evidente.
La inspectora se echó a reír.
—Para cerciorarnos de que Logan cree que hemos picado el anzuelo.
—Exacto. Quiero que piense que estamos convencidos de que tenemos la ocasión de atraparlo allí. Y mande también a un equipo de las fuerzas especiales. Que hagan un poco de ruido, que parezca que los está retirando de la zona de Londres.
—Cuando en realidad estaremos reforzando la vigilancia allí.
—En efecto. Y dígales que disparará desde lejos. Y que irá teñido de rubio y vestido de uniforme gris.
—Estupendo, detective. Enseguida me pongo con ello.
—Manténgame informado.
—Saludos.
Rhyme ordenó al teléfono que se desconectara en el instante en que una voz se dejaba oír desde el otro lado de la habitación.
—Eh… En resumidas cuentas, vuestros amigos de SSD son muy buenos en lo suyo. No he podido ni empezar a hackearles el sistema. —Era Rodney Szarnek. Rhyme se había olvidado de él.
Se levantó para ir a reunirse con los policías.
—InnerCircle es más seguro que Fort Knox. Y también Atalaya, su sistema de gestión de bases de datos. Dudo mucho que alguien pueda entrar sin tener una enorme colección de supercomputadoras, y esas no se encuentran en cualquier tienda de informática.
—¿Pero? —Rhyme notó que parecía preocupado.
—Bueno, el sistema tiene unas medidas de seguridad que no había visto nunca. Muy robustas. Y tengo que decir que dan bastante miedo. He usado una identidad anónima y he ido borrando mis huellas a medida que avanzaba. ¿Y qué ha pasado? Pues que su programa de seguridad ha entrado en mi sistema y ha intentado identificarme por lo que había en el espacio libre.
—¿Y qué significa eso exactamente, Rodney? —El criminalista intentaba conservar la paciencia—. ¿Espacio libre?
Les explicó que en el espacio vacío de los discos duros pueden encontrarse fragmentos de datos, incluso de datos borrados. A menudo podía reconstruirse el software hasta darle de nuevo forma legible. El sistema de seguridad de SSD sabía que Szarnek había borrado su rastro, así que se había introducido dentro de su ordenador para leer los datos del espacio vacío y averiguar quién era.
—Es increíble. Porque me he dado cuenta, que si no… —Se encogió de hombros y se consoló bebiendo su café.
Rhyme tuvo una idea. Cuanto más la sopesaba, más le gustaba. Contempló la flaca figura de Szarnek.
—Oye, Rodney, ¿qué te parecería hacer de poli de verdad para variar?
Su fachada de geek despreocupado desapareció de repente.
—No creo que esté preparado para eso, ¿sabes?
Sellitto acabó de masticar lo que quedaba de su sándwich.
—No habrás vivido de veras hasta que una bala rompa la barrera del sonido junto a tu oreja.
—Espera, espera, espera… Yo sólo disparo en los juegos de rol y…
—Bueno, el que correría peligro no serías tú —le dijo Rhyme al informático mientras deslizaba la mirada hacia Ron Pulaski, que estaba cerrando su teléfono.
—¿Qué pasa? —preguntó el novato con el ceño fruncido.